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CONTROLES MENTALES

De cómo el cerebro regula nuestro cuerpo y, muchas veces, «lía» las cosas

La mecánica que nos permite pensar, razonar y contemplar no existía hace millones de años. El primer pez que comenzó a reptar por el suelo eones atrás no vivía atormentado por la falta de confianza en sí mismo: no iba pisando aquella marisma pensando «¿por qué estoy haciendo esto?, si aquí no puedo respirar y ni siquiera tengo patas (sean lo que sean); es la última vez que juego a “verdad o acción” con Gary». No, hasta fecha relativamente reciente, el cerebro tenía una finalidad mucho más clara y simple: mantener el cuerpo con vida por cualquier medio.

Es obvio que el cerebro humano primitivo funcionó muy bien porque nuestra especie ha perdurado y ahora somos la forma de vida dominante sobre la Tierra. Pero las funciones del cerebro primitivo original no desaparecieron con las complejas capacidades cognitivas que en él evolucionaron posteriormente. Si acaso, adquirieron aún más importancia. Y es que de poco nos servirían las habilidades lingüísticas y de razonamiento, por ejemplo, si luego nos muriéramos de cosas tan simples como olvidarnos de comer o caminar despreocupadamente por los bordes de los abismos y los acantilados.

El cerebro necesita el cuerpo para sustentarse y el cuerpo necesita el cerebro para que lo controle y lo obligue a hacer cosas necesarias. (En realidad, están mucho más interconectados todavía, pero de momento conformémonos con esta descripción). De ahí que buena parte del cerebro esté dedicada a procesos fisiológicos básicos, a la supervisión de funciones internas, a la coordinación de respuestas a los problemas, a hacer limpieza y volver a poner las cosas en su sitio. A labores de mantenimiento, en resumidas cuentas. Las regiones que controlan esos aspectos fundamentales —el tallo cerebral y el cerebelo— se engloban a veces bajo la denominación de cerebro «reptiliano» para destacar su naturaleza primitiva, porque se dedican a hacer lo mismo que el cerebro hacía cuando éramos reptiles, en la noche de los tiempos. (Los mamíferos fueron una adición posterior al reparto estelar completo de la superproducción «La vida sobre la Tierra»). Sin embargo, todas esas otras facultades más avanzadas de las que disfrutamos los humanos modernos —la conciencia, la atención, la percepción, el raciocinio— se localizan en el neocórtex (el córtex es la corteza cerebral, y «neo» significa precisamente eso: «nuevo»). La configuración real es mucho más compleja de lo que esas etiquetas dan a entender, pero tomémoslas aquí como un útil atajo conceptual.

Usted seguramente supone que esas partes diferentes —el cerebro reptiliano y el neocórtex— funcionan de forma conjunta y armoniosa, o que, cuando menos, la una no influye en la otra. Pero eso es mucho suponer. Si alguna vez ha trabajado para un jefe controlador y obsesionado por «microgestionarlo» todo, sabrá cuán ineficiente puede ser una distribución de tareas como esa. Tener a alguien menos experimentado (pero de rango técnico superior) todo el rato encima, dando órdenes poco fundamentadas y haciendo preguntas estúpidas, solo sirve para dificultar las cosas. Pues bien, el neocórtex hace eso continuamente con el cerebro reptiliano.

Ahora bien, no es una intromisión exclusivamente unidireccional. El neocórtex es flexible y receptivo; el cerebro reptiliano es un animal de costumbres fijas y no es nada dado a cambiarlas. Todos hemos conocido a personas que piensan que saben más porque son mayores o porque llevan más años haciendo una misma cosa. Trabajar con ellas puede ser una pesadilla, como intentar programar ordenadores junto a alguien que insiste en usar una máquina de escribir para tal menester porque «así es como se ha hecho toda la vida». El cerebro reptiliano puede tener una incidencia análoga a esa, desbaratando con su intervención cosas potencialmente muy útiles. Este capítulo examina cómo el cerebro frustra muchas veces el desempeño de ciertas funciones corporales más básicas.