17
La venganza de lord Kane
Habían pasado semanas desde la defensa del Muro de Derkin contra los ataques del tercer batallón, y durante esas semanas no se había visto ni un solo soldado en el paso de Tharkas.
Los exploradores de Derkin, escondidos en oquedades camufladas en lo alto de las cumbres que rodeaban Klanath, informaron de extrañas e inexplicables actividades dentro y alrededor de la plaza fuerte de lord Kane. Las grandes minas que había fuera de la ciudad estaban silenciosas ahora, y parecía que a todos los esclavos los habían trasladado. A algunos de ellos los habían llevado a explotar nuevas canteras en los alrededores, y a otros, a la propia ciudad. Y ahora se acarreaban piedras de construcción a centenares hasta la ciudad, donde se estaba levantando una edificación en un amplio enclave, justo al este del palacio. Cuadrillas de taladores iban y venían entre Klanath y los bosques del norte, de los que volvían con cientos de troncos.
Según comunicaron los tambores, parecía como si los humanos estuvieran construyendo una nueva fortaleza dentro de la ciudad.
Derkin Mazamarra admitió ante sus colaboradores más cercanos que estaba desconcertado. Lo que los humanos hicieran en Klanath era asunto suyo, pero le sorprendía que no hubiera habido más intentos de despejar el paso de Tharkas. Había dado por seguro que lord Kane lanzaría por lo menos un ataque a gran escala. No era propio de él aceptar sin más un ultimátum como el que los enanos le habían enviado. Kane no era una persona pasiva, ni de los que aceptaban una derrota. Consideraba que las tierras al sur del paso eran suyas. ¿Iba a renunciar a ellas sin luchar?
Los Elegidos también empezaban a ponerse nerviosos, y eso era una preocupación más para Derkin. Con el muro terminado y sin planes para construir madrigueras permanentes en el paso, tenían poco que hacer. En los últimos días, las riñas, los altercados y las peleas a puñetazos eran algo corriente, y Derkin sabía que eran consecuencia del aburrimiento. Sin nada que hacer, su pueblo buscaba pelea, y no había nadie más con quien luchar salvo entre ellos mismos.
Anhelaba marcharse de allí, saber, de algún modo, que el paso de Tharkas estaba a salvo de una invasión para así poder coger a su gente y volver a las montañas. En ellas se unirían a sus diez mil coterráneos en las tareas de cazar y cuidar ganado, de plantar y cosechar, de construir y excavar, y vivir sus vidas.
El muro, como la pequeña estaca metálica sobre la que estaba construido, sólo era un símbolo, una señal para los que estaban al otro lado de que el territorio al sur de la muralla no podían ocuparlo porque ya tenía dueños. Era necesario construirlo, y lo habían hecho. Habían dado por hecho que los humanos lo pondrían a prueba; una prueba que los enanos aceptarían de buena gana.
Pero Derkin no tenía intención de pasarse meses o años en el paso de Tharkas. Había otros sitios en los que tenía que estar, otras cosas que hacer. Del mismo modo que se había cimentado una gran nación de enanos en las salvajes montañas tantos siglos atrás, ahora esa nación tenía que renovarse, y asegurar el paso de Tharkas sólo era el primer paso.
En sus sueños, Derkin veía una época en que los neidars de Kal-Thax vivirían seguros donde y como eligieran, sabiendo que tenían defensores que acudirían en su ayuda si algo los amenazaba. Los Elegidos serían esos paladines, constituirían el ejército de Kal-Thax. Servirían a la nación enana del mismo modo que los holgars, el pueblo de Thorbardin, habían prometido hacer antaño.
Tenía pocas esperanzas de que Thorbardin cambiara, de que volviera a convertirse en la fortaleza central, vital, de Kal-Thax. De los que habitaban en el reino subterráneo había pocos que tuvieran el espíritu que había alentado en sus antepasados. No abundaban los Dunbarth Cepo de Hierro, ni gente como el thane daewar, Jeron Cuero Rojo, y su hijo Oropel.
Si Kal-Thax tenía que convertirse en una nación otra vez, dependía de lo que los Elegidos hicieran.
Pero esta quietud era exasperante. No sólo lord Kane no había acudido con su ejército a poner a prueba la frontera amurallada, sino que no había hecho nada de nada.
Día tras día, la brisa vespertina que llegaba a través del gran paso era cada vez más fresca, y por las mañanas ya había escarcha. El invierno aparecía muy deprisa en estas montañas, y no tardaría en llegar. Derkin Mazamarra esperaba, impacientándose con el silencio.
Y entonces, cuatro semanas después del incidente en el muro, los tambores anunciaron que se aproximaba gente. Un grupo reducido cabalgaba hacia la frontera.
Cuando estuvo a la vista, Derkin subió a las almenas. Los que se acercaban eran soldados humanos que llevaban los colores del imperio y el estandarte de Klanath, pero sólo eran una docena. Cuando se aproximaron, Derkin reconoció al que iba a la cabeza. Era el oficial al que había dado su mensaje, el que se llamaba Tulien Gart. Siguiendo un impulso, Derkin bajó presuroso por la rampa, abrió el portón y salió a recibirlo. Los Diez, como siempre, lo acompañaban, pero el cabecilla ordenó a todos los demás que se quedaran tras el muro.
Tulien Gart vio salir a los enanos por el portón e hizo que su escolta se detuviera. Luego, con la mano levantada en un gesto de buena voluntad, se adelantó solo. A unos pasos del grupo de enanos sofrenó su montura.
—Soy Tulien Gart, —dijo—, y traigo un mensaje para Mazamarra.
El enano que encabezaba el grupo adelantó un paso. Gart reconoció el brillante yelmo y la capa escarlata, y ahora pudo ver sus facciones: un rostro ancho, serio, con una oscura barba peinada hacia atrás y unos penetrantes ojos que parecían traspasar.
—Te conozco, Tulien Gart, —repuso el enano con aquella voz profunda que el humano recordaba—. Soy Mazamarra.
—Transmití tu mensaje a mi príncipe, lord Kane, —dijo el oficial—, y me envía con esta respuesta. Me ha encomendado que te comunique que no reconoce tu reclamación de las tierras que le fueron concedidas por su majestad imperial, pero que tampoco desea desperdiciar tropas y energías en un combate inútil. Por lo tanto, sugiere una tregua.
—¿Una tregua? —Mazamarra frunció el ceño, y Gart advirtió que los Diez levantaban ligeramente los escudos, como si se dispusieran a sacar las armas, pero su cabecilla los frenó con un gesto—. ¿Qué clase de tregua sugiere lord Kane?
—Mi señor pide que des tu palabra de honor de que tú y los tuyos os quedaréis al sur de vuestra… eh… frontera, y que no llevaréis a cabo ninguna acción contra Klanath hasta el día en que los dos podáis negociar vuestra respectivas reclamaciones y posiblemente llegar a una solución pacífica.
—Estoy dispuesto a hablar con lord Kane, —contestó Mazamarra—. La posesión de Kal-Thax no está abierta a negociaciones, pero podría haber acuerdos con los que se compensaría a lord Kane, ya fueran comerciales, por ejemplo, o con una alianza.
—¿Puedo comunicar a mi señor que tiene tu palabra de honor de que tú y tu gente no traspasaréis vuestra frontera hasta que se celebren las negociaciones?
—¿Qué ofrece lord Kane a cambio de ese compromiso?
—Hace la misma promesa, —repuso Gart—. Su alteza te da su palabra de honor de que ninguna fuerza armada será enviada contra vosotros hasta haber negociado.
—¿Y cuándo tendrían lugar esas negociaciones?
—Por desgracia, —dijo Gart mientras se encogía de hombros—, no será hasta la primavera. Lord Kane ha recibido órdenes de su majestad imperial que lo mantendrán ocupado durante todo el invierno.
—¿Órdenes de construir una nueva fortaleza en Klanath?
Gart parpadeó, y después esbozó una leve sonrisa.
—Ah, así que también lo sabéis, ¿verdad? Sí, eso es parte de su cometido. Y no puedo decirte nada más.
—No es de nuestra incumbencia, —comentó Mazamarra.
—Pero si te has enterado es que tienes espías vigilando la ciudad, al norte de aquí. Lord Kane exige que tu gente no vuelva a pasar al norte de la frontera… que vosotros mismos marcasteis.
—Cumpliré lo prometido mientras él cumpla con su parte, —declaró Mazamarra. Hizo un gesto para que los Diez se retrasaran más, y él se acercó al oficial humano. Cuando estuvo a unos palmos de él, alzó la vista hacia su rostro y lo estudió intensamente—. ¿Puedo confiar en que tu señor, lord Kane, mantenga su palabra, comandante Gart? ¿Confías tú en él?
El oficial vaciló. Tenía la sensación de que el enano podía leerle el pensamiento. Por un instante, sospechó que la magia estuviera involucrada, pero desechó la idea; que él supiera, ningún enano era partidario de la hechicería.
—Plantearé de otra forma mi pregunta, comandante, —dijo Mazamarra—. ¿Crees que lord Kane tiene intención de cumplir la promesa que me hace?
—Sí —respondió el oficial—. Creo que esa es su intención. Dijo que lo haría.
—Gracias, —respondió el enano—. Creo que no confías realmente en el hombre para el que trabajas, pero que piensas que mantendrá su promesa por las razones que sean. Es suficiente. Dile a lord Kane que Mazamarra le da su palabra, y que acepta la suya. Negociaremos en primavera. Ah, y retiraré a mis observadores de las cumbres.
El enano giró sobre sus talones y se alejó sin mirar atrás. Por un instante, Tulien Gart lo estuvo observando, preguntándose qué clase de hombre podía ser tan perspicaz y, aun así, estar dispuesto a confiar en alguien que lo odiaba, como Mazamarra debía de saber que lo odiaba lord Kane. ¿De verdad retiraría a sus espías que vigilaban Klanath? Gart se preguntó qué haría si estuviera en su lugar.
El comandante creía sinceramente que lord Kane mantendría su promesa. Sin embargo, el enano tenía razón. Sakar Kane no era un hombre en quien se pudiera confiar. Cuando Mazamarra llegó junto a los guardias que lo esperaban, Gart hizo volver grupas a su montura y se alejó al trote, de vuelta con su escolta. Para cuando los enanos hubieron desaparecido detrás de su muro, los emisarios cabalgaban en fila hacia el norte, descendiendo por el paso.
Calan Pie de Plata se quedó pasmado cuando oyó la promesa que Derkin había hecho.
—¿De verdad piensas retirar a los centinelas? —demandó—. Será como si nos dejaras ciegos.
—Era una petición justa, —repuso Derkin—. Según la delimitación marcada por nosotros mismos, nuestros observadores están seis kilómetros más allá de nuestra frontera. Han penetrado ilegalmente en otro territorio. —Se volvió hacia el tambor que se encontraba más próximo—. Llamad de vuelta a los centinelas, —ordenó.
Los vibrales empezaron a hablar, pero Calan continuó despotricando:
—¡Estás cometiendo un error! —gritó, con la nariz a dos dedos de la de Derkin—. ¡No se puede confiar en los humanos!
—Si espero que lord Kane cumpla su promesa, entonces debo mantener la mía, —replicó el hylar, tajante—. Además, no hay razón para que nos traicione. Llega el invierno, y este paso estará intransitable hasta la primavera; no le sería útil aunque lo tuviera en su poder.
Seguido por el viejo manco y los Diez, el señor del paso de Tharkas se encaminó hacia el campamento. Por todas partes había enanos malhumorados e irritables a millares, y, dondequiera que mirara, Derkin veía señales de su encrespamiento: narices rotas, ojos morados, nudillos vendados y todo tipo de magulladuras. Habían estado ociosos unas cuantas semanas y daba la impresión de que vinieran de una batalla campal.
—Aburrimiento, —masculló Derkin—. Nuestro peor enemigo es el simple aburrimiento. Es nuestra forma de ser. —Se volvió hacia su escolta y ordenó:— Que los Elegidos empaqueten sus cosas y se preparen para viajar. Quiero dejar este paso tan pronto como los centinelas hayan llegado.
—¿Adónde vamos? —preguntó Calan, perplejo.
—A casa, —repuso Derkin ásperamente—. A Fragua de Piedra, donde hay trabajo que hacer. Si nos quedamos aquí mucho más tiempo, nos mataremos unos a otros.
—¿Y dejar el paso sin protección? —preguntaron Calan y Taladro Tolec al unísono.
—Yo me quedaré, con la compañía roja y gris, —decidió Derkin—. Estaremos hasta que lleguen las primeras nevadas. Después, el paso estará protegido por los elementos hasta la primavera. Llama a Vin la Sombra. Él dirigirá la marcha hacia Fragua de Piedra. Nosotros los alcanzaremos en el camino.
—Estás actuando como un necio, Derkin, —le dijo Calan.
—Hago lo que tengo que hacer, —gruñó el cabecilla mientras echaba una mirada a su pueblo, marcado con las cicatrices del aburrimiento acumulado—. ¡Unos cuantos días más sin tener nada de que ocuparse, y los Elegidos no serán mejores que esos imbéciles de Thorbardin!
Aun antes de que Tulien Gart hubiese dado media vuelta para alejarse del paso de Tharkas, los centinelas de lord Kane, apostados en las murallas, observaron movimiento en lo alto de las cumbres que rodeaban Klanath. Con los tubos de lentes de fabricación enana, vieron a los vigías salir de unas oquedades camufladas y alejarse trepando por las inaccesibles pendientes.
—Mi mensaje ha dado resultado, —se refociló Sakar Kane cuando le comunicaron la noticia—. Los enanos nos han estado observando, pero ahora se marchan. —Cruzó a zancadas la amplia habitación y abrió la puerta bruscamente—. ¡Capitán de guardia! —llamó—. Preparad las máquinas, Morden, —ordenó cuando el oficial de su guardia personal apareció—. Nos dirigimos al paso de Tharkas.
—Entonces ¿funcionó? —El rostro de Morden, marcado por una cicatriz, esbozó una sonrisa taimada—. ¿Los enanos se han tragado lo del compromiso?
—Sabía que lo creerían, —contestó Kane con expresión sarcástica—. Lo supe cuando ese necio de Gart me describió al cabecilla. Dijo que era un enano hylar, y es de todos conocido que muchos de los de su clan tienen inculcados esos estúpidos principios de honor que nuestras propias órdenes de caballería guardan en tanto aprecio. Por ese motivo elegí a Tulien Gart para llevar mi mensaje. Él mismo es otro tonto en lo que a caballerosidad concierne, y cree que mantendré mi promesa a esos gorgojos.
—Al comandante Gart le dará un ataque cuando vea nuestras máquinas de asalto dirigiéndose hacia el paso. —Morden esbozó una mueca.
—Creo recordar que esa cicatriz de tu mejilla se la debes a la espada de Gart, —comentó Kane—. ¿Te duele todavía?
—En mi amor propio, sí —respondió Morden—. Tal vez algún día pueda devolverle el favor.
—Haz lo que gustes, —dijo Kane—. Tulien Gart ha dejado de serme útil.
Sólo quedaban seiscientos enanos en el paso de Tharkas cuando las grandes máquinas de asedio llegaron rodando en medio de la neblina del amanecer y fueron colocadas en línea a un centenar de metros del Muro de Derkin. Mazamarra había enviado a los Elegidos hacia el sur, a Fragua de Piedra, y los únicos que quedaban eran el propio Derkin, los Diez, la compañía roja y gris, y alrededor de otros cincuenta enanos que se habían ofrecido voluntarios.
Ahora, tres batallones de caballería y un millar de soldados de infantería del destacamento de Klanath aparecieron entre la bruma, remolcando grandes máquinas de asalto, y situándose de manera metódica en formación de ataque, en tanto que los enanos se apiñaban en lo alto del muro, embargados por la cólera y la incredulidad.
—¡Te lo advertí! —le gritó Calan a Derkin—. ¡Te dije que no confiaras en los humanos!
—Creo que ese hombre fue sincero, —replicó Derkin, sombrío.
—Puede que él lo fuera, pero su príncipe, no, —comentó Taladro Tolec.
El ruido del martillo de unos machos resonó en el paso cuando una docena de grandes catapultas fueron afianzadas en el suelo rocoso, en tanto que unas carretas, arrastradas por bueyes, transportaban las piedras para cargarlas. En lo alto del muro, las hondas empezaron a zumbar, y las ballestas emitieron secos chasquidos. Aquí y allí, cayeron algunos humanos, pero fueron pocos. La distancia era excesiva para los proyectiles de las hondas y para las saetas.
Sin más preámbulos, la primera catapulta se cargó, se apuntó, y fue disparada. Una roca de cien kilos silbó por el aire y se estrelló en las almenas del muro. Allí donde hizo impacto, saltaron esquirlas de piedra y cayeron doce enanos.
—¡Abandonad las almenas! —bramó Derkin—. ¡Todo el mundo abajo! ¡Protegeos tras el muro!
Los enanos pasaron presurosos junto a Derkin y los Diez y descendieron en tropel por las rampas en tanto que los que se encontraban en el lado sur del muro se acercaban a este y se apiñaban detrás. Otra piedra arrojada por la catapulta chocó contra la muralla, justo debajo de las almenas, y se rompió en varios fragmentos. En el punto del impacto sólo quedó una somera marca y Derkin dio gracias a los dioses de que su pueblo tuviera por costumbre construir estructuras sólidas. Las catapultas podían causar algunos deterioros en el muro reforzado, pero no lo derribarían.
Los arqueros se habían situado entre las máquinas de asalto, y las flechas volaban alrededor de los pocos enanos que quedaban en lo alto del muro. La mayoría pasó sin causar daños, y algunas se quebraron al chocar contra la piedra, pero hubo varias que tuvieron que ser desviadas con los escudos.
—¡Baja! —suplicó Taladro Tolec a Derkin—. ¡Es a ti a quien apuntan!
—Al infierno con ellos, —espetó el cabecilla—. Mirad, allí, detrás de la segunda máquina. ¡Es lord Kane en persona! —Cogió una ballesta a uno de los Diez, la tensó, encajó una saeta en la ranura, apuntó con cuidado, y disparó. Un jinete que estaba justo detrás del príncipe de Klanath cayó, con la garganta atravesada por el proyectil.
—Fallé —dijo Derkin ásperamente—. Dame otra…
—¡Mazamarra! —bramó Taladro—. ¡Cuidado!
Pero era demasiado tarde. Una enorme piedra, lanzada por una catapulta, zumbó por encima del muro directamente hacia el pequeño grupo de enanos que había en él. Lo último que Derkin Mazamarra vio fue una vislumbre del proyectil, y después sólo hubo oscuridad.
Entre los atacantes, Sakar Kane levantó un puño.
—¡Bien! —gritó—. ¡Su cabecilla ha muerto! ¡Ahora, acabad con los demás!
El capitán Morden escudriñó el muro y luego se volvió hacia el príncipe.
—Están protegidos, mi señor, —dijo—. Las piedras que lanzan nuestras catapultas rebotan contra la muralla.
—¡Entonces levantad la trayectoria del tiro! —instó Kane con brusquedad—. Apuntad al cielo, por encima de la estructura. Que las piedras vuelen alto y caigan sobre los que están detrás.
—Sí, mi señor, —sonrió Morden—. Eso funcionará.
—Cuando les hayamos arrojado encima rocas suficientes, —añadió el príncipe de Klanath—, envía soldados de infantería con ganchos y cuerdas. No quiero que quede ni un enano vivo cuando hayamos acabado aquí.
Los fríos vientos soplaban por los valles, las nubes bajas ocultaban las cumbres, y la cellisca había empezado a azotar a los viajeros que marchaban por la senda a Fragua de Piedra cuando los que iban en la retaguardia de la gran caravana oyeron el trapaleo de cascos a galope aproximándose. Un único jinete apareció por un recodo de la vertiginosa pendiente, y los que se habían vuelto a mirar vieron los colores de los Diez, la guardia personal de Mazamarra.
En cuestión de unos segundos, Taladro Tolec se encontraba junto a ellos, y a punto estuvo de caer al bajarse de la silla de su agotada montura. Un burdo cabestrillo le sujetaba el brazo derecho contra el peto de la armadura, y el lado derecho de la cara estaba cubierto por una costra de sangre reseca.
—¿Dónde está Vin? —demandó—. ¡Avisad a Vin en la cabeza de la caravana!
Mientras los tambores enviaban la llamada y los mensajeros corrían presurosos a la parte delantera de la marcha, el Primero de los Diez se tambaleó y tomó asiento en el duro suelo.
Unos cuantos minutos después, Vin estaba a su lado; se levantó la máscara y sus ojos brillaron con preocupación.
—Taladro, —dijo—, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha ocurrido?
—La tregua era una artimaña, —le respondió Taladro, en cuya voz era patente la ira—. No hacía ni medio día que habíais partido cuando lord Kane atacó con toda su guarnición. Utilizaron máquinas de asalto…, catapultas. No tuvimos la menor oportunidad.
—¿Y Derkin? ¿Está…?
—Haz que la columna dé media vuelta, —instó Taladro con voz áspera—. Regresamos allí.