9
Balladine
Al amanecer, el fresco viento del oeste que corría, susurrante, por los valles y las vertientes del Buscador de Nubes tenía un cierto aroma a primavera. La Puerta Norte de Thorbardin había permanecido cerrada durante la noche, pero ahora su gigantesco tornillo volvió a girar y el colosal obturador de piedra revestido de acero, que era la puerta, retrocedió la brisa y la luz matinal. Los guardias salieron por el gran portal, tomaron posiciones en la plataforma y en las rampas, y observaron con curiosidad el valle, allá abajo.
El humo de las lumbres se alzaba por encima del enorme campamento, y había movimiento por todas partes mientras los forasteros del oeste tomaban sus desayunos, atendían al ganado, y empezaban a desmontar las tiendas de viaje. Se preparaban para una marcha, y los enanos de arriba contemplaban con curiosidad cómo iba creciendo el ritmo de la actividad.
Desde aquella distancia, las diminutas figuras junto al arroyo parecían moverse al unísono, ocupándose de distintas tareas matinales, pero con una armonía ostensible, como si hubiera música y todos la estuvieran escuchando.
Entonces la dirección del viento varió un poco, soplando ladera arriba, y los guardias del repecho también la oyeron. El débil sonido era el de un solitario tambor tocado suavemente, a un ritmo sostenido, profundo, vibrante, que pareció conmover el alma de los enanos. Fascinados, los guardias de la montaña observaron y escucharon; después se pusieron firmes cuando un pelotón de la guardia de elite salió por la puerta abierta a la luz del día.
Los recién llegados se desplegaron, revisaron la pendiente por encima de la Puerta Norte, el declive por debajo de la muralla de la plataforma, y las cuestas de las dos rampas. Cuando hubieron completado la inspección, se apartaron y se cuadraron haciendo un saludo. Jeron Cuero Rojo salió a la luz de la mañana, seguido por Dunbarth Cepo de Hierro y el viejo Bandeo Basto, thane de los theiwars.
Igual que los guardias, los tres líderes observaron con curiosidad el valle que se extendía hacia el oeste, donde los forasteros recogían sus tiendas y reunían a los animales. El humo que había flotado sobre el campamento había desaparecido, ya que las lumbres habían sido apagadas. Evidentemente, los extranjeros estaban preparados para ponerse en camino.
—¿Hay ya alguna señal de su jefe? —preguntó Jeron a uno de los guardias, que sostenía un tubo de lentes.
—No lo hemos visto, —respondió el soldado—. Al menos, no hemos visto la capa roja y la brillante armadura. Quizá se ha cambiado de atuendo.
—Si lo hubiera hecho, no podría distinguírselo entre todos los demás, —dijo otro de los guardias—. Nadie sabe realmente cómo es.
Dunbarth se había acercado a la muralla y escuchaba con gran atención.
—Ese tambor, —musitó—. Hay algo en ese tambor…
—¿Qué? —preguntó Jeron—. ¿Está diciendo algo?
—No, sólo está tocando, pero hay algo en ese ritmo. Es como si se tratara de algo que debería recordar, algo que debería entender, pero estoy seguro de no haberlo oído nunca.
—Quizá tus antepasados escucharon algo semejante, —sugirió Jeron—. Vosotros, los hylars, habéis sido siempre un pueblo de tambores.
—Sí, es posible, —admitió Dunbarth, y siguió escuchando, sintiendo como si el toque débil, obsesivo, le estuviera hablando a él personalmente. Entre los guardias, los que eran hylars tenían su misma expresión desconcertada.
Incluso sin los tubos de lentes, podían ver a la gente del valle colocándose en formación, las capas de llamativos colores ondeando, las relucientes armaduras centelleando, mientras se preparaban para cruzar el arroyo. La larga fila de carretas y animales de carga avanzó y, a los flancos, enanos vestidos con atuendos uniformes subieron a las monturas ensilladas y se situaron en sus posiciones. La compañía rojo y gris se reunió, montó, y cruzó el arroyo, levantando rociadas de agua brillante con los cascos de sus caballos. Sin embargo, no había señal de la figura de la capa roja que había cabalgado a la cabeza cuando se los había avistado por primera vez.
Cuando estuvieron al otro lado de la corriente, todos los demás empezaron a moverse; fila tras fila y grupo tras grupo cruzaron para colocarse en sus posiciones de marcha. Era como si toda una ciudad se hubiera puesto en movimiento.
—En verdad son muchísimos, —comentó Jeron mientras los extranjeros se desplegaban y avanzaban, dirigiéndose hacia Thorbardin—. Millares.
—Mis guardias calculan que por lo menos son nueve mil, —le dijo Dunbarth—. Puede que incluso más. No se me ocurre de dónde pueden venir. Que yo recuerde, no hay nada al oeste de aquí que sea mayor que alguna que otra aldea neidar. Pero, por Reorx, hay tanta gente ahí abajo como en toda Hybardin.
—Hablando de Hybardin —dijo Jeron—. ¿Sabes si alguno de los tuyos ha estado merodeando por la orilla de nuestra ciudad anoche? Los guardias no vieron a nadie, pero había un bote hylar en el embarcadero esta mañana, aunque nadie que respondiera de él.
—¿También vosotros? —preguntó Bandeo Basto—. Me han dado una docena de informes acerca de merodeadores rondando por Theibardin durante la noche. Y uno de mis operarios de canales jura que se dio la vuelta y vio el rostro de Harl Lanzapesos mirándolo fijamente.
—Demasiada cerveza. —Jeron esbozó una sonrisa—. O demasiada imaginación. ¿Harl Lanzapesos dices?
—No, Harl Lanzapesos no. Sólo su rostro. No tenía cuerpo.
—Definitivamente, demasiada cerveza, —repitió Jeron—. Cerveza y, posiblemente, remordimiento de conciencia. Es lo que hace ver fantasmas.
—El operario de canales no tuvo nada que ver con el accidente del thane hylar, —se encrespó el viejo theiwar—. E, incluso si alguien de mi clan estuvo implicado, hace mucho tiempo que desapareció.
—¡Chist! —Dunbarth levantó una mano con gesto imperioso—. ¡Escuchad!
Allí, en el valle, toda la caravana de extranjeros había cruzado ya el arroyo y se aproximaba a un paso constante, regular. El quedo tambor seguía entonando su toque rítmico, pero ahora era más audible, como si le hubieran quitado al instrumento la envoltura amortiguadora. Otro tambor se unió al primero, poniendo un contrapunto emocionante a la melodía. Poco después se les sumaban un tercero y un cuarto, cada uno de ellos añadiendo un nuevo tono y dimensión al creciente sonido.
—¿Qué es eso? —instó Jeron con voz ronca—. ¿Dicen algo? ¿Es una señal?
Antes de que Dunbarth pudiera responder, un viejo hylar de cabello canoso salió corriendo a la plataforma, miró a su alrededor, y después sacó una hoja de burdo papel y un trozo de grafito de su túnica. Los que estaban a su alrededor se quedaron un poco sorprendidos de ver al viejo Chane Fogón en el exterior a una hora tan temprana, aunque como custodio de legajos de Thorbardin generalmente iba y venía a su antojo. El viejo enano escuchó atentamente y empezó a hacer extrañas marcas en el papel al compás del toque de los tambores. Jeron se asomó por encima del hombro del recién llegado y frunció el entrecejo. Nunca había sido capaz de descifrar ni las señales enviadas por los vibrales hylars ni las extrañas y retorcidas runas con las que se representaban.
—Si están hablando, —respondió Dunbarth a la pregunta de Jeron—, no es un lenguaje comprensible para mí. —Se volvió hacia el jefe de señales—. Chane, ¿sabes…?
—¡Chitón! —instó el viejo con brusquedad, sin dejar de escribir.
Durante largos minutos, el canto de los tambores creció en el viento mientras Chane transcribía sus notas, ritmos y matices. Luego sacó de su túnica un pergamino, viejo y amarillento, y lo desenrolló. Sostuvo los dos papeles ante sí, comparándolos, y luego alzó la vista; en sus viejos ojos había un brillo de asombro y excitación.
—¡Lo es! —exclamó—. ¡Realmente lo es!
—¿Que es qué? —inquirió Dunbarth.
—¡Toma, mira esto! —Chane le tendió el antiguo pergamino—. Esto lleva siglos guardado entre los legajos, junto con otros pergaminos de Mistral Thrax. Es de los viejos tiempos, de los primeros hylars, o puede que de antes. Es… —Inclinó la cabeza y escuchó—. Lo he estudiado, pero nunca lo había oído. Jamás se había tocado en estas montañas, pero este pergamino es lo que esos tambores están entonando. ¡Escuchad! ¡Es realmente hermoso!
—Estoy de acuerdo, —asintió Dunbarth—. Es bonito, pero ¿qué es?
—Una canción de un pasado remoto, de un lugar muy, muy lejano. Era el canto del solsticio de verano, en aquel sitio.
—¿El solsticio de verano? —Jeron enarcó una ceja, rubia y tupida—. ¡Pero si apenas ha empezado la primavera!
—El canto se utilizaba para convocar reuniones, —continuó el viejo hylar—. Era el canto de las ferias y de la época de comercio. Era la Llamada a Balladine.
—Leyendas del antiguo Thorin, —musitó Dunbarth—. Quizá existe realmente ese lugar.
—Una llamada al comercio. —Jeron observó a la multitud del valle con desconfianza—. Puede que estén aquí realmente para negociar. Ya veremos.
—¿Mercaderes que marchan como un ejército? —se encrespó Bandeo—. ¿Y por qué unos comerciantes iban a pedir reunirse con el consejo de thanes? Es evidente que esa gente intenta invadir Thorbardin.
—En ese caso, —le aseguró Jeron—, haremos lo que hacemos siempre: cerrar las puertas hasta que se hayan marchado.
—Hacer lo que siempre hacemos, —rezongó Dunbarth—. A veces me pregunto… —No completó la frase, sin embargo, y Jeron lo miró de reojo y se encogió de hombros. En ocasiones, Dunbarth podía ser muy quisquilloso, como todos los hylars, y Jeron lo había oído protestar muchas veces de que la gente de Thorbardin había vivido dentro de una concha durante tanto tiempo que parecían tortugas. En cierto modo, Jeron estaba de acuerdo con él, pero poco podía hacer al respecto. El propósito principal de Thorbardin era su condición de inexpugnable; la fortaleza subterránea había sido creada para dar a los clanes enanos un lugar seguro, inaccesible, donde pudieran vivir a salvo de invasiones. En Thorbardin los enanos estaban protegidos del mundo exterior, y, con el paso de los siglos, muchos de ellos habían llegado a pensar que el reino bajo la montaña era el mundo, y que nada de lo que había fuera tenía importancia.
Al igual que el jefe hylar, Jeron lamentaba que fuera así. En su opinión, un pueblo con menos seguridad y menos recluido encontraría otros intereses aparte de comer, dormir, discutir y albergar resentimientos.
El thane daewar sintió un ligero roce, como si la capa de alguien lo hubiera tocado, y se volvió, pero no había nadie. Un instante después, uno de los guardias de la rampa occidental siseó, empezó a desenvainar su espada, y después miró a su alrededor, desconcertado. Dunbarth se volvió hacia él al oír el ruido.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó.
—Nada, creo, —respondió el soldado con cortedad—. Me pareció ver algo, pero supongo que lo imaginé.
—Bueno, ¿y qué te pareció ver?
—Un rostro, justo delante de mí, mirándome. Pero enseguida desapareció.
—Fantasmas, —masculló Jeron.
Al cabo de una hora, la masa de extranjeros en movimiento se encontraba a menos de kilómetro y medio de distancia, bastante dentro de la herbosa cañada flanqueada por el Buscador de Nubes y el Fin del Cielo. Una muchedumbre cada vez más numerosa se iba apiñando en la plataforma de la Puerta Norte y observaba a los forasteros con curiosidad, escuchando el obsesivo canto de los tambores. El sol estaba alto ahora, haciendo resaltar la plétora de llamativos colores de la caravana, y los observadores pudieron distinguir detalles que antes no habían visto. Entre las unidades de caballería, sólo un enano de cada tres o cuatro llevaba armadura metálica, y dicha armadura, aunque brillante y bien cuidada, era una mezcla diversa de tipos y diseños, como si fueran piezas sueltas reunidas en un bazar o en un campo de batalla.
Todos los enanos forasteros, tanto mujeres como hombres y niños, llevaban armas, pero algunas estaban burdamente fabricadas, como si se hubieran forjado con prisas, y muchas de ellas parecían ser de manufactura humana o elfa.
—Tienen hierro, pero muy poco acero, —apuntó Jeron—. De donde quiera que vengan, sus tejedores y curtidores disponen de buenos materiales con los que trabajar, pero sus metalúrgicos han tenido que arreglarse con lo que han podido encontrar. —Se volvió hacia el protector de comercio—. Toma nota de eso, Ágata. Muchos de esos animales de carga transportan fardos de buenas pieles, y apostaría a que en las carretas hay algunos tejidos excelentes.
—Por el aspecto de sus armas, la mayoría las han conseguido en saqueos, —añadió Dunbarth—. Muchos llevan espadas humanas.
No obstante, con sus excelentes caballos y sus hermosas capas, los extraños enanos ofrecían una estampa formidable y tenían un aire de resolución y firme propósito.
Cuando la caravana estuvo más cerca, uno de los jinetes de la primera unidad, —la de rojo y gris—, espoleó su montura y salió a galope llevando por las riendas a otro caballo ensillado. Este segundo corcel iba equipado con un magnífico atalaje: hermosa silla, cabezada de cuero con bocado y refuerzos de plata, y faldar de excelente acero sobre la gualdrapa de un tejido de color rojo fuerte, con el que también se adornaban el resto de los arreos.
—Ese es el corcel que cabalgaba su cabecilla cuando los avistamos, —dijo un guardia.
—Pero ¿dónde está él? —rezongó Dunbarth.
Entonces, en la muralla de la plataforma, alguien dijo:
—¡Mirad!
Todos los ojos se dirigieron hacia abajo, a la izquierda. Al pie de la rampa occidental se encontraba un enano que lucía una capa escarlata y cuyo oscuro cabello brillaba al sol a medida que descendía por el último tramo de la cuesta.
El jinete solitario se dirigió hacia él a todo galope, pero frenó los caballos cuando el otro enano levantó una mano. Sin volver la vista atrás, el de la capa roja se dirigió hacia el caballo que iba sin jinete, tomó las riendas, y montó en él, tras lo cual enrolló la escala de cuerda y la sujetó a la silla. Soltó las riendas en el pomo del arzón, se colocó una rodela y un yelmo, y cogió una maza. Seguido por el otro jinete, salió a galope por el prado, hizo caracolear a su montura, y levantó el brazo. Al instante, en la cercana caravana, los tambores interrumpieron el canto, y un único vibral ejecutó un breve y complejo redoble.
—Dicen que estarán dispuestos para recibir a nuestros comerciantes a mediodía, —tradujo Chane para que todos los que estaban en la plataforma se enteraran—. También dicen que el consejo de thanes habrá de reunirse mañana.
—¡Y un cuerno! —masculló Bandeo—. Dunbarth, haz que tus tambores les transmitan que el consejo de thanes sólo se reúne en el Gran Salón de Audiencias de Thorbardin, no en el exterior.
Tras un cabeceo de aquiescencia por parte de Dunbarth, dos tambores se adelantaron y enviaron el mensaje. Al cabo de un momento, los tambores de los extranjeros respondieron.
Mazamarra no lo admitiría de otro modo, dijeron.
—¡Arrogante! —escupió el thane theiwar cuando se tradujo la respuesta—. Yo digo que cerremos la puerta, ¡y a la corrosión con esos intrusos!
—¡Es él! ¡Es la cara que vi flotando ante mí! —gritó un guardia de la rampa antes de que nadie pudiera responder. El soldado había cogido un tubo de lentes y estaba observando a través de él al jinete de capa escarlata que se encontraba en el prado.
Dunbarth Cepo de Hierro cogió otro tubo del guardia que estaba más cerca y atisbó a través de él. El rostro del cabecilla forastero se volvió en su dirección, y el hylar lo escrutó intensamente. Eran unos rasgos firmes, francos, enmarcando unos oscuros ojos pensativos que parecían estar mirándolo directamente. El cabello, oscuro y ondulado, asomaba por debajo del yelmo de excelente manufactura, y una barba recortada, peinada hacia atrás, encuadraba una boca grande, de gesto firme, que al entreabrirse dejaba ver una blanca dentadura.
Dunbarth soltó un sonoro juramento mientras apretaba el tubo contra su ojo. En ciertos aspectos, el rostro del desconocido le recordaba al thane hylar muerto años atrás, Harl Lanzapesos: los altos pómulos, la mirada firme de aquellos ojos imperiosos.
—¡Tengo la sensación de que debería reconocerlo! —exclamó el hylar con voz ronca al tiempo que le tendía el tubo a Jeron—. ¡Mira! ¿A quién ves?
El daewar atisbó por las lentes, y después se volvió hacia Dunbarth, con el entrecejo fruncido.
—¿Quién otro sino un hijo podría parecerse tanto a un padre? —dijo pensativamente.
—¿Estás sugiriendo que ese es Derkin, el hijo de Harl? —inquirió el hylar.
Jeron volvió a atisbar por el tubo.
—No lo sé —admitió en un susurro—. Existe gran parecido. Sin embargo… ese no es el Derkin que recuerdo.
Sin andarse con contemplaciones, Chane Fogón se abrió paso apartando a los thanes a codazos, y arrebató al daewar el tubo de lentes que tenía en la mano. Se apoyó en la muralla de la plataforma y miró por el tubo; después se volvió hacia los otros.
—He visto esa cara, —declaró lentamente—. En los archivos más viejos de Hybardin hay un retrato que es tan antiguo como el propio Thorbardin. Y el rostro del retrato es esa cara del valle.
—¿Estás diciendo que el enano de ahí abajo no es el hijo perdido de Harl Lanzapesos? —demandó Dunbarth.
—Recuerdo vagamente a Derkin Semilla de Invierno, —contestó el viejo custodio de legajos—. Era un muchacho retraído, solitario, callado y de genio huraño.
—¿Genio huraño? —repitió Jeron—. Según recuerdo, Derkin sólo tenía dos modos de tratar con los demás: o hacía caso omiso de ellos o los insultaba. Fue un milagro que alguien no le rompiera la cabeza. Creo que ni siquiera a su padre le caía demasiado bien. Personalmente, sin embargo, creo que no llegué a conocerlo.
—No estaba mucho por aquí —dijo Chane, haciendo memoria—. Derkin era un tipo raro. No parecía un neidar, pero siempre estaba viajando a lugares del exterior. No le gustaba Thorbardin, y eso era algo que dejó muy claro. Luego, nunca regresó del último viaje que emprendió, hace muchos años. —Chane se giró un poco para señalar hacia la herbosa cañada—. Si la persona que está ahí abajo fue Derkin Semilla de Invierno alguna vez, ha dejado de serlo. Fijaos en su porte. Esa persona tiene mando, autoridad. Derkin jamás habría dirigido a nadie.
—Volviendo al viejo retrato de los archivos, —insistió Dunbarth—, ¿de quién es?
—De Colin Diente de Piedra, —repuso Chane—. El primer cabecilla de los hylars, el enano que unió a los clanes para construir Thorbardin. En el retrato es mucho más viejo, pero juro que es la misma cara que la del que está ahí abajo.
En los prados al pie de la Puerta Norte crecía un vasto campamento. Los estandartes ondeaban en lo alto de los pabellones de fuertes tonalidades, rodeados de puestos y de un impresionante despliegue de mercancías. De las carretas se descargaban piezas de llamativas telas y de tejidos de cuero trenzado y engrasado; grandes rollos de cuerda de cáñamo; alfombras de intrincados dibujos; una gran variedad de muebles y accesorios de madera tallados a mano; esculturas, tapices y pinturas realizadas de muy diversos estilos y tendencias; paquetes de hierbas medicinales, especias y frascos de exóticos óleos; tintes y esencias; tarros de valiosa sal; frutos secos y cereales silvestres; miles de artículos de manufactura elfa; fardos de pieles y cueros curados… Una fortuna en mercaderías como jamás habían visto los comerciantes daewars de Jeron Cuero Rojo desde que la guerra de Ergoth había cortado tantas rutas comerciales.
—Desde luego sabe muy bien lo que se trae entre manos, —comentó un comerciante que observaba desde la plataforma mientras el enano de la capa roja, llamado Mazamarra, dirigía el emplazamiento de puestos y mercancías en el suelo del valle.
—Sabe lo que se valora en Thorbardin —se mostró de acuerdo otro—. Y lo que nos resulta difícil conseguir aquí. ¡Fijaos en esas maderas! ¡Y qué pieles! La mitad de Thorbardin va a intentar hacer mejores ofertas que la otra mitad para conseguirlas.
—Si las conseguimos, —comentó el primer comerciante.
—Oh, ya lo creo que sí. La única cuestión es qué tendremos que ofrecer a cambio.
A mediodía, los tambores volvieron a tocar, y docenas de comerciantes daewars, seguidos por varios cientos de mercaderes de las otras ciudades de Thorbardin, emprendieron la marcha rampas abajo, acompañados por un pelotón de guardias armados.
La escolta no era más que un gesto ceremonial, por supuesto, y todo el mundo lo sabía. Con millares de extranjeros armados y aguardando al contingente allí abajo, ni los comerciantes ni su séquito tendrían la menor oportunidad en caso de que se desencadenaran hostilidades. Pero así era siempre la vida de mercaderes y comerciantes; para adquirir mercancías había que ir a donde las había, negociar y regatear por ellas, y correr riesgos. Además, había algo en el toque de los tambores, ahora amortiguados pero todavía sonando, que resultaba tranquilizador. Esta era una ocasión para el comercio, parecían decir, una ocasión para regatear, pero no para pelear… Una ocasión para los negocios, no para la violencia.
Durante toda la tarde, centenares de enanos de Thorbardin deambularon por el campamento del valle, examinando mercancías y acordando precios, haciendo listas y tomando abundantes notas. Al final de la tarde, mientras el sol se ponía tras las cumbres occidentales, se reunieron con sus guardias y regresaron por las rampas a la Puerta Norte para desaparecer por ella. Los guardias esperaron hasta que estuvieron a salvo dentro y después giraron sobre sus talones y fueron tras ellos; entonces el gigantesco obturador de la Puerta Norte se cerró al tiempo que los últimos rayos del sol rozaban los altos picos.
Dentro, los comerciantes se separaron y se dirigieron hacia sus ciudades y tiendas, cada uno de ellos acompañado por su grupo de hombres de armas a sueldo. Ninguna calle, vía o túnel de Thorbardin podía considerarse completamente seguro. Los que tendían emboscadas a menudo estaban al acecho en las sombras esperando una ocasión de atacar a algún rival en particular o a cualquier otro miembro de ese clan antagonista.
Los comerciantes designados se dirigieron presurosos hacia donde Jeron Cuero Rojo esperaba que le presentaran sus informes. Una cámara excavada en la roca cerca de la Puerta Norte, que generalmente servía como nave de almacenaje, había sido acondicionada precipitadamente la noche antes como cuartel general provisional.
El thane daewar solía encargarse de todos los asuntos que estaban relacionados con el comercio, del mismo modo que el jefe hylar estaba reconocido como el personaje que se hacía cargo de la defensa y el orden interno. Sin embargo, sorprendentemente, los comerciantes encontraron al consejo de thanes casi al completo esperándolos.
Dunbarth Cepo de Hierro, de los hylars, se encontraba allí, como también Bandeo Basto, de los theiwars, Trom Thule, de los kiars, e incluso Risco Visera, de los daergars. El único miembro del consejo ausente era Mugroso I, Gran Bulp del clan aghar, pero tal cosa no era de extrañar. Desde hacía mucho tiempo nadie había visto al jefe gully ni a su tribu. Durante épocas conflictivas, los aghars tendían a desaparecer.
Los comerciantes presentaron sus listas e informes a los thanes reunidos. Las mercancías traídas por los extranjeros eran realmente valiosas y beneficiarían mucho a Thorbardin. Lo que los forasteros pedían a cambio era acero.
—¿Acero? —repitió Bandeo con voz ronca—. ¿Sólo acero?
—Acero forjado, —puntualizó el protector de comercio, enfrascándose en las notas y rollos de pergaminos—. Citaron algunas clases de herramientas y utensilios que aceptarían, pero principalmente piden armaduras y armas. Mazas, hachas, espadas, cuchillos, saetas, puntas de jabalinas, escudos, yelmos, un amplio abanico de armamen…
—Como sospechábamos, —lo interrumpió Jeron—. Esa gente no tiene acceso a las fundiciones, las buenas forjas y los talleres metalúrgicos de los que disponemos aquí.
—Pero saben mucho sobre nosotros, —señaló Dunbarth—. Es como si supieran exactamente qué productos necesitamos más y lo que mejor sabemos producir para comerciar. Están muy familiarizados con Thorbardin.
—Lo está su cabecilla, —asintió Jeron—. Tiene que ser el hijo de vuestro antiguo thane, el que desapareció, Derkin. ¿Quién otro podría ser?
—Uno de los nuestros oyó mencionar ese nombre, Derkin —intervino uno de los comerciantes—. Pero el que utilizan con más frecuencia para referirse a su jefe es Mazamarra.
—Contadnos lo demás, —dijo Jeron, que se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes. Además de ser astutos negociantes, sus representantes de comercio estaban entre los mejores espías del reino enano o quizá del mundo. Sin embargo, la respuesta lo decepcionó.
—No hay más que contar. —El jefe de comercio se encogió de hombros—. Nos mostraron lo que ofrecían a la venta, nos dijeron lo que querían a cambio, y dijeron el nombre de su cabecilla: Mazamarra. Según nuestras observaciones deben de ser al menos nueve mil, y muchos tienen cicatrices de heridas de batalla. Han estado combatiendo. Así mismo, algunos llevan marcas hechas con hierros candentes, que es el modo en que algunos humanos señalan a sus esclavos, y también tienen marcas de latigazos. Casi todos ellos hablan con acento neidar, aunque la entonación varía. Parecen proceder de todas partes.
—¿Enanos nómadas? —masculló Trom Thule.
—No son nómadas, —lo corrigió el comerciante—. No transportan telares, yunques ni fogones. Eso, y el grano, las pieles y los artículos de madera, pero los artículos de madera que traen, indican que tienen alguna base permanente en alguna parte. Entre ellos hay mujeres también, pero vimos muy pocos niños. Tienen pieles escogidas, buenas telas y excelentes objetos de madera, pero los artículos de metal de su producción son de hierro, cobre, bronce y latón. Todo lo que vimos hecho de acero era obviamente de manufactura humana, modificado para el uso de enanos.
—Con una excepción, —le recordó otro mercader.
—Oh, sí, con una excepción. La armadura de su cabecilla, la de Mazamarra, es de fabricación enana, de la mejor calidad, aunque el diseño es muy antiguo. —El jefe de comercio hizo una pausa y se encogió de hombros—. No hemos podido conseguir mucha más información aparte de esto. En toda mi vida había tratado con gente más reservada.
Un mensajero de la garita apareció en la puerta de la cámara, se asomó y después entró.
—Los tambores, —dijo—, los del valle, dijeron que trajéramos un mensaje aquí.
—¿Aquí? —Dunbarth frunció el ceño—. ¿A esta cámara?
—Sí —asintió el mensajero—. Esos tambores dijeron que viniéramos a esta cámara y comunicáramos al consejo de thanes que se reúna mañana en el Gran Salón de Audiencias para recibir a Mazamarra.
—¡Herrín! —Jeron frunció el ceño—. ¿Cómo es posible que esa gente sepa dónde estamos ahora mismo?
—Los tambores dicen que os comuniquemos, —añadió el mensajero— que Mazamarra hablará con vosotros mañana.
Los jefes reunidos intercambiaron miradas.
—Bien, enviad la respuesta, —dijo Dunbarth—. Comunicad que Mazamarra puede entrar en Thorbardin al amanecer.
—Pero acompañado únicamente por una escolta ceremonial, —gruñó Bandeo Basto—. No queremos que un montón de extranjeros ande suelto por Thorbardin.
—Asignaré a los mejores guardias para acompañarlos, —se mostró de acuerdo Dunbarth, molesto, como siempre, con los modales bruscos del theiwar—. Jeron, la compañía de tu hijo está disponible, así que los asignaré a ellos.