21
La calzada imperial
Durante largos instantes, las dos fuerzas, —los Elegidos y el ejército del emperador—, se limitaron a observarse mutuamente. Luego sonaron las trompetas, y un reducido grupo de jinetes humanos se separó de la apiñada formación situada a los pies de la montaña. Portando el estandarte en una larga asta, avanzaron al paso hasta encontrarse en la mitad del espacio que separaba su regimiento de la compañía de enanos más próxima. Allí se pararon y se quedaron esperando.
Derkin Legislador los observó durante un momento y después se volvió hacia Taladro.
—Trae mi caballo, —dijo.
Montado y flanqueado por los Diez, Derkin condujo a su corcel a través de las líneas enanas y cabalgó hacia el punto donde los humanos aguardaban. Cuando estuvo cerca, el hombre que se encontraba a la cabeza del grupo levantó la visera de su yelmo y alzó una mano.
—¿Eres el cabecilla de estos enanos? —demandó.
—Eso dicen, —respondió Derkin—. ¿Quiénes sois y qué queréis?
—Me llamo Coffel, —contestó el hombre—, y soy sargento mayor de los lanceros montados, al servicio de su majestad imperial. En nombre del emperador, te ofrezco la clemencia del imperio a condición de que toda tu gente deponga las armas y se rinda de inmediato.
—¿Y a qué equivale esa clemencia? —preguntó Derkin.
El hombre levantó la cabeza ligeramente, con desdén.
—Si os rendís sin oponer resistencia, no moriréis, —dijo—. En cambio, tendréis el privilegio de servir a su majestad imperial en trabajos apropiados.
—Quieres decir como esclavos, —replicó Derkin con el mismo desdén mostrado por el humano—. La mayoría de nosotros ya probamos eso, y no nos gustó. ¿Os envía Sakar Kane? ¿Está con vosotros?
El oficial vaciló un instante, y después se inclinó hacia el hombre que estaba a su lado para susurrarle algo. Este segundo jinete hizo volver grupas a su corcel y trotó de regreso hasta sus líneas. Observando atentamente, Derkin lo vio acercarse a un hombre cubierto con una capa oscura y que montaba en un caballo negro de poderosa estampa. Un instante después, el mensajero volvió al trote para decirle algo a Coffel en voz baja.
El sargento mayor se volvió de nuevo hacia Derkin.
—Estoy autorizado para informarte que el hombre llamado Sakar Kane ya no está al servicio de su majestad imperial ni goza de su favor, —manifestó—. Ha desaparecido.
—Entonces ¿quién está al mando aquí? —demandó Derkin.
—Puedes transmitirme a mí tu decisión, —dijo Coffel—. ¿Depondréis las armas?
—No quiero hablar contigo. —El enano lo miró, furibundo, y luego señaló:— Quiero hablar con él.
Coffel se giró en la silla, vio a quién señalaba Derkin, y frunció el ceño.
—No estás en condiciones de ser arrogante, —le echó en cara.
Derkin hizo un ademán fortuito, los Diez cogieron las ballestas que llevaban colgadas en las sillas. Como un solo hombre, tensaron los muelles, pusieron las saetas en las ranuras y apuntaron.
—Y tú, humano, no estás en condiciones de volver vivo con tus amigos, —retumbó Derkin—, así que deja de discutir. Quiero hablar con el hombre que está al mando.
Pálido y furioso, el sargento mayor volvió a susurrar algo a su ayudante, y de nuevo el mensajero regresó hasta sus líneas, esta vez a galope. Tras unos instantes, el hombre de la capa oscura hizo que su caballo se adelantara y siguió al mensajero a donde se mantenía la conferencia. Haciendo caso omiso de las ballestas aprestadas, el recién llegado contempló a Derkin con unos ojos en los que el poder era palpable, unos ojos que semejaban pequeños espejos oscuros en un semblante de rasgos fuertes y expresión brutal.
—Soy Dreyus, —dijo—. Y tú debes de ser el enano al que llaman Derkin. Durante todo el invierno han estado llegando vagabundos a Daltigoth hablando de tu ataque a Klanath. Dijeron que quemaste la ciudad, pero ahora veo que has hecho algo más que eso. Sois unos hombrecillos muy laboriosos, ¿verdad?
—¿A qué habéis venido? —preguntó Derkin.
—Me ocupo de los asuntos del emperador, y esta es la calzada imperial, —ronroneó Dreyus—. Y lo que quiero es que todo vuelva a estar en orden, siguiendo mis instrucciones. Podréis empezar tan pronto como os hayáis rendido. Por cierto, eso es algo que podéis hacer ahora.
—Antes te veré asándote en el infierno, —replicó Derkin.
—Ah, —siseó Dreyus—. Eres como me habían contado. Muy bien, en tal caso, no me verás de ningún modo. Ni verás ninguna otra cosa.
Apuntó con un dedo a Derkin y musitó algo en un lenguaje que no era tal.
Recordando algo que había leído en un antiguo pergamino hylar. Derkin agachó la cabeza y cerró los ojos. La cegadora luz que salió disparada del dedo del humano fue como un relámpago silencioso; pero, en lugar de dar en los ojos del enano, se reflejó en su yelmo, brillante como un espejo, y rebotó. Coffel soltó un aullido y se llevó las manos a los ojos; después cayó de espaldas cuando su caballo se encabritó al tiempo que relinchaba enloquecido. En un instante, hombres y corceles cegados se encontraban brincando, corcovando, cayendo y tambaleándose en distintas direcciones. De todos los humanos del pequeño grupo, sólo Dreyus continuaba sentado en la silla, ajeno al pandemónium.
—No vuelvas a hacer eso, —sugirió Derkin—. La próxima vez, los que me acompañan te convertirán en un puerco espín.
—Deduzco que no pensáis rendiros, —replicó, furioso, Dreyus.
—Desde luego que no, —repuso Derkin—. Somos enanos libres, y lo seguiremos siendo o moriremos. Lo que es más, Klanath no volverá a levantarse, como pretendes. Está demasiado cerca de Kal-Thax, y no queremos tener asentamientos humanos tan próximos. Asimismo, esta no es la calzada imperial, porque aquí no hay ninguna calzada. Si tú y tu emperador queréis seguir molestando a estas gentes del este, tendréis que buscar otra ruta, porque esta está cerrada.
—¿Cerrada? —repitió Dreyus con desdén—. No podéis impedirnos que utilicemos la Quebrada de Roca Roja.
—No tenemos que hacerlo. —Derkin esbozó una sonrisa—. Ya no existe ese paso. Mis excavadores lo cegaron hace un mes. Podéis escalarlo a pie, pero no conseguiréis que un caballo lo cruce.
Los ojos del hombretón parecieron arder, y su rostro se ensombreció por la cólera.
—Habéis perdido la oportunidad de salvar la vida, —siseó.
—Oh, por cierto, ¿puedes decirme dónde está Sakar Kane? —preguntó el enano con tono coloquial—. Todavía tengo un asunto pendiente con él. Si hay algo que no soporto, es a un mentiroso.
Dreyus dirigió una mirada furibunda a Derkin.
—Estás loco, —dijo. Sin añadir una sola palabra más, hizo que el caballo negro volviera grupas, y se alejó al trote.
—¿Por qué no le clavamos una cuantas saetas? —preguntó Taladro—. Todavía está a tiro.
—No. —Derkin sacudió la cabeza—. Aún no nos han atacado. —Sin moverse del sitio, siguió con la mirada al hombretón que regresaba junto a sus tropas. Al cabo de un momento, un par de jinetes salieron de la formación y se dirigieron a galope hacia el este.
—No ha creído lo que le he dicho sobre la Quebrada de Roca Roja, —comentó Derkin. Entonces hizo volver grupas a su caballo y regresó con sus tropas—. Quizá cuando compruebe que es verdad que el paso está cegado, dé media vuelta y se marchen.
—Si no lo hacen, probablemente todos moriremos aquí —comentó Garra—. Esos soldados nos tienen rodeados. No tenemos fortificaciones, y nos superan por dos a uno.
—Entonces, tal vez muramos, —se mostró de acuerdo Derkin. Sus ojos, entre tristes y coléricos, recorrieron el campamento. En un área de doscientos metros de diámetro, el terreno baldío de lo que una vez había sido Klanath, se distribuían las tropas enanas en formaciones defensivas. Cada enano llevaba un escudo al hombro, y manejaba dos jabalinas; uno de cada dos tenía colgada a la espalda una ballesta, y los otros llevaban hondas. Además, cada enano estaba equipado con una espada y un hacha o una maza.
Dentro del círculo aguardaban en hosco silencio las otras compañías, cientos de soldados a caballo y muchos cientos más de a pie. Incluso en circunstancias tan adversas, rodeado en un terreno abierto y árido, sin más fortificación que el reducido esqueleto del viejo palacio donde algunas de las mujeres cuidaban de los débiles, el ejército de Derkin resultaba formidable.
—Tal vez nos maten, —admitió el cabecilla—, pero hacerlo les saldrá muy caro.
Era mediodía cuando los vigías situados en las ruinas del palacio vieron a los dos exploradores de Dreyus regresar por el este. Los tambores sonaron, y Derkin se reunió con su grupo de comandantes una última vez.
—El humano ya lo sabe, —dijo—. Le han confirmado que la Quebrada de Roca Roja es intransitable, y ahora se marchará o atacará. —Se volvió hacia el único humano que había en el campamento, Tulien Gart—. ¿Cuál de las dos cosas crees que hará?
Gart sacudió la cabeza.
—Un oficial normal se marcharía, —dijo—. Oh, sí, puede que hiciera alguna ostentación de fuerza, maldiciéndote y lanzando unas cuantas flechas contra tus fuerzas, pero se daría cuenta de la futilidad de entablar una batalla campal aquí, aunque saliera victorioso de ella, y se retiraría e iría a buscar otra ruta hacia el este. Pero el que está ahí no es un oficial normal, Derkin. Es Dreyus, y a ese hombre no le gusta que obstaculicen sus planes.
—Eres libre de marcharte, —le dijo Derkin—. Te dejarán incorporarte a sus filas.
—No, no lo harán, —repuso Gart, taciturno—. Dreyus sabría que he estado aquí por propia elección, y comprendería cómo te has enterado de las tácticas de combate de las tropas imperiales. Si tengo que morir, prefiero que sea aquí, de manera rápida y honorable, y no caer en manos de los torturadores del emperador.
—Entonces, ármate, —dijo Derkin—. Y busca un caballo que te acomode. —Se volvió hacia sus oficiales—. ¿Estamos preparados?
Todos los comandantes asintieron con la cabeza.
—Tan preparados como siempre, —contestó uno de ellos.
Dieron media vuelta y se dirigieron hacia sus respectivas unidades.
Taladro dio un codazo a Derkin y señaló. A corta distancia, Helta había salido de las ruinas del palacio; llevaba puestos un yelmo y una armadura hecha con piezas descabaladas, todo demasiado grande para ella, y manejaba una espada y un escudo. Se encaminaba hacia la primera línea del frente.
—¿Quieres que la hagamos volver al refugio? —preguntó el Primero.
—No serviría de nada, —contestó Derkin—. Está decidida a luchar. Pero tráela aquí, y así podré tenerla cerca y vigilada.
Las trompetas sonaron por doquier, y el cordón humano empezó a cerrarse en torno a los enanos. Dreyus había tomado una decisión. Las compañías de infantería iban a la cabeza, con arqueros entre sus filas. Cuando se encontraron a una distancia de setenta metros, los soldados de a pie se detuvieron; los arqueros se adelantaron y se situaron en una doble fila, la primera con una rodilla en tierra y la segunda de pie.
—Primero vienen las flechas, —musitó Derkin como si estuviera recitando un manual de tácticas de guerra—. ¡Tambores!
Los vibrales alzaron sus voces, y los escudos se levantaron por todo el campamento de manera que, desde la línea exterior hacia el centro, las filas enanas se convirtieron en un muro de acero.
Los arqueros humanos dispararon a la par, y el cielo cobró vida con una nube de flechas. Sin embargo, en el mismo momento en que los proyectiles salían impulsados por las cuerdas, pequeños grupos de enanos cargaron a través de la línea exterior por una docena de puntos distintos y corrieron tan deprisa como se lo permitían sus fornidas y cortas piernas. Las flechas pasaron por encima de sus cabezas y fueron a caer en las filas que había detrás de ellos; antes de que los arqueros tuvieran tiempo de reaccionar, los enanos se les habían echado encima descargando ferozmente sus armas a diestro y siniestro.
Los humanos, desconcertados y con los ojos desorbitados, armados sólo con sus arcos y sus dagas, cayeron a docenas antes de que las compañías de infantería que estaban detrás pudieran reaccionar. Y, cuando los soldados mejor armados se lanzaron a la carga, entorpecidos por los arqueros que se batían en retirada y por los cuerpos de los caídos, sólo vieron las espaldas de los enanos de los grupos de ataque que corrían de vuelta a la seguridad de sus líneas protegidas con escudos.
Entre los enanos, unos pocos habían sido alcanzados por las flechas. La mayoría de los proyectiles sólo había encontrado escudos en su camino, y otros se habían hincado en el duro suelo, pero, aquí y allí, unos cuantos enanos habían caído, algunos de ellos muertos y otros heridos.
—Ballestas y hondas, —ordenó Derkin.
Los tambores iniciaron un redoble, y en la línea exterior todos los enanos arrodillados levantaron sus ballestas. Los que estaban entre los ballesteros empezaron a dar vueltas a sus hondas, saturando el aire con un profundo zumbido, de manera que el campo de batalla semejó por un instante una colmena de furiosas abejas. Entonces las ballestas chasquearon, las piedras volaron, y en derredor de los enanos, por doquier, los soldados humanos gritaron y cayeron.
—Primer ataque, primera represalia, —masculló Derkin. Subió a su caballo de batalla y aupó a pulso a Helta, que se sentó detrás de él. A su alrededor, los Diez montaron y formaron un cerrado cordón defensivo. Los tambores lanzaron un redoble, y por doquier las compañías de enanos montados subieron a sus corceles—. Adelantará a su infantería otra vez, —predijo Derkin—. ¡Jabalinas!
Como respondiendo a las previsiones del cabecilla enano, las trompetas hicieron eco de los tambores, y los piqueros humanos y los soldados que manejaban mazas avanzaron trotando por todas partes. Los enanos de la línea exterior se arrodillaron tras sus escudos, sin moverse, mientras los atacantes incrementaban la velocidad de la carga. Los humanos llegaron a cuarenta metros, luego a treinta, después a veinte.
—¡Lanzamiento y carga! —ordenó Derkin, y los tambores transmitieron su mensaje.
Como un solo hombre, todos los enanos de primera línea se pusieron de pie, apuntaron y arrojaron las jabalinas, que fueron seguidas de inmediato por un segundo lanzamiento. Al mismo tiempo que la primera andanada de afilados proyectiles alcanzaba a los humanos y la segunda iba en camino, todos los enanos de la segunda línea levantaron escudos y espadas y cargaron a la par que lanzaban gritos de guerra.
Esta no era una táctica humana, sino una estrategia nueva de los Elegidos, y sus efectos fueron mortíferos. Todavía avanzando, enfrentándose a las jabalinas que abrían huecos en sus filas, tropezando con los cuerpos de sus compañeros empalados, los piqueros y maceros humanos fueron cogidos completamente desprevenidos cuando un millar o más de enanos les salió al paso frenando su avance y arremetiendo a diestro y siniestro. Las picas acometieron, y en su mayoría pasaron sobre las cabezas de los enanos. Las espaldas enanas se tiñeron con sangre humana; las mazas y los escudos enanos machacaron rodillas y mandíbulas humanas.
Entonces, como había ocurrido antes, los enanos dieron media vuelta y se retiraron para regresar rápidamente a sus líneas. Al incorporarse a ellas, dichas líneas retrocedieron hacia el centro, cerrándose más y presentando un frente defensivo más compacto. No todos los enanos que habían lanzado el contraataque habían regresado; muchos yacían en el suelo, y su sangre se mezclaba con la de sus enemigos. Pero la mayoría volvió, y la línea exterior se cerró un poco más para cubrir el hueco de los que faltaban.
Alrededor de la compacta fuerza enana, la sorpresa y el desconcierto cundieron entre las filas humanas. A la orden de Dreyus, sus oficiales habían lanzado un ataque de manual militar contra un enemigo que estaba rodeado. Primero, una andanada de flechas, seguida de picas y mazas para sobrepasar la línea exterior, con las compañías de caballería en reserva que después consumarían el ataque con una carga demoledora.
Era una táctica clásica, y debería haber funcionado, pero los enanos no habían actuado como era de esperar. En lugar de acobardarse y huir de las flechas, habían avanzado por debajo de la andanada de proyectiles y habían diezmado a los arqueros. En lugar de reagruparse para defenderse contra la infantería, habían lanzado su propia andanada de flechas. Y, en lugar de caer ante las picas y las mazas, habían contraatacado, y ahora reinaba un caos total en las compañías de infantería de la vanguardia.
Sonaron las trompetas, y por todo el perímetro los soldados humanos dieron media vuelta y retrocedieron hacia sus posiciones originales, algunos corriendo tan deprisa como podían.
Derkin condujo su caballo hacia donde se encontraba Tulien Gart junto a una montura ensillada para un humano.
—Gracias, —dijo el enano—. Me enseñaste bien la estrategia de las fuerzas humanas.
—Todavía no ha acabado, —repuso Gart, que lo miraba con gesto sombrío—. Ese era sólo el primer asalto. Volverán.
—¿Por qué? —preguntó Derkin—. Han perdido centenares de hombres. ¿No es suficiente?
—Lo sería para un oficial normal, —dijo el hombre—. Pero habéis humillado a Dreyus, y no puede dejar que os quedéis sin castigo por ello.
Detrás de Derkin, Helta se asomó por un lado para mirar al humano.
—Pero ¿quién es ese tal Dreyus? —preguntó.
—No lo sé realmente. —Gart se encogió de hombros—. Nadie sabe gran cosa sobre él, salvo que lo que hace y dice es como si lo hiciera o lo dijera el propio emperador. Algunos sospechan que en realidad es Quivalin Soth bajo otra apariencia… en otro cuerpo, por así decir. Dos hombres distintos, pero con una sola mente. Sin embargo, ni siquiera los hechiceros que conozco saben cómo puede hacerse algo así.
—¿Cuál será su siguiente maniobra? —preguntó Derkin.
—Probablemente intentar una aproximación con una carga de la caballería, —respondió Gart—, con los lanceros a la cabeza y la infantería detrás de ellos. Es una táctica utilizada desde antiguo en circunstancias como esta, cuando un primer ataque ha sido repelido. Quivalin Soth no ha sido nunca soldado, y probablemente ocurre otro tanto con Dreyus, así que se dejará aconsejar por sus oficiales otra vez.
—La carga de caballería, —dijo Derkin, pensativo—. Sí, teníamos prevista esa maniobra. Y, si también fracasa esa táctica, entonces ¿qué?
—Eso es algo que ya no estoy en condiciones de prever, —le dijo Gart—. Si sus oficiales fallan de nuevo, creo que Dreyus se pondrá al mando, y en ese caso quién sabe lo que puede intentar.
Aprovechando la retirada de los humanos, los enanos iban y venían corriendo por terreno de nadie recogiendo a los muertos a los que podían llegar sin que los alcanzara alguna flecha. Los arrastraban de vuelta hacia su campamento asediado y, tras tenderlos de manera honrosa, permanecían un momento junto a ellos para pedir a Reorx que acogiera sus almas. No había tiempo para entierros ahora; eso tendría que esperar hasta que sus tropas, bajo el liderazgo de Derkin Legislador, hubieran expulsado a los humanos.
Los vigías situados en lo alto de las ruinas del palacio hicieron una señal, y los tambores hablaron. Todo en derredor de los enanos asediados, el poderoso ejército humano se estaba reagrupando. Las compañías de caballería se movieron hacia el frente, con los lanceros montados seguidos por una ingente masa de soldados de infantería.