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Ojalá se abriera un resquicio en el tiempo, un hueco entre dos segundos, y pudiera quedar resguardada allí, olvidada por las horas, a salvo del mundo. Ojalá todo siguiera sin ella, y ella pudiera permanecer para siempre como está ahora, tumbada en la cama, la puerta cerrada, sola, siendo ella misma, siendo la Gertru auténtica, y no ese estúpido trasunto que vive afuera pero que cada vez le gana más espacio y tiempo, que cada día la devora más, como un demonio que habitara dentro de ella.
De regreso en metro a casa, mientras observaba los rostros derrotados de todos los que, como ella, volvían del trabajo, ha imaginado que el vagón estaba lleno de zombis. Pero al mirarse en el reflejo del cristal, con sus gafas gruesas, con su traje chaqueta, con su peinado recatado y discreto, ha percibido que también era uno de ellos, que ella también se había convertido en un zombi. Por un instante ha recordado su encuentro con el comercial de Cadenas Locales, su conversación en el McDonald’s, y ha tenido un acceso religioso, muy parecido a los que tenía de más pequeña, cuando recuperaba la fe a conveniencia para pedirle a Dios que por favor se cumpliera algún anhelo, o más bien no se materializara alguna desgracia. Los había tenido estando en Londres, cuando recibió la llamada de su madre comunicándole que su padre acababa de sufrir un infarto cerebral, y se sorprendió a sí misma rezando por que su padre resistiera, por que el riego volviera a circular de forma fluida por su cerebro, para evitar su muerte y sobre todo tener que regresar otra vez a España. A estas alturas ya nunca rezaría, pero estaba dispuesta a reconocer la existencia de Dios con tal de que el comercial de Locales se decidiera a recoger el guante. Deseaba que todo ardiera, anhelaba una explosión furibunda, sangre, cuchillos, e intentó desquitarse de aquellos pensamientos bajo la ducha. Como de costumbre se deshizo de las palabras cartilaginosas de su madre, que le pedían un poco de conversación y vida de salón, y se resguardó en el baño. Se desprendió de la ropa con violencia, como si estuviera apestada, y hasta que no se quedó desnuda, observando su encanijado cuerpo, contemplando las reconfortantes patas de su araña tatuada, no se sintió algo más tranquila. Con todo, su masturbación bajo la ducha no fue nada apacible, utilizó el consolador de goma como una taladradora, como si quisiera borrarse el clítoris, con furia, sin pensar en nada, en realidad sin verdaderas ganas. Sólo quería estar tumbada, sólo quería desaparecer, así que no se demoró en esta ocasión. Su madre, claro, la esperaba en la puerta, esta noche estrenaban en la tele una peli que podía estar bien, dijo, una nueva de Robert de Niro, ven a verla conmigo. Estoy cansada, contestó ella, necesito un poco de intimidad, remató, antes de encerrarse en su habitación. Cómo explicarle a la vieja que Robert de Niro ya no era Robert de Niro, que hacía décadas que un payaso se lo había comido. Dónde estaba el Robert de Niro de Taxi Driver, la picadora de Hollywood lo había triturado. Dónde estaban las cosas que una vez fueron buenas, ahora todo era mierda y abrazos.
Abrazos, sonrisas, frases motivadoras de saldo pescadas en la almadraba de Internet, sé tú mismo, confía en ti, sal de tu zona de confort. Nelson Mandela, Gandhi, Steve Jobs, John Lennon, Bill Gates, Charles Chaplin, Camus, incluso Duchamp —por dios—, todos ellos metidos como un gazpacho imposible en el recipiente buenista y trendy del nuevo Pensamiento Mágico. El mundo careta, el mundo ventosidad de arcoíris. Ya no te clavan el cuchillo, ahora te ofrecen sesiones de coaching para que tú mismo aprendas a introducirlo en tu vientre, así duele menos, así no se grita tanto. Hemos aprendido a hacerlo todo nosotros mismos, echar gasolina, montar los muebles, cobrarnos en los supermercados, faltaba que aprendiéramos también a matarnos. Estaba delirando, pero se sentía bien, ese era su yo, esa era Gertru, la Gertru que sólo catorce horas después desaparecería otra vez bajo el disfraz de monja. Y mañana más monja que nunca, porque empezaba la Convención Anual.
El día había arrancado tan mal como había terminado. A las ocho y media de la mañana, esperaba ya en el aeropuerto a Gabriel Sureda, al que debía acompañar durante la mayor parte de la jornada. Le pareció más delgado que en el vídeo y también algo más viejo. Al identificar su nombre en el cartel con el que lo esperaba Gertru, se acercó a ella sonriente, y entonces la Monja descubrió un detalle decisivo sobre el que el vídeo de Youtube no había podido ponerla en alerta: al coach le olía la boca a pocilga. Fue aún peor durante el trayecto en taxi hasta el hotel, porque había poco espacio y todas las maniobras de Gertru —aguantar la respiración, girar la cabeza hacia su ventanilla, taparse discretamente la nariz con la mano, no hablar— resultaban insuficientes para evitar la exposición a aquel nauseabundo aliento, que Gertru podía imaginar dibujado de color verde, como una humareda espesa en la que también flotaran latas de conservas vacías y raspas de pescado. Olía a boñiga de caballo, olía a cebadero de cochinos, era pura mierda lo que salía de aquella boca mientras el coach se deleitaba ampulosamente describiendo su cansancio y su vida febril y atareada.
—Justo después de la charla tengo que salir pitando para un meeting en Mallorca —dijo, atusándose el pelo, para a continuación contarle que anoche había participado en un congreso nacional de directivos del BBVA. Tenía que haber visto a aquellos directivos, todos emocionados con su speech, había sido formidable, un ambiente excepcional.
—Se respiraba la magia, ¿sabes? —decía el coach, y Gertru asentía, con el dedo índice posado en el orificio derecho de su nariz, evitando respirar aquella magia que ella estaba conociendo de primera mano y que estaba convirtiendo el trayecto hasta el hotel en un martirio. Por fin llegaron al hotel, el coach haría el check-in y después subiría un momento a su habitación, pero luego irían juntos a Monsalves, tenía ganas de ver a Estabile. Más tarde, tras el almuerzo, si no había inconveniente, quería pasarse por el Plaza Convenciones, le gustaría probar la presentación, y si era posible hacer una prueba de sonido.
De camino hacia Monsalves, la magia seguía en el mismo sitio. Gabriel Sureda atendió un par de llamadas telefónicas durante el trayecto en taxi. Una de ellas era con su secretaria, a quien daba indicaciones sobre la negociación de un presupuesto que le habían solicitado.
—Es en Vigo, y además en sábado. No bajes de seis mil —le había indicado, con una sequedad y una determinación cáustica, incluso desagradable. El tono había cambiado al colgar el teléfono, si bien al coach no se le notaba cómodo del todo.
—El hotel, ¿es de cinco?
—Sí, sí. Como habías pedido —el dedo de Gertru permanecía posado en el agujero de su nariz.
—Ah, bien. Me ha parecido algo viejo. Y el minibar lo he visto un poco básico.
Lamentablemente, había algo de tráfico, pero Gabriel Sureda prefirió la charla antes que mantener silencio.
—¿Y qué tal vais vosotros? ¿Está siendo un buen año?
Sí, estaba bien, todo iba bien (¿pero Gertru qué coño sabía?). Bueno, no son buenos tiempos para casi nadie, pero vamos defendiéndonos.
—Monsalves es muy grande —consideró el coach—. Es una empresa potente. Y a fin de cuentas, ¿qué es la crisis, sino una oportunidad?
Para desgracia de Gertru, Sureda se echó en brazos del tópico. Se recreó con aquel manido argumento, la crisis no tenía por qué tener un sentido negativo, la crisis era una gran oportunidad para mejorar, para cambiar, adaptarse a los tiempos y ganar en competitividad, y de repente todas aquellas palabras, crisis, oportunidad, dinamismo, competitividad, planeaban por el interior del taxi como moscas verdes, escanciando su pestilencia sobre sus cabezas, obnubilando su propia visión. La crisis no era ninguna oportunidad, la crisis sólo era eso, crisis, denigración, ir a peor, si acaso era una oportunidad para tipos como aquel, para aquel ventrílocuo del oportunismo y del vaso medio lleno que estaba encantado de sus borborigmos verbales, que disfrutaba escuchándose a sí mismo, absolutamente ajeno a la evidencia de que su discurso apestaba, tanto en el fondo como en la forma. Aun así, Gertru asentía, dosificando sus aspiraciones.
—¿Sabes que en chino crisis significa oportunidad? —dijo, ahondando en el asunto, y Gertru lo vio venir: ahora hablaría del gigante asiático, de la cultura china, de los principios ancestrales de la civilización oriental que habían llevado al país a convertirse en una gran locomotora económica. Pero la Monja estuvo hábil, porque le cambió radicalmente de tercio.
—En tu tarjeta de visita he visto que utilizas una frase de Marcel Duchamp —le comentó—. ¿Te interesa Duchamp?
Fue una jugada redonda, inteligente, audaz. Porque al escuchar la pregunta, el coach se quedó paralizado, como intentando recordar.
—Ah, sí —dijo finalmente—. Adoro a Duchamp. Filósofos como él ya no quedan.
El taxi estaba por fin llegando a Monsalves. Sureda se había callado ahora, y Gertru pensó en Duchamp, pero sobre todo en su célebre urinario. No le costó imaginar al coach lamiendo la cerámica del urinario de Duchamp. Su aliento no podría haber olido peor. Qué pensaría Duchamp, «el filósofo», de verse mentado por aquella boca, seguramente se habría divertido, seguramente se habría tirado al suelo de la risa. Ya dentro de Monsalves, Gertru acompañó a Gabriel Sureda hasta el departamento de Formación, donde Estabile estaba concluyendo una reunión individualizada de seguimiento competencial. Al verse, los dos coaches se abrazaron efusivamente, estaban felices de volverse a encontrar. Cómo te va, estás más joven, pues tú más viejo. Bromeaban, se daban palmaditas en la cara, eran dos viejos amigos, dos supervivientes. Dejó allí a Gabriel Sureda con Estabile, que se comprometió a acompañarlo durante el resto de la mañana. Comerían juntos, y después Estabile lo acompañaría al Plaza Convenciones, para que viera las instalaciones y, si quería, hacer una prueba de sonido. Aquello fue un alivio para Gertru, que durante las horas centrales del día pudo aprovechar para rematar algunos flecos de la convención.
A las seis de la tarde, Gertru estaba ya en el hotel supervisando la instalación de las gráficas, ordenando el material para las azafatas, preparando las carpetas de prensa. Marta Pineda se había marchado a casa, esa mañana le había venido la regla y necesitaba descansar un poco. Mañana era el gran día, así que debía estar al cien por cien. Tranquila, vete, le había dicho Gertru, déjame a mí, todo va a salir bien. Hacia las siete de la tarde había poco que hacer ya, y entonces aparecieron los dos coaches. Para alivio de Gertru, Sureda ya no olía a pocilga. Ahora olía a barrica de roble, un olor espeso y desagradable, pero al menos no nauseabundo. Estabile alabó la terminación de las gráficas, el fondo de escenario, lo bonito que había quedado todo.
—Esta chica es una mina —le dijo a Sureda, refiriéndose a Gertru, que no pudo evitar, una vez más, sonrojarse.
Cargaron la presentación de Sureda en el ordenador de la convención, pasearon por la sala, echaron un vistazo al folleto corporativo, y finalmente Sureda propuso otra copa en el bar del hotel. Gertru dejó caer que se iría pronto a casa, pero Estabile le sugirió —y pareció más bien una orden— que acompañara al coach a su hotel. La Monja se demoró unos minutos más en el recinto de la convención, y cuando llegó al café-bar los dos coaches estaban desparramados sobre sendos sofás, los dos con sus vasos de whisky, enfrascados en una conversación tan desparramada y errabunda como sus dos cuerpos. Era una conversación deshilvanada, incluso balbuciente, como si hubieran estrujado la sobremesa hasta la última gota y ya no diera más de sí.
—Los tiempos están cambiando, amigo —era Sureda—. Ahora los que de verdad se lo están llevando calentito son los nuevos coaches jóvenes y vitaminados.
—Times they are changing —canturreó Estabile.
—Ahora se lleva algo más agresivo y comercial. Las cosas se han puesto difíciles, y ya no basta con vender felicidad. Hay que vender supervivencia de marine. Algunos coaches parecen entrenadores de Ironman. Tíos locos que someten sus cuerpos a barbaridades, como correr por el desierto durante días, nadar muchos kilómetros, subir y bajar diez veces un rascacielos. Después enseñan las llagas, sus heridas, como trofeos de su sacrificio. Todo es lo mismo de siempre, exhibición y cristianismo.
—No te quejes. Nosotros hacemos lo mismo.
—Nosotros somos viejos poetas, amigo. —Sureda palmeó la pierna de su colega—. Pero ahora todo se ha llenado de nuevos poetas. Como esos poetas jóvenes que ahora venden tantos libros hablando de todo lo que fornican y lo bien que comen coños. Coños y mariposas, la nueva poesía. Coños y gimnasia, el nuevo coach. ¿Quieres tomar algo, chica?
No, gracias, Gertru no quería tomar nada. Sureda sonreía, buscando probablemente la adhesión de la Monja a su discurso, persiguiendo el reconocimiento a su sagacidad. Estaba a gusto, se le notaba, se estaba gustando, se veía en la forma en que agitaba circularmente el vaso corto de whisky, revolviendo los hielos como unas maracas.
—El storytelling ha perdido calidad —volvió a la carga—. Con la crisis hemos perdido el ingenio, la capacidad de introducir más variables en el relato. Las tramas se han vuelto más romas, unidireccionales. Todo se reduce a la supervivencia.
—No creo que haya sido de otra forma nunca —rebatió Estabile—. Yo diría que es más bien una cuestión de grosor. Esto es una pompa, amigo mío. Siempre lo ha sido, y tú lo sabes tan bien como yo. La crisis lo que ha hecho es agrandar la burbuja. Y ya sabemos lo que ocurre cuando una pompa se agranda: sus paredes se vuelven más estrechas. Es más fácil que explote.
—Bang. —Sureda disparó con su vaso.
Los dos coaches se quedaron callados. En el hilo musical sonaba una música de vieja orquesta. Masacraban Garota de Ipanema.
—Chica —dijo de repente Gabriel Sureda. La estaba mirando de arriba abajo, de forma descarada—. Hay que comer más, ¿eh?
Lorenzo Estabile sonrió, ella también sonrió. Se atusó el pelo y sintió el calor invadiendo su frente. Volvió a recrear a Sureda lamiendo la porcelana del urinario de Duchamp, pero ahora fue más allá. Se imaginó al mismísimo Duchamp golpeando con su urinario la cabeza del coach, una, dos, diez veces, hasta convertir su cráneo en una papilla.
Por fin la conversación se agotó, los dos coaches estaban cansados, había que reservarse para mañana. Estabile se despidió de su colega con un fuerte abrazo a las puertas del hotel.
—Qué buen tipo —dijo Sureda, cuando el taxi ya arrancaba—. Tenéis suerte de tener en Monsalves a alguien como él.
Gertru deseaba que el taxi empezara a volar. Que fuera capaz de atravesar la ciudad sin que ningún semáforo cambiara a rojo, sin que ningún coche le entorpeciera el paso. Aquello debía ser rápido. Necesitaba estar en casa ya, tumbada sobre la cama, inmune a las palabras, ajena al resto del mundo, sola.
¿Has visto algún vídeo mío?, le había preguntado el coach, y su aliento no era ahora tan insoportable pero sí igual de intenso. Olía a tasca, a porrón de vino, mientras el coach hablaba de la importancia de los abrazos, de la necesidad de quererse más, del valor del cariño que nos une a todos los seres humanos ante el sufrimiento. Estaba actuando, estaba adaptando su lamentable teatro a la situación, pero lo peor no había sido eso. Lo peor había sido que en un momento dado, cuando el taxi por fin —¡por fin!— enfilaba la avenida donde se localizaba el hotel, el asqueroso Sureda, el pestilente Sureda, el sapo Sureda, el lameurinarios Sureda, se había atrevido a posar su mano en el muslo de Gertru, preguntándole de cerca, con el aliento pegado a su oreja, si a ella la querían, si ella no necesitaba un abrazo.
No, pensaba ahora, por fin tumbada en su cama, por fin a solas, por fin con su verdadera identidad cobrando cuerpo dentro de ella, no necesitaba ningún abrazo, y menos aún abrazos de sapo. Quizá, probablemente, seguro, lo que necesitaba era justamente lo contrario: brazos desgajados, bombas fabricando oquedades, desastres nucleares definitivos que transformaran los bucólicos amaneceres de powerpoint en horizontes sanguinolentos. Ojalá se abriera un hueco en el tiempo, piensa ahora, un hueco invisible en un cedazo por el que filtrarse y desaparecer, para borrar todo el asco, toda la rabia, todos los abrazos de manos postizas. Ojalá mañana, al despertar, la enorme tienda de maniquíes que constituía su mundo hubiera sido aniquilada, y también todos sus decorados de cartón piedra, y ella echara a andar sola, desnuda, como una niña perdida en un vertedero, feliz de poder construir un nuevo abecedario.