13

Primer derramamiento de sangre

Desde la torre de su fortaleza, Sakar Kane contempló cómo su tercer batallón de caballería se desplegaba por la calzada hacia la Quebrada de Roca Roja cuando el alba apuntaba en el cielo delante de ellos. Se había tardado toda la noche en llegar hasta el batallón y hacerlo venir desde su puesto avanzado, al sur del paso de Tharkas, cosa que a lord Kane no le había gustado tener que hacer. Sin embargo, las señales enviadas desde Roca Roja habían sido claras: jinetes de las tribus bárbaras habían puesto una emboscada a la columna de soldados de refuerzo del emperador en las estribaciones bajas que había al otro lado del paso, y después se habían retirado a su campamento.

Según las señales, ese campamento estaba sólo unos cuantos kilómetros al norte, y tropas de caballería podían alcanzarlo en un día o dos. El príncipe de Klanath había dudado sólo un instante. La impaciencia y el descontento estaba creciendo en el tercer batallón después de las largas e infructíferas estaciones de patrullar por las inclementes montañas al sur de Tharkas. Un poco de acción les vendría bien a los hombres. Además, si capturaba y castigaba a los hombres de las tribus salvajes, el general Giarno le debería un favor. Sakar Kane no sentía el menor aprecio por el, así llamado, Pequeño General, pero era de todos conocido que el general Giarno era un protegido del emperador que gozaba de su favor. Incluso el siniestro Dreyus, el hombre que según los rumores era el principal consejero de Quivalin Soth, parecía no poner el menor reparo a Giarno. Sería muy interesante para Sakar Kane que el Pequeño General estuviera en deuda con él.

El cielo oriental estaba brillante para cuando la fila de los componentes del tercer batallón desapareció por la quebrada, empequeñecida por la distancia. Lord Kane dio media vuelta para entrar en sus aposentos y entonces se paró y ladeó la cabeza. ¿Qué era ese ruido que había escuchado? Algo débil y lejano, apenas un indicio de sonido traído por la brisa matinal que bajaba de las montañas.

Prestó atención, y volvió a oírlo, vago e intermitente tan desigual como la fresca brisa que lo traía. Se acercó al parapeto y miró hacia abajo, al patio interior de la fortaleza y la muralla almenada que había más allá, enfrente de la atareada villa. En las almenas, y en la muralla de la ciudad, más distante, los guardias patrullaban en parejas. Por el modo tranquilo en que caminaban comprendió que, a diferencia de él, no habían oído nada inusual.

Entonces escuchó de nuevo el lejano ruido y sacudió la cabeza con irritación. Supuso que eran truenos, los ecos distantes de una tormenta en las lejanas montañas, en alguna parte más allá del paso de Tharkas.

Pensó que era extraño, ya que no se veían nubes en el despejado cielo matinal, al menos desde su torre.

El antiguo campamento minero de Tharkas estaba en sombras y casi silencioso cuando la luz del amanecer asomó por encima de los altos picos que lo rodeaban. Destruido años atrás por los enanos, durante la revuelta de los esclavos, el campamento había sido reconstruido como un puesto avanzado de Klanath. Aunque austero, estaba ampliamente equipado y fortificado para servir como cuartel general del tercer batallón de caballería de lord Kane, pero ahora la mayoría de la dotación estaba ausente, requerida al otro lado del gran paso para algún tipo de maniobras. Sólo quedaban cocineros, criados, ordenanzas y dos compañías de infantería, la mayoría de los cuales estaban durmiendo. Habían pasado despiertos casi toda la noche, ayudando a las fuerzas de caballería a ensillar sus monturas, ponerse las armaduras, preparar sus armas y empaquetar sus equipos. Era más de medianoche cuando el batallón había partido a galope y había entrado en el paso a la luz de las dos lunas.

Una única lumbre de cocina empezaba a arder en el complejo, y los adormilados guardias del perímetro hacían sus rondas matutinas, conteniendo los bostezos, cuando a su alrededor estalló una especie de trueno continuo, un tremor complejo, un ritmo vibrante que parecía llegar de todas partes y que puso la carne de gallina a quienes lo oyeron.

Junto a la lumbre, los hombres se incorporaron de un brinco y se giraron hacia uno y otro lado, intentando ver de dónde venía el sonido.

—¡Mirad! —gritó uno de ellos mientras señalaba.

En la ladera más próxima, donde los pozos de la vieja mina seguían cegados y abandonados, se movían centenares de figuras bajas, vestidas con armaduras. Descendiendo con rapidez y seguridad por la inclinada pendiente que habría sido casi impracticable para los humanos, la horda de figuras corría cuesta abajo, los escudos y las armas centelleando a la luz de amanecer.

Los hombres reunidos junto a la lumbre los miraron sin salir de su asombro, boquiabiertos, y después recogieron precipitadamente sus escudos al tiempo que un guardia del perímetro gritaba:

—¡Enanos! ¡Son enanos! ¡Nos atacan! ¡A las armas!

A la vez que los hombres los descubrían, los enanos lanzaron gritos de guerra, sus profundas voces elevándose en cánticos espeluznantes que se mezclaban con el rítmico toque de tambores en lo alto.

El adormilado campamento despertó bruscamente; los soldados se ponían las armaduras precipitadamente mientras los oficiales corrían de un lado para otro intentando organizar la defensa. El ataque iba dirigido a la muralla occidental del complejo, y las unidades armadas se encaminaron en aquella dirección, aunque después vacilaron cuando sus oficiales gritaron órdenes contradictorias. Con una rapidez increíble, los enanos habían descendido por la vertiginosa pendiente de la ladera y cruzaron a la carrera el área despejada exterior. Ahora estaban en la muralla y se encaramaban por ella como un aluvión de fornidas figuras de relucientes armaduras. Los había a centenares, y tras ellos venían muchos más.

Un guardia del perímetro les arrojó su lanza, aterrorizado, y después giró sobre sus talones e intentó huir, pero los enanos lo tenían ya rodeado. Uno de ellos esquivó la espada del guardia y lanzó con la suya un golpe vertiginoso, en semicírculo. El guardia gritó y cayó cuando la hoja le cercenó los dos pies. Otro enano se detuvo para levantar su maza de guerra y descargarla, y reanudó la carrera inmediatamente después.

—¡Desplegaos y retiraos! —gritó un oficial humano—. ¡Retroceded al otro lado de la muralla!

Como un solo hombre, las tropas humanas se desplegaron, con las espadas extendidas ante sí, en posición defensiva. En el campo esta era una táctica acertada, ya que daba a cada hombre espacio para blandir su arma y su escudo, y presentar un frente más amplio contra el enemigo. En cuestión de segundos, los soldados humanos estaban desplegados en una doble fila a través del complejo del campamento, retirándose lentamente a medida que la oleada de enanos se les echaba encima.

Los combatientes se encontraron a todo lo largo de la fila; el acero chocó contra el acero, y durante unos pocos segundos la carga de los enanos fue refrenada; pero entonces las profundas voces prorrumpieron de nuevo en cánticos, y los atacantes reanudaron la carga con los escudos en alto y las pesadas armas arremetiendo como lenguas de serpientes. La sangre brotó y fluyó bajo la creciente luz del amanecer, y los hombres que estaban más cerca pudieron oír las sílabas que se repetían en el canto:

—¡Mazamarra! ¡Mazamarra! ¡Mazamarra!

Superada por la ferocidad de la carga, la línea de humanos vaciló y se rompió.

—¡Retirada! —bramó uno de los oficiales—. ¡Retroceded hasta la muralla!

El retroceso de los humanos hasta la parte opuesta de la muralla no fue una retirada, sino una desordenada huida con los enanos rodeándolos y persiguiéndolos al tiempo que descargaban sus armas incansablemente.

—¡Saltad la muralla! —bramó un oficial—. ¡Esto es una ratonera! ¡Salid y los combatiremos desde fuera!

De los más de trescientos hombres que había en el campamento Tharkas al amanecer, menos de doscientos consiguieron llegar a la zona sur de la muralla, y aun fueron menos los que lograron salvarla. Y, de los que lo hicieron, muchos se quedaron parados en lo alto en medio del terror y la confusión y se precipitaron los dos metros y medio que los separaban del suelo al ser empujados por los que venían detrás.

Al otro lado de la muralla no había dónde refugiarse; al pie del muro, yacían muertos varios guardias, y más adelante había enanos, largas filas de fornidos guerreros que aguardaban con las armas enarboladas. Tras ellos, había compañías de caballería, enanos encaramados en sillas de cortos estribos sobre corceles de guerra. Por cada enano en el interior del complejo, parecía haber diez o veinte más al otro lado de la muralla. Era como si la raza enana al completo hubiera venido a Tharkas dispuesta a matar.

Cuando la muchedumbre de humanos, aterrados y sangrantes, se hubo apiñado en el estrecho tramo de lo alto de la muralla, un jinete enano se adelantó, separándose de su compañía. Su armadura relucía como un espejo a la luz matinal, y una capa, roja como la sangre, ondeaba sobre sus fornidos hombros.

Sin vacilar, cogió una gran maza que llevaba colgaba al hombro y la alzó sobre su cabeza. Los tambores empezaron a tocar de nuevo, como si fueran la voz de aquella maza. Con un ceño feroz, el enano bajó el brazo, señalando con la maza a los humanos encaramados a la muralla. A lo largo de la primera línea del ejército, docenas de enanos avanzaron por parejas, dieron tres pasos y se detuvieron. De cada pareja, uno de los enanos puso una rodilla en tierra y apuntó con la ballesta, mientras que el otro colocaba una piedra en una honda y empezaba a darle vueltas. Los tambores hicieron un redoble atronador y después callaron. Las hondas zumbaron y dispararon; las ballestas emitieron un vibrante sonido. Piedras del tamaño de un puño y saetas de bronce con puntas de acero silbaron por el aire, golpearon carne, y donde un momento antes habían muchos humanos apiñados unos contra otros en lo alto de la muralla ahora sólo quedaban unos pocos.

Con un clamor que levantó ecos en los picos en derredor, las líneas de enanos se lanzaron a la carga.

Cuando el sol de Krynn se alzaba sobre los picos orientales, Derkin Mazamarra y los Diez condujeron sus caballos a lo largo de la línea de enanos de ojos relucientes y humanos cautivos. Cincuenta y cuatro hombres del imperio habían sobrevivido al ataque a Tharkas; cincuenta y cuatro de más de trescientos que había habido cuando se inició el asalto.

No había escapado ninguno; los que lo intentaron fueron inmediatamente alcanzados por jinetes enanos que les dieron muerte.

Hacia la mitad de la línea, donde se encontraban apiñados los humanos, despojados de sus equipos y rodeados por guerreros daergars con los rostros cubiertos por las máscaras de acero, Derkin frenó su montura cuando Calan Pie de Plata se adelantó y le salió al paso.

—Son los prisioneros, —gruñó el viejo manco, señalando al reducido grupo de humanos—. ¿Qué quieres que hagamos con ellos?

—No quiero prisioneros, —repuso Derkin—. ¿Por qué siguen vivos?

—Pues porque este puñado de cobardes no quiso pelear, —dijo Calan—. Arrojaron sus armas al suelo y se negaron a empuñarlas de nuevo.

—¿Y qué?

—Bueno, cuando los daergars de Vin se les echaron encima, todos se tiraron al suelo y empezaron a balbucir y a gemir. Rehusaron defenderse.

—¿Y qué? —repitió Derkin con impaciencia.

Una fornida figura, cubierta con la máscara daergar, se adelantó de la fila de los guardias enanos. No se quitó la máscara, pero Derkin reconoció a Vin la Sombra.

—No sabíamos qué hacer con ellos, —explicó el daergar—. Yo… en fin, no es agradable matar gente que se arrastra a tus pies. Ni siquiera humanos. Así que esperamos a que decidieras tú.

—No quería prisioneros, —bramó Derkin.

—Tranquilo, no hay problema. —El viejo Calan esbozó una mueca y sacó de la bota una daga, afilada como una navaja de afeitar—. Los degollaremos y ya está. —Se volvió y se dirigió alegremente hacia los humanos.

—¡Alto! —bramó Derkin—. Ya que los tenemos, saquemos algún partido de ellos. Pueden limpiar el desorden del campamento y enterrar a los muertos.

—Oh, vale, —accedió Calan, que guardó la daga y se giró de nuevo hacia Derkin—. ¿Podremos degollarlos después?

—Cuando hayan dejado todo limpio y ordenado aquí, subidlos al pozo principal de la mina y encerradlos en él, —ordenó Derkin—. Quizá se me ocurra alguna otra cosa en la que puedan sernos útiles.

—¿En la vieja mina? —resopló uno de los Diez—. Todavía apesta a goblins. El hedor de esos asquerosos no se va nunca.

Con el campamento de Tharkas ya en su poder, Derkin estuvo deambulando por los alrededores durante un rato dando instrucciones, organizando guardias y patrullas, y asignando diversas tareas a todo el mundo. También reflexionó; durante la visita a Thorbardin y en los meses que siguieron mientras los Elegidos acampaban al pie de la Puerta Norte, comerciando con sus productos y armándose, había estado pensando mucho, dando vueltas a la forma de proceder del mundo y, en especial, a la actitud de los de su raza. Ahora se daba cuenta de que, aparte de sus familias y sus comodidades, había dos cosas que los enanos amaban por encima de todo: trabajar y luchar, en ese orden.

Era innato en ellos… en sí mismo y en todos y cada uno de los de su raza. Si se le daba la ocasión de hacerlo, un enano trabajaría. Excavaría cavernas, construiría calzadas, levantaría poderosas construcciones o cavaría túneles. Fabricaría hermosos muebles, forjaría herramientas, tallaría juguetes, ensartaría cuentas, pintaría cuadros o acarrearía cosas a las cumbres de las montañas. Cultivaría cosechas, criaría ganado y aprovecharía los recursos de los bosques. Martillaría y serraría, moldearía y templaría, y daría forma y modificaría objetos. Tantearía una piedra, después la tallaría y la convertiría en una columna, una estatua o una chuchería. Tantearía el metal, y luego haría algo útil de él. Construiría monumentos y fortalezas, o haría silbatos de caña. Fuera el trabajo que fuera, un típico enano se volcaría en él con energía y entusiasmo… siempre y cuando lo hiciera por deseo propio.

Pero los enanos sin trabajo se volverían de inmediato hacia su segunda pasión: discutirían y pelearían, y, cuando las disputas dieran paso a las enemistades, lucharían. Thorbardin era la prueba evidente de esto. La fortaleza más poderosa del mundo se había convertido en un semillero de mezquinas disputas e inútiles enfrentamientos porque se había aislado del mundo exterior y había reducido gradualmente sus recursos hasta el punto de que no había mineral suficiente para mantener en funcionamiento las fundiciones, ni bastante madera para tener ocupadas las carpinterías, ni suficiente comercio con el mundo exterior para tener una razón para producir mucho de nada.

Y, a medida que disminuía el trabajo, aumentaban las peleas.

Sospechaba que para algunos de los que vivían en la fortaleza subterránea había sido como una revelación el hecho de que, cuando se encendieron las forjas para fabricar los productos requeridos por los Elegidos, las disputas y las luchas callejeras en las ciudades de Thorbardin se habían reducido a la mitad. Esos meses de verano, en su opinión, con su pueblo acampado en el exterior y las forjas funcionando dentro, probablemente habían sido los mejores meses que Thorbardin había visto desde hacía un siglo o más.

Pero ahora apartó Thorbardin de sus pensamientos y se centró en su gente, los Elegidos. Decían que se llamaban a sí mismos de ese modo porque Mazamarra los había elegido. De hecho, Derkin sabía tan bien como ellos que era al revés, él no los había escogido, sino que se había limitado a liberarlos, y ellos lo habían seguido, y se les habían unido otros a lo largo del camino. Eran ellos los que lo habían elegido a él como su líder.

Del mismo modo que Taladro Tolec y Vin la Sombra lo habían elegido tanto tiempo atrás, en la celda de esclavos de las minas de Klananth, así estos otros miles lo habían escogido. Habían elegido seguirlo, cumplir sus órdenes, porque, —al igual que trabajar y luchar—, en ellos era innato seguir a un líder, siempre y cuando fuera el que hubieran escogido y mientras que lo hicieran por propio gusto.

Trabajar y luchar. Tal era la naturaleza de este pueblo… de su pueblo. Trabajar o luchar, elegir y seguir, vivir y hacerse merecedores de vivir en su propia tierra, con sus propios fines, libres de intrusiones e invasiones de todos los lores Kane y emperadores Quivalin Soth, con todas las fuerzas aliadas que hacían la guerra, al parecer, por todos los territorios que tocaban.

—¡Este es mi pueblo, y merece vivir como escoja hacerlo! —masculló, y después se volvió, algo turbado, cuando una pequeña mano se cerró sobre la suya.

Perdido en sus pensamientos, se había ido alejando del antiguo campamento minero con su muralla de construcción humana, y ahora se encontraba en lo alto de un risco de la ladera de la montaña, observando el bonito lago que antaño había servido a mineros enanos en tierras enanas, pero que actualmente no era útil a nadie.

Taladro Tolec y el resto de los Diez se encontraban cerca, desde luego. Siempre lo seguían, sin perderlo de vista, dondequiera que fuera. Y de pie a su lado, mirándolo con expresión preocupada, estaba Helta Bosque Gris. Derkin no tenía idea de cuánto hacía que estaba con él, o siguiéndole los pasos.

Todavía sujetándole la mano, la joven alzó la otra y le acarició con suavidad la mejilla.

—Te preocupa tu gente, ¿verdad? —preguntó—. Estás pensando que tal vez ninguno de nosotros siga con vida mañana, o la semana que viene, o dentro de un año. Que quizá podamos volver a ser esclavizados, o acabemos todos muertos.

—No pensaba nada semejante, —gruñó mientras sacudía la cabeza con tozudez—. Pensaba que más valía que me encargara de buscar algún trabajo para todo el mundo, o en caso contrario nunca pondremos las barricadas en el paso.

La mirada de la joven sostuvo la suya sin vacilar.

—Si sólo estabas pensando en barricadas y en trabajos —respondió con voz queda—, entonces ¿por qué hay una lágrima en tu mejilla?

—¡No hay ninguna lágrima! —le gritó. Por el rabillo del ojo vio que Taladro y algunos de los Diez miraban rápidamente a otro lado, como si se sintieran azorados.

—También la vieron ellos, —dijo Helta.

Carraspeando y con un gesto estirado, Derkin recuperó su actitud severa.

—Bueno, pues no volveréis a ver ninguna, —prometió—, Kal-Thax necesita sudor, y en ocasiones exige sangre, pero las lágrimas no le sirven para nada.

De vuelta en el complejo, Derkin encontró a Calan esperándolo.

—Dispondremos de una semana al menos, —dijo el viejo daewar—, pero no más de dos. Esos soldados de caballería que partieron anoche han salido en persecución de unos bárbaros. Despaxas prometió que se encargarían de…

—¿Despaxas? —Derkin lo miró de hito en hito—. ¿Tu elfo? ¿Está aquí?

—¡No es mi elfo! —bramó Calan—. Y tampoco está aquí. Pero a veces él… eh… Bueno, es como si hablara dentro de mi cabeza. No sé cómo, pero lo hace.

—Te creo, —asintió Derkin—. ¿Y qué te ha dicho?

—Que los cobars tendrán ocupados a los soldados humanos por lo menos una semana, y tal vez incluso más; pero que más vale que nos demos prisa porque, aun en el caso de que consigan mantener alejadas a esas tropas, las patrullas de lord Kane todavía utilizan el paso, y la siguiente vendrá por él dentro de unos quince días.

—Entonces, organicemos los grupos de trabajo, —dijo Derkin—. Pongamos en funcionamiento paletas y palancas, marras y tornos. Yo cogeré a la compañía roja y gris y patrullaré el paso. Tú escoge a algunos leñadores y llévalos a esas laderas para recoger madera. Mañana construiremos narrias para transportar la piedra.

—De acuerdo, —accedió Calan—. ¿Y dónde conseguimos buena piedra, eh? No disponemos de tiempo para extraerla de la cantera y cortarla.

—Aquí mismo tenemos suficiente para empezar. —Derkin se volvió y señaló la muralla de dos metros y medio de altura que rodeaba el puesto avanzado de lord Kane. Extendió el gesto, indicando los dos grandes barracones de piedra que había dentro del área—. Empezaremos con la de esas construcciones, ya que los humanos no van a necesitarlas más.

A un extremo del complejo, los prisioneros humanos sudaban bajo el sol mientras cavaban una gran fosa común donde enterrarían a los cientos de soldados muertos, apilados como cuerda de leña. Los rodeaban enanos armados, vigilándolos. Ningún humano del campamento Tharkas había escapado para dar la alarma a Klanath, y ninguno lo iba a hacer. Al otro extremo, fuera del recinto, algunos enanos también cavaban, enterrando a los suyos. No permitirían que los humanos tocaran, y mucho menos que enterraran, a sus compañeros caídos. Al fondo, los tambores mantenían un suave y doliente redoble con los vibrales amortiguados.

Derkin dio órdenes de que se agruparan los guerreros de rojo y gris, y después se encaminó hacia donde se cavaban las tumbas para los enanos. Estuvo observando un momento, con el yelmo bajo el brazo.

La primera sangre derramada, pensó. Hemos jurado recuperar Kal-Thax, con ayuda o sin ella, y ya hemos dado el primer paso.

No eran muchos enanos los que tenían que enterrar, pero habría más.

Kal-Thax, pensó. Tierra de enanos, tierra de mi pueblo. Kal-Thax necesita sudor… y en ocasiones exige sangre.