Por qué le zumban los oídos

(Puntos fuertes y débiles de la atención humana,
y por qué no podemos evitar escuchar las conversaciones de otros)

Nuestros oídos proveen una información copiosa, pero el cerebro, pese a lo mucho que se esfuerza, no puede procesarla toda. ¿Y por qué iba a tener que hacerlo? ¿Cuánta de esa información es realmente relevante? El cerebro es un órgano muy exigente en cuanto a su consumo de recursos y usarlo para que se fije atentamente en cómo se seca la pintura recién aplicada a una pared del otro lado de la calle sería malgastarlos. El cerebro tiene que elegir en qué reparamos y en qué no. De ahí que sea capaz de orientar nuestra percepción y nuestro procesamiento consciente hacia cosas de un interés potencial para nosotros. A eso lo llamamos atención, y el modo en que usamos esa atención es muy importante de cara a determinar lo que observamos del mundo que nos rodea. O, lo que importa más todavía, a la hora de determinar lo que no observamos.

A la hora de estudiar la atención, dos son las preguntas importantes a las que nos enfrentamos. La primera es: ¿cuál es la capacidad de atención del cerebro? Es decir, ¿cuánta atención puede soportar (siendo realistas) sin saturarse? Y la otra es: ¿qué es lo que determina hacia dónde dirigimos la atención? Si el cerebro está sometido a un bombardeo constante de información sensorial, ¿qué hace que ciertos estímulos o imputs sean priorizados sobre otras cosas?

Comencemos por la capacidad. La mayoría de personas habrán notado alguna vez que su atención tiene un límite. Usted que me lee en este momento habrá pasado en alguna ocasión por la experiencia de estar entre un grupo de personas que intentan hablar con usted todas al mismo tiempo, «clamando por su atención». Es una sensación frustrante que, a menudo, termina con la paciencia de cualquiera y con ruegos a viva voz del tipo «¡uno a uno, por favor!».

Los experimentos realizados inicialmente sobre el tema, como los de Colin Cherry publicados en 1953[133], parecían indicar que la capacidad de atención humana era alarmantemente limitada, como demostraban las pruebas con una técnica denominada «escucha dicótica», en la que los sujetos llevan auriculares y reciben un flujo auditivo diferente (normalmente consistente en una secuencia de palabras) por cada oído. En el experimento de Cherry, se les decía que tendrían que repetir las palabras que recibieran por uno de los oídos y luego se les pedía que dijeran las que lograran recordar de las que oyeron por el otro. La mayoría de esas personas podían identificar si la voz de quien decía las palabras por el otro oído era masculina o femenina, pero eso era todo: ni siquiera acertaban a precisar en qué idioma las había dicho. Así que la atención humana debía de tener una capacidad tan limitada que no podía estirarse más allá de un único flujo auditivo.

De estos y otros hallazgos parecidos emergieron los modelos de «cuello de botella» de la atención, en los que se proponía que toda la información sensorial que se le ofrece al cerebro es filtrada por este a partir del estrecho margen que le proporciona la atención misma. Vendría a ser algo parecido al efecto de un telescopio: este nos facilita una imagen muy detallada de una pequeña parte de un paisaje o del cielo. Pero, más allá de ella, nada vemos.

En experimentos posteriores, cambió un poco esa concepción. En uno de 1975, Von Wright y su equipo de colaboradores condicionaban de entrada a los sujetos participantes diciéndoles que oirían ciertas palabras que los impresionarían profundamente. Luego, los sometían al consabido ejercicio de la escucha dicótica. En el flujo auditivo que recibían por el otro oído (no por el que se suponía que debía ser el foco de su atención en ese momento) era en el que se incluían las palabras escandalosas. Pues, bien, los sujetos no dejaban de evidenciar una reacción apreciable de miedo cuando oían tales palabras, lo que demostraba que el cerebro estaba claramente prestando atención también al «otro» flujo. Lo que sucede es que este no alcanza el nivel del procesamiento consciente y por eso no nos damos cuenta de que lo oímos. Los modelos de cuello de botella se vienen abajo ante datos de ese tipo, pues estos vienen a evidenciar que las personas pueden reconocer y procesar cosas aun cuando estas estén «fuera» de los supuestos límites de su atención.

Esto es algo que puede demostrarse también en contextos menos clínicos. El título de la presente sección alude a eso que se dice cuando oímos a otras personas hablar entre ellas de nosotros: se supone que, en un momento así, nos «zumban los oídos» con sus comentarios. Puede ser en una ocasión cualquiera. Alguno de nosotros está manteniendo una conversación de lo más agradable con otra persona sobre un tema que interesa a ambas (fútbol, repostería, apio, lo que sea) cuando, de pronto, alguien que está dentro de nuestro alcance auditivo menciona nuestro nombre. Quien lo dice no forma parte de nuestro grupo de conversación en ese momento; hasta entonces, quizá ni siquiera supiéramos que estaba allí. Pero ha dicho nuestro nombre, posiblemente seguido de las palabras «es un (o una) inútil total», y, de repente, prestamos atención al diálogo que está manteniendo ese otro grupo (en lugar de al nuestro propio) preguntándonos al mismo tiempo por qué se nos ocurriría nunca pedir a esa otra persona que fuera nuestro padrino de boda.

Si la atención fuera tan limitada como los modelos de cuello de botella dan a entender, esa situación sería imposible. Pero es evidente que no lo es. Ese tipo de sucesos se encuadran dentro del llamado «efecto de fiesta de cóctel» (ya ven lo refinados que somos los psicólogos profesionales).

Las limitaciones del modelo de cuello de botella llevaron a la elaboración del modelo de la capacidad de atención limitada, atribuido normalmente a los trabajos expuestos por Daniel Kahneman en 1973[134], pero propugnado por muchos autores desde entonces. Donde los modelos de cuello de botella proponían que la atención es un «flujo» único que salta de un objeto a otro como un foco de luz, dependiendo de dónde se la necesite, el modelo de la capacidad limitada se basa en la idea de que la atención se asemeja más a un recurso finito que puede dividirse entre múltiples flujos (y focos de atención) hasta donde tal recurso dé de sí sin agotarse.

Tanto los modelos de un tipo como los del otro explican por qué es tan difícil la multitarea; en el caso de los modelos de cuello de botella, el problema es que disponemos únicamente de un flujo de atención que salta entre tareas distintas, lo que dificulta enormemente el seguimiento de todas ellas a la vez. El modelo de la capacidad limitada sí contempla la posibilidad de que el individuo preste atención a más de una cosa a la vez, pero solo hasta allí donde le lleguen los recursos para procesarlas eficazmente; en cuanto una persona excede su capacidad, pierde la posibilidad de hacer el debido seguimiento de lo que pasa. Y los recursos son lo bastante limitados como para que parezca que, en muchas situaciones, sea un «único» flujo lo que podemos seguir.

Pero ¿por qué esa limitación de nuestra capacidad? Una explicación es que la atención está muy ligada a la memoria de trabajo, es decir, a la que usamos para almacenar la información que estamos procesando conscientemente. La atención proporciona la información que se ha de procesar, por lo que, si la memoria de trabajo ya está «llena», añadirle más información resulta difícil, cuando no imposible. Y ya sabemos que la memoria de trabajo (la memoria a corto plazo) dispone de una capacidad limitada.

Esta suele ser suficiente para las personas y los contextos humanos típicos, pero no todos lo son. Muchos estudios se han centrado en cómo utilizamos la atención cuando conducimos, una situación en la que la falta de atención puede tener consecuencias graves. En el Reino Unido, está prohibido utilizar un teléfono móvil mientras se conduce: solo puede hablarse por el móvil si se dispone de un dispositivo de «manos libres» para ello y se mantienen ambas manos al volante mientras tanto. Pero un estudio de la Universidad de Utah de 2013 reveló que, en cuanto a cómo afecta al rendimiento de un conductor, usar un dispositivo de manos libres es igual de negativo que usar el móvil directamente con las manos, ya que ambas actividades requieren de una dosis similar de atención[135].

Que tengamos dos manos al volante en un momento así en lugar de una puede darnos cierta ventaja, pero el citado estudio medía la velocidad global de las respuestas, del examen del entorno, de la advertencia en él de pistas importantes, etcétera, y comprobó que todos estos factores se veían reducidos en un grado preocupante tanto si se usaba un manos libres como si no, porque hablar de un modo y de otro requiere de similares niveles de atención. Es muy posible que tengamos los ojos puestos en la carretera, pero poca relevancia tendrá eso si no hacemos caso a lo que aquellos nos están mostrando.

Más preocupante aún es que los datos sugieren que no solo el teléfono nos distrae de la conducción: cambiar la emisora de la radio o conversar con un acompañante puede inducirnos igualmente a distracción. En vista de lo que crece la tecnología instalada en los automóviles y en los teléfonos (y de que, por ejemplo, actualmente no es ilegal leer nuestro correo electrónico mientras conducimos), las opciones para desviar nuestra atención no pararán de aumentar.

Sabiendo todo esto, se preguntarán cómo es posible que podamos conducir durante más de diez minutos seguidos sin vernos envueltos en un accidente catastrófico. Pues lo es porque hasta ahora solo hemos hablado de la atención consciente, que es donde la capacidad está tan limitada. Como ya hemos comentado anteriormente, si repetimos algo con la suficiente frecuencia, el cerebro se adapta a ello, lo que permite que se forme un recuerdo procedimental (véase el capítulo 2). Muchas personas dicen que pueden hacer algo «sin pensar» y esa es una forma muy precisa de describir aquello a lo que me estoy refiriendo aquí. Conducir puede ser una experiencia angustiosa y hasta abrumadora para los principiantes, pero, al final, termina convirtiéndose en algo tan familiar que son los sistemas inconscientes los que se ocupan de gran parte de esa tarea, con lo que la atención consciente puede aplicarse a otras labores. Aun así, conducir no es la clase de actividad que puede hacerse totalmente sin pensar: tener en cuenta a los demás usuarios de la vía pública y los riesgos presentes en esta requiere de un esfuerzo consciente, pues se trata de factores que cambian en cada ocasión en que se realiza la actividad.

En el plano neurológico, son muchas las regiones cerebrales que intervienen en la atención. Una de ellas es toda una reincidente en este libro: me refiero al córtex prefrontal, cosa lógica si se tiene en cuenta que es en esa zona de la corteza cerebral donde se procesa la memoria de trabajo. También está implicado el giro cingular (o circunvolución del cíngulo) anterior, una extensa y compleja región situada en una zona profunda del lóbulo temporal y que también se extiende por parte del lóbulo parietal, donde se procesa mucha información sensorial y esta es conectada con funciones superiores como la conciencia.

Pero los sistemas que controlan la atención son bastante difusos y eso tiene sus consecuencias. En el capítulo 1, vimos cómo las partes más avanzadas del cerebro y las más «reptilianas» (o primitivas) suelen interferir mutuamente en su funcionamiento respectivo. Algo similar sucede con los sistemas que controlan la atención: están mejor organizados, pero se da igualmente en ellos la conocida combinación (o conflicto) entre el procesamiento consciente y el subconsciente.

Por ejemplo, la atención es orientada por indicios o «pistas» tanto exógenas como endógenas. O, por decirlo en un lenguaje más llano, hay sistemas de control de la atención que funcionan «desde abajo» y sistemas de control de la atención que funcionan «desde arriba». O, más sencillamente dicho aún, nuestra atención responde a cosas que suceden bien fuera de nuestra cabeza, bien dentro de ella. De esa reacción a factores tanto exógenos como endógenos es buen ejemplo el efecto de fiesta de cóctel, por el que dirigimos nuestra atención hacia sonidos específicos (y que también se conoce como «escucha selectiva»). El sonido de nuestro nombre pronunciado por otra persona hace que, de pronto, nuestra atención se dirija hacia allí. No nos lo esperábamos, no éramos conscientes de ello hasta que hubo sucedido. Pero, en cuanto somos conscientes de ello, orientamos nuestra atención hacia la fuente de ese sonido y, de paso, excluimos cualquier otra cosa. Un sonido externo desvió nuestra atención y demostró con ello la activación de un proceso de atención «desde abajo», y nuestro deseo consciente de oír más mantiene nuestra atención en ese punto, lo que evidencia la activación simultánea de un proceso de atención interna «desde arriba», originado en el cerebro consciente[XII].

No obstante, la mayor parte de los estudios sobre la atención se centran en el sistema visual. Podemos apuntar (y físicamente apuntamos) con nuestros ojos al objeto de nuestra atención y, además, los datos a los que recurre el cerebro son principalmente de tipo visual. Es, pues, un evidente objeto de investigación que, además, ha producido mucha información sobre cómo funciona la atención.

Los campos oculares frontales, situados en el lóbulo frontal, reciben información de las retinas y crean un «mapa» del campo visual basado en ella, y apoyado y reforzado por más mapas e informaciones espaciales desde el lóbulo parietal. Si algo interesante ocurre en el campo visual, este sistema puede apuntar muy rápidamente nuestros ojos en esa dirección, para ver de qué se trata. Esta es la orientación que denominamos abierta o «conforme a un objetivo», pues el cerebro nos marca precisamente un objetivo en ese momento, que no es otro que «queremos mirar qué es eso». Digamos que ve usted un cartel en el que se lee «oferta especial: panceta gratis»: su atención se dirigirá hacia él de inmediato para ver cuál es el trato que allí le están proponiendo a cambio de cumplir con el objetivo de conseguir panceta. El cerebro consciente guía la atención en esos instantes, por lo que se trata de un sistema que funciona «desde arriba». Paralelamente a este, opera otro sistema, que es el de la llamada orientación encubierta, que funciona mucho más «desde abajo». Este sistema actúa de tal manera que usted detecta algo de relevante significación biológica (por ejemplo, el sonido producido por el rugido cercano de un tigre, o por el crujido de la rama del árbol a la que está usted encaramado en ese momento) y su atención se dirige automáticamente hacia ello, antes incluso de que las áreas conscientes del cerebro sepan siquiera qué está pasando. Por eso, es un sistema que funciona «desde abajo». Este sistema emplea los mismos imputs visuales que el otro, además de otros sonoros, pero está sustentado por un conjunto diferente de procesos neurales en regiones diferentes.

Según el modelo más ampliamente respaldado por los datos y pruebas actualmente disponibles, el córtex parietal posterior (ya mencionado aquí cuando hablamos del procesamiento de la vista) desconecta el sistema de atención consciente de lo que esté haciendo en ese momento cuando detecta algo potencialmente importante, como cuando un padre apaga la televisión para que su hijo baje de una vez la basura. El colículo superior del mesencéfalo desplaza entonces el sistema de atención hacia el área deseada, como si ese mismo padre llevara a su hijo a rastras hasta la cocina, donde está el cubo de la basura. El núcleo pulvinar, que forma parte del tálamo, reactiva entonces el sistema de atención, como si el ya mencionado padre pusiera la bolsa de la basura en la mano de su hijo y empujara a este hacia la puerta para que ¡la baje de una vez!

Este sistema puede anular temporalmente el sistema consciente —orientado a objetivos y que funciona desde arriba—, lo que resulta bastante lógico, pues tiene mucho de instinto de supervivencia. La forma desconocida que de pronto se cuela en nuestro campo de visión podría ser un atacante que viene hacia nosotros, o ese compañero de oficina pelmazo que se empeña en hablarnos de sus problemas de pie de atleta.

Estos detalles visuales no tienen por qué aparecer en la fóvea (ese importante punto central de la retina) para que atraigan nuestra atención. Prestar atención visual a algo suele implicar que movamos los ojos en esa dirección, pero no tiene por qué ser así siempre. Habrán oído hablar de la «visión periférica», referida a aquello que vemos sin estar mirándolo directamente. No es algo con lo que se obtenga una imagen muy detallada, que digamos, pero, si usted está sentado a su mesa de trabajo, con la vista puesta en su ordenador, y advierte con el rabillo del ojo un movimiento inesperado de algo que parece tener el tamaño de (y que usted mismo juraría que está donde cabría esperar que estuviera) una araña enorme, quizá no le interese mirar hacia allí, no sea que eso sea exactamente lo que es. Mientras teclea, seguramente se mantendrá muy alerta de cualquier movimiento procedente de ese punto en particular, a la espera de verlo otra vez (aunque deseando no verlo, al mismo tiempo). Esto demuestra que el foco de atención no está ligado directamente a lo que haya allá hacia donde apuntan exactamente nuestros ojos. Al igual que ocurre con el córtex auditivo, el cerebro puede especificar en qué parte del campo visual se concentra sin necesidad de mover los ojos hacia allí. Puede sonar como si los procesos que operan «desde abajo» fuesen los dominantes, pero hay más factores a tener en cuenta. La orientación hacia un estímulo anula el sistema de atención si el estímulo detectado es significativo, pero suele ser el cerebro consciente el que, en virtud de su evaluación del contexto, determina qué es «significativo» y qué no. En condiciones habituales, una explosión fuerte en el cielo sería sin duda algo que entraría en la categoría de lo significativo, pero si vamos por la calle un 5 de noviembre aquí en Gran Bretaña (o un 4 de julio en Estados Unidos), lo verdaderamente significativo sería no oír explosión alguna en el cielo, pues el cerebro estará esperando el estruendo de los fuegos artificiales ese día.

Michael Posner, una de las figuras más influyentes en el campo de los estudios sobre la atención, diseñó unos tests que consisten en pedir a los sujetos que detecten o discriminen un «objetivo» visual en una pantalla inmediatamente después de que aparezcan en ella unas señales con indicaciones (correctas o no) sobre dónde estará aquel. Pero basta con que aparezca más de una señal (solo dos incluso) para que a las personas que participan en tales experimentos les resulte más difícil esa detección. La atención humana puede dividirse entre dos modalidades diferentes de señales (como, por ejemplo, cuando se le pide a alguien que realice un test visual y otro auditivo al mismo tiempo), pero la gente suele fallar mucho más desde el momento en que tiene que responder a preguntas que lleven asociadas respuestas más complejas que la básica dicotomía del «sí» o «no». Es evidente que algunas personas pueden hacer dos tareas simultáneas, pero solo si se trata de cosas en las que son ya expertas (como cuando una mecanógrafa resuelve un problema matemático mientras escribe a máquina; o, por usar un ejemplo ya mencionado antes, como cuando un conductor experimentado mantiene una conversación profunda mientras maneja un vehículo).

De todos modos, nuestra atención puede ser muy potente. Uno de los estudios más conocidos a ese respecto se realizó en la Universidad de Uppsala (Suecia)[137]. Allí, se detectó que los voluntarios que se presentaron a un experimento reaccionaron con sudoración en las palmas de las manos ante la visión de unas imágenes de serpientes y arañas mostradas en una pantalla durante menos de una tricentésima de segundo. El cerebro tarda normalmente medio segundo (más o menos) en procesar un estímulo visual en la medida suficiente como para que lo reconozcamos conscientemente, lo que significa que aquellos sujetos estaban experimentando respuestas físicas a unas imágenes de arañas y serpientes en menos de una décima parte del tiempo que les llevaba «verlas» en realidad. Ya hemos dejado claro que el sistema de atención inconsciente responde a determinadas señales o estímulos biológicamente relevantes, y que el cerebro está predispuesto a detectar cualquier cosa que pudiera ser peligrosa, y que, al parecer, también ha desarrollado por vía evolutiva cierta tendencia a temer determinadas amenazas naturales, como esos amiguitos nuestros de ocho o de cero patas. Este experimento es, pues, una gran demostración de cómo la atención distingue algo y rápidamente pone en alerta aquellas partes del cerebro que canalizan respuestas antes de que la mente consciente siquiera haya terminado de decirse «¿eh, cómo?».

En otros contextos, la atención puede pasar por alto cosas muy importantes y nada sutiles. Como ya hemos comentado al mencionar el ejemplo de la conducción de vehículos, ocupar demasiado nuestra atención implica que no acertemos a percatarnos de cosas tan importantes como los peatones que se cruzan en nuestro camino (o, peor aún, que sí acertemos…, pero de lleno). Un ejemplo bastante crudo de esto que acabo de exponer nos lo proporcionaron Dan Simons y Daniel Levin en 1998[138]. En su estudio, un miembro del equipo investigador abordaba a peatones al azar con un plano en la mano y les preguntaba cómo ir a una determinada dirección. Mientras los peatones interpelados miraban el mapa, una persona que transportaba una puerta en brazos se interponía durante unos instantes entre ellos y el investigador. Durante ese breve periodo de tiempo en que la puerta bloqueaba al peatón la visión de quien le había pedido ayuda, el miembro del equipo investigador cambiaba su puesto con alguien cuya voz y aspecto no se parecía nada al de la persona original. Pues, bien, al menos en un 50% de las ocasiones, el peatón que estaba consultando el plano no se dio cuenta de que se había producido un cambio de interlocutor, pese a que estaban hablando con una persona muy diferente de aquella con la que habían empezado a hablar apenas unos segundos antes. En esos casos, tiene lugar un proceso conocido por el nombre de «ceguera al cambio», en el que nuestros cerebros se ven incapaces, al parecer, de registrar una modificación importante en nuestro campo visual si la visión de este se ve interrumpida aunque sea solo por muy breve periodo de tiempo.

Ese estudio es conocido como el «estudio de la puerta», porque, al parecer, la puerta es el elemento más interesante de todos los en él presentes. Qué raros somos los científicos.

Los límites de la atención humana pueden tener (y, de hecho, tienen) serias consecuencias científicas y también tecnológicas. Por ejemplo, los sistemas de visualización llamados de heads up (o «cabeza arriba»), donde las lecturas de los instrumentos de aparatos como aviones y vehículos espaciales se proyectan sobre la pantalla frontal o la cubierta transparente de la cabina, en vez de verse en su posición convencional en los cuadros de mandos, pareció de entrada una gran idea para los pilotos. Les ahorra el tener que mirar hacia abajo para leer sus instrumentos y apartar así la vista de lo que ocurre frente a ellos, en el exterior. Seguro que aquello aumentaba su seguridad, ¿no?

Pues no, la verdad es que no. Terminó comprobándose que, cuando uno de esos sistemas de visualización de heads up se llena de cierto exceso de información (aunque no sea muy exagerado), la atención del piloto se satura[139]. Los pilotos tienen ante sí un sistema de visualización transparente, pero no están mirando más allá de él, en realidad. Se sabe de casos en los que han terminado aterrizando su avión sobre otro por culpa de ese efecto (en ejercicios de simulación, por fortuna nuestra). Y la propia NASA ha dedicado mucho tiempo a estudiar las mejores soluciones posibles para hacer viables esos sistemas de heads up, con un coste de cientos de millones de dólares.

Estas son solo algunas de las muchas formas en que el sistema de la atención humana puede verse seriamente limitado. Puede que usted opine lo contrario, pero, en ese caso, será evidente que no habrá estado prestando atención a lo que aquí se le explicaba. De todos modos, no se preocupe, ya hemos dejado claro que la culpa no sería realmente suya.