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A través del espejo retrovisor del coche, los ojos de Rubén, sentado en el asiento de atrás, son dos aceitunas flotando en salmuera. Aunque mantiene la cabeza agachada, de vez en cuando desvía la vista hacia la ventanilla, y entonces Julián puede distinguir esa inconfundible mirada de cachorro dolorido que se le dibuja en la cara desde que casi era un bebé.
—No les eches cuenta. Tú, a lo tuyo.
El trasiego de coches se espesa en la avenida: suenan cláxones, se mientan madres, alguien saca un dedo por la ventanilla. A la hora del almuerzo, la ciudad entera embrutece.
Por intentar relajar el ambiente, Julián enciende la radio. Enseguida el boletín informativo de las dos atiborra el interior del auto de palabras asépticas, ajenas.
Esperando a que un estúpido motorista acabe de hablar con el vehículo que permanece detenido a su lado, para poder seguir avanzando, para dejar de escuchar los pitidos del becerro que tiene detrás y que le exige que prosiga, mientras observa la luz verde del semáforo y el resto de los vehículos lo rebasan a izquierda y derecha, Julián recuerda a Ofelia, la profesora de Rubén. No tanto a Ofelia, sino sus dientes inferiores, la piorrea incipiente que le rebaja la carne de la encía, convirtiendo su dentadura en listones de persiana viejos y amarillentos.
—Vamos, puedo asegurarle que al menos en mi presencia no le han tocado un pelo —aquellos dientes, sí, parecían de esqueleto, de animal muerto—. Pero ha tenido una especie de ataque, ha empezado a tirarlo todo por el suelo, a pegar patadas a la puerta. Después se ha metido en el baño, y sólo ha abierto con la promesa de que les llamaríamos.
Y a continuación, el resto de la mierda: que era la segunda vez en pocos meses que esto ocurría, que quizá fuera conveniente consultar con un especialista, que el psicólogo del centro está dispuesto a evaluar y realizar el preceptivo informe. Que todavía es pequeño y la tipología de las psicopatologías muy diversa, pero que es probable que precise tratamiento.
—Son los niños —había contestado él—. Me dice que hay algunos niños que no lo dejan en paz. Que se burlan de él.
Pobre Rubén. Tan indefenso, desde la propia cuna, su cuerpo esmirriado, como si no se hubiera cocinado del todo. Su tardanza al andar, su dificultad para hablar, su tendencia al juego solitario, su ensimismamiento de perro aislado de la camada. La vida te enseña a forjarte una piel de hormigón, pero están los resquicios, las partes blandas: recovecos en los que resulta sencillo hundir los dedos y hacer daño. Eso es Rubén para él.
Cuando aparca junto a la casa, Rubén abre la cancela y entra corriendo. Marisa está fuera, con el delantal puesto. Lo más que consigue del niño es que ceda su coronilla para un rápido beso, antes de que Rubén corra escopetado hacia su habitación.
—¿Qué ha pasado? —Marisa utiliza la mano derecha como visera para evitar la invasión del sol. Su cuerpo desgarbado en medio del patio se le antoja a Julián un madero, un fragmento de cubierta de barco podrida, inútil.
—Nada —no sabe si entrar o no. Tiene que resolver tanto todavía en la oficina. Debe convocar a todos sus comerciales, reconducir cuanto antes la situación, tomar las medidas correctoras que el director comercial, es obvio, le está exigiendo. No sabe si entrar o no, pero de hecho ya está adentro, anegado por la enfermiza oscuridad del salón, ese mausoleo, esa zona muerta en la que la vida parece un simulacro.
En la cocina, junto a la hornilla, Marisa retoma la preparación del guiso. El olor de los garbanzos, en cierto modo, lo reconforta, lo retrotrae a otro tiempo, pero la figura flaca y consumida de su mujer se empecina en afear esa sensación.
—Qué tal tú —pregunta, mientras da un buche a un botellín. Instantáneamente, el buche le hace llorar.
—Bien, parece. Un poco mejor. Menos dolores. Pero cansancio.
Sí, parece cansada. Y no son sólo sus ojos. Todo su cuerpo expele cansancio. Es un cansancio contagioso, capaz de irradiar, capaz de convertir toda la casa en un maldito cementerio.
Arriba, en la habitación de Rubén, suena el inconfundible ruido de la Nintendo DS. El niño está a punto de iniciar una nueva carrera en el Mario Kart.
—Creo que me marcho —remata la cerveza en dos buches—. Tengo lío allí. Volveré tarde.
Antes de regresar a la calle, el beso circunstancial: un beso breve, apenas un roce de labios, que ninguno de los dos hace ningún esfuerzo por enfatizar o disfrazar de cariño.
Pero sigue estando allí ese olor, piensa. Mientras camina con las llaves hacia el coche, mientras huye hacia el exterior como quien escapa de las llamas, vuelve a percibirlo con repulsiva intensidad. El olor a comida de hospital sigue instalado en el cuerpo de su mujer.