5
El cabecilla
—No, no te diré nada sobre nuestra misión, —dijo Penacho Tierra Ancha por tercera vez, haciendo caso omiso del feroz ceño de Derkin—. Pásame el pan, por favor.
Derkin partió un trozo de la oscura hogaza que había en la mesa y le tendió el resto.
—No quieres decirme lo que tú y tus amigos estáis haciendo en estas montañas, ¿y quieres que te deje deambular por ahí libremente? ¿Esperas que confíe en ti?
—Después de todo, —dijo el hombre—, te salvé la vida ahí fuera hace un rato. Ese último guardia te habría matado.
—No se habría dado cuenta de que estaba allí si tú no me hubieras seguido aplastando los arbustos, —retumbó Derkin—. Metes más ruido que un búfalo ciego.
—Tropecé —protestó Penacho—. No estoy acostumbrado a terrenos en pendiente. De donde vengo el suelo es llano, como los dioses tenían pensado que fuera. Pero, en cualquier caso, ese guardia te habría ensartado como una salchicha en un espetón si yo no le hubiera clavado una flecha en las tripas. —Echó una ojeada alrededor y añadió:— No toquéis el arco y las flechas, señoras, son míos. Pero podéis coger todo lo demás.
Alrededor de los dos hombres, las enanas se ajustaban las ropas, se trenzaban el cabello, y elegían armas del montón que el humano había traído, preparándose para entrar en batalla. Se produjo un estruendo cuando una de ellas dejó caer una espada sobre el duro suelo, y Penacho se incorporó de un brinco, faltando poco para que se golpeara la todavía dolorida cabeza contra una viga baja.
—¡Silencio, por favor! —ordenó—. Recordad que aún hay un montón de hombres del imperio ahí fuera. Si se despiertan antes de tiempo, estaremos metidos en un buen lío. —Penacho recogió la espada caída, y se la entregó a la ceñuda enana con la empuñadura por delante—. Toma, déjame que te enseñe cómo se coge, —ofreció.
En la mesa, Derkin se terminó el pan y lo pasó con un trago de agua tibia. Entonces reparó en que la guapa chica, Helta, lo estaba observando pensativamente. Al encontrarse con sus ojos, la joven sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
—Realmente, no te pareces mucho a como te había imaginado —comentó.
—¿Es que me esperabas?
—Bueno, no exactamente, —admitió—. Pero había soñado con que vendría alguien a rescatarnos, sólo que tenía una idea algo diferente de cómo sería esa persona. Esperaba a alguien apuesto, encantador, elegante, vestido con una brillante armadura, y… y… Bueno, lo que quiero decir es que estás hecho un desastre. Y si en tu carácter hay algo encantador, todavía no lo he notado.
Con un gruñido, Derkin se apartó de la mesa bruscamente y cruzó la sala para atisbar a través de los postigos rotos de una ventana.
—Vi hombres entrando en esas dos cabañas de ahí fuera, —dijo—. ¿Están todos en ellas?
—Todos excepto los seis guardias nocturnos, —contestó Helta, arrimándose a él para señalar—. Esas son las únicas cabañas con suelos de madera. Supongo que a los humanos les gustan. Los guardias duermen en la que está más allá, la más grande, y los capataces de la mina duermen en la más próxima. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
—Matarlos, —respondió Derkin con expresión distraída—. Y cállate, estoy intentando pensar. —Se rascó la barbuda mandíbula, con el entrecejo fruncido—. Sería mucho más fácil si estuvieran todos en la misma cabaña.
—Sí, pero no lo están, —dijo Helta—. Siempre utilizan esas dos…
—He dicho que te calles, —gruñó Derkin. Después añadió para sí mismo—: Doce guardias armados más, y otros tantos esclavistas, y sólo cuento con un puñado de mujeres para hacerlo.
—Y con un guerrero cobar, —le recordó Penacho Tierra Ancha con orgullo mientras pasaba junto a él. El hombre estaba muy ocupado instruyendo a las enanas en el manejo de las espadas, lanzas y dagas.
—Y un maldito humano, —se corrigió a sí mismo Derkin—. Supongo que podríamos cargar contra la puerta de una cabaña, pero habiendo dos es imposible.
Una mano le dio unos golpecitos en el hombro, y Derkin se volvió. Era la mujer de pelo canoso, Nadeen.
—Dice que te diga que mires en el cobertizo. Ella piensa que quizá encuentres algo útil allí.
—¿Ella? ¿Quién?
—Helta, —repuso Nadeen—. Me pidió que te lo dijera.
—En el cobertizo, —masculló Derkin—. De acuerdo, echaré un vistazo. ¿Qué hay dentro?
—Ella lo sabe, —contestó Nadeen—. Ha estado allí.
El enano miró detrás de la enana mayor. A pocos pasos, Helta estaba plantada, mirando en otra dirección a propósito.
—¿Por qué no me lo ha dicho ella misma? —preguntó el hylar.
—Porque le dijiste que se callara, —explicó Nadeen—. Creo que heriste sus sentimientos.
Derkin dejó a la mujer mayor y se acercó a la muchacha.
—Enséñame el cobertizo. —Helta hizo caso omiso de él—. ¡Oh, herrín! —rezongó el enano, que a continuación agregó:— Lamento haberte chillado. ¿De acuerdo?
—Vale. —Helta se giró hacia él—. En adelante, me limitaré a pasar por alto tus malos modales. Vamos.
Cuando la segunda luna unió su luz a la primera, alumbrando el claro en las altas vertientes, Calan le preguntó a Despaxas:
—¿Qué hace ahora? ¿Lo puedes ver?
—Sí, lo veo, —repuso el elfo—. Tiene a todas las mujeres en el exterior del complejo, desenrollando cable. Están rodeando uno de los edificios con él.
—¿Qué? —exclamó Calan, que se inclinó para mirar el líquido del cuenco antes de darse cuenta de que sólo el elfo podía ver cosas en él—. ¿Por qué hacen eso?
—No tengo la más remota idea, —dijo Despaxas.
Las dos lunas estaban altas cuando las mujeres del campamento de Tharkas terminaron de rodear la cabaña de los guardias con el cable. Silenciosas y sombrías, con Derkin dirigiendo el trabajo mediante susurros y gestos, llevaron rollos de cable de acero desde el cobertizo, los extendieron, los empalmaron, y a continuación lo enrollaron varias veces alrededor de la cabaña, sujetando las planchas de madera con las que habían tapado la puerta y las dos ventanas. Derkin terminó el trabajo apretando y asegurando la unión de las puntas del cable con un torno de mano. Luego se retiró unos pasos, inspeccionó el resultado, y asintió con la cabeza.
—Bueno, ahora nadie saldrá de aquí —musitó. Miró de soslayo la cabaña más pequeña que había a corta distancia, deseando haber podido hacer lo mismo con ella, pero ya no quedaba más cable.
—Bien, id por esas vasijas y traed antorchas, —les dijo a las mujeres en voz baja.
Enseguida estuvieron de vuelta trayendo media docena de recipientes de barro grandes, un puñado de antorchas improvisadas, y un brasero con tapa de la cocina. Derkin quitó el tapón de una vasija y olisqueó el contenido. Era un buen aceite de lámparas, probablemente saqueado por los humanos en algún pueblo neidar. Con las mujeres siguiéndole los pasos, caminó alrededor de la cabaña clausurada al tiempo que iba vaciando un recipiente de aceite tras otro, empapando las paredes. Los resecos troncos absorbieron rápidamente el aceite. Cuando le quedaba sólo una vasija llena, Derkin se apartó del edificio y se volvió hacia las mujeres.
—Encended las antorchas, —dijo—. Es hora de levantarse.
Mientras las antorchas se prendían, el enano levantó el último recipiente de aceite y lo lanzó a lo alto. La vasija cayó sobre el sólido techo de la cabaña y se hizo añicos, derramando el aceite que contenía. Dentro de la cabaña se oyeron voces, y después golpes y gritos a medida que los guardias recién despiertos empezaban a darse cuenta que estaban atrapados.
Derkin cogió una de las antorchas, pero Helta se puso delante de él.
—Déjame hacerlo a mí —dijo—. He soñado con esto muchas veces.
Con el fuego de la antorcha reflejándose en su bonito rostro y centelleando en sus fieros y alegres ojos, la muchacha corrió alrededor del edificio, prendiendo las empapadas paredes.
El hylar chasqueó los dedos, y Nadeen le entregó un hacha. Derkin se volvió hacia Penacho, que había estado apartado, observando. El hosco semblante del humano estaba sombrío, y sus ojos muy abiertos por la impresión.
—Dioses, —musitó cuando las llamas se extendieron alrededor de la cabaña, hasta convertirse en una enorme y ardiente hoguera.
—¿Qué ocurre? —Derkin se acercó a él—. Si no tienes redaños para aguantarlo…
—Dioses, —repitió el hombre—. Vosotros, los enanos, no os andáis con chiquitas, ¿verdad?
—¿Vas a intentar detenernos? Los que están ahí dentro son humanos, como tú.
—Como yo, no, —espetó Penacho—. Son soldados del imperio, y yo soy cobar.
La cabaña ardía por los cuatro costados, y los gritos de dentro se convirtieron en aullidos. La puerta de la otra cabaña se abrió violentamente, y por ella salieron precipitadamente los hombres, que se quedaron mirando el fuego sin salir de su asombro, gritando en medio del desconcierto. Los primeros dos o tres ni siquiera llegaron a ver a las enanas agazapadas en las sombras, hasta que las espadas, las hachas y las porras se descargaron sobre ellos. Otros intentaron huir, y algunos de los últimos habían tenido la presencia de ánimo para coger sus armas, pero todo terminó en menos de un minuto. Cogido totalmente por sorpresa, atontados por el sueño y medio cegados por el resplandor de la llameante cabaña, los esclavistas no tuvieron la menor oportunidad contra la docena de enfurecidas mujeres que se les echó encima y los mató sin piedad.
Unas antorchas arrojadas obligaron a salir a los dos últimos esclavistas de su refugio. Uno de ellos cruzó la puerta agachado y se desvió hacia un lado, echó a correr, y entonces se encontró con Helta Bosque Gris plantada sola ante él; el hombre cargó contra la muchacha al tiempo que enarbolaba su espada, pero se desplomó de bruces cuando el hacha de Derkin se hundió en su pecho. El último esclavista corría hacia terreno agreste cuando una flecha disparada por el arco de Penacho Tierra Ancha lo derribó.
Derkin recuperó su hacha clavada en el humano muerto y se volvió hacia Helta.
—¡Estate atenta! —instó bruscamente—. Ese hombre podría haberte matado.
Acto seguido empezó a recorrer los alrededores, contando los humanos muertos. Cuando comprobó que ninguno había escapado, miró aquí y allí buscando a Penacho. Al principio no vio señales de él, pero al cabo de unos segundos el cobar apareció en las sombras de la casa comunal. Tras él venían más humanos, en fila india.
En el momento que Derkin los veía, también lo hicieron algunas mujeres.
—¡Allí hay más! —gritó Nadeen—. ¡Vamos por ellos!
—¡Alto! —gritó Derkin.
A su alrededor las mujeres vacilaron, pero enseguida bajaron las armas ensangrentadas. Seguido por su variopinto grupo de voluntarias, Derkin se acercó a los humanos. Además de Penacho había otros seis, todos ellos vestidos con las características polainas de suave gamuza y los llamativos tejidos de los nómadas.
—Estos son mis compañeros del campamento del lago, —explicó Penacho—. Vinieron al ver el fuego.
Un hombre alto, de barba canosa, saludó a los enanos inclinando la cabeza.
—Los hombres del imperio, —dijo después a Penacho—, ¿están todos muertos?
—Hasta el último, —le aseguró el hombre más joven.
—Bien. Entonces no se dará la alarma al otro lado del paso de Tharkas.
—No, pero mejor será que os vayáis ahora si queréis cruzarlo antes del amanecer. —Penacho se volvió hacia Derkin—. Este es Ala, el jefe de nuestra misión.
Derkin observó con expresión severa al hombre de barba canosa llamado Ala.
—¿Qué es lo que queréis? —demandó.
Ala le devolvió la mirada con igual firmeza.
—Eres hylar, —dijo—. ¿Vienes de parte del rey Hal-Waith?
—No hay tal… —empezó Derkin, pero después cambió de opinión y terminó:— No me envía nadie. ¿A quién o qué buscáis?
—Cuéntale todo lo que quiera saber, —ordenó Ala a Penacho—. Tal vez nos sea de utilidad.
Dicho esto, el hombre se dio media vuelta, agitó una mano, y se alejó a un trote rápido. Los otros cinco extraños fueron tras él, corriendo tan silenciosos como elfos.
—¿No vas con ellos? —le preguntó Derkin a Penacho.
—No, por ahora me quedo aquí, con vosotros, —respondió el humano—. Considérame un observador. Estamos en el mismo bando, ¿sabes?
—No, no lo sé. No me has contado nada. ¿Cuál es ese bando en el que estamos los dos?
—En el contrario del emperador de Daltigoth. —Penacho se encogió de hombros—. Esos a los que asaltasteis eran de los suyos, ya sabes.
—No sé nada sobre emperadores humanos, —repuso Derkin—. Estoy aquí para reunir un ejército. ¿Qué tienes tú en contra del emperador?
—Soy cobar, —respondió Penacho—. Las tropas del emperador han invadido nuestras tierras al este de aquí. Estamos en guerra, así que me quedo contigo. Puede que te sea útil. Por cierto, ¿dónde está ese ejército del que hablas?
—Ahí arriba. —Derkin señaló—. Los tienen encerrados en el pozo de la mina, y he venido a liberarlos.
—Parece una tarea sencilla. Vayamos a sacarlos.
—Creo que hay una compañía de goblins dentro, con ellos, —añadió Derkin.
—Oh. —El humano alzó la mirada, pensativo, hacia la ladera—. Eso complica las cosas, ¿verdad? ¿Alguna idea?
—Creo que sí. Dijiste que podrías serme útil, y ahora podrás demostrarlo.
Al amanecer, un hombre de rostro hosco, vestido con ropas y armamento de la guardia, llegó a la entrada cerrada del principal pozo de la mina de Tharkas, levantó la pesada tranca de sus soportes, y después dio unos golpes en la puerta de tablones. Desde dentro llegó el sonido de otra tranca retirándose, y acto seguido la puerta se entreabrió un poco; una cara hinchada lo miró desde la rendija.
—¿Hora abrir mina? —preguntó.
Por un instante, el hombre vaciló al tiempo que encogía la nariz. Penacho Tierra Ancha no había visto un goblin en toda su vida. Había oído decir que eran unas feas criaturas, pero jamás se habría imaginado que lo fueran tanto. Unos ojos grandes, opacos, lo contemplaban desde un rostro que era más ancho que largo. Al hablar, la boca grande, sin labios, dejaba entrever unos dientes oscuros y puntiagudos. La barbilla era casi inexistente, y en su lugar había una excrecencia carnosa que se estrechaba a medida que caía sobre el peto de bronce. Llevaba puesto un yelmo de hierro más bien plano, y sostenía una ballesta en una de sus verdosas manos.
Además, la bocanada de aire que salió por la rendija de la puerta recién abierta apestaba. Durante un instante, Penacho creyó que iba a vomitar, pero cuadró los hombros, se irguió, y miró a la criatura con gesto fiero.
—¡Vamos, abre de una vez! —ordenó—. Los esclavos hacen falta en el campamento.
—¿Todos? —El goblin parpadeó varias veces.
—Todos, sí. ¡Sacadlos, deprisa!
El goblin abrió la puerta unos cuantos centímetros más y salió. Era más o menos igual de alto que un enano, pero ahí acababa la semejanza. Penacho tuvo la impresión de estar mirando a un sapo grande y pálido que estuviera de pie.
El goblin echó una ojeada desconfiada al hombre y miró detrás de él, estrechando los ojos para resguardarlos del resplandor de la luz del amanecer. Escudriñó la explanada del complejo que se extendía un poco más abajo, y después señaló las humeantes cenizas que era todo cuanto quedaba de la cabaña de los guardias.
—¿Qué cosa pasa? —preguntó—. ¿Haber fuego?
—A ti no te importa, —replicó bruscamente Penacho—. Limítate a hacer lo que se te ordena. Saca a los esclavos. Hacen falta en el complejo.
El goblin volvió a mirarlo de hito en hito y después regresó al interior del pozo. El cobar lo oyó decir en su voz gutural:
—Hombres quieren todos esclavos llevar fuera.
—¿Por qué? —inquirió otra voz similar.
—No sé. Parece hay problemas. Puede vayan matar algunos enanos.
—Vale, —respondió la segunda voz—. Dicen que sacarlos, pues sacamos. Abre puerta.
Conteniendo un suspiro de alivio, Penacho Tierra Ancha retrocedió un paso, poniendo algo de distancia entre él y el hedor que salía por el portón entreabierto. Había oído hablar de la pestilencia de los goblins, pero ahora se daba cuenta de que había que olerla para comprender realmente su fetidez.
Un coro de gritos, maldiciones y órdenes resonaron en la oscuridad del pozo de la mina, y luego salió un pelotón de goblins y formó en dos filas delante de la puerta. Todos ellos llevaban el cuerpo protegido con armaduras, e iban equipados con una ballesta colgada al hombro, así como una espada de bronce en la mano.
Sonaron más órdenes impartidas a gritos, y los enanos empezaron a salir del pozo. Penacho sacudió la cabeza compasivamente al verlos aparecer. Muchos de ellos tenían pequeñas heridas, unos cuantos tenían llagas ulceradas, y el aspecto de todos denotaba que eran golpeados y maltratados de manera sistemática.
Siguieron saliendo más y más enanos, empujados y azuzados por los sonrientes goblins alineados a ambos lados, hasta que toda el área delante del pozo estuvo abarrotada de esclavos andrajosos y hoscos, rodeados por goblins equipados con corazas y blandiendo armas. Cobrando ánimos, Penacho se adelantó y empezó a señalar a distintos enanos entre la multitud.
—Tú —dijo—, y tú, y tú. Acercaos aquí. —Mientras los enanos ya seleccionados se adelantaban, el cobar fue señalando a otros—. Tú, y tú, y tú.
Los veinte esclavos que había apartado eran los de aspecto más fuerte y que estaban en mejor forma. Todos eran jóvenes y se hallaban en buenas condiciones comparados con los demás.
—Me llevaré primero a estos veinte, —le dijo al goblin que parecía estar al mando—. Dejad al resto aquí hasta que regrese.
—Mejor llevar algunos guardias, —sugirió el goblin—. Quizá ellos intentan huir.
—Si lo hacen, recibirán una andanada de flechas, —replicó Penacho. Con gesto imperioso llamó por señas al grupo seleccionado—. Seguidme, —ordenó.
Habían caminado unos cuantos pasos cuando uno de los enanos que iban tras él dijo:
—No hemos hecho nada… ¿Quién…?
—¡Chitón! —instó—. Guardad silencio y seguidme. Soy un amigo.
Cerca ya del complejo, primero uno de los enanos y después todos los demás lanzaron exclamaciones ahogadas, algunos de ellos rompiendo el ritmo de la marcha al quedarse mirando, boquiabiertos, a los esclavistas que iban y venían por la zona abierta.
—Son mujeres, —dijo alguien—. Nuestras mujeres, que van vestidas con las ropas de los guardias.
—Esa de allí es mi madre, —exclamó otro.
—Callaos y seguid caminando, —ordenó Penacho—. Esos goblins de ahí arriba están observando.
Los condujo hacia la casa comunal, y, tras hacerlos entrar en ella, se dejó caer pesadamente en un banco.
—¡Caray! —resopló—. Jamás imaginé que resultaría tan fácil.
Los esclavos de la mina miraban a su alrededor, pasmados, a las pocas enanas que seleccionaban armaduras y armas, y al hombre que los había conducido desde el pozo.
—¿Quién eres? —demandó uno de ellos—. ¿Qué está pasando aquí?
—Está conmigo, —dijo Derkin, que entraba por la puerta trasera en ese momento—. He venido a liberaros.
Los esclavos lo miraron de hito en hito.
—¿Por qué? —preguntó uno.
—Porque os necesito, —contestó el hylar. Cogió un hacha y se la echó al que había preguntado, que la cogió en el aire con destreza—. ¿Sabes cómo utilizarla?
—Desde luego que sí —repuso el minero—. ¿Contra quién tengo que usarla?
—Contra los goblins, —explicó Derkin.
En cuestión de segundos, todos los hasta entonces esclavos estaban armados y dispuestos, y Derkin envió a Penacho de regreso a la boca de la mina.
Cuando el cobar regresó, seguido por casi doscientos enanos y treinta goblins armados, —toda la compañía—, el complejo estaba vacío. El cobar se dirigió a la puerta de la casa comunal, la abrió y señaló con el pulgar a los enanos.
—Adentro, —ordenó.
Sumidos en un hosco silencio, los prisioneros entraron en fila en la casa comunal mientras los goblins, esbozando muecas, los azuzaban desde atrás.
Volcados por completo en atormentar a sus prisioneros, ninguno de los goblins se fijó en que las dos puertas del edificio estaban abiertas; tan pronto como los enanos entraban por la principal, los que los esperaban en el interior les entregaban alguna cosa que les sirviera como arma, —palancas, martillos, patas de mesas, hojas de sierra, cualquier cosa disponible—, y los hacían salir rápidamente por la puerta trasera y rodear el cobertizo de herramientas hacia el extremo más alejado. Sólo cuando el último enano hubo entrado en la casa comunal, unos pocos goblins se asomaron y advirtieron que sólo había unos doce enanos dentro, y que se volvían para atacarlos.
De hecho, uno de los goblins llegó a entrar en el edificio y atravesó a un enano con su espada de bronce antes de que otro enano le rompiera el cráneo golpeándolo con una banqueta. Los restantes fueron frenados en la puerta y obligados a retroceder ante los enanos que blandían amenazadoramente cualquier cosa que tenían a mano.
La espada de Penacho silbó como un viento invernal y descabezó a un goblin y cortó las piernas de otro antes de que los demás comprendieran que los estaban atacando. Entonces, cuando se volvieron contra él, una oleada de aullantes enanos armados surgió impetuosa por detrás de la esquina del edificio, y se les echó encima. La sangre oscura y rancia de los goblins fluyó como agua.
Casi todos ellos cayeron en los primeros segundos, arrollados y superados en número. Unos pocos consiguieron huir, pero enseguida fueron alcanzados y derribados. Derkin había dejado muy claro que no se podía dejar escapar a ningún enemigo, y los enanos llevaron a cabo una total y concienzuda matanza.
Cuando todo hubo terminado, se contaron cuatro bajas en las filas enanas, y tres heridos. Bajo la dirección de Derkin, los vencedores recogieron los cadáveres de los goblins desperdigados por las inmediaciones, así como los cuerpos de los esclavistas muertos, que habían escondido en la otra cabaña, y los arrojaron todos a un pozo abandonado, que a continuación cegaron. Recogieron todas las armas y piezas de armaduras de los humanos, pero las corazas de los goblins fueron enterrados con ellos. Como Derkin explicó a Penacho, ningún enano se pondría jamás algo que hubiera llevado un goblin. Era imposible quitar la pestilencia.
Cuando todo esto estuvo hecho, el hylar reunió a su nuevo ejército en la explanada del complejo.
—Descansaremos aquí unos pocos días, —les dijo—. Os alimentaréis bien, os curaréis las heridas, y os lavaréis. Los que estén en condiciones de trabajar, pueden poner a funcionar una forja y empezar a fabricar armas. Necesitaremos mazas, hachas, espadas, picas, cualquier cosa que sepáis cómo utilizar. Y yo voy a enseñaros a combatir. Os…
—Disculpa… —dijo un enano, que había levantado una mano.
—¿Sí? —El hylar se volvió hacia él.
—Todo eso suena muy bien, —manifestó el minero—, pero ¿quién demonios eres tú?
—Me llamó Derkin, y soy vuestro cabecilla.
—¿Quién lo dice?
—Lo digo yo, —replicó, tajante.
Nadie osó contradecirlo.
Detrás de la casa comunal, las mujeres habían encendido lumbres en las que se calentaban grandes ollas de agua, y ahora cortaban en trozos las barras de jabón. Habían decidido que lo primero que había que hacer era adecentar y poner en buenas condiciones a los soldados. Enanos, ropas, herramientas y armas, —todo—, tenían que quedar bien lavados y restregados.
Cuando estuvieron listos, Helta fue hacia Derkin y le tendió un trozo de jabón, un peine, y unas tijeras de esquilar.
—Tú también, —le dijo—. Si vas a ser un líder, tendrás que parecerlo.