23
Al verlo, como una instantánea, en la primera impresión fugaz, allí, al fondo del pasillo, junto al estante de las latas de tomate triturado, tuvo la sensación de que se trataba de una alucinación, de una fantasmagoría. Pero prefirió no esperar a comprobarlo: maniobró con el carro para cambiar de calle, y estuvo casi a punto de llevarse a una niña por delante, lo que le valió una severa mirada recriminatoria del padre, de la que se deshizo con un perdón balbuciente. Se alejó un par de calles y aprovechó para pasarse por el lineal de detergentes. Desde hacía muchos años, al entrar en el hipermercado, siempre tenía aquella costumbre. Le resultaba curioso comprobar la forma en que se disponían los productos de Monsalves en los estantes, y sobre todo el espacio que ocupaban con respecto a la competencia en el mismo lineal. Los hipermercados pertenecían a Grandes Cuentas, es decir, a Leiva, con quien tenía una relación relativamente buena pero al que nunca estaba de más propinarle una colleja. Los encuentros informales de los comerciales en el Bolondo eran el mejor contexto para ello, se lanzaban dardos, las pullas eran constantes, pero todo en formato camarada, entre bromas cuyo escozor sólo afloraba al volver a casa, en el coche, mientras se repasaban mentalmente las conversaciones del bar. Con Leiva siempre era la misma broma, el miserable espacio que ocupaban las CleanWay en la zona de las pastillas en comparación con el resto de las marcas.
—¿Sabes que me he vuelto a contracturar el cuello, Leiva? —La broma era similar, con mínimas variaciones—. Eso me pasa por agacharme hasta la última balda para encontrar las CleanWay.
—No mientas. —Y Leiva tenía siempre la misma respuesta—. Lo del cuello es porque sigues intentando chuparte tu propia polla.
A Julián le gustaba exagerar, pero era cierto que encontrar las pastillas de Monsalves en el hipermercado no solía ser sencillo. En todo caso, era mejor no hacer mucha sangre y mantener la conversación entre los márgenes de lo saludable. En los supermercados adscritos a Cadenas Locales, su visibilidad no era mucho mayor.
Fue después de comprar marisco —tenía antojo de quisquillas desde hacía varios días, y Marisa sabía como nadie cuál era el punto perfecto de cocción— cuando volvió a verlo, en la zona de frutería. Y no, definitivamente no era un espejismo: se trataba de Miguel Novoa, el ex comercial de la Zona Norte, al que había despedido hacía poco más de una semana. Y allí estaba, sin chaqueta ni corbata, pero con aparente buen aspecto. O eso creía, porque sólo lo observó un instante: lo justo para que su móvil sonara sin sonar y él lo atendiera con gesto acelerado simulando una conversación crucial con un cliente mudo e invisible. Así, con el móvil atrapado entre la oreja y el hombro, arrastrando el carro, fue dirigiéndose hacia la zona de los vinos. Tenía que terminar rápido, pero la bodega siempre era un problema: le encantaba demorarse en las etiquetas, comparar precios, cotejar las añadas. No era un connoisseur, pero tampoco un ignorante, tenía cierto criterio. Ya estaba colocando las dos botellas de Barbadillo en el carro, y se relamía al anticipar en su paladar la combinación de sabor de la manzanilla con las quisquillas, cuando sintió que le pisaban el pie. Era la rueda de un carro, y el carro era conducido por Novoa, que ahora estaba a sólo un metro de él y lo miraba, sin que hubiera margen ya para otra maniobra que no fuera saludarlo sonriente y extenderle la mano.
—Hombre, Novoa. ¡Vaya sorpresa!
Y no, ahora que lo tenía tan cerca, lo cierto es que el aspecto de Novoa no era nada bueno. No sólo por la barba de cuatro días, también por la apariencia sucia de su pelo y sobre todo por la piel: pálida, blanquecina, incluso grasienta.
—¿Qué tal el niño?
—Niña.
—Ah, sí, niña. ¿Isabel?
—Aurora.
Después de los oportunos saludos, había que evitar el silencio incómodo, y para evitarlo el único camino era más incomodidad. Era la pregunta inevitable en aquel contexto.
—Bueno, Novoa, ¿cómo van las cosas?
Bien, bueno, tú sabes, mucho más locuaz que la contestación entrecortada de Novoa resultaba echar un vistazo a su carro: alcohol barato, pack de clínex y jabón líquido de marca blanca. Estaba moviéndose, aquí y allá, y había varias cosas en perspectiva. Julián veía ya la luz al final del túnel, estaba cerca de alcanzar el momento palmada en la espalda y me alegro de verte cuídate, pero de repente Novoa tuvo una reacción inesperada. Haciendo ímprobos esfuerzos para abandonar su habitual talante apocado —se le notaba, estaba sufriendo—, de una manera incluso algo brusca, el ex comercial agarró a Julián del brazo y lo miró de cerca a los ojos.
—Por favor, Julián, tómate un café conmigo.
Voy algo tarde, tengo que preparar, Rubén espera, de nada sirvieron las excusas de Márquez, se fueron desinflando conforme las pronunciaba ante la insistencia de Novoa, que lo esperaría al otro lado de la zona de cajas, en la cafetería del híper. Mientras el comercial arrastraba su carro hacia la caja, Julián se maldecía en solitario. No había escapatoria, así que era mejor acabar con aquello cuanto antes. Porque estaba claro que Novoa tenía algo que decirle, porque cantaba a kilómetros que aquel cadáver había forzado el encuentro aparentemente fortuito para contarle algo. Se acordó de las palabras del día de la despedida, lo bien que había ido todo conforme a las enseñanzas de Estabile y la actitud de mano tendida que había tenido con Novoa. Debía ser consecuente con ello hasta el final.
Cuando llegó con su carro, Novoa lo esperaba ya en una de las mesas tomando una menta poleo. Aunque era temprano, Márquez pidió una cerveza. La visión de los dos carros juntos resultaba cruel. Era como cotejar el aspecto de un utilitario viejo con un flamante 4×4. Aquello daba, en cierta medida, el tono al encuentro que estaba a punto de producirse. Un tono, se temió Julián, insoportablemente melodramático.
—¿Sabes? —disparó Novoa. No parecía dispuesto a irse por las ramas—. Mi mujer cree que sigo trabajando. Le he dicho que estoy de vacaciones, de unos días que me debíais.
—Ya.
—Porque es la verdad. No estoy de vacaciones —el vaso de Novoa temblaba; el humo manando del líquido verde recordaba una pócima mágica—. Ayer estuve con Cañamero, de Bolsan.
Julián empezaba a entender. Así que era eso. Allí estaba por fin el asunto. Mario Cañamero, director comercial de Bolsan. Habían coincidido más de una vez en las ferias sectoriales, durante algún tiempo fue el representante de su empresa en la asociación patronal, mientras él lo fue de Monsalves. Habían compartido algún café, los justos para comprender que Cañamero iba por la vida creyéndose que jugaba en otra liga. En Bolsan se pagaba bien, aunque en la última década Monsalves le estuviera mordiendo a conciencia los tobillos. Y Cañamero gastaba maneras de señor, de tipo atildado y honesto. Decían que era un infatigable follador, con su aspecto de caballero, con su aire de cantante de corridos y rancheras. Con él nunca había tenido una mala palabra, sin abandonar en ningún momento la distancia, obligada por su condición de comercial de la competencia.
—Entiéndeme, Julián. Le he dicho que tengo ganas de cambiar de aires. Que he tocado techo en Monsalves, y que me apetece otra cosa. Cañamero me preguntó que cómo sentaría mi marcha en Monsalves. Le he dicho que obviamente mal, pero que os acostumbraríais.
Julián dio un buche a su cerveza. Cuando devolvió el vaso a la mesa, Novoa lo observaba con atención.
—Yo no me he ido de Monsalves, Julián —Julián, Novoa nunca lo había llamado por su nombre de pila, siempre por el apellido. Estaba intentando entrar, era obvio, estaba intentando derribar las vallas, merodear por su alcoba, rebasar su intimidad—. Sigo allí, pero he movido ficha y a Bolsan le intereso. Y ahora Bolsan va a hacerme una oferta. Pero eso va a ocurrir porque estoy en el mercado, porque sigo en Monsalves. Si no estuviera en Monsalves, ya lo sabes, estaría muerto.
Así eran las cosas. A Bolsan no le interesaba un comercial que hubiera pasado por Monsalves. Quería un comercial de Monsalves. Porque eso formaba parte del juego. Robarle un comercial a Monsalves era dar una patada a la competencia, algo de lo que se hablaría, algo que haría daño. Novoa no parecía tan tonto, después de todo. Había movido sus fichas, y lo había hecho bien. Había llegado a tiempo de comprender que sin la mentira estaba abocado al suicidio laboral. Nadie contrataría a un comercial entrado en la cuarentena y en el paro. Aunque sí ficharían a un responsable de zona dispuesto a cambiar de aires. La jugada era buena, pero claro, necesitaba de Julián.
—Cañamero te conoce. Y me dijo que, aunque le interesaba, tenía cierto reparo, porque a pesar de que éramos competencia, no le gustaba quedar mal con nadie. Así que me ha dicho que te llamaría para sondearte.
Claro, ahí estaba su aportación. Fingir ante aquel petulante, encajar con falsa dignidad el robo de un comercial, esconder su resentimiento y afrontar el guantazo sin manos con el que Cañamero disfrutaría como un cerdo.
—Todavía formo parte de Monsalves, Julián —otra vez su nombre, otra vez el guiño, la licencia—. Todavía soy de tu equipo, es lo único que necesito de ti. Te ruego que lo hagas, es la única cosa que te voy a pedir como compensación por lo que habéis hecho conmigo.
La conversación estaba zanjada. Novoa se levantó y le estrechó la mano. Estaba tan desquiciado que no reparó en pagar la cuenta. Tomó su raquítico carro y antes de marcharse lo miró por última vez. Bajo la potente iluminación del hipermercado, su rostro le pareció aún más grasiento. Desde abajo se le distinguían también las ojeras.
—Te va a llamar —remarcó—. Por favor, es lo único.
Julián apuró su cerveza. Pensó en Estabile por un instante, en cómo el coach habría resuelto aquella tesitura. Novoa caminaba con desgarbo, como si le faltara alguna pieza, como un cuerpo en proceso de descomposición. Quizá era eso lo que habían hecho con él, quitarle piezas, desarmarlo. Y ahora le dejaban a Julián la responsabilidad —el marrón— de volver a remendar el cuerpo, de volver a reponer el relleno y coserlo.
Miró la bolsa de quisquillas. Le parecieron impropias, impertinentes, innecesarias.