14
La reclamación
Fue después de ponerse el sol cuando el tercer batallón montado de lord Kane tuvo a la vista el campamento de los bárbaros. Las amplias planicies de la zona, al pie de las estribaciones de las Kharolis, podían engañar a los ojos. Lo que había parecido el humo de una hoguera de campamento a seis u ocho kilómetros, había resultado estar a casi veinticinco kilómetros de distancia. Pero ahora se encontraban a menos de dos kilómetros, y a la luz del atardecer, en la penumbra de las altas montañas, los soldados alcanzaron a ver las hogueras de las que salía el humo.
—Unos cien salvajes, —comentó un teniente que cabalgaba al lado del jefe del batallón, el comandante Tulien Gart—. Es lo que calcularon los soldados de infantería de la quebrada. Veo nueve o diez fuegos distintos, y es, más o menos, el número apropiado para un campamento de ese tamaño. ¿Qué hacemos con ellos cuando los cojamos?
—Tendremos que matar algunos, supongo, —contestó el comandante, cuyos austeros rasgos denotaban desagrado. Como orgulloso soldado y descendiente de caballeros, Gart no veía honor alguno en hostilizar a unos simples bárbaros—. Lucharán cuando caigamos sobre ellos, pero tomaremos todos los prisioneros que sea posible. —Para sus adentros, se preguntó si perdonarles la vida era caritativo, ya que al hacerlos prisioneros se convertirían en propiedad de lord Sakar Kane, y el príncipe se valdría de ellos para dar un ejemplo, un mensaje a los otros salvajes que pudieran pensar en atacar tropas del imperio.
—Estos habitantes de las llanuras tienen caballos muy rápidos —comentó el teniente—. Si nos ven llegar, se darán a la fuga.
—Esperaremos hasta que oscurezca para atacar, —decidió Gart—. No quiero que se hable, que tintinee una sola armadura ni que se haga el menor ruido a partir de aquí. Avanzaremos en silencio, comunicándonos por señales únicamente. Haz correr la voz por todas las unidades. Aproximación silenciosa, y después, a mi señal, despliegue, formación de ataque y carga.
Mientras la oscuridad iba extendiéndose por las onduladas praderas, los componentes del tercer batallón condujeron a sus monturas remontando la suave cuesta de una herbosa prominencia. Allí se detuvieron, se desplegaron y maniobraron para formar una larga línea de cara al tranquilo campamento que se encontraba a trescientos metros de distancia. Los oficiales del batallón transmitieron señales desde el centro de la fila, y todos los soldados quitaron con cuidado las telas que habían servido para amortiguar el ruido de sus armaduras y las de sus monturas. Tal medida era necesaria para que una unidad armada llevara a cabo una aproximación silenciosa, pero constituiría un estorbo a la hora de cargar.
Con los escudos y las lanzas en ristre, la línea de jinetes aguardó, escudriñando el pequeño campamento. Era como si no se hubiera dado la alarma; los fuegos ardían bajos, y unas pocas figuras estaban reclinadas cerca de algunas hogueras o sentadas a la entrada de las tres o cuatro pequeñas tiendas que eran visibles a la luz de los fuegos. No había centinelas a la vista, y nadie parecía estar haciendo nada, aparte de descansar, disfrutando de la brisa vespertina.
—Pobres salvajes ignorantes, —masculló el comandante Gart al tiempo que levantaba el brazo—. Esto no va a suponer el menor esfuerzo.
A todo lo largo de la línea, los tenientes levantaron también el brazo, listos para bajarlo al recibir la señal.
—Y pensar que nos pagan por hacer esto, —susurró uno de los soldados.
Estaba bastante oscuro ya, y este era tan buen momento como cualquier otro. Con un suspiro de ansiedad, Tulien Gart bajó el brazo y clavó espuelas a su sobresaltada montura. El enorme corcel tensó las patas traseras y se lanzó hacia adelante a un trote rápido que se convirtió en galope tendido. A izquierda y derecha del comandante, toda la línea se movió junto con él, y la quietud del anochecer saltó hecha añicos con el atronador trapaleo de cascos y el tintineo de las armaduras.
En nueve segundos, la caballería lanzada a la carga recorrió cien metros; en siete cubrió otro centenar; y seis segundos más tarde irrumpía en el pequeño campamento, una avalancha de hombres y caballos cubiertos con armaduras y un erizado frente de lanzas en ristre. Las ascuas de las hogueras se esparcieron con el pataleo de los cascos y se apagaron bajo el polvo levantado. Las tiendas se desplomaron y quedaron aplastadas contra el suelo. Las lanzas atravesaron las figuras reclinadas, apenas entrevistas en el tumulto, y las voces se alzaron con sorpresa:
—¿Qué pasa aquí? —gritó un soldado—. ¡Esto no es un hombre, sino un pelele de paja!
—¡Igual que este! —respondió otro—. ¿Dónde se han metido?
—¡Desmontad y registradlo todo! —ordenó Tulien Gart—. ¡Encontradlos! ¡Buscad sus huellas!
—No pueden haber ido muy lejos, —comentó un teniente—. Estos fuegos han estado atendidos hasta hace menos de una hora.
Durante un tiempo, el tercer batallón al completo registró a pie los alrededores, con las antorchas en alto y las espadas empuñadas. Tulien Gart permaneció en el centro del destrozado campamento de peleles, gritando órdenes a medida que el área de registro se ampliaba. Pero, al cabo de una hora sin obtener resultados, suspiró y llamó a sus hombres para que volvieran.
—Acamparemos aquí esta noche, —decidió—. Está demasiado oscuro para continuar. Por la mañana encontraremos el rastro.
El batallón empezaba a preparar las hogueras cuando dos tenientes, con el rostro ceniciento, aparecieron corriendo y se cuadraron al llegar junto a Tulien Gart.
—Nos faltan algunos caballos, señor, —informó uno de ellos.
—Y sabemos adónde han ido los salvajes, —añadió el otro.
El comandante los miró de hito en hito.
—¿Que faltan caballos? ¿Cuántos, y qué ha sido de ellos?
—Parece que unos veinte, señor. —El teniente se encogió de hombros—. Todavía los estamos contando.
—¿Y cómo es que se han perdido veinte caballos? —bramó Gart.
—Los han robado, señor, —repuso el oficial, nervioso—. Mientras registrábamos los alrededores, parece que algunos de los salvajes llegaron hasta ellos y se los llevaron. Había mucho barullo y…
—¡Dioses! —estalló Gart—. Quiero los nombres de todos los encargados de las monturas que estaban de servicio durante el registro. —Soltó una sarta de maldiciones cuidadosamente elegidas que resultaron toda una lección para sus subordinados más jóvenes. Luego se volvió de nuevo hacia los dos tenientes—. ¿Dijisteis que sabéis dónde están los salvajes?
—Sí, señor, —contestó uno de ellos.
—Bueno, ¿dónde?
—Por allí, señor, —dijo el oficial mientras se volvía y señalaba hacia el este.
Gart miró en aquella dirección y empezó a soltar invectivas otra vez. Allí, en la pradera, a la luz de hogueras recién encendidas, se veían los preparativos de un campamento para pasar la noche. En la distancia, el pequeño campamento podía encontrarse sólo a un par de kilómetros. O tal vez estuviera a veinticinco o a treinta.
—Bueno, eso sí que ha sido divertido, —dijo Penacho Tierra Ancha a Despaxas mientras se tomaban una cerveza caliente junto al fuego recién encendido—. Y además conseguimos veintitrés caballos a un precio de ganga.
—¿Os seguirán? —preguntó el elfo.
—Desde luego que sí. Pueden vernos tan claramente como nosotros a ellos, y esos ergothianos no tienen ojo para calcular las distancias. Esperarán hasta mañana, y entonces vendrán tras nosotros metiendo un montón de ruido. Creo que no estaría mal que mañana unos cuantos de ellos acabaran cayendo en un agujero o algo por el estilo, sólo para mantener despierto su interés. Y tal vez dejemos a otros pocos sin montura. ¡Dioses, tiene que ser muy incómodo ir a pie con esas armaduras y cargados con unos escudos tan grandes y unas lanzas tan pesadas! Pero, por supuesto, no desecharán ni siquiera un guante o un brazal. ¡Eso sería deshonroso! —Esbozó una sonrisa lobuna.
—¿Pueden tus hombres ocuparse del asunto a partir de ahora? —preguntó el elfo—. Quiero decir que si es necesaria tu presencia o si tus guerreros pueden mantener ocupados a esos soldados durante una semana más o menos.
—Desde luego, —le aseguró Penacho—. Si hay una cosa segura con los hombres del imperio, es que puedes contar con ellos. En una persecución a corta distancia, pasarán varios días antes de que admitan que están haciendo el primo, y para entonces se encontrarán al menos a una semana de viaje de su punto de partida. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Te prometí que tendrías ocasión de ver el ejército de Derkin —respondió Despaxas—. Si te apetece, podemos ir ahora.
—¿A Tharkas? —preguntó Penacho—. Sí, me gustaría ver qué se trae entre manos ese enano amargado. Podemos llegar allí en un par de días.
—No, he dicho ahora —lo corrigió el elfo—. Céfiro se encuentra cerca. En su propio plano es un gran hechicero, y con su condición de astral puede trasladarnos de un lugar a otro en un momento con sólo envolvernos en sus alas.
—¡Ni hablar! —bramó el cobar—. Que me cuelguen si me dejo envolver en esas alas de pescado.
—Entonces, me ocuparé yo de transportarnos hasta allí —repuso Despaxas—. Es un hechizo bastante sencillo.
El humano lo miró fijamente desde el otro lado de la hoguera.
—Sé cómo funcionan los hechizos de transporte, —le recordó al elfo—. Hacen que la gente se maree.
—Se pasa enseguida, —contestó Despaxas.
—¡No pienso ir a ninguna parte si no es encima de un caballo! —bramó el cobar—. Ir a pie queda para los Saqueadores y los ergothianos.
Despaxas sonrió, una sonrisa tan inocente que desarmaba.
—Entonces, ve a coger tu montura, —dijo.
En el transcurso de un solo día, el paso de Tharkas se había convertido en una activa colmena. Millares de atareados enanos trabajaban en las sombras, al pie de las altas y vertiginosas paredes de la garganta, a poco más de seis kilómetros de la plaza fuerte de lord Kane en Klanath.
En el punto donde un enano llamado Cale Ojo Verde había clavado una estaca metálica siglos atrás, marcando la frontera del territorio enano de Kal-Thax, los Elegidos trabajaban levantando un gran muro de piedra. Centenares de enanos desmontaban la muralla del campamento de Tharkas, situado a cinco kilómetros al sur, en tanto que varios cientos más cargaban las grandes piedras en narrias que eran arrastradas hasta el paso de Tharkas por tiros de bueyes, bisontes e incluso unos cuantos alces.
Dentro de la garganta, en el punto elegido por Derkin Mazamarra, los canteros recortaban, tallaban y taladraban los grandes bloques de piedra, los levantaban con tornos y eslingas, y los colocaban en su sitio mientras otros cientos de enanos se afanaban ajustando las junturas con clavijas de hierro para asegurarlas. Cada piedra pesaba al menos quinientos kilos y algunas hasta una tonelada. Con bloques de tal tamaño, los constructores humanos habrían rellenado las junturas con mortero, confiando en que el peso de los materiales aseguraría el muro. Pero estos no eran humanos, sino enanos, y se aferraban a la filosofía enana de construcción: si no puedes hacerlo bien, entonces no lo hagas.
Ni siquiera un terremoto desplazaría un centímetro este muro una vez que estuviera terminado.
El paso en este punto tenía sólo dieciocho metros de anchura en la parte inferior, y el muro en construcción se extendía de lado a lado, cerrándolo totalmente a excepción de una brecha reforzada que había en el centro, donde se instalaría un estrecho portón. En el transcurso de un día, el muro tenía dos gradas de altura, es decir que llegaba al hombro de los constructores, y los albañiles de Derkin calculaban que tendría por lo menos seis metros de alto antes de que se terminara la provisión de piedras. Seis metros no era la altura imaginada por Derkin para el gran muro, pero sería un buen comienzo. Dentro de una semana o poco más, el paso de Tharkas estaría cerrado al tránsito. El único acceso, el portón hecho de maderos reforzados con acero, tendría un metro veinte de ancho y dos setenta de alto. Una vez que el muro estuviera terminado y el portón cerrado y vigilado, sólo un ataque a gran escala volvería a abrir la frontera septentrional de Kal-Thax a extranjeros. El muro no sería inexpugnable, como lo era Thorbardin, pero resultaría un formidable obstáculo para cualquiera que intentara entrar sin haber sido invitado.
Los enanos habían trabajado a lo largo del día, y, ahora que las sombras del anochecer oscurecían el paso, hubo cambio de turno. Los que tenían ascendencia daewar, theiwar y kiar fueron remplazados por enanos con ascendencia daewar, ya que sus ojos eran más sensibles a la luz del sol, pero tenían una excelente capacidad visual durante la noche. De este modo, el trabajo podía continuar sin interrupciones hasta su conclusión. Se encendieron antorchas para el último transporte de narrias del día, y ya habían llegado al paso y empezaban a descargarse cuando, de repente, estalló el caos a sólo unos cuantos pasos al sur del muro en construcción.
Donde un momento antes sólo había espacio vacío, en medio de un soto de píceas, de pronto apareció un caballo encabritado con un hombre aferrado desesperadamente a la ligera silla de montar. A cientos, los enanos se volvieron para mirar boquiabiertos la inesperada aparición mientras el corcel corcoveaba y giraba, brincando y coceando con entusiasmo. El hombre montado a su lomo se agarraba con determinación y soltaba maldiciones y amenazas mientras trataba de dominarlo. Docenas de enanos habían empuñado las armas y empezaban a acercarse al jinete y a su corcel cuando una segunda figura surgió de la nada: una figura encapuchada, envuelta en una capa, que obviamente no era un enano. La segunda aparición echó un breve vistazo al espantado caballo y a su enfurecido jinete, y después se volvió y levantó una mano hacia los enanos que los rodeaban.
Entre la multitud, las espadas centellearon y las hondas empezaron a zumbar. Entonces Derkin Mazamarra se adelantó, se volvió hacia los suyos, y ordenó:
—¡Guardad las armas! ¡Estos no son enemigos!
—Hola, Derkin, —saludó la figura encapuchada—. Ha pasado mucho tiempo.
—Saludos, Despaxas, —respondió el enano—. Calan dijo que creía que vendrías. —Señaló al caballo todavía encabritado y a su iracundo jinete—. ¿Qué pasa aquí?
—A los caballos no les gustan los hechizos de transporte. —El elfo se encogió de hombros—. Por lo general meten un poco de jaleo a su llegada.
Pasó más de un minuto antes de que el hombre pudiera dominar a su montura; una vez la tuvo bajo control, bajó de la silla y señaló a Despaxas con un gesto furioso.
—Sabías lo que iba a pasar, —bramó—. ¿Por qué no me lo advertiste?
El elfo se encogió de hombros con actitud elocuente.
—Dijiste que no irías a ninguna parte si no era montado en tu caballo, —ronroneó—. Y a mí jamás se me ocurriría insinuar a un cobar que sé más sobre caballos que él.
Por un instante, pareció que el humano estaba considerando la posibilidad de matar al mago, pero después sacudió la cabeza.
—Elfo loco, —rezongó. Se dio media vuelta y su mirada recorrió la multitud de enanos que lo rodeaba; luego fue hacia las sombrías paredes rocosas que se alzaban hacia el cielo—. ¿Dónde estamos?
—En el paso de Tharkas, —contestó Despaxas—. En el punto donde antaño un enano marcó la frontera de su patria.
—¿Y dónde está…? —Sus ojos se detuvieron en la fornida figura con capa roja del líder enano, y parpadearon—. ¿Eres tú, Derkin?
—Hola, Penacho Tierra Ancha, —saludó el enano.
—¡Vaya! En verdad has cambiado en estos últimos años. No te había reconocido.
—Todos cambiamos, —dijo Derkin, que miró de soslayo al elfo—. Bueno, casi todos. Venid conmigo. Nuestro campamento está en el extremo sur del paso, donde hay agua. Los dos me contaréis las últimas noticias. Tengo entendido que la guerra en las llanuras continúa todavía, ¿no?
—Así es, —respondió Penacho, taciturno.
—En fin, comeremos y, mientras, me hablaréis de ello. Mañana os mostraré lo que estamos haciendo aquí.
En el atareado y abarrotado campamento, la gente observó al humano y al elfo con hosca desconfianza hasta que Derkin dejó claro a todo el mundo que eran sus invitados. Entonces fue como si a los enanos les pareciera poco todo cuanto pudieran hacer por ellos. Se amontonaron a su alrededor llevando bandejas de carne asada, pan recién hecho y jarras de cerveza. Penacho se sorprendió de que un festín tan suntuoso pareciera ser la comida habitual de estas gentes.
—¿Cómo lo conseguís? —le preguntó a Derkin—. Quiero decir que aquí hay todo un ejército de personas, pero ¿de dónde sale la comida?
—Lo que ves sólo es una tercera parte de los que somos, —le dijo el enano—. Tenemos granjas y graneros repartidos por todo el suroeste de aquí, y hatos de ganado en todos los valles. Los ejércitos deben tener comida y provisiones, así que los Elegidos son algo más que una fuerza armada. Se han convertido en una nación. El primer año después de liberarnos de las minas del imperio, la última vez que nos vimos, dedicamos casi todo nuestro esfuerzo y tiempo a reunir a los neidars que querían venir con nosotros y explorar nuevos senderos y territorios. Los neidars han sido un pueblo desperdigado, razón por la cual tantos de ellos acabaron como esclavos en las minas humanas… Eso, y el hecho de que Thorbardin no los protegió como se suponía que tenía que hacer. Pero ahora ya no están desperdigados, y tampoco son esclavos.
Helta Bosque Gris salió de una tienda llevando mantas para que se sentaran mientras comían. Penacho sonrió a la joven e inclinó ligeramente la cabeza.
—Te recuerdo, —dijo.
—Todo el mundo recuerda a Helta siempre, —comentó Derkin suavemente.
—Pero no lleva prenda de matrimonio, —advirtió el cobar—. ¿Es que todavía no te has casado con ella?
—No, todavía no, —repuso Helta—. Le he pedido una docena de veces que se case conmigo, pero me ha rechazado. Dice que no se comprometerá con nada ni con nadie salvo con la reconquista de Kal-Thax. Entre otras cosas, es testarudo.
Y estúpido, pensó Penacho, pero se guardó para sí esa opinión. Casi todas las mujeres enanas que conocía distaban mucho de ser bellas, al menos a su parecer, pero Helta Bosque Gris era la excepción.
El viejo Calan Pie de Plata se unió a ellos, y extendieron las mantas alrededor de la hoguera recién prendida. Tras terminar un trozo de carne asada que estaba deliciosa, Penacho se volvió hacia Derkin.
—Me gustaría ver vuestro asentamiento en las tierras agrestes. Tu pueblo debe de estar haciendo maravillas allí.
—Ningún humano ha visto lo que estamos haciendo, —dijo Derkin con un tono sin inflexiones—, ni lo verá. Pero, si vuestro pueblo acaba alguna vez con esa estúpida guerra, verá los resultados. Tenemos el propósito de establecer rutas comerciales y centros donde negociar, al este, al oeste y al norte.
—Eso será después de que hayas reconquistado Kal-Thax, por supuesto, —replicó el cobar sin andarse por las ramas.
—Por supuesto. En ello estamos ahora. Es el motivo de que estemos construyendo un muro.
—El territorio que reclamas es el que lord Kane considera suyo —intervino Despaxas—. El emperador Ullves se lo ha concedido.
—En tal caso el emperador lo ha engañado, —repuso Derkin—. Esta tierra es nuestra. Nunca le perteneció para poder darla y nunca le pertenecerá.
—¿Crees que un muro va a detener a lord Kane de intentar recuperar lo que considera suyo? —preguntó Penacho.
—Tal vez no. —Derkin se encogió de hombros—. Los muros son como las vallas de las casas. Se construyen para impedir el paso de los vecinos, pero no significan nada para los ladrones.
—Entonces ¿con qué propósito lo construís?
—Si no lo detiene, al menos lo frenará un poco, —contestó el enano.
—Tendrás que enfrentarte a él, —dijo el elfo en voz queda.
Los ojos de Derkin, oscuros penetrantes, los estudiaron a ambos; en aquellos ojos había mucha más experiencia que unos años antes. Su escrutinio también cayó sobre Calan Pie de Plata.
—Es de esperar, —respondió finalmente—. Y empiezo a entender por qué todos vosotros estabais tan ansiosos de ayudarme antes… y por qué queréis alentarme ahora.
—Lo que estás haciendo aquí nos ayudará en nuestra guerra contra los invasores, —dijo Despaxas—. No hay ningún secreto en eso.
—Pero me pregunto si vosotros, cualquiera de los dos, entendéis que no quiero tener nada que ver con esa guerra, —gruñó Derkin.
—Tampoco querías ser el líder de nadie, —le recordó Calan—. A veces no se tiene mucha opción en cosas así.
Derkin se volvió y soltó un bostezo, haciendo caso omiso del viejo daewar, pero no le pasó inadvertida la mirada que cruzaron Despaxas y Calan, y sintió un repentino frío en los huesos. Lo sabían. El viejo enano manco y el intemporal elfo sabían que él lo sabía pero que no quería admitirlo, ni siquiera ante sí mismo. El señor de Klanath vería el muro de los enanos no como una frontera, sino como un desafío. Era totalmente improbable que se diera media vuelta y dejara en paz Kal-Thax.
En mitad de la noche, los amortiguados tambores entonaron sus cantos en las montañas. Tambores que los artesanos hylars habían enseñado a construir y utilizar a Derkin siendo un muchacho, del mismo modo que sus antepasados los habían construido y utilizado siempre. Y Despaxas, el elfo, le había enseñado un nuevo canto, en alguna parte de las tierras agrestes: la Llamada a Balladine.
Ahora los tambores enviaban mensajes, como habían hecho siempre. El pueblo de Derkin, —y los neidars que se encontraban lejos y que se les habían unido—, ascendía a unos veinte mil en la actualidad. Los nueve mil que estaban aquí, en Tharkas, eran los Elegidos, el núcleo guerrero de lo que se había convertido en un nuevo y extendido clan. La gran mayoría se encontraba en las tierras agrestes, cerca de un lugar llamado la Falla, si bien algunos otros estaban todavía más hacia el oeste, reclamando nuevos territorios para un futuro centro de comercio que se llamaría Trueque.
Estaban separados por muchos kilómetros, pero unidos por un mismo propósito, y así, los tambores transmitían sus mensajes de un lado para otro a través de las montañas.