22

El último día

Con la última luz de la tarde llegaron los lanceros en un ataque unificado contra tres puntos distintos de la defensa enana. Desde el sur, el noroeste y el noreste, hombres y caballos protegidos con armaduras cargaron, poniendo lanzas en ristre a medida que se aproximaban al impasible frente de escudos enanos. Conforme se acortaba la distancia entre lanceros y enanos, se alzó el resonar de las trompetas, y largas filas de soldados de a pie se pusieron en movimiento cruzando el helado suelo en pos de la caballería.

Los enanos situados en los puntos de ataque se mantuvieron firmes como si hubieran echado raíces en el rocoso suelo, en tanto que los lanceros se precipitaban sobre ellos. Las puntas de acero impulsadas con el ímpetu de los corceles a galope tendido se alinearon con los escudos de acero sostenidos sólo por enanos. Entonces, en el último momento, los escudos se echaron hacia atrás y hacia abajo, y los defensores en esos puntos se dejaron caer de espaldas en el suelo, con los escudos sobre el cuerpo.

Las puntas de las lanza sólo atravesaron el frío aire en su carga, y el atronador ruido de los cascos se tornó una trápala irresoluta cuando los caballos, con los ojos desorbitados por el terror, intentaron eludir la extraña superficie horizontal de escudos. Aquí y allí, algún escudo fue pateado por los cascos, pero la mayoría de las bestias frenaron y giraron sobre sí mismas, o iniciaron un salto intempestivo para salvar la atemorizante superficie metálica. Unos cuantos lanceros salieron despedidos de las sillas, y otros se encontraron cargando en dirección contraria, contra sus propios soldados de infantería. La mayoría de ellos, sin embargo, pasaron por encima de los enanos tendidos y entraron en el campamento. Detrás de ellos, los enanos rodaron sobre sí mismos y se incorporaron al tiempo que levantaban los escudos y desenvainaban las espadas.

Ahora varios centenares de lanceros humanos giraban arremolinados tras las líneas enanas, que se cerraron a su alrededor. Unos pocos consiguieron hacer blanco con sus lanzas, pero el acoso sólo duró unos segundos. Precedida por el atronador trapaleo de cascos, la caballería enana arremetió contra los lanceros, al parecer desde todas partes. Cada corcel transportaba un enano a cada lado, y cada enano enarbolaba un arma y un escudo. Con letal eficacia, los caballos de guerra de los enanos cruzaron entre los desorganizados lanceros y volvieron grupas para cargar, repitiendo la maniobra una y otra vez.

Equipados con corazas y mallas de acero enano, y protegidos por los mismos escudos que protegían a sus jinetes, los caballos eran como una máquina demoledora contra los lanceros y sus armaduras mucho más ligera. Hombres y monturas caían a derecha e izquierda mientras las espadas y las mazas enanas se descargaban desde ambos lados de cada caballo de guerra, cortando y aplastando todo cuanto tenían a su alcance.

Ninguno de los lanceros que cruzaron las líneas enanas volvió a sus filas. Algunos, en los segundos finales de su vida, quizá habrían depuesto las armas y se habrían rendido si hubieran tenido la oportunidad de hacerlo; pero en la carga de los lanceros habían muerto enanos y, cuando la trampa se cerró sobre ellos, la señal de Derkin fue poner el pulgar hacia abajo. Sin cuartel, sin compasión. Era la cuarta ley de Derkin, simple y llanamente: si los enanos eran atacados, los enanos tomarían represalias. Si morían enanos, sus atacantes también morirían.

Durante la matanza de los lanceros, Derkin se mantuvo apartado, limitándose a seguir el combate y escuchar el canto de los tambores desde el lomo de su caballo, con Helta sentada detrás. Ahora, cuando el último lancero cayó, Derkin alzó la vista hacia el cielo y notó el inclemente y frío viento que llegaba con el anochecer. Sabía lo que tenía que hacer a continuación. Centenares de los suyos habían muerto y otros tantos estaban heridos. A fuerza de puro y tenaz coraje y a sus astutas tácticas, habían acabado con tres humanos por cada enano caído, pero seguían rodeados y superados en número. Si los humanos persistían en sus ataques al día siguiente, los Elegidos perecerían. Era inevitable.

—El enemigo se retira para pasar la noche, —le dijo a Taladro—. Nos hemos estado defendiendo durante todo el día, y ahora debemos atacar. Tráeme a los maestros excavadores, y pide a Vin la Sombra que venga a hablar conmigo, que lo necesito.

Tulien Gart se acercó conduciendo por las riendas a su cansado caballo. El humano estaba vapuleado, y sangraba por la herida que una lanza le había abierto en el muslo, pero aguantó con dignidad de pie, plantado ante el líder enano.

—Jamás pensé que podríais rechazar esa carga, —admitió—. Los humanos no lo habrían hecho, no habrían tenido el coraje de tenderse en el suelo delante de los caballos, como hicieron los tuyos.

—Tal vez lo habrían hecho si alguna vez hubieran sido esclavos —dijo Derkin, que bajó de su corcel y ayudó a Helta a desmontar—. Lleva al comandante Gart a un cobijo, —pidió a la joven—. Véndale las heridas y búscale un sitio junto al fuego. Esta noche sopla un viento frío.

Cuando los maestros excavadores se presentaron, junto con Vin la Sombra y algunos de sus compañeros daergars, Derkin los reunió a su alrededor.

—¿Está terminada la perforación en el pico? —le preguntó al jefe de excavadores.

—Todo está preparado, Legislador, —asintió el enano con la cabeza, haciendo que su rubia barba se agitara, reluciente, a la luz de la hoguera—. Sólo hace falta apalancar.

Derkin se volvió hacia Vin.

—Hemos preparado la cara de ese pico sobre los pozos de Klanath —le dijo—, para enterrarlos con un alud de rocas. Con eso habríamos finalizado nuestro trabajo aquí, después de que las últimas piedras cortadas se hubieran transportado al paso, pero ahora necesito que el derrumbe se produzca esta noche. La mayoría de los excavadores son de ascendencia daewar, y no pueden trepar por esas pendientes en medio de la oscuridad. ¿Tienes gente capacitada para hacerlo?

Vin se había quitado la máscara, y sus grandes ojos brillaron con la luz de la lumbre cuando su rostro, de rasgos zorrunos, se arrugó con una tensa sonrisa.

—Hay luz de sobra para nosotros, —respondió—. Explicanos qué hay que hacer.

—Los excavadores han perforado agujeros para meter palancas a todo lo largo de una falla existente en lo alto de ese pico, —señaló Derkin—. Ellos te dirán lo que tenéis que buscar y cómo quebrar la roca, y os proporcionarán sus eslingas y cuerdas de escalada, así como las palancas.

—¿Un desprendimiento de rocas nos ayudará a regresar a Kal-Thax? —preguntó Vin.

—Es posible. —Derkin se encogió de hombros—. El viento es frío esta noche, y nuestros vigías dicen que algunos de los humanos han encendido sus hogueras en los fosos de las minas, para resguardarse del viento. Cabe la posibilidad de que su cabecilla, Dreyus, se encuentre allí. Sin él, los demás tal vez decidieran dar media vuelta y marcharse, en vez de perder más hombres mañana sin motivo alguno.

—Entonces esperemos que Dreyus se esté calentando a resguardo del viento, —contestó Vin, sin perder la sonrisa—. Si es así, lo enterraremos en los fosos.

—Que Reorx os proteja, Vin, —deseó Derkin—. Cuando hayáis acabado la tarea encomendada, coge a tus escaladores y trepad más arriba, hasta la cumbre, y seguid caminando. Si mañana seguimos vivos, nos reuniremos con vosotros en Fragua de Piedra. Si no vamos, comunicad a nuestro pueblo las cuatro leyes. —Apoyó la mano en el hombro del daergar y le dio un fuerte apretón; luego giró sobre sus talones y se alejó a paso vivo, seguido por los Diez.

—¿Crees de verdad que Dreyus estará en los fosos? —le preguntó Taladro, poco convencido, mientras recorrían la línea exterior del campamento, observando los centenares de hogueras humanas que los rodeaban.

—¿Quién sabe? —Derkin se encogió de hombros—. Si Tulien Gart está en lo cierto, es posible que Dreyus ni siquiera note el frío del viento. Pero nos propusimos enterrar los fosos de Klanath, y no querría dejar sin hacer ese trabajo. Además, es cuestión de que se cumpla la ley. Todo el día hemos sido atacados, y, ocurra mañana lo que ocurra, debemos tomar represalias esta noche. No se me ocurre un modo mejor de hacerlo.

Durante las horas precedentes a la media noche, los exploradores y rastreadores deambularon por la zona que había entre el campamento enano y el ejército que lo rodeaba, buscando puntos débiles, alguna posible vía de escape. No encontraron nada, y sus informes sólo confirmaron lo que Derkin ya sabía: si los humanos reanudaban el ataque a la mañana siguiente, todos los suyos estaban condenados. No podían huir, y no conseguirían resistir otro día más en esta área baldía, expuesta e indefendible.

Cerca de la medianoche, Derkin entró en las ruinas del palacio una última vez. Encontró a Helta y se sentó a su lado un momento, junto al moribundo fuego.

—Nos habríamos casado a nuestro regreso a Kal-Thax —dijo—. Es a lo que esperaba. Quería desposarte en suelo enano, en una tierra segura para los de nuestra raza.

—¿Vamos a morir mañana, Derkin? —preguntó ella en voz queda.

—Existe una posibilidad, una muy pequeña, de que los humanos se retiren, —contestó—. Pero si no lo hacen…

Dejó que su voz se desvaneciera sin finalizar la frase. Helta cogió entre sus manos la de él.

—A partir de este momento, eres mi esposo, —dijo—. Quisiera disfrutar de una larga vida a tu lado, si ello es posible; pero, si no lo es, al menos moriremos siendo un solo ser.

De repente, el suelo pareció sacudirse con un temblor, y un ruido atronador retumbó en las paredes. Todavía cogidos de la mano, la pareja salió de las ruinas del palacio. El frío viento nocturno había hecho jirones el denso manto de nubes, y se veían brillar las estrellas. Detrás del sector del campamento humano situado al sur, y a bastante altura sobre él, una gigantesca porción de la cara de la montaña se deslizaba pendiente abajo, ganando ímpetu con cada palmo que bajaba; millones de toneladas de roca quebrada se precipitaban por la escarpada pendiente, aplastando y enterrando todo cuanto se encontraba en los cuatrocientos metros de anchura de su destructivo paso. En cuestión de segundos, el alud, un inmenso muro de peñascos rodantes, se precipitó sobre la parte inferior de la ladera y continuó, arrollador, hacia los fosos de Klanath iluminados por fuegos de hogueras. A pesar del ruido atronador del desprendimiento, los enanos alcanzaron a oír los gritos de los humanos.

Las rocas, rebotando y brincando, llegaron a los pozos de las minas y los cubrieron, y siguieron rodando otros cien metros arrasando hilera tras hilera de soldados humanos acampados. Y, al tiempo que moría el aterrador estrépito, se levantaron nubes de polvo que se alejaron a lomos del viento.

Vin la Sombra había hecho su trabajo; él y otros cincuenta o sesenta mineros daergars habían puesto punto final a la labor iniciada por los excavadores daewars. Las minas de Klanath ya no existían.

Pero, mientras todavía contemplaba cómo se alzaban las nubes de polvo, Derkin supo que Dreyus había sobrevivido. De algún modo percibió que el extraño y perverso hombre, que tal vez fuera otra encarnación del emperador Quivalin Soth V, no había estado en el paso del alud. Dreyus seguía vivo, y al día siguiente su ejército terminaría lo que había empezado ese día.

Con una expresión en los ojos tan fría y desapacible como el viento nocturno, Derkin se volvió hacia Taladro.

—Despierta al campamento, —ordenó—. Nos ponemos en movimiento de inmediato.

—Pero ¡si no hay salida! —musitó Garra Púa de Roble—. Seguimos estando rodeados.

—Vamos hacia allí. —Derkin señaló la todavía ondeante polvareda—. En esa zona, con la montaña a nuestra espalda, podremos hacerles pagar mucho más cara nuestra muerte.

La oscuridad y la rapidez eran los últimos aliados de los enanos. Antes de que los soldados acampados al este y al oeste de la nube de polvo en expansión causada por el alud tuvieran tiempo de reaccionar y volver a cerrar el cerco, todo el campamento de Derkin se había puesto en marcha. Dejando tras de sí la desolada área que rodeaba el palacio en ruinas, se trasladaron llevándose consigo todo lo que podían cargar, transportar o conducir hacia la zona de cascotes rodados que se amontonaban al pie del escarpado y fracturado risco.

Sin embargo, mientras los suyos se atrincheraban allí, en la última hora de oscuridad, Derkin recordó una deuda de honor. Al borde de las rocas desprendidas en el alud, Tulien Gart se esforzaba por imponerse a un reacio caballo para ir tras los enanos por el laberinto de piedra desperdigada. Ordenó a los Diez que se quedaran y organizaran la defensa, y él bajó por la pendiente, presuroso, hacia el hombre. Al acercarse, levantó una mano.

—Has hecho cuanto podías hacer por nosotros, humano, —dijo—. Dreyus sigue vivo y, si te quedas aquí, morirás. Sube a ese caballo y sigue la nube de polvo. En la oscuridad y la confusión, un jinete tiene posibilidad de escabullirse.

Gart vaciló un instante, y después asintió con la cabeza. Ya no podía hacer nada más allí. El enano le estaba devolviendo una deuda de gratitud, ofreciéndole la posibilidad de vivir. Tulien Gart apartó al caballo de las piedras e inclinó la cabeza en un gesto de sincero respeto.

—Adiós, Derkin Legislador, —dijo—. Que los dioses a los que sirves te protejan.

Entonces montó y se alejó al trote hacia el este, bajo el brillo de las estrellas, siguiendo el rumbo de la nube de polvo.

Derkin se volvió y vaciló. Percibía que no estaba solo, pero no se veía a nadie. De pronto, bajo la luz de las estrellas, de la nada apareció un rostro, y Derkin suspiró. Helta lo había seguido.

—Sigues teniendo la capa elfa de invisibilidad, —dijo con voz áspera—. Creí haberte dicho que…

Unos pies arrastrándose por el suelo y unos murmullos excitados llegaron a sus oídos.

—¡Es el jefe! ¡Cogedlo!

—¡Derkin, cuidado! —gritó Helta.

Pero era demasiado tarde. Algo pesado lo golpeó en el casco, a la altura de la sien izquierda, y se hundió en la negrura mientras el suelo salía a su encuentro.

Aturdido, incapaz de moverse ni de emitir un gemido, Derkin vio la luz de una antorcha, y se encontró rodeado por humanos. Era una patrulla que rondaba por el campo. Sonó el zumbido de una honda, y un soldado gritó y la antorcha se apagó. En la oscuridad, Derkin sintió que algo se extendía sobre él. Entonces las voces sonaron de nuevo, unas voces guturales, humanas:

—¡Bah, es sólo una chica enana! —dijo una—. Esta no es el jefe, Cooby.

—Juro que estaba aquí —gruñó otra voz—. Al menos, es lo que me pareció.

—Bueno, pues ahora no hay nadie más que la chica. ¡Eh, cogedla! ¡No dejéis que escape!

—Tranquilo, ya la tengo. ¡Ay! ¡Eh, echadme una mano! ¡Es tan fuerte como un buey!

Gritando sólo en su mente, Derkin no pudo hacer otra cosa que escuchar cómo los humanos se llevaban a Helta. Pasaron unos segundos, y empezó a recobrarse, pero los sonidos ya se perdían en la distancia.

Pero entonces las pisadas que se alejaban se detuvieron, y la voz de un humano gritó:

—¡Oh, cielos, no!

Otras voces ahogaron la suya, gritando y chillando. Sonaron varios golpes sordos, y ruidos metálicos. A fuerza de pura voluntad, Derkin obligó a sus dedos a moverse, luego a sus manos, sus brazos y sus piernas. Rodó sobre sí mismo, se incorporó tambaleándose, y la capa de invisibilidad cayó al suelo. El mundo pareció oscilar a su alrededor, pero se esforzó en enfocar los ojos cuando atisbó un movimiento. Estrechó los párpados para ver mejor y entonces soltó una exclamación ahogada.

Helta venía hacia él bajo la luz de las estrellas, y empezó a acariciarlo y a hablar atropelladamente.

—¡Estás vivo! —dijo—. Oh, qué miedo he pasado.

Derkin miró por encima de la joven a las dos enormes y tambaleantes figuras que habían aparecido tras ella. Helta volvió la cabeza.

—Goath y Ganat estaban vigilando, —explicó—. Me salvaron.

—Compañera bonita de Derkin, —retumbó uno de los ogros, con un tono casi de disculpa—. Pequeña mujercita hermosa. Humanos actúan mal con ella.

—Pero no molestan más hermosa enana, —añadió el otro—. Hemos partido sus cabezas.

La primera luz del alba trajo desconcierto a las fuerzas de Dreyus. El campamento enano en el centro del área desmantelada había desaparecido, pero no tardaron mucho en descubrir dónde se había trasladado. Durante la noche, un gran alud había aplastado el sector central del cordón del ejército, en la zona meridional. Donde antes estaban los pozos de las minas ahora sólo había una vertiente de rocas y peñascos desprendidos, y al menos un batallón de soldados acampados allí había desaparecido como si nunca hubiera existido. Pero a los enanos sí los encontraron. Se habían refugiado entre las piedras desprendidas en la pendiente.

Justo fuera del alcance de ballestas, jabalinas y hondas, Dreyus y sus oficiales se reunieron en el llano y miraron hacia arriba, a los enanos que quedaban.

—Mi señor, hemos perdido casi dos mil hombres en un día y una noche, —hizo notar uno de los primeros oficiales—. Esos enanos no pueden vencer, desde luego, están atrapados en ese sitio, con el risco a sus espaldas y nuestras unidades rodeándolos. Pero todavía son varios miles, y combaten ferozmente. Hoy perderemos muchos más hombres. Con la calzada cerrada sin posibilidad de volver a abrirla, ¿merece este sitio tan alto precio para su majestad imperial?

—Hablo por boca del emperador, —replicó Dreyus ásperamente—. Esos enanos se han entremetido en el destino del imperio, y deben pagarlo. Sin cuartel y sin tomar prisioneros. Acabaremos con ellos de una vez por todas.

En la ladera de piedras rodadas, aparecieron varios enanos sobre una roca lisa, apenas a sesenta metros de distancia de Dreyus y sus oficiales. Dreyus reconoció a Derkin y gruñó como una fiera. El enano estaba a plena vista, con los brazos en jarras y mirando en esta dirección, como si estuviera contando el ejército humano, como refocilándose con las evidentes bajas que había sufrido.

—Quiero que mueran todos, aquí y ahora, —siseó Dreyus—. Quiero que la cabeza de ése sea enviada a Daltigoth.

—Sí, mi señor. —El oficial mayor saludó—. Entonces, nos reagruparemos. Su nueva posición requiere algunos cambios de tácticas.

—¿Un retraso? —Dreyus lanzó una mirada furibunda al hombre—. ¿Cuánto tiempo?

—Tardaremos unas cuantas horas en situar nuestras tropas en sus nuevas posiciones, pero estaremos listos antes del mediodía, —repuso el oficial—. Entonces podremos atacar a los enanos.

—¡Quiero que esto acabe hoy! —manifestó Dreyus.

El oficial conferenció con sus tenientes un momento, y después saludó de nuevo a Dreyus.

—Se hará como ordenáis, mi señor.

A la izquierda de los humanos, justo detrás de la vertiente este del desprendimiento, se levantó un clamor. Durante largos minutos la ladera quebrada del pico retumbó con el ruido de un furioso combate, y entonces una compañía de lanceros y varios cientos de soldados de infantería aparecieron corriendo por entre las rocas desprendidas, gritando y señalando hacia atrás.

—¡Enanos, un millar o más! —gritó el oficial—. ¡Nos atacaron por la retaguardia!

Los Elegidos, encaramados a las rocas, también habían oído el clamor, e intentaron ver qué ocurría. Un centenar o más treparon hasta unos puntos de observación y miraron hacia el este justo en el momento en que un gran grupo de enanos aparecía en las rocas por aquel punto. Eran extraños, pero a su paso habían dejado el rocoso suelo sembrado de humanos muertos. Sin ningún tipo de ceremonia, los recién llegados avanzaron a paso vivo entre las piedras desprendidas.

—¿Dónde está Mazamarra? —gritó uno de ellos, un joven enano fornido, de dorada barba.

Derkin y los Diez rodearon a toda prisa un montón de piedras.

—Aquí estoy, —respondió—. ¿Quiénes sois? —Se paró y parpadeó—. ¿Oropel? ¡Por la barba bermeja de Reorx! ¡Es Oropel Cuero Rojo!

—Por supuesto. —El daewar sonrió—. Y estos son amigos míos. —Señaló a un joven hylar, robusto y de barba oscura, que estaba a su lado—. Este es Calom Vand, hijo de Dunbarth Cepo de Hierro. Entre él y yo dirigimos a esta tropa, por turno. Te estamos buscando desde el otoño, y entonces, hace una semana, Calom tuvo un sueño extraño.

—Soñé con un canto de tambores, —explicó el joven hylar—. Y oí una voz que decía que debíamos venir al paso de Tharkas.

—Y eso hicimos, —añadió Oropel—. ¿Sabes que esa garganta está llena de piedras cortadas? Hay suficientes para construir una ciudad. En fin, que vinimos a través del paso, y aquí estáis.

—¿Por qué me buscabais? —Derkin frunció el entrecejo—. ¿Es que el consejo de thanes ha cambiado de opinión? En tal caso, ya es un poco tarde.

—Bueno, no es eso exactamente, pero los thanes lo pensaron mejor después de lo de Sithelbec.

—¿Sithelbec?

—Oh, supongo que no sabes nada sobre ello. Hubo una gran batalla allí, entre las fuerzas del emperador y los elfos. Fuimos allí con Dunbarth, para ayudar a los elfos. Después, Dunbarth y mi padre mantuvieron una dura conversación con el viejo Bandeo Basto.

—¿Basto? ¿El thane theiwar de Thorbardin? —Derkin miraba con curiosidad al joven daewar.

—El mismo, —confirmó Oropel—. Resulta que esos theiwars renegados a los que siempre ha defendido han estado metidos hasta las orejas en esa guerra, ayudando al imperio. Basto insiste en que no sabía nada del asunto, pero mi padre no lo cree. Y, hablando de guerra, habéis montado una buena aquí. ¿Podemos unirnos a vosotros?

—Ya lo habéis hecho, —comentó Derkin—. Pero tal vez os arrepintáis. No tenemos muchas posibilidades de llegar con vida al final del día.

Calom Vand había trepado hasta una zona alta, y se resguardaba los ojos con una mano mientras su mirada recorría el inmenso ejército humano extendido frente a la zona del desprendimiento.

—Entiendo a lo que te refieres, —dijo—. ¿Quiénes son?

—El ejército del emperador, —contestó Derkin.

—¿El ejército al completo? —musitó Oropel, que frunció los labios y soltó un silbido bajo—. ¡Vaya! Nos hemos metido en algo gordo, ¿verdad? —Levantó la espada y contempló gravemente su ancha hoja de acero—. Bueno, Mazamarra, puesto que estamos aquí, supongo que ya formamos parte de tu ejército.

—Legislador —gruñó Taladro Tolec—. Se llama Derkin Legislador. Mazamarra era antes, en Kal-Thax.

Durante el transcurso de la desapacible mañana, los Elegidos y sus inesperados refuerzos se atrincheraron entre las rocas desprendidas y observaron los movimientos de las legiones imperiales por el llano. Todos los enanos del ejército de Derkin sabían que este sitio sería su última posición y que no había esperanza para ellos. Incluso con la llegada de los ochocientos guerreros de Thorbardin, no podían vencer. Pero siguieron observando, fascinados, el espectáculo que ofrecía uno de los ejércitos más grandes mientras maniobraba para situarse en posición de lanzar un último y mortal ataque.

—No habrá más cargas de caballería, —les dijo Derkin a los que estaban a su alrededor—. Las compañías montadas se están situando en la retaguardia y a los flancos ¿veis? No pueden utilizar caballos en una zona inclinada de piedras desprendidas, como nos pasa a nosotros, pero se han asegurado de cortarnos cualquier posible retirada.

—Ahora lamento no haber guardado las catapultas de lord Kane —comentó Taladro—. Aquí podríamos utilizarlas.

Cuando el sol estuvo alto, el ingente movimiento de legiones y batallones terminó. Grandes compañías combinadas de infantería, cuyos soldados vestían pesadas armaduras, constituían ahora las primeras líneas de la formación humana. Los había a millares, fila tras fila, y pelotón tras pelotón. Derkin no necesitaba que Tulien Gart le dijera lo que pretendían hacer los humanos. Se aproximarían a pie, protegidos por sus armaduras; algunos caerían, pero por cada uno que muriese habría otros diez detrás. Vendrían en una oleada tras otra, subiendo entre las rocas, y seguirían viniendo. Ahora no había nada que los enanos pudieran hacer para detenerlos.

Sonaron las trompetas, y la primera oleada de ataque empezó. Los miles de soldados de a pie con armadura echaron a andar hacia la zona del alud, marchando hombro con hombro, sin que parecieran tener mucha prisa. No hubo carga ni carreras. Los soldados se limitaron a caminar, dirigiéndose hacia el área del desprendimiento. Por encima de ellos, los enanos esperaron, con las armas prestas.

—Hacedles pagar muy caro el día de hoy, —instó Derkin Legislador a su gente—. Haced que nunca olviden a los enanos de Kal-Thax y de Thorbardin.