¡Pero, hombre, si eres… tú! Sí, de aquella vez que… ya sabes
(Los mecanismos del por qué recordamos caras
antes que nombres)
—¿Sabes la chica aquella con la que ibas al colegio?
—¿Podrías ser más concreta?
—Sí, hombre, aquella chica alta. Pelo largo y rubio, aunque, si te digo la verdad, creo que se lo teñía. Vivía en la calle de al lado de la nuestra, pero sus padres se divorciaron y su madre se mudó al piso en el que vivían los Jones cuando aún no se habían trasladado a Australia. Su hermana era amiga de tu prima antes de que cayera embarazada de aquel chico del pueblo, menudo escándalo fue. Siempre llevaba un abrigo rojo y la verdad es que no le quedaba nada bien. ¿Sabes de quién te hablo?
—¿Cómo se llama?
—Ni idea.
Yo he tenido innumerables conversaciones como esta con mi madre, con mi abuela o con otros familiares. Es evidente que no le pasa nada a su memoria ni a su capacidad para captar los detalles; pueden proporcionarnos tantos datos personales de ese alguien que darían para llenar varias páginas de la Wikipedia. Pero son muchas las personas que en diálogos así dicen tener problemas para recordar nombres, incluso cuando están mirando directamente a la persona de cuyo nombre tratan de acordarse en aquel mismo momento. A mí me ha pasado. Puede arruinarle una ceremonia de boda a cualquiera.
¿Por qué sucede? ¿Por qué podemos reconocer el rostro de una persona sin que nos venga su nombre a la mente? ¿No son ambas maneras igualmente válidas de identificar a alguien? Necesitamos ahondar un poco más en el funcionamiento de la memoria humana para comprender mejor qué es lo que realmente ocurre en situaciones como esas.
En primer lugar, las caras dan mucha información. Las expresiones, el contacto con las miradas, los movimientos de las bocas: todas esas son formas fundamentales de comunicación entre los seres humanos[32]. Los rasgos faciales revelan mucho acerca de una persona: el color de sus ojos o de su pelo, su estructura ósea, su dentadura… todos ellos son detalles que pueden usarse para reconocer a un individuo. Tanto es así que el cerebro humano parece haber adquirido a lo largo de la evolución ciertas características que le ayudan en el reconocimiento y el procesamiento de los rostros, por ejemplo, reconociendo más fácilmente patrones de ese tipo y mostrando una predisposición general a identificar caras en cualquier imagen formada al azar, como veremos en el capítulo 5.
Comparado con algo así, ¿qué puede ofrecernos el nombre de una persona? Potencialmente, algunas pistas en cuanto a sus orígenes sociales o culturales, pero, en general, no consiste más que en un par de palabras, una secuencia de sílabas arbitrarias, una breve serie de ruidos que, según se nos informa, pertenecen a un rostro específico. Pero ¿y qué?
Como ya hemos visto, para que una información consciente cualquiera pase de ser un recuerdo a corto plazo a uno a largo plazo, normalmente tiene que ser repetida y ensayada. Sin embargo, hay ocasiones en las que podemos saltarnos ese paso, sobre todo, si la información está adscrita a algo sumamente importante o estimulante, lo que implica que se forme un recuerdo episódico. Si usted conoce a alguien y es la persona más bella que jamás ha visto y se enamora al instante de ella, se pasará semanas murmurándose a sí mismo (o a sí misma) el nombre del recién conocido objeto de sus afectos.
Eso no es algo que ocurra a menudo cuando conocemos a alguien (menos mal), así que lo normal es que, si queremos aprendernos el nombre de una persona, la única forma garantizada de recordarlo sea repitiéndonoslo a nosotros mismos cuando aún está en nuestra memoria a corto plazo. El problema es que ese método lleva tiempo y utiliza recursos mentales. Y como ya vimos con el ejemplo del «¿a qué había venido yo aquí?», cualquier cosa que estemos pensando en un momento dado puede ser fácilmente sobreescrita o reemplazada por la siguiente que nos encontremos y tengamos que procesar. Cuando nos presentan a alguien a quien no conocíamos, muy raro será que esa persona nos diga su nombre y nada más. Es casi inevitable que mantengamos con ella una conversación sobre cuál es su lugar de procedencia, a qué se dedica, cuáles son sus aficiones, en fin, esa clase de cosas. El protocolo social nos obliga a intercambiar las cortesías de rigor con otra persona en un primer encuentro (aun si ninguno de los dos interlocutores está realmente interesado en hablar con el otro), pero cada línea adicional de diálogo incrementa la probabilidad de que el nombre de la persona con la que estamos hablando sea expulsado de la memoria a largo plazo antes de que podamos codificarlo como recuerdo.
La mayoría de las personas conocemos docenas de nombres y no nos parece que aprender uno más suponga ningún esfuerzo considerable. Esto es así porque nuestra memoria asocia el nombre que oímos con la persona con la que interactuamos y, de ese modo, se forma una conexión en nuestro cerebro entre persona y nombre. A medida que esa interacción se amplía, crece también el número de conexiones entre persona y nombre que se van creando, con lo que ya no se necesita ninguna repetición consciente: el enlace se refuerza a un nivel más subconsciente, debido a nuestra más prolongada experiencia de contacto con aquel ser humano.
El cerebro es capaz de desplegar múltiples estrategias para sacar el máximo partido a la memoria a corto plazo. Una de ellas es la tendencia de los sistemas memorísticos del cerebro a recordar solo el primero y el último de los detalles de una lista cuando nos cuentan muchos de un tirón: son los efectos llamados «de primera impresión» (primacy effect) y «de importancia de lo más reciente» (recency effect)[33]. Eso significa que el nombre de una persona pesará más en lo que recordemos de ella cuando nos la presentan y nos enteramos de diversos aspectos de su vida si es lo primero que oímos sobre ella (como suele ser el caso).
Hay más. Una de las diferencias entre la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo de las que no he hablado todavía es que ambas pueden evidenciar distintas preferencias generales en cuanto al tipo de información que procesan. La memoria a corto plazo es mayormente auditiva y se centra en procesar información en forma de palabras y sonidos específicos. De ahí que normalmente mantengamos monólogos interiores y que pensemos usando frases y elementos lingüísticos en vez de manejar series de imágenes como en las películas, por ejemplo. El nombre de una persona es un buen ejemplo de información auditiva: oímos las palabras y las pensamos en términos de los sonidos que las forman.
La memoria a largo plazo, por su parte, depende además (y en gran medida) de las cualidades visuales y semánticas: es decir, del significado de las palabras, más que de los sonidos que las forman[34]. Así, es más probable que recordemos a largo plazo un rico estímulo visual (el rostro de alguien, por ejemplo) que un estímulo auditivo tomado al azar (un nombre desconocido para nosotros hasta entonces, por ejemplo).
Desde un punto de vista puramente objetivo, lo normal es que la cara y el nombre de una persona no guarden relación. Es posible que alguien diga «sí que tienes pinta de Martin» después de saber que la persona a quien acaba de conocer se llama Martin, pero, en realidad, es prácticamente imposible predecir con un mínimo de precisión el nombre de una persona solo con mirarle la cara…, salvo que lo lleve tatuado en la frente, claro está (un impactante detalle visual que sería ciertamente difícil de olvidar).
En cualquier caso, supongamos que tanto el nombre como el rostro de alguien se nos han quedado almacenados en la memoria a largo plazo. Perfecto, bien hecho. De todos modos, hasta ahí no estará ejecutado más que la mitad del trabajo, porque, a partir de ese momento, lo importante será que accedamos a esa información cada vez que la necesitemos. Y eso, desgraciadamente, puede resultar más difícil de lo que imaginamos.
El cerebro es una maraña terriblemente compleja de conexiones y enlaces, como un universo de adornos luminosos de árbol de Navidad encerrado en una esfera de reducidas dimensiones. Los recuerdos a largo plazo están formados por esas conexiones, esas sinapsis. Una sola neurona puede tener decenas de miles de sinapsis con otras neuronas, pero esas sinapsis significan que existe un nexo entre un recuerdo específico y las áreas más «ejecutivas» del cerebro (aquellas dedicadas a la racionalización y la toma de decisiones), como es el caso del córtex frontal que precisa de la información almacenada en la memoria. Estos nexos son lo que permite que las partes del cerebro que piensan «accedan a» los recuerdos, por así decirlo.
Cuantas más conexiones tiene un recuerdo concreto, y más «fuerte» (activa) es la sinapsis, más fácil resulta acceder a él, del mismo modo que es más fácil desplazarse hasta cualquier lugar que esté bien comunicado por múltiples carreteras y líneas de transporte público que a un granero abandonado en medio del campo. El nombre y la cara del compañero o la compañera sentimental con quien compartimos nuestra vida, por ejemplo, aparecerá probablemente en un gran número de recuerdos, por lo que siempre estará en un primer plano de nuestra mente. Otras personas no recibirán un trato tan privilegiado de nuestro cerebro (salvo que en nuestras relaciones tendamos a ser más bien atípicos), por lo que recordar cómo se llaman siempre nos resultará más difícil.
Pero si el cerebro ya ha almacenado la cara y el nombre de alguien, ¿por qué luego nos acordamos de una cosa pero no de la otra? Pues porque, cuando de recuperar recuerdos se trata, en el cerebro funciona un sistema de memoria que podríamos describir como de doble capa, y eso da lugar a una sensación tan común como enervante: la de reconocer a alguien pero no ser capaces de recordar cómo ni por qué, ni menos aún cómo se llama. Esto ocurre porque el cerebro distingue entre familiaridad y recuperación[35]. Por aclarar las cosas, digamos que la familiaridad (o el reconocimiento) es lo que percibimos cuando nos encontramos con alguien (o con algo) y nos damos cuenta de que ya nos habíamos encontrado con esa persona (o esa cosa o situación) en algún otro momento anterior. Pero más allá de esa sensación, no tenemos nada: lo único que somos capaces de decir en ese momento es que esa persona o cosa forma parte de nuestros recuerdos. La recuperación es lo que hacemos cuando podemos acceder al recuerdo original de cómo y por qué conocemos a esa persona; el reconocimiento no es más que la señal de aviso de que ese recuerdo existe.
El cerebro dispone de varias vías y medios de disparar un recuerdo, pero no hace falta «activarlo» para saber que está ahí. ¿No les ha sucedido nunca que han tratado de guardar un archivo en su ordenador y ha saltado un mensaje indicándoles que «el archivo ya existe»? Pues es algo parecido. Lo único que sabemos en ese caso es que la información existe, pero todavía no podemos llegar a ella.
Es fácil ver en qué sentido un sistema así puede suponer una ventaja: nos libera de la necesidad de dedicar demasiada de nuestra preciosa potencia cerebral a averiguar si ya nos hemos encontrado antes con una situación igual. Y, en las duras condiciones del mundo natural, cualquier cosa que resulta familiar al cerebro de un individuo es algo que no lo mató en su momento, lo que le permite concentrarse en otras cosas (nuevas) que sí podrían matarlo. Hay una lógica evolutiva, pues, para que el cerebro se comporte de ese modo. Y, dado que un rostro proporciona más información que un nombre, es más probable que las caras nos resulten «familiares».
Pero ello no impide que esa sea para nosotros, humanos modernos (y, como tales, seres que a menudo tenemos que conversar sobre temas triviales con personas que sabemos con certeza que conocemos, pero cuyo nombre no podemos recordar en ese preciso instante), una sensación profundamente molesta. En cualquier caso, la mayoría de las personas conoce perfectamente lo que se siente cuando el reconocimiento deja de ser tal y se convierte en la plena recuperación de un recuerdo. Algunos científicos lo llaman precisamente «umbral de recuperación»[36]: algo nos va resultando más y más familiar hasta que llega un punto crucial a partir del cual se activa en nosotros el recuerdo original. El recuerdo al que deseamos acceder tiene otros interconectados con él y estos van disparándose y ocasionando una especie de estimulación periférica (o de bajo nivel) del recuerdo diana, como si una casa a oscuras se iluminara de pronto por la luz del espectáculo de fuegos artificiales del vecino de al lado. Pero el recuerdo diana no se activará realmente hasta que lo estimulemos más allá de un nivel (un «umbral») determinado.
Habrán oído la expresión «los recuerdos se agolparon en mi memoria», o, cuando menos, reconocerán la sensación de tener la respuesta a la pregunta de un concurso «en la punta de la lengua» hasta que por fin les viene de repente a la memoria. Pues a eso me estoy refiriendo aquí. Llega un momento en que el recuerdo que causó todo ese reconocimiento recibió una estimulación suficiente y se activó por fin: los fuegos artificiales del vecino han despertado a quienes viven en la casa contigua y estos han encendido todas las luces. La información asociada pasa así a estar disponible. Nuestra memoria ha sido así oficialmente «refrescada» y la punta de nuestra lengua puede retomar sus quehaceres normales, que son los de saborear cosas en vez de proporcionar un inverosímil espacio de almacenaje para respuestas banales que no se atreven a salir afuera.
Por lo general, las caras son más memorables que los nombres porque resultan más «tangibles», mientras que, para evocar el nombre de alguien es más probable que necesitemos una recuperación plena del recuerdo concreto y que no baste con un simple reconocimiento. Espero que esta información le deje bien claro, señor lector o señora lectora, que, si volvemos a encontrarnos en una segunda ocasión y yo no me acuerdo de cómo se llama, no es por mala educación.
Aunque, bueno, sí, puede que si se diera una situación así, en lo que al protocolo social respecta, podría decirse que, técnicamente, yo me estaría comportando como un perfecto grosero. Pero ahora, por lo menos, ya sabe por qué.