Palos y zanahorias

(Cómo hace posible el cerebro que controlemos a otras personas
y que seamos a su vez controlados)

Detesto tener que comprarme un coche. Recorrer todos esos patios de concesionario con filas y filas de automóviles en exposición, comprobar interminables detalles en cada modelo, mirar vehículos y vehículos hasta perder todo interés por ellos y comenzar a preguntarme si no tendría sitio en el jardín para un caballo en su lugar. Luego está lo de fingir que sé de coches haciendo cosas como dar patadas de comprobación a los neumáticos de las ruedas. ¿Por qué? ¿Acaso alguien ha inventado cómo analizar el caucho vulcanizado con la punta de un zapato?

Pero, para mí, son los propios vendedores de coches quienes representan lo peor de esa experiencia. No puedo con ellos. Todo ese machismo que destilan (todavía no me he encontrado con ninguna vendedora en esos sitios), toda esa exagerada camaradería con el cliente, la famosa táctica del «tendré que consultarlo con el gerente», todo ese darme a entender que están perdiendo dinero desde el momento mismo en que llegué allí. Esas técnicas me confunden y me alteran, y hacen que el conjunto del proceso sea para mí fuente de una gran angustia.

Por eso, siempre llevo a mi padre conmigo cuando tengo que pisar un concesionario. A él sí que le divierten estas cosas. La primera vez que me ayudó en la compra de un coche, yo iba muy concienciado para negociar lo que hiciera falta, pero su táctica consistió básicamente en llamarles de todo a los vendedores y tratarlos de criminales para abajo hasta que accedieran a rebajar el precio. Poco sutil, sí, pero ciertamente eficaz.

Sin embargo, el hecho de que los vendedores de coches de todo el mundo utilicen tan consolidados y reconocibles métodos nos da a entender que estos realmente funcionan. Y no deja de resultar un tanto extraño. Cada cliente tiene su personalidad, sus preferencias y su capacidad de atención particulares y diferenciadas, así que la idea de que unas tácticas tan simples y conocidas de todos incrementen la probabilidad de que alguien acceda a entregar un dinero que le ha costado mucho ganar debería resultarnos poco menos que absurda. No obstante, hay unos determinados comportamientos que potencian la conformidad y hasta la docilidad, favoreciendo que los clientes lleguen a un acuerdo con alguien y se «sometan a su voluntad».

Ya hemos comentado aquí que el miedo a ser juzgados en nuestros entornos sociales nos provoca ansiedad; que la provocación dispara el sistema de la ira; y que la búsqueda de aprobación puede ser un poderoso factor motivador. En el fondo, muchas son las emociones de las que puede decirse que existen únicamente en un contexto con presencia de otras personas: uno puede enfadarse con objetos inanimados, por ejemplo, pero la vergüenza y el orgullo requieren del juicio de otras personas, y el amor es algo que existe entre dos individuos (el «amor propio» es otra cosa muy distinta). Así que no debería sorprendernos tanto descubrir que unas personas puedan conseguir que otras hagan lo que ellas quieren a base de sacar partido de las tendencias del cerebro humano. Cualquiera que se gane la vida convenciendo a otros individuos para que le den dinero (a cambio de lo que sea) emplea unos métodos más o menos contrastados para incrementar la docilidad de los clientes, y los propios mecanismos del cerebro son los responsables principales de que esas tácticas funcionen.

Eso no significa que existan técnicas que nos permitan adquirir un control absoluto sobre una persona. Los seres humanos somos demasiado complejos para que eso sea posible, por mucho que los ligones expertos puedan hacernos creer lo contrario. De todos modos, sí se pueden emplear ciertos medios cuya efectividad a la hora de conseguir que unos individuos se plieguen a los deseos de otros, aun no siendo absoluta, sí está científicamente reconocida.

Entre ellos se encuentra, por ejemplo, la técnica del «pie en la puerta». Un amigo le pide dinero prestado para el billete del autobús. Usted se lo da. Luego le pide si le puede dar un poco más para un bocadillo. Y usted va y también se lo da. Luego le dice que por qué no van al bar y se ponen al día de cómo les va la vida mientras se toman unas copitas…, si a usted no le importa invitar, porque él no lleva dinero encima, ¿recuerda? Y usted piensa: «¿Por qué no?, solo son unas copitas». Pero luego son unas cuantas más de las inicialmente previstas y, como quien no quiere la cosa, ese amigo de marras termina pidiéndole dinero para un taxi porque ha perdido el último autobús de la noche, y usted suspira y accede porque ya le ha dicho que sí a todo lo anterior.

Si este presunto amigo suyo le hubiera dicho de entrada: «Invítame a cenar y a unas bebidas, y subvencióname un cómodo viaje de vuelta a mi casa», usted le habría dicho que no, porque le habría parecido una petición exagerada. Y, sin embargo, al final, eso es justamente lo que ha hecho. En eso consiste la llamada técnica del «pie en la puerta»: acceder inicialmente a una petición modesta aumenta nuestra disposición a acceder a otra posterior de mayor envergadura. Quien nos formulará la segunda petición habrá puesto ya su «pie en la puerta» con la primera para que no se la cerremos en las narices.

La táctica del «pie en la puerta» tiene sus limitaciones, gracias a Dios. Para empezar, tiene que haber cierto espaciamiento temporal entre la primera y la segunda solicitudes: si alguien accede a prestar cinco libras a otra persona, esta no puede pedirle cincuenta más solo diez segundos después. Y diversos estudios han evidenciado también que, si bien el «pie en la puerta» puede funcionar hasta días o semanas después de la petición inicial, al final, la asociación entre la primera y la segunda solicitudes termina perdiéndose.

Además, el «pie en la puerta» funciona mejor si las peticiones son «prosociales», es decir, si lo que se solicita se percibe como algo que ayuda o hace un bien. Comprarle comida a alguien ayuda a esa persona y prestarle dinero para que vuelva a casa también, así que esta es una solicitud que tiene mayores probabilidades de verse satisfecha por la persona a quien le sea requerida. Vigilar mientras alguien garabatea obscenidades en el capó del coche de su «ex» no está bien, por lo que lo más normal es que, cuando ese alguien pida luego al improvisado «vigilante» que lo lleve en coche hasta la casa de su «ex» para romperle una ventana de un ladrillazo, este se niegue. Y es que, en el fondo, la gente suele ser bastante buena.

El «pie en la puerta» requiere también de un mínimo de coherencia entre lo que se pide en las diversas ocasiones para ser un método efectivo: por ejemplo, si primero se presta dinero, funciona mejor que luego también se preste dinero. Que alguien acceda a acercar a otra persona en coche hasta el domicilio de esta no significa que luego vaya a acceder a cuidar un mes entero de la pitón que esa persona tiene de mascota, porque ¿qué conexión habría entre lo primero y lo segundo? Para la mayoría de personas, una cosa es «acercar a alguien en mi coche hasta algún lugar» y otra muy distinta es «tener una serpiente gigante en mi casa».

Pero, pese a todos esos condicionantes, la del «pie en la puerta» es, sin duda, una técnica potente. Probablemente, muchos de ustedes habrán «sufrido» ya a ese pariente que comienza pidiéndoles que le ayuden a instalar un ordenador y termina usándoles de servicio técnico abierto las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, por ejemplo. Eso es el «pie en la puerta».

Según un estudio publicado por N. Guéguen en 2002, esa táctica funciona incluso en entornos digitales en línea[172]. Los estudiantes que accedían a una petición enviada por correo electrónico para que abrieran un archivo adjunto eran más proclives a aceptar participar luego en una cíber-encuesta más larga y difícil. La persuasión depende a menudo del tono, la presencia, el lenguaje corporal, el contacto visual, etcétera, pero ese estudio nos muestra que no son elementos necesarios. Y es que el cerebro parece estar inquietantemente ansioso por mostrarse solícito con las peticiones de otras personas.

Hay otra técnica que consiste, por el contrario, en sacar partido del hecho de que una persona no haya accedido a una solicitud que se le ha formulado anteriormente. Digamos que alguien le pide a alguno de ustedes guardar todas sus cosas en su casa (de usted) mientras él está de mudanza. Eso supone un engorro para usted, así que le responde que no. Pero luego le pide si, por lo menos, le podría prestar su coche durante el fin de semana para trasladar sus cosas a un guardamuebles. Esa es una petición más asequible, así que usted le dice entonces que sí. Pero eso no significa que prestarle el coche a otra persona durante todo el fin de semana no sea también una molestia para usted: lo que pasa es que es menos molestia que la que le habría supuesto acceder a la petición original. El caso es que, al final, una persona acaba usando el coche de la otra cuando esta normalmente no habría accedido de entrada a algo así.

He ahí un ejemplo de uso de la llamada técnica de la «puerta en la cara». Suena agresiva, pero no se confundan: es la persona que está siendo manipulada la que, presuntamente, le «da con la puerta en las narices» a quien le está pidiendo algo. Pero quien le cierra la puerta a alguien (metafórica o literalmente hablando) se siente mal por hacerlo y eso despierta en esa persona un deseo de «compensar» a la otra por ello, lo que hace que acceda a otras peticiones más asequibles que esta le pueda formular a continuación.

Las solicitudes cursadas a través de la táctica de la «puerta en la cara» (PEC) pueden estar mucho más próximas entre sí en el tiempo que las del «pie en la puerta» (PEP). A fin de cuentas, en un caso de PEC (a diferencia de lo que ocurre en un caso de PEP), la primera petición ha sido denegada, por lo que la persona a quien se le ha pedido hacer algo no ha accedido a hacer nada todavía. También hay datos que indican que la de la PEC es una técnica más potente. Según un estudio presentado en 2011 por Annie Cheuk-ying Chen y sus colaboradores, en el que se recurrió tanto al PEP como a la PEC para convencer a diversos grupos de estudiantes de que realizaran un test de aritmética[173], el «pie en la puerta» obtuvo un porcentaje de «convicciones» del 60%, mientras que la «puerta en la cara» se acercó al ¡90%! La conclusión de dicho estudio fue que, si queremos que los alumnos hagan algo determinado, es mejor aplicar un método de «puerta en la cara», un nombre que sin duda habría que cambiar si quisiéramos incluir dicha técnica en la política educativa nacional y anunciarla públicamente a la ciudadanía en general.

La fuerza y la fiabilidad de la PEC seguramente explican por qué se utiliza tanto en el entorno de las transacciones económicas. Los científicos han llegado incluso a evaluar sus efectos en ese terreno: así, un estudio a cargo de Ebster y Neumayr, publicado en 2008[174], mostró que la PEC resultó muy eficaz para vender queso en un refugio de alta montaña a los viajeros y excursionistas que estaban por allí de paso. (Nótese que los refugios de montaña son un escenario bastante poco habitual para los experimentos en nuestro campo).

También existe una técnica de la «bola baja», que se asemeja a la del «pie en la puerta» por cuanto es el resultado de que alguien acceda inicialmente a una petición, aunque tiene un desenlace distinto.

La táctica de la «bola baja» consiste en que alguien acceda a algo (a pagar un precio determinado, o a finalizar un trabajo en un plazo concreto, o a redactar un documento de un cierto número de palabras) para que, acto seguido y sin que esta se lo espere, la otra persona incremente la petición inicial. Lo sorprendente es que, a pesar de la frustración y el enojo que esa incrementada exigencia genera, la mayoría de personas acceden a ella de todos modos. En un sentido puramente técnico, tendrían sobrados motivos para negarse: no deja de ser un gesto por el que una persona está rompiendo un acuerdo previo y lo está haciendo para su beneficio personal. Pero las personas nos amoldamos casi sin excepción a esa petición súbitamente incrementada, siempre y cuando no sea demasiado excesiva: es obvio que, si accedemos a pagar setenta libras por un reproductor de DVD de segunda mano, no lo haremos si de pronto nos piden por él los ahorros de toda una vida y el primer hijo que engendremos a partir de entonces.

La «bola baja» puede usarse para hacer que las personas trabajemos gratis. Más o menos. En un estudio de Burger y Cornelius (investigadores de la Universidad de Santa Clara) publicado en 2003, se pedía a las personas participantes que accedieran a rellenar una encuesta a cambio de un obsequio: una taza para café[175]. Cuando ya habían dicho que sí, se les decía que no quedaban tazas. Pues, bien, la mayoría se decidían igualmente a rellenar la encuesta, aun sabiendo que no recibirían la recompensa inicialmente prometida. Otro estudio de 1978 (este a cargo de Cialdini y su equipo de colaboradores) constató que era mucho más probable que los estudiantes universitarios a quienes se lo pedían se presentaran a un experimento programado para las siete de la mañana si antes ya habían accedido a presentarse a ese mismo experimento cuando se les había dicho que sería a las nueve, que si se les pedía de entrada que acudieran a un experimento programado desde el primer momento para las siete de la mañana[176]. Y está claro que la magnitud de la recompensa o del coste no son los únicos factores que condicionan la eficacia de la táctica de la «bola baja»: muchos estudios del funcionamiento de esta técnica han mostrado que el hecho de dar un consentimiento activo y voluntario a un acuerdo antes de que la otra parte lo cambie es consustancial a seguir dándolo después de que se haya producido esa modificación unilateral.

Los tres aquí mencionados son los más conocidos de los múltiples métodos existentes para manipular a otras personas con el fin de que se amolden a nuestros deseos (otro ejemplo es la «psicología inversa», del que bajo ningún concepto deberían ustedes buscar información). La cuestión es: ¿tiene todo esto alguna lógica evolutiva? Se supone que la evolución funciona potenciando la «supervivencia de los más aptos», pero ¿en qué sentido puede ser una ventaja para un individuo el hecho de que sea fácilmente manipulable? Analizaremos esta cuestión más a fondo en una sección posterior, pero de lo que no hay duda es de que las técnicas de persuasión o búsqueda de conformidad aquí descritas pueden explicarse sin excepción a partir de ciertas tendencias de nuestro cerebro[XX].

Muchas de esas tendencias están ligadas a la imagen que tenemos de nosotros mismos. En el capítulo 4 vimos que el cerebro (a través de sus lóbulos frontales) posee las capacidades de la introspección y la autoconciencia. Así que no es tan descabellado que usemos la información así procesada y almacenada y «ajustemos» en función de ella cualquier posible fallo o defecto personal nuestro. Habrán oído que, a veces, las personas nos «mordemos la lengua» para no decir algo, pero ¿por qué lo hacemos? Puede ser que pensemos que el bebé de un conocido nuestro es feo de verdad y que, sin embargo, nos reprimamos y, en vez de eso, digamos: «¡Oh, pero qué ricura de niño!». Esto hace que otras personas tengan un mejor concepto de nosotros, un concepto que no tendrían si les dijéramos la verdad. Se trata de un fenómeno conocido como «gestión de las impresiones»: intentamos controlar la impresión que las personas se llevan de nosotros a través de los comportamientos sociales. Nos importa (a un nivel neurológico incluso) lo que los demás piensen de nosotros y somos capaces de hacer lo imposible para gustarles.

En 2014, Tom Farrow y sus colaboradores en la Universidad de Sheffield llevaron a cabo un estudio en el que hallaron que la gestión de las impresiones genera cierta activación en el córtex prefrontal medial y en el córtex prefrontal ventrolateral izquierdo, así como en otras regiones, entre las que se incluyen el mesencéfalo y el cerebelo[177]. No obstante, esas áreas solo se volvían sensiblemente activas cuando los sujetos estudiados intentaban dar una mala impresión de sí mismos adrede, es decir, cuando elegían conductas con el propósito de desagradar a las demás personas. Si optaban por comportamientos con los que proyectar una buena imagen de sí mismos, no se apreciaba diferencia detectable alguna con respecto a la actividad cerebral normal.

La conclusión extraída por los autores del estudio no solo fue que los sujetos demostraron procesar mucho más rápido aquellos comportamientos proyectores de una buena imagen de sí mismos que aquellos otros difusores de una mala imagen, sino también que procurar ofrecer una buena impresión de nosotros mismos a los demás es algo a lo que el cerebro se dedica constantemente. Intentar detectar algo así en un escáner es como buscar un árbol concreto en un bosque muy denso: no hay nada que haga que destaque de su entorno. El estudio en cuestión era reducido, limitado únicamente a veinte sujetos, por lo que es posible que, con el tiempo, terminemos encontrando procesos asociados específicamente a esas conductas. Pero el hecho de que se observara tal disparidad entre las personas que proyectaban una imagen favorable de sí mismas y las que proyectaban otra desfavorable es ciertamente llamativo.

Pero ¿qué tiene eso que ver con el manipular a otras personas? Para empezar, nos indica que el cerebro parece estar diseñado para que gustemos (o, según cómo se mire, para que él mismo guste) a otras personas. Todas las técnicas dirigidas a conseguir la conformidad de otros individuos, posiblemente aprovechan ese deseo que tenemos los seres humanos de causar una impresión positiva en los demás. Y es aprovechable precisamente por lo arraigado que está ese impulso en nosotros.

Si usted accede a satisfacer una petición de otra persona, el hecho de que luego le niegue otra de similar índole probablemente cause una decepción y dañe la opinión que esa persona tenga de usted, así que la táctica del «pie en la puerta» tiene ahí un resquicio por el que hacerse efectiva. Si usted ha rechazado una petición muy grande, será consciente de que quien se la ha hecho no estará muy contento con usted por ello, así que estará más dispuesto a acceder a una petición más modesta a modo de «consolación»: por eso funciona la «puerta en la cara». Y si ha accedido a hacer o pagar algo y luego le incrementan inesperadamente lo que le piden, echarse atrás también causaría una decepción y proyectaría una imagen negativa de usted: de ahí que la «bola baja» también funcione. Y todo simplemente porque queremos que las demás personas tengan una buena opinión de nosotros, hasta el punto incluso de que ese deseo anula nuestro buen juicio o nuestra lógica.

Ni que decir tiene que la cosa no se reduce solamente a esto y que es más compleja. La imagen que tenemos de nosotros mismos tiene que ser coherente a lo largo del tiempo y, por eso, en cuanto el cerebro toma una decisión al respecto, modificarla puede resultar sorprendentemente difícil, como bien sabrá cualquiera que haya intentado explicarle a un pariente anciano que no todos los extranjeros son unos ladrones mugrientos. Ya vimos anteriormente que pensar una cosa y hacer otra contradictoria con lo que pensamos crea una disonancia, un estado agobiante en el que pensamiento y acción no se corresponden. Como respuesta a ello, el cerebro suele cambiar su modo de pensar para ajustarlo a la conducta y restablecer así la armonía.

Digamos que un amigo suyo quiere dinero y usted no quiere dárselo. Pero opta por prestarle una cantidad ligeramente menor. ¿Por qué hace usted algo así si no pensaba que la petición fuera aceptable? Pues porque usted quiere ser coherente consigo mismo, pero también quiere gustar, así que su cerebro decide que usted sí quiere realmente darle dinero a esa persona y ahí interviene la dinámica que se explota con la táctica del «pie en la puerta». Eso también explica por qué hacer una elección activa es importante para la efectividad de la «bola baja»: el cerebro ha tomado una decisión y se ceñirá a ella para ser coherente, aun cuando el motivo inicial para haber tomado esa decisión haya desaparecido: usted se ha comprometido y la gente cuenta con usted.

Hay que tener en cuenta también el principio de reciprocidad, un fenómeno singularmente humano (por lo que sabemos) por el que las personas corresponden portándose bien con quienes se portan bien con ellas, saltándose incluso lo que su propio interés particular les dictaría que hicieran[178]. Si usted rechaza la petición de otra persona y esta le viene luego con otra más pequeña, usted lo percibe como si la peticionaria se estuviera portando bien con usted y accede entonces a ser desproporcionadamente bueno con ella como respuesta. Se cree que el «pie en la puerta» saca partido de esa tendencia nuestra, pues el cerebro interpreta que ese «rebajar la petición con respecto a la inmediatamente anterior» es como si esa persona nos estuviera haciendo un favor. ¿Por qué? Porque el cerebro es idiota.

Al mismo tiempo, está la cuestión del dominio y el control sociales. A algunas personas (¿a la mayoría quizá?), en las culturas occidentales al menos, les gusta que las consideren dominantes y/o en posesión del control, porque el cerebro interpreta que ese estado es más seguro y gratificante. Esa tendencia puede manifestarse muchas veces de algún que otro modo ciertamente cuestionable. Si alguien nos pide algo, entendemos que está supeditándose a nosotros y que, concediéndoselo, conservamos nuestra posición de dominio (y nuestra imagen favorable y agradable). El «pie en la puerta» encaja a la perfección en esa dinámica.

Si usted rechaza la petición que le formula alguien, también está ejerciendo un dominio. Si esa persona le viene luego con una petición más modesta, le estará dando a entender que ha entendido que está subordinada a usted, por lo que, accediendo a concederle lo que le pide, usted podrá seguir siendo un individuo dominante y querido: doble ración de buenas sensaciones. La táctica de la «puerta en la cara» puede sustentarse sobre eso mismo. Y pongamos por caso que usted ha decidido hacer algo y que alguien le cambia luego los parámetros. Si usted se echa atrás entonces, estará dando a entender que ese alguien tiene control sobre usted. Ni hablar. Usted seguirá adelante con la decisión original igualmente, porque usted es buena persona, qué demonios: entra en escena entonces la «bola baja».

Resumiendo, nuestros cerebros hacen que queramos gustar, ser superiores y ser coherentes con nosotros mismos. De resultas de ello, nuestros propios cerebros nos vuelven vulnerables a cualquier persona sin escrúpulos que quiera nuestro dinero y tenga unas mínimas nociones de regateo. Desde luego, se necesita un órgano increíblemente complejo para hacer algo así de estúpido.