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Los días de reporte al Consejo siempre lo ponían así. Desde que amanecía, una masa áspera y rugosa se hacía fuerte en la boca del estómago, y no lo abandonaba hasta que todo había terminado. Anoche, una noche más, había recurrido para aplacar el insomnio a Lupita, de quien había descubierto nuevos vídeos e incluso una website. En www.honeylupita.com podía acceder a otros contenidos sobre la actriz que contribuyeron a matizar y engrandecer su figura. Su composición más lograda, la que a él le ponía más verraco, era la urbana: traje ceñido, altos tacones y pose de altiva indiferencia hacia el mundo. Pero también estaba su papel como niña mala de colegio de monjas. Si bien ahí, con el badajo sobresaliendo bajo su falda escocesa, resultaba un poco ridícula. También había otra con peluca rubia y labios rojos estridentes a lo Marilyn. La necesaria enfermera. Y por último, la composición vampirella, que cada vez iba escalando más puestos en su ranking personal, porque con los colmillos postizos y los labios negros resultaba todavía más excitante. Anoche se había desfogado precisamente con aquel vídeo, más concretamente con el momento en que Lupita se cogía el miembro como si fuera una estaca y se masturbaba moviendo arriba y abajo su mano de dedos gruesos rematados por uñas postizas de color negro. Después, por fin, había conseguido dormir, abstrayéndose del aroma clínico que expelía su mujer y del incómodo calor de su cuerpo. Había tenido, entonces, un sueño agitado, violento. Rubén lloraba a las puertas del colegio, el tal Michi había vuelto a molestarle. Márquez entonces veía a Michi aparecer, y sin dilación lo golpeaba. De la nada había aparecido un martillo, y Márquez golpeaba al niño con el martillo una, dos, tres veces. A la cuarta el sonido del radiodespertador había salpicado su sueño, devolviéndolo a las siete de la mañana. Y dos horas más tarde estaba allí, en su despacho, respondiendo correos y esperando la llamada de la secretaria del Consejo. Esa llamada significaría que había llegado su turno, y tendría que acudir a la reunión para presentar su balance y —ojalá no— atender a las preguntas del equipo de dirección.

Hoy no tendrían reunión de departamento, pero sus comerciales andaban por Monsalves. El primero en llegar había sido Peláez, quien se había ofrecido a traerle un café.

—Voy bien, Peláez —había dicho—. Ya he tomado dos. Hoy toca reporte en el Consejo.

—Mucha suerte —comentó Peláez—. ¿Sabes si viene Macipe?

Peláez era un trepa, no lo podía remediar. Cualquier cosa valía para afear la conducta de su compañero. Pero era cierto que, a las diez y media de la mañana, aún no había aparecido. Julián estaba cada vez más inquieto porque el aviso para entrar en la reunión se estaba demorando. Era mejor coger al Consejo despierto y recién desayunado que hacerlo hacia el mediodía. Conforme llegaba la hora del almuerzo el hambre empezaba a apretar y eso era una amenaza para el espíritu del Consejo, que se podía volver más quisquilloso y suspicaz. Como un desahogo, marcó el teléfono móvil de Macipe para pedir explicaciones. Pero las llamadas lo arrojaron sobre el buzón de voz. Hizo tiempo entrando en la web del Marca, y prefirió no visitar la website de Lupita: tenía que mantenerse centrado, no zozobrar. Por fin sonó el teléfono y la aséptica voz de la secretaria le anunció que había llegado su turno.

El Consejo era lo más parecido que Márquez podía imaginar a un tribunal. Un tribunal voluble, caprichoso, cuya dinámica interna resultaba arcana para el resto, donde uno nunca sabía a lo que atenerse. En alguna ocasión, el consejero delegado o algún otro de los miembros del Consejo había incluso bromeado con él. Otras veces se habían mostrado más severos. Todo, en cualquier caso, era algo distinto desde que hacía dos años Lorenzo Estabile se había incorporado a las reuniones como asesor permanente. A la derecha del consejero delegado, solía intervenir poco, pero cuando lo hacía podía esperarse cualquier cosa.

—Siéntate —dijo el secretario. El Consejo estaba dispuesto, como de costumbre, en forma de U, y en el extremo libre había una silla preparada para los invitados. Todos atendían ya a su presencia. Al sentarse, la silla produjo un chirrido desagradable, como si hubiera pisado la pata de un gato.

—Márquez ha tenido un semestre desigual, pero está tomando algunas medidas correctoras con las que pretende revertir la situación de su unidad —su jefe, Cuervas, el director comercial, no lo miraba: hablaba en voz alta mientras hojeaba el informe resumen que él estaba a punto de presentar—. Pero él nos lo cuenta con más detalle.

—Bien, bueno —su voz sonó enérgica—. Buenos días.

Todos respondieron al saludo. Se tocó la palma derecha y comprobó que había empezado a sudar. Eso era lo más incómodo, el sudor resultaba incontrolable. Era inevitable que la frente se le perlara y alguna gota acabara cayendo sobre los papeles del informe.

En efecto, Cadenas Locales no llevaba un buen ejercicio. Y sí, en buena medida la situación estaba motivada por las circunstancias de la crisis, que estaba modificando de forma considerable el escenario de la distribución minorista. El cierre de la cadena FreeMarket era un ejemplo claro. Pero había indicadores que podían mover al optimismo. Además, internamente se habían tomado medidas. Se había prescindido, hacía apenas una semana, de uno de sus comerciales, el responsable de la Zona Norte, y desde la dirección comercial se le acababa de reforzar el equipo con otro empleado, pero de distinto perfil. Un perfil, parecía, más comercial.

—¿De cuánto ha sido la caída? —quiso saber el consejero delegado. Márquez sentía la cosquilla descendente de una gota de sudor desde la sien hasta el cuello.

—En el acumulado del año hasta octubre, que son los datos que tenemos, de un treinta y siete por ciento con respecto al mismo periodo del año pasado.

El director financiero, al otro lado de la U, tosió.

—El final del año siempre sirve para corregir el porcentaje. —Cuervas salió en su auxilio. Márquez lo agradeció, si bien era consciente de que también estaba saliendo en auxilio propio.

—¿Y los objetivos?

El gráfico de barras de los objetivos anuales, que Márquez arrugaba entre sus dedos, le gritaba desde abajo, parecía morderle el pulgar como una mascota impertinente.

—Estamos un veinticuatro por ciento por debajo de objetivos —sentenció.

A continuación, el silencio se instaló en el Consejo. Fue como si el silencio fuera un bloque compacto de hormigón que alguien hubiera arrojado en medio de la reunión. Un bloque imponente, insorteable, imposible de remontar con excusas, toses o cualquier otra estratagema de atenuación.

—¿Estás satisfecho con estos datos, Márquez? —Sólo la voz de Estabile propició el sortilegio. Aquella voz, de hecho, parecía diseñada únicamente para romper silencios.

Todos los miembros del Consejo lo miraban con atención.

—No. Claro que no. Por supuesto que no.

—¿Pero estás contento aquí, en Monsalves?

—Bueno, contento —sonrió, fue como un hipido—. Estaría más contento si mis números fueran mejores. Pero llevo más de veinte años en la estructura comercial de esta empresa y he vivido momentos muy buenos.

—¿Ahora no son buenos? —Estabile solía cortarle de ese modo: era incómodo, le obligaba a reconducir sobre la marcha su argumentación.

—Espero que sean mejores. Siempre pueden ser mejores.

—No veo positividad en ti, Márquez. ¿Estás bien? ¿Te sientes a gusto contigo, con tus circunstancias? Esos números que has traído, ¿son una jaula?

—No entiendo.

—Tus números. ¿Son una jaula para ti? ¿Vas a salir de esa jaula? ¿Cómo piensas salir de la jaula?

No tenía respuesta para aquella pregunta. Qué mierda de pregunta era esa. Permaneció callado, soportando la mirada fría de Estabile, que devolvió al Consejo al silencio. Ahora no había bloque de hormigón. Era más bien una estructura de acero frío.

—Creo que el último trimestre va a ser mejor —dijo él finalmente—. Los datos se van a corregir ligeramente. Y hay buenas perspectivas para el comienzo del año.

—Eso esperamos todos —quien hablaba era el consejero delegado—. Muchas gracias, Márquez, ya puedes irte.

—Gracias —contestó Márquez. Se estaba poniendo de pie y recogía sus papeles cuando Estabile le habló otra vez.

—Piensa en lo que te he dicho. Reflexiona. ¿Estás satisfecho con tu vida?

Una vez que salió de la sala de juntas, ya solo en el pasillo, cambió el ritmo y sus pasos se volvieron lentos, incluso titubeantes. Era como si acabara de salir de la cabina de un vehículo después de sufrir un aparatoso accidente de tráfico. Hizo el recorrido de regreso a su departamento como si habitara en otra dimensión y fuera invisible. De hecho, cuando llegó al departamento, ni siquiera se percató de que Macipe, a quien había telefoneado dispuesto a abroncarlo sólo media hora antes, ya estaba allí, en su sitio, aunque con un aspecto aún más lamentable que de costumbre. Cerró la puerta de su despacho y se hundió en el sillón; levantó el teléfono y lo dejó descolgado. Por unos instantes su mirada ensimismada se quedó clavada en el amanecer de Windows de su tablet. Aquel amanecer era lo opuesto a la foto de su cabeza, que estaba negra, emponzoñada como una gaviota embadurnada de alquitrán.

Buscó algún asidero, algún indicio de abertura, alguna rendija que lo ayudara a salir de la oscuridad. Lo encontró en forma de sílabas. Vinieron a él como confeti espolvoreado sobre su lengua.

—Lupita —dijo para sí—. Lupita —repitió en voz alta, mientras encendía ansioso la tablet.