Cree en ti y podrás conseguir lo que te propongas…
dentro de lo razonable

(Dónde encuentra y cómo usa la motivación cada persona)

«Cuanto más duro es el viaje, más dulce la llegada». «El esfuerzo no es más que la base sobre la que se fundan los cimientos de una casa que eres tú mismo».

Hoy en día, no podemos entrar en un gimnasio, una cafetería o un comedor de empresa sin que nos reciba algún que otro cartel con insípidos mensajes motivacionales como los dos anteriores. La sección previa, dedicada a la ira, analizaba cómo esa emoción puede motivar a alguien para que responda a una amenaza de un modo específico a través de unos circuitos cerebrales destinados a ello, pero aquí hablaremos de la motivación a más largo plazo: entendida más como un «impulso» motor que como una reacción.

¿Qué es la motivación? Sabemos cuándo no estamos motivados: muchas son las misiones que se han ido al traste porque la persona responsable de llevarlas a cabo procrastinó (difirió, aplazó) por pura desgana demasiada parte de la tarea hasta que ya fue demasiado tarde. La procrastinación no deja de ser una consecuencia de dejarse llevar por la motivación para hacer lo que no toca (si lo sabré yo, que he tenido que desconectar mi wifi para terminar este libro). En un sentido muy amplio, la motivación podría definirse como la «energía» que una persona necesita para mantener su interés por (o trabajar en pos de conseguir) un proyecto, objetivo o resultado. Una de las primeras teorías sobre la motivación es del mismísimo Sigmund Freud. Según el principio hedónico freudiano (o, como se le llama en ocasiones, el «principio de placer»), los seres vivos se sienten compelidos a buscar e ir en pos de aquello que proporciona placer, y a evitar aquellas otras cosas que provocan dolor y malestar[153]. Que esto es algo que ocurre en realidad difícilmente podría negarlo nadie, como bien han demostrado también diversos estudios sobre el aprendizaje animal. Basta con colocar a una rata en una caja y poner en ella un botón. El animal lo presionará tarde o temprano por pura curiosidad. Si cuando lo presiona, le dan un alimento que le gusta, la rata no tardará en aficionarse a presionar el botón con frecuencia porque asociará esa acción a una sabrosa recompensa. No sería demasiado metafórico decir que, de pronto, se sentirá muy motivada para activar la palanquita de marras.

Tan fiable proceso es lo que se conoce como una condición operante, es decir, una forma de recompensa que incrementa o disminuye la frecuencia del comportamiento concreto asociado a ella. Eso es algo que ocurre también con nosotros, los humanos. Si a un niño le damos un juguete nuevo cada vez que ordena y limpia su habitación, es mucho más probable que quiera volver a hacerlo cuando se presente la ocasión. También funciona con personas adultas: en el caso de estas, basta con ofrecerles otra recompensa más adecuada a su edad. En cualquiera de esos casos, la consecuencia es que la desagradable tarea de limpiar y ordenar una habitación pasa a estar asociado a una consecuencia positiva, por lo que existe una motivación para llevarla a cabo.

Todo esto podría parecer una confirmación en toda regla del principio hedónico de Freud, pero ¿desde cuándo son tan simples los seres humanos y sus fastidiosos cerebros? Existen sobrados ejemplos cotidianos que demuestran que la motivación consiste en algo más que la simple búsqueda del placer o la aversión al desagrado. Las personas hacemos constantemente cosas que no nos proporcionan ningún placer físico inmediato o evidente.

Ir al gimnasio, por ejemplo. Aun cuando es verdad que la actividad física intensa puede producirnos euforia o sensaciones de bienestar[XVI], eso no es algo que suceda siempre y tampoco priva de que siga haciendo falta realizar un esfuerzo penoso y agotador para llegar a ese punto, así que no hay ningún placer físico obvio que obtener del hecho de hacer ejercicio (y digo esto como alguien que nunca en su vida ha disfrutado en un gimnasio ni rascándose la espalda). Y, sin embargo, la gente lo hace. Sea cual sea su motivación para ello, está claro que se trata de algo que va más allá del placer físico inmediato.

Hay más ejemplos. Las personas que donan regularmente dinero a organizaciones y campañas benéficas para que se beneficien de él unos desconocidos con los que no se encontrarán cara a cara nunca en la vida. Las personas que hacen constantemente la pelota a un jefe sumamente desagradable con la vaga esperanza de que un día les dé un ascenso. Las personas que leen libros cuya lectura no están disfrutando en realidad, pero que perseveran en el empeño porque quieren aprender algo. Ninguna de esas cosas supone un placer inmediato y algunas de ellas representan incluso experiencias desagradables, de aquellas que, según Freud, tenderíamos a evitar. Pero no las evitamos.

Esto nos da a entender que las tesis freudianas a este respecto pecan de un exceso de simplismo[XVII] y que se hace necesario abordar el tema desde una perspectiva más compleja. Por ejemplo, podríamos sustituir la noción de «placer inmediato» por la de «necesidades». En 1943, Abraham Maslow ideó su famosa «jerarquía de necesidades» sobre la base de que hay ciertas cosas de las que todos los seres humanos precisamos para funcionar como tales y que, por tanto, esas son necesidades que sentimos la motivación de satisfacer[154].

La jerarquía de Maslow se presenta habitualmente en forma de una pirámide escalonada. En el nivel más bajo de la misma, se sitúan aquellos requerimientos biológicos como la comida, la bebida o el aire (y no cabe duda de que, si a alguien le falta el aire, estará motivadísimo para encontrarlo donde sea). Por encima de ese nivel, está el de las necesidades relacionadas con la seguridad: un techo, la seguridad personal, la seguridad financiera o todo aquello que nos protege de sufrir un daño físico, entre otras cosas. El siguiente es el nivel de la «pertenencia»: los humanos somos criaturas sociales y necesitamos aprobación, apoyo y afecto de los demás (o, cuando menos, interacción con ellos). Por algo el confinamiento en celdas de aislamiento en las prisiones está considerado un castigo severo.

Luego, está la «estima»: la necesidad, no ya de ser reconocidos o de gustar, sino de ser respetados realmente por los demás y por nosotros mismos. Las personas tenemos unos criterios morales y de conducta que valoramos y por los que nos regimos, y por los que esperamos que las demás nos respeten. Los comportamientos y los actos que puedan conducir a que seamos respetados por ello son, pues, una fuente de motivación para nosotros. Y, por último, está la «autorrealización», es decir, el deseo de (y, por tanto, la motivación para) desarrollar nuestro propio potencial personal. ¿Que usted cree que podría ser el mejor pintor del mundo? Pues le motivará precisamente eso, el convertirse en el mejor pintor del planeta. Aunque, con lo subjetivo que es el arte, puede que, técnicamente hablando, usted ya sea el mejor pintor del mundo. Felicidades, si es así.

La idea que subyace a la teoría maslowiana es que toda persona estará motivada para ir satisfaciendo sucesivamente las necesidades de cada nivel: primero, las del primer nivel, luego las del segundo, a continuación las del tercero, y así sucesivamente hasta satisfacer todas las necesidades e impulsos y llegar a ser la mejor persona posible. Es una idea hermosa y que está muy bien, pero el cerebro no es tan pulcro ni organizado. Muchas personas no siguen el orden marcado por la jerarquía de Maslow; algunas se sienten motivadas para dar hasta el último céntimo de su dinero a fin de ayudar a un extraño que lo necesita, o para ponerse ellas mismas en una situación de riesgo con tal de salvar a un animal en peligro (salvo que se trate de una avispa, claro), aun a pesar de que ese animal no puede por medio alguno respetarlas o recompensarlas por su heroicidad (especialmente si se trata de una avispa, que probablemente las aguijonearía y aun se regodearía con sus risitas de avispa malvada).

También está el sexo. El sexo es un motivador muy potente. Y para comprobarlo, basta abrir los ojos en cualquier momento y lugar. Maslow afirmaba que el sexo es una de las necesidades del nivel básico de la jerarquía, pues constituye un impulso biológico primitivo y potente. Pero las personas pueden vivir sin sexo. Tal vez no sea una opción totalmente de su agrado, pero es perfectamente posible. Además, ¿por qué quieren sexo las personas? ¿Por unas ansias primitivas de placer o de reproducirse, o por el deseo de tener un contacto próximo e íntimo con otra persona? ¿O acaso es porque las demás personas consideran las andanzas sexuales una señal de éxito y un motivo de respeto hacia quien las vive? El sexo está presente en todas las categorías de la jerarquía.

Ciertas investigaciones recientes sobre el funcionamiento del cerebro nos facilitan otra manera de enfocar e interpretar el concepto de motivación. Muchos científicos han establecido una diferencia entre la motivación intrínseca y la extrínseca. ¿Nos motivan factores externos o internos? Las motivaciones externas son las que se derivan de otras personas. Alguien que nos paga para ayudarle en una mudanza: he ahí una motivación externa. Usted no va a disfrutar haciendo esa actividad, que suele ser tediosa y nos obliga a levantar mucho peso, pero como obtendrá una recompensa económica por ello, la hace y ya está. También podría ser una motivación más sutil. Imaginen que todo el mundo comenzara a llevar sombreros de cowboy porque se han puesto «de moda» y usted también quisiera ir moderno y, por ello, se comprase un sombrero amarillo de vaquero del Oeste y lo llevase habitualmente por la calle. Tal vez no le gusten esos sombreros, y puede incluso que le parezca que la gente se ve estúpida con ellos puestos, pero como otras personas han decidido que no es así, usted también ha querido hacerse con uno y lo ha comprado. Lo que vemos ahí es otra forma de motivación extrínseca.

Las motivaciones intrínsecas, por su parte, son las que se dan cuando nos sentimos impulsados a hacer cosas por decisiones o deseos que vienen de nosotros mismos. Decidimos, basándonos en nuestra propia experiencia y nuestro propio aprendizaje personal, que ayudar a las personas enfermas es una actividad noble y gratificante y eso nos motiva para estudiar medicina y convertirnos en médicos. He ahí una motivación intrínseca. Si lo que nos mueve a estudiar medicina es que los médicos cobran mucho dinero, nos estaríamos apoyando en una motivación de índole más extrínseca.

Las motivaciones intrínsecas y extrínsecas mantienen un delicado equilibrio. Y no solo entre las primeras y las segundas, sino también entre las de cada uno de esos dos tipos por su lado. En 1988, Deci y Ryan formularon la teoría de la autodeterminación, concepto con el que se referían a lo que motiva a las personas en ausencia de toda influencia externa y que, por tanto, es cien por cien intrínseco[155]. Según sus tesis, las personas están motivadas para conseguir autonomía (control sobre las cosas), competencia (destreza a la hora de hacer cosas) y relatedness o conexión (reconocimiento por las cosas que hacen). Todo esto explica por qué los jefes obsesionados por «microgestionarlo» todo, controladores e intervencionistas, son tan irritantes: cuando tenemos a alguien sobrevolando continuamente nuestra mesa de trabajo y diciéndonos una y otra vez con todo lujo de detalles cómo tenemos que hacer hasta la tarea más simple, nos sentimos despojados de todo control sobre nosotros mismos, lo que destruye nuestra sensación de competencia y representa además una forma de comportarse con la que, a menudo, resulta imposible identificarse (la mayoría de esos jefes controladores al milímetro parecen poco menos que sociópatas, sobre todo para quienes tienen la mala suerte de estar a merced de alguno).

En 1973, Lepper, Greene y Nisbett apuntaron la existencia de un efecto de justificación excesiva[156]. Los autores del estudio dieron material de pintura artística a niños de guardería para que jugaran con él. A algunos les dijeron que les premiarían por usarlo; a los otros los dejaron jugar a su aire. Una semana después, los niños que no habían sido recompensados estaban mucho más motivados para usar el material de pintura de nuevo. Y es que quienes habían decidido por su propia cuenta que aquella actividad creativa era divertida y gratificante habían sentido mayor motivación para hacerla que quienes recibieron premios de otras personas por hacerla.

Parece que el hecho de que asociemos un resultado positivo con nuestros propios actos pesa más que si el resultado positivo viene de fuera de nosotros mismos. ¿Quién puede asegurar que nos van a recompensar la próxima vez? La motivación disminuye en consecuencia.

La conclusión evidente que se deduce de lo anterior es que premiar a las personas por que realicen una tarea puede, en realidad, reducir la motivación de estas para realizarla, mientras que darles más control o autoridad sobre sus propios actos incrementa su motivación. Esa idea ha sido recogida (con gran entusiasmo, cómo no) por el mundo empresarial, en buena medida, porque presta credibilidad científica a la noción de que es mejor ceder mayor autonomía y responsabilidad a los empleados que pagarles más por su trabajo. Y si bien algunos investigadores sugieren que esa es una apreciación correcta, también es cierto que existen datos de sobra que la contradicen. Si pagar a alguien por su trabajo reduce su motivación, entonces los altos ejecutivos que cobran millones no deben de estar haciendo nada de nada, ¿no? Pero que conste que yo no estoy afirmando tal cosa. ¡Ni a insinuarlo me atrevería siquiera!: a fin de cuentas, aunque los multimillonarios hayan perdido toda motivación para hacer nada, siempre pueden permitirse equipos de abogados muy motivados para trabajar velando por los intereses de sus clientes.

La tendencia egotista del cerebro también puede ser un factor en ese sentido. En 1987, Edward Tory Higgins elaboró la llamada teoría de la autodiscrepancia[157]. En ella, argumentaba que el cerebro tiene una serie de «yoes». Está el yo «ideal», que es aquello que queremos ser y que se deriva de nuestras metas, nuestras tendencias y nuestras prioridades. Usted podría ser un programador informático bajito y fornido de la Escocia profunda cuyo yo ideal consistiría más bien en ser un jugador de voleibol bien bronceado residente en una isla caribeña. Esto segundo sería entonces su aspiración máxima, la persona que usted quiere ser.

Está también el yo «que debería», que es cómo cree usted que debería comportarse para llegar a ser ese yo ideal al que aspira. Siguiendo con el ejemplo anterior, su yo «que debería» es alguien que evita las comidas ricas en grasa y el gasto superfluo de dinero, que aprende a jugar a voleibol y está atento a cómo evoluciona el precio del mercado inmobiliario en Barbados. Ambos yoes proporcionan motivación: el ideal aporta una motivación de tipo positivo que nos anima a hacer cosas que nos acerquen a nuestro ideal. El yo «que debería» nos motiva en un sentido más negativo, es decir, para «evitar» cosas, para impedir que insistamos en aquellas prácticas que nos alejan de nuestro ideal. ¿Que le apetece pedir pizza para comer? Ya, pero eso no es lo que debería hacer, ¿no? Hoy toca otra vez ensalada.

La personalidad también tiene su importancia. En lo que a motivarse respecta, el locus de control de una persona puede ser un elemento crucial. Recordemos que el locus es la medida en que un individuo siente que tiene control sobre los acontecimientos en los que se ve envuelto. Podríamos encontrarnos ante una persona egotista que cree que el planeta y quienes en él viven giran en torno a ella, porque ¿quién mejor para ser el centro del mundo? O podría tratarse de alguien mucho más pasivo, que siente que siempre está a merced de las circunstancias. Es posible que esas sensaciones, además, tengan mucho de cultural: las personas criadas en una sociedad capitalista occidental, a quienes se les dice desde muy pequeñas que pueden tener todo aquello que quieran o se propongan, tendrán mayor sensación de control sobre sus propias vidas, mientras que aquellas que vivan en un régimen totalitario probablemente carezcan de ella.

Sentirse como una víctima pasiva de los acontecimientos puede ser dañino para una persona: puede reducir su cerebro a un estado de impotencia aprendida. Alguien así no cree que pueda cambiar su situación, así que carece también de la motivación para intentarlo siquiera. Por consiguiente, esas personas no tratan de hacer nada, pero, con su inacción, solo consiguen empeorar las cosas. Esto, a su vez, reduce más aún el optimismo y la motivación de esos individuos, con lo que el ciclo prosigue hasta que terminan convertidos en una ruina incapaz de nada, paralizados por el pesimismo y una nula motivación. Cualquiera que haya pasado por una ruptura sentimental traumática probablemente comprenderá muy bien a qué me refiero.

El punto de origen exacto de la motivación en el cerebro humano no está claro. Interviene el circuito de recompensa del mesencéfalo, pero también la amígdala, debido al fuerte componente emocional implícito en aquellas cosas que nos motivan. También están relacionadas ciertas conexiones con el córtex frontal y con otras áreas ejecutivas, pues buena parte de nuestra motivación está basada en la planificación y la expectativa de algún tipo de recompensa. Hay quienes sostienen incluso que existen dos sistemas de motivación separados: uno de índole cognitiva avanzada que nos provee de metas y aspiraciones vitales, y otro de carácter reactivo más básico que nos dice: «¡Qué miedo, corre!», o «¡Mira, pastel, cómetelo!».

Pero el cerebro tiene también otras singularidades que ayudan a producir motivación. En la década de 1920, la psicóloga rusa Bluma Zeigarnik advirtió, mientras estaba sentada en un restaurante, que el personal que atendía las mesas parecía ser capaz de recordar solamente aquellas comandas que estaban atendiendo en aquel preciso momento[158]. Una vez servido el cliente, los camareros parecían olvidar todo rastro de aquel pedido. El fenómeno fue luego estudiado de forma experimental. A los sujetos participantes se les asignaban unas tareas simples, pero a algunos de ellos se les interrumpía antes de que hubieran podido llevarlas a cabo. La evaluación posterior de los resultados reveló que aquellas personas a quienes se había interrumpido en pleno proceso de desempeño de su tarea habían podido recordarlas mucho mejor e incluso habían querido terminarlas aun después de que se hubiese dado por concluida su participación en la prueba experimental (y a pesar de que nadie les había prometido recompensa alguna por finalizarlas).

Aquello dio origen a lo que hoy se conoce como el efecto Zeigarnik, que es como se denomina el hecho de que al cerebro no le guste que las cosas se queden a medias. Esto explica por qué las series (y otros programas) de televisión recurren tan a menudo a terminar los episodios con una situación de suspense: esa trama argumental pendiente de resolución obliga a los espectadores a mirar el episodio siguiente, solo por poner fin a la incertidumbre.

Así pues, al parecer, la segunda manera más efectiva de motivar a las personas para que hagan algo es dejarlo inconcluso y limitarles las posibilidades de concluirlo. Bueno, sí, hay un modo más eficaz aún de motivar a las personas…, pero eso lo revelaré en mi próximo libro.