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El mandato de Kal-Thax

El Gran Salón de Audiencias de Thorbardin, localizado en el extremo sur de la fortaleza subterránea, estaba lleno a reventar cuando Derkin Mazamarra llegó allí. Se había corrido la voz rápidamente sobre la inminente reunión del consejo de thanes, una reunión exigida por los extranjeros de los territorios salvajes, y parecía que la mitad de la población de Thorbardin se hubiera dado cita allí. Decenas de millares de enanos abarrotaban los asientos de las gradas talladas en piedra que rodeaban la inmensa caverna circular; el ruido era tal que daba la impresión de que todo el mundo estaba hablando a la vez. Los ecos de las voces se podían oír a medio kilómetro de distancia, en la amplia explanada del túnel de la calzada novena.

Pero, cuando Oropel Cuero Rojo y su guardia nacional escoltaron a los forasteros al interior de la gran cámara, se hizo un silencio casi absoluto.

De hecho, sólo unos pocos habitantes de Thorbardin habían ido a la Puerta Norte a ver el ejército ahora acampado en los prados bajos, pero todo el mundo había oído hablar de los forasteros, de la música de sus tambores, de las mercancías que habían traído para comerciar, y de su misterioso cabecilla que se parecía a un antiguo jefe hylar y que llevaba una armadura igualmente antigua. Se había difundido la especulación sobre si los forasteros habían venido sólo para comerciar o también con intención de invadirlos.

Ahora, el llamado Mazamarra estaba aquí, en Thorbardin, y casi todos los enanos, del reino subterráneo aguardaban con curiosidad escuchar lo que tenía que decir.

Los mensajeros los habían precedido en el Gran Salón de Audiencias, y Derkin Mazamarra dio por sentado que los que esperaban —al menos los thanes y personajes agrupados en el estrado del centro de la caverna— sabían ya todo lo que Oropel había descubierto, incluido su nombre completo. Su suposición se confirmó por los murmullos que llegaron a sus oídos mientras, a la cabeza de su grupo, bajaba por uno de los pasillos centrales entre apretadas filas de expectantes enanos.

—Derkin, —susurró alguien—. Es Derkin, el hijo de Harl Lanzapesos.

Seguido por Helta y Calan, y flanqueado por los Diez, Derkin se dirigió hacia el estrado y subió a él; entonces, su mirada pensativa examinó a los allí reunidos. Le pareció reconocer vagamente a Dunbarth Cepo de Hierro, de los hylars, que en tiempos había sido el capitán de la guardia bajo el mando del viejo Harl. A los demás no los había visto nunca, pero sabía quiénes eran. El daewar de mediana edad y ojos sagaces, con los delegados de comercio detrás de él, era evidentemente Jeron Cuero Rojo. El viejo theiwar de mirada desconfiada que lo observaba con el ceño fruncido desde su sillón del consejo debía de ser Bandeo Basto. Risco Visera, de los daergars, se quitó la máscara como un gesto de cortesía, y estrechó los ojos para resguardarlos de la luz de los conductos solares y reflectores que había en el techo de la cámara; una vez que el forastero hubo visto sus rasgos, se apresuró a colocarse otra vez la máscara protectora.

El cabello y la barba espesos y despeinados del siguiente jefe lo identificaban como kiar, el thane Trom Thule. El sexto y séptimo asientos estaban vacíos. Nadie sabía dónde encontrar al balbuciente Mugroso I, Gran Bulp del clan aghar, y habían pasado muchos años desde la última vez que un neidar había asistido a un consejo.

Derkin los estudió uno a uno, y después asintió con la cabeza y se adelantó hasta el centro del estrado.

—Me llamo Mazamarra, —les dijo—. Mi gente se autodenomina los Elegidos.

Jeron hizo una leve inclinación de cabeza, dando la bienvenida al recién llegado, y después observó a los que lo acompañaban. Ya había oído comentar, por los guardias de su hijo, la belleza de la muchacha que iba en el grupo, pero sus ojos se abrieron como platos cuando miró al viejo manco que llevaba el cesto de juncos.

—Te conozco, —dijo—. Eres Calan. Te fuiste de Thorbardin hace mucho tiempo, según algunos para vivir entre los elfos.

—Tu memoria es excelente, mi señor. —Calan esbozó una mueca—. De eso hace por lo menos ochenta años.

—Y ahora regresas, con otro que prefirió el estilo de vida del mundo exterior al suyo propio. —Jeron volvió la mirada de nuevo hacia el guerrero de la capa roja—. Mi hijo me ha dicho que, efectivamente, eres Derkin Semilla de Invierno, el hijo del último thane hylar.

—Ahora me llamo Derkin Mazamarra, —replicó el enano más joven—. Es un nombre que me gusta. Mi pueblo lo escogió.

—¿Y quién es tu pueblo? —preguntó Dunbarth—. ¿De dónde procede?

—Se llaman los Elegidos, —repitió Derkin.

—¿Los Elegidos? —retumbó Bandeo, frunciendo el ceño—. ¿Quién los eligió?

—Yo, —repuso Derkin—. Y, en cuanto a de dónde procedemos, somos de Kal-Thax.

—Kal-Thax es esto, —puntualizó el thane kiar—. Kal-Thax es nuestra tierra.

—Lo era, —dijo Derkin—. Hasta que Thorbardin la abandonó a su suerte. La mayoría de los míos han sido neidars, y muchos de ellos provienen ahora de las mismas celdas y las mismas pocilgas de cautivos de las que vengo yo, unas celdas pertenecientes a los invasores humanos que vosotros no os tomasteis la molestia de expulsar.

Algunas voces furiosas se alzaron entre la vasta audiencia, y a ellas se sumaron otras. El jaleo se convirtió en un clamor que se fue apagando lentamente cuando Jeron levantó una mano en un gesto imperioso. Los soldados de la guardia nacional se desplegaron por toda la inmensa cámara y tomaron posiciones, listos para imponer el orden si se hacía preciso.

—¡Este hombre es nuestro invitado! —manifestó el thane daewar, cuya voz llegó a todos los rincones del Gran Salón de Audiencias—. Y, como invitado de esta asamblea de clanes, estamos en nuestro derecho de preguntarle, pero también él tiene derecho a expresarse libremente y a ser oído.

—¡Preguntadle, entonces! —gritó una voz en alguna parte entre la multitud—. ¿Por qué está aquí? ¿Qué es lo que quiere?

—Esas son preguntas acertadas, —concedió Jeron, que hizo un gesto a Mazamarra.

—Hemos venido por dos razones, —continuó Derkin—. La primera, para comerciar. Vosotros, —señaló a los delegados de comercio que estaban detrás de Jeron—, habéis inspeccionado nuestras mercancías y habéis oído lo que queremos a cambio.

—Principalmente instrumentos de acero, —comentó el thane daewar.

—¿Instrumentos? —Derkin enarcó una ceja; sus ojos parecieron traspasar a Jeron—. Llámalas por su nombre. Queremos armas. Buenas armas fabricadas con buen acero enano.

—Armas, entonces, —concedió el cabecilla daewar.

—Eso, si es que tenéis acero para hacerlas, —añadió Derkin—. No he visto el fulgor de las fundiciones en el Pozo de Reorx.

—Tenemos acero de sobra, —gruñó Dunbarth—. Hay almacenados montones de existencias.

—Me alegro por vosotros, —dijo Derkin irónicamente—. Entonces ¿haremos negocio?

—¿Para qué queréis las armas? —demandó Bandeo.

—Para hacer la guerra contra las legiones humanas que han invadido nuestra tierra.

Un murmullo se propagó por la multitud.

—Dijiste que habíais venido por dos razones, —intervino Dunbarth—. ¿Cuál es la segunda?

—También quiero que tropas de Thorbardin me ayuden en la lucha —manifestó Derkin, poniéndose en jarras.

Los murmullos se hicieron más intensos y hubo algunos gritos y vítores desperdigados.

—¿Por qué íbamos a ayudarte? —gruñó Bandeo Basto—. Tu lucha no nos atañe.

—La tierra que intento recobrar es la tierra de los enanos. —Derkin dirigió una mirada funesta al theiwar—. Es el territorio de Kal-Thax.

—¡Está en el exterior! —replicó Bandeo ásperamente—. Thorbardin es lo que nos concierne, así que dejemos que los que viven fuera se encarguen de sus propios conflictos.

—Kiars no tienen tiempo de salir a guerrear, —manifestó Trom Thule—. Mucho que hacer aquí.

—Si enviamos tropas, ¿quién las dirigiría? —preguntó Dunbarth.

—Yo, —respondió Derkin—. Mi pueblo y yo. Conocemos el terreno, y también al enemigo. Dirigiremos la contienda contra el humano lord Kane. Os pido que os unáis a esta causa.

Jeron Cuero Rojo se puso de pie.

—¿Son estas, pues, tus peticiones? ¿Que os vendemos armas y que enviemos un ejército para unirse al vuestro?

—Así es, —asintió Derkin.

Las voces de la multitud se habían callado. Todos guardaban silencio, esperando la respuesta del consejo.

—En tal caso, el consejo debatirá el asunto. ¿Piensas quedarte y escuchar las deliberaciones? Como ciudadanos de Thorbardin, Derkin Semilla de Invierno y Calan Pie de Plata tienen derecho a presenciar el desarrollo del consejo.

—Pero no los otros que me acompañan ¿verdad? —Derkin sacudió la cabeza—. No, esperaré con ellos en la explanada y volveré para conocer vuestra decisión.

Giró sobre sus talones y bajó del estrado, seguido de cerca por Helta y los Diez. Por su parte, Calan caminó hasta la grada más próxima donde se sentaba el público y se hizo sitio.

—Yo me quedo, —masculló—. Han pasado ochenta años desde la última vez que presencié una agarrada entre los thanes de tribus.

Derkin y su grupo abandonaron el salón por unas grandes puertas de madera. Oropel Cuero Rojo y alrededor de la mitad de su compañía los siguieron, y cerraron las puertas tras ellos.

—Se supone que no debo perderte de vista, —explicó el joven daewar a Derkin.

—¿Qué crees tú que pasará? —le preguntó el hylar.

—¿Quién sabe? —Oropel se encogió de hombros—. Mi padre tal vez respalde tu propuesta, y quizá Dunbarth Cepo de Hierro también. Los dos lamentan el rumbo que han tomado las cosas en Thorbardin. Pero los demás… ¿Quién sabe?

Habían pasado horas, y la luz de los conductos solares estaba menguando, cuando las puertas del Gran Salón de Audiencias se abrieron otra vez y un guardia llamó por señas. Seguido por Helta y los Diez, Derkin se dirigió de nuevo hacia el estrado central. Al pasar junto a Calan, el viejo enano frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—Estos idiotas no han cambiado un ápice, —susurró.

Las conclusiones del consejo de thanes, que Jeron leyó a Derkin con una voz neutra que no dejaba entrever los detalles de lo que había ocurrido en la intimidad del abarrotado salón, confirmaron lo anticipado por Calan. Thorbardin fabricaría las armas y el equipamiento demandado por Mazamarra y comerciaría con ellos a cambio de las mercancías ofrecidas por los Elegidos. Pero Thorbardin no armaría un ejército ni se uniría a la guerra de Mazamarra.

En un aparte, Dunbarth susurró:

—Lo lamento, Derkin. La votación fue tres a dos.

Detrás del estrado la áspera voz de Calan se hizo oír:

—¿Imaginas cuál fue el argumento que llevó a esta decisión, Derkin? Pues fue que, si Thorbardin enviaba un ejército al exterior, no quedarían suficientes guardias dignos de confianza para mantener la paz dentro.

—¿Para mantener la paz? —masculló Derkin, que se volvió hacia los thanes—. Habéis tomado vuestra decisión, y nosotros, las gentes de Kal-Thax, estamos solos. Tú, Jeron Cuero Rojo, dijiste antes que tenía derecho a expresarme libremente. ¿Aún lo tengo?

—Este consejo está todavía en sesión, —asintió el daewar.

—De acuerdo. —Derkin se volvió y dirigió a toda la asamblea con voz fría y clara—. Hubo un tiempo en que vuestros antepasados dejaron a un lado sus disputas y resentimientos para crear una gran nación en estas montañas, —empezó lentamente—. Esa nación ya no existe. Ni siquiera esta fortaleza, donde todos respiráis el mismo aire, bebéis la misma agua, coméis de los mismos cultivos y despensas, y os escondéis tras las mismas puertas, es una verdadera nación. ¡Os decís que Thorbardin vive! Porque los respiraderos todavía proporcionan aire fresco y el agua sigue fluyendo por el sistema de canales y los campos de cultivos de los suburbios todavía producen alimentos, os decía que todo marcha bien. ¡Pues yo digo que no es así! ¡Thorbardin está aletargada y, si no sale pronto de su sopor, estará muerta!

Estalló un estruendo de voces en la multitud, y Derkin giró sobre sí mismo y miró desafiante a las filas de enanos, sus ojos tan oscuros como nubes de tormenta. De manera gradual, el clamor se acalló.

—Hubo un tiempo en que las puertas de Thorbardin eran cauces llenos de vida, —bramó el cabecilla de los Elegidos, cuya profunda voz llenó la gran cámara—. Hubo un tiempo en que la Puerta Sur era una concurrida vía de tránsito de las minas, y por ella llegaban los minerales de las explotaciones daergars repartidas por los picos del Trueno, y de las excavaciones theiwars diseminadas por todo el Promontorio. Hubo un tiempo en que las patrullas y los exploradores de Thorbardin llegaban en su recorrido hasta lugares tan lejanos como la Falla y los picos Cabezas de Yunque en busca de nuevos depósitos ricos en minerales. Hubo un tiempo en que la Puerta Norte se abría a diario, y neidars de todas partes de Kal-Thax venían aquí para comerciar con los productos de las activas forjas de Thorbardin. Ahora las puertas se mantienen cerradas salvo por decreto, y Thorbardin es una gigantesca y eficaz prisión.

»Hubo un tiempo en que el Pozo de Reorx alimentaba fundiciones que trabajaban día y noche, abastecidas por los metales de las minas daergars y las vetas metalíferas theiwars. Ahora las fundiciones están silenciosas, y las forjas, paradas.

»Hubo un tiempo en que las gentes de todos los clanes trabajaban hombro con hombro para crear un hogar sin parangón en este mundo, y para forjarse un destino grandioso. Ahora Thorbardin no es un hogar, sino un palenque en el que dirimir mezquinas disputas e inútiles enemistades. Y aquel gran destino forjado por vuestros antepasados ha sido olvidado, al igual que la razón por la que se forjó.

—¿De qué gran destino hablas? —gritó, sarcástico, un enano entre la audiencia, que enmudeció cuando los ojos de Derkin se clavaron en él.

—Hablo del Pacto de los Thanes, —respondió Mazamarra—. El gran compromiso acordado hace mucho tiempo con el propósito de preservar los territorios enanos. ¡Eso es lo que se ha olvidado! El pacto no se ha revocado. ¡Simplemente se ha hecho caso omiso de él! Vuestros antepasados lucharon para defender Kal-Thax contra los invasores humanos y construyeron Thorbardin con tal propósito. ¡Pero vosotros habéis dado la espalda a Kal-Thax! ¿Dónde estaban los poderosos ejércitos enanos cuando los humanos marcharon a través de Kal-Thax y saquearon las aldeas neidars? ¿Dónde estaba Thorbardin cuando el emperador de Ergoth envió a sus esbirros por el paso de Tharkas para capturar enanos y esclavizarlos para trabajar en sus minas? ¿Y dónde está ahora Thorbardin, cuando lord Sakar Kane y sus regimientos ocupan los pasos al sur de Tharkas y ponen en funcionamiento más minas, minas robadas a los enanos, para abastecer a los ejércitos del emperador en la guerra del este?

»Thorbardin se creó con un solo propósito: que Kal-Thax estuviera siempre protegida contra la invasión. ¡Estaba destinada a convertirse en el corazón palpitante de una nación! ¡La nación enana de Kal-Thax!

»¡Pero Thorbardin se ha encerrado en sí misma, y Kal-Thax ha sido invadida, conquistada y ocupada! Y cuando vengo aquí, buscando la ayuda de Thorbardin para poder llevar a cabo una labor que es la suya, ¿con qué me encuentro? ¿Con ejércitos dispuestos a marchar para defender los territorios enanos? No, sólo encuentro compañías de guardia nacional que marchan entre puertas cerradas para reprimir disturbios y mantener a raya a los agitadores. ¿Encuentro gentes tenaces, que trabajan duro para engrandecer este reino y hacerlo más rico y poderoso? No. Encuentro multitudes descontentas, resentidas, sin nada mejor que hacer que perjudicar a sus vecinos y arrojar piedras a cualquiera que pasa por las calles.

Aquí y allí, en el Gran Salón de Audiencias, estalló el clamor de los que se sentían ofendidos, pero enseguida fueron acallados por los guardias.

Cuando se le pudo oír de nuevo, Derkin continuó:

—Cuando salí de Thorbardin hace años, cuando escogí vivir en el exterior a vivir aquí, no fue porque prefiriera las costumbres neidars. Yo era una persona de martillo, no de hacha, pero estaba harto de contemplar cómo mi hogar, el hogar de mi padre y del padre de mi padre y de todos los que los precedieron, pasaba de ser brillante acero a metal corroído por el óxido. Me sentía avergonzado. ¡Estaba asqueado!

»Y ahora regreso, y sigo sintiendo vergüenza. Jeron Cuero Rojo me ha llamado ciudadano. Por derecho de nacimiento, lo soy. Hybardin, el Árbol de la Vida de Hylar, fue mi cuna, y Thorbardin, mi hogar.

»¡Pero eso se acabó! Cuando me marche de Thorbardin esta vez, dejaré atrás mi ciudadanía. Renuncio a ella. Preparad las armas que se han acordado para intercambiar por nuestras mercancías, y sometedlas a la inspección de Calan Pie de Plata. Él se quedará aquí hasta que las armas estén preparadas y les dé su visto bueno. Cuando se haya hecho esto, las enviaréis junto con él a mi campamento al pie de la Puerta Norte. Comerciaremos, y, cuando los negocios se hayan terminado, mi pueblo y yo nos marcharemos. Nos dirigiremos hacia Tharkas, y allí combatiremos en nombre de Kal-Thax. Si Reorx lo quiere, encontraremos el modo de expulsar a lord Kane de nuestro territorio de una vez por todas.

De nuevo retumbaron las voces en el Gran Salón de Audiencias, gritos y preguntas mezclándose con comentarios de conformidad a regañadientes.

—Venceremos o moriremos, —dijo Derkin cuando el tumulto se hubo calmado—. ¡Pero, si tenemos éxito, entonces Kal-Thax será nuestra! Hace mucho tiempo que dejó de perteneceros. Al haberla abandonado, Thorbardin no tiene derecho a reclamarla como suya. —Hizo una pausa, pensativo, y después continuó—. Puede ocurrir que, cuando las mercancías que trajimos se hayan acabado, vosotros, los de Thorbardin, queráis volver a comerciar. Pero la próxima vez los Elegidos no vendrán aquí. Seréis vosotros los que tendréis que venir a nosotros. En alguna parte al oeste de aquí, en territorio agreste, construiremos una nueva ciudad, un sitio de comercio. Se llamará Trueque, y vuestros mercaderes… los de cualquiera… serán bienvenidos, lejos de Thorbardin. Este es el regalo que os hace Mazamarra. A algunos de los vuestros les vendrá bien tener que salir al mundo exterior para conseguir lo que necesitáis.

Suavemente, a su espalda, oyó unos aplausos. Se volvió. Jeron Cuero Rojo y Dunbarth Cepo de Hierro estaban de pie, aplaudiendo sus palabras y pasando por alto las miradas furibundas de los otros thanes.

Tras una cortés inclinación de cabeza, Derkin Mazamarra bajó del estrado y se dirigió a las puertas. A su lado, los bellos ojos de Helta Bosque Gris relucían con ardor.

En la explanada, Oropel Cuero Rojo los hizo detenerse, esperando que su compañía formara.

—Desde luego, dejaste bien clara tu opinión. —Soltó una risita contenida y sonrió a Derkin—. Creo que te echaré de menos cuando te marches, pero supongo que no piensas volver, ¿verdad?

—No lo sé —respondió Derkin, pensativo—. Tal vez sí.

—¡Pero si dijiste que renunciabas a tu ciudadanía!

—Si vuelvo a Thorbardin, —manifestó Mazamarra lentamente—, no será como ciudadano del reino.

Exultante de orgullo, Helta se adelantó hasta situarse al lado de Derkin y tomó la mano del enano entre las suyas.

—Y yo digo lo mismo, —dijo.

Lejos al norte de Thorbardin, largas filas de soldados humanos se movían hacia el este a lo largo de una serpenteante calzada de montaña. Por encima de ellos, a la derecha, se alzaban los impasibles picos nevados de la cordillera Muro del Cielo. Debajo y en la lejanía, a la izquierda, estaban los vastos y brumosos bosques, y al frente se encontraba la plaza fuerte de Klanath, en la entrada del paso de Tharkas.

Las nieves invernales habían desaparecido ya en las estribaciones bajas, y las fuerzas del emperador se habían puesto en movimiento. La campaña de expansión oriental, que muchos habían empezado a llamar la guerra de Ullves, entraría pronto en su cuarto año, y el Pequeño General del emperador, Giarno, había estado en el frente durante tres años. En ese espacio de tiempo, la guerra de conquista se había ampliado y extendido, ya que numerosas tropas elfas de Silvanesti, al mando de Kith-Kanan y los Montaraces, habían avanzado por las llanuras al este de Ergoth para hacer frente a los ataques de los humanos. Y unidades cada vez más numerosas de elfos, a menudo reforzadas por nómadas humanos de las planicies, llegaban incluso hasta los bosques situados al este de Daltigoth y Caergoth.

Lo que en principio se había previsto como una campaña rápida y sencilla para extender el imperio de Quivalin Soth V —o Ullves—, por todo Ansalon meridional, ahora se había convertido en una prolongada guerra al encontrarse los invasores humanos con una resistencia mucho más tenaz de lo que esperaban. No sólo los elfos habían demostrado ser unos maestros de la estrategia y las tácticas, así como unos luchadores formidables, sino que también contaban con los refuerzos de las tribus humanas libres de las llanuras centrales. Bajo el liderazgo de las feroces e implacables tribus cobars, hordas de los saqueadores nómadas, de guerreros baruks, de furtivos faerots, y hombres de otra docena de tribus habían unido sus fuerzas para frenar los propósitos del imperio.

A menudo, en las últimas estaciones, unidades del imperio se habían encontrado luchando a la desesperada contra ejércitos consolidados de humanos y elfos, todos ellos con una única meta: mantener sus pueblos y sus tierras libres del yugo del imperio.

Pero los ejércitos seguían llegando, procedentes de Daltigoth, reforzados por tropas de Caergoth y aprovisionados en Klanath a su paso hacia el este, estación tras estación, para luchar y morir por capricho del emperador Quivalin Soth V.

Y aunque el general al mando, Giarno, dirigía cada campaña, a menudo había otro con él: el siniestro, enigmático hombre conocido sólo por Dreyus. Se murmuraba que allí donde iba Dreyus, no sobrevivía ningún enemigo en la batalla.

Cada invierno traía un cese de hostilidades, simplemente por el hecho de que los desplazamientos eran difíciles en la estación fría. Pero ahora era otra vez primavera, y los ejércitos del imperio emprendían de nuevo la marcha. Por regimientos y brigadas, por compañías y pelotones, las unidades imperiales avanzaban hacia el este, en dirección a las estribaciones bajas y a las llanuras que había a continuación, para volver a intentar la conquista.

Una de las claves de la estrategia de la invasión era la fortaleza de lord Kane en Klanath. Localizada en la entrada al paso de Tharkas, no sólo almacenaba vituallas y provisiones para las últimas etapas a través de las llanuras, sino que también proporcionaba una zona de seguridad a mitad de camino donde los soldados, cansados por el viaje, podían descansar y recuperar fuerzas para los combates que les aguardaban. Las fuerzas de lord Kane dominaban un amplio perímetro merced a las patrullas regulares que se llevaban a cabo a lo largo de las lindes del bosque encantado donde exploradores y guerrilleros elfos estaban al acecho, y también por las montañas al sur de Tharkas para prevenir cualquier ataque lanzado por ese flanco.

Durante un tiempo, tras la revuelta de esclavos en las minas de Klanath, las incursiones de grupos de enanos habían agobiado y molestado a las tropas y caravanas de suministros del imperio. En el transcurso de unos meses, había habido centenares de ataques discontinuos, siempre repentinos, siempre inesperados, y en la mayoría de las ocasiones llevados a cabo con éxito. Los reducidos y mortíferos grupos de enanos armados aparecían de repente, como si salieran de la nada, arremetían y mataban, saqueaban y desvalijaban, y después desaparecían tan rápidamente como habían llegado.

Los caballos, armas, aprovisionamiento y víveres que habían obtenido con estos asaltos habrían equipado y alimentado a un ejército bastante numeroso.

Pero entonces los ataques habían cesado. Desde hacía casi dos años, los exploradores y patrullas de lord Kane no habían avistado ni un solo enano. Parecía como si se hubieran cansado de sus incursiones y se hubieran marchado de esta parte de Ansalon. Muchos de los consejeros de lord Kane suponían que los enanos se habían retirado a los vastos terrenos agrestes en los lejanos picos Cabezas de Yunque, situados al suroeste de Tharkas. Otros sospechaban que se habían dirigido hacia el sur, a la misteriosa e inexpugnable fortaleza subterránea que llamaban Thorbardin. Incluso unos cuantos sugirieron que los saltantes enanos habían emigrado hacia las tierras heladas.

Pero, dondequiera que se hubieran ido, habían desaparecido. Y, aunque las patrullas humanas tenían que seguir haciendo sus recorridos de vigilancia hasta penetrar bastante en la antigua Kal-Thax, la tarea de lord Kane de mantener Klanath bajo su dominio resultaba ahora más fácil al no tener que vérselas con esa raza de hombres bajos y fieros a quienes antaño habían pertenecido estas montañas.