Los crucigramas no ayudan realmente apreservar
la agudeza mental

(Por qué es muy difícil incrementar la potencia cerebral)

Existen muchas formas de parecer más inteligentes (por ejemplo, empleando expresiones como «au courant» con un ejemplar de The Economist bajo el brazo), pero ¿podemos realmente volvernos más inteligentes de lo que somos? ¿Es posible «incrementar nuestra potencia cerebral»?

Aplicado al cuerpo, el término «potencia» suele referirse a la capacidad para ejecutar algo o para actuar de un modo determinado, y la noción de «potencia cerebral» va invariablemente vinculada a las capacidades clasificadas bajo el epígrafe de «inteligencia». En principio, sería factible aumentar la cantidad de energía contenida en el cerebro si conectáramos nuestra cabeza a un circuito enchufado a su vez a un generador eléctrico industrial, pero eso difícilmente nos beneficiaría en nada, a menos que estuviéramos muy interesados en hacer volar nuestra mente… literalmente (en pedacitos).

Probablemente habrán visto alguna vez anuncios de sustancias, artilugios o técnicas que prometen potenciar su capacidad cerebral, generalmente previo pago de una determinada suma de dinero. Es muy improbable que ninguna de esas cosas funcione realmente de forma significativa, porque, si lo hicieran, serían mucho más populares de lo que son, y todo el mundo estaría haciendo crecer su inteligencia y su cerebro hasta que nuestros cuerpos se vinieran abajo, aplastados por el peso del contenido de nuestros propios cráneos. Pero ¿cómo se aumenta de verdad la potencia cerebral y se eleva la inteligencia?

Para responder a esa pregunta, sería útil de entrada conocer lo que diferencia un cerebro poco inteligente de otro muy inteligente, y cómo podemos convertir el primero en el segundo. Un factor potencial para ello es algo que, en principio, parece no corresponderse con la lógica: los cerebros inteligentes consumen menos energía.

Tan contraintuitiva tesis surgió de los datos obtenidos de estudios con escáneres en los que se observa y se registra directamente la actividad cerebral, como aquellos que aprovechan la llamada «imagen por resonancia magnética funcional» (IRMf). Esta es una técnica ingeniosa que permite observar la actividad metabólica (las «cosas que hacen» los tejidos y las células) de las personas colocadas en escáneres de IRM. La actividad metabólica requiere de oxígeno, suministrado a su vez por la sangre. Un escáner de IRMf puede indicar la diferencia entre la sangre oxigenada y la desoxigenada, así como cuándo una se transforma en la otra, algo que ocurre a niveles especialmente elevados en aquellas áreas del organismo que están metabólicamente activas en un determinado momento, como puede ser el caso de aquellas regiones cerebrales que se refuerzan más durante la realización de alguna tarea. Básicamente, con la IRMf se puede hacer un seguimiento de la actividad del cerebro y detectar qué partes están especialmente activas en cada momento. Por ejemplo, si un sujeto está efectuando un esfuerzo memorístico, las áreas del cerebro requeridas para el procesamiento de recuerdos estarán más activas de lo normal y así se verán en el escáner. Siguiendo esa lógica, las áreas que evidencien una actividad aumentada podrían considerarse áreas dedicadas al procesamiento de la memoria.

La realidad no es tan sencilla, porque el cerebro está constantemente en acción en muchos sentidos diferentes, así que, para advertir las partes «más» activas en cada momento, se necesita filtrar y analizar muchos datos. No obstante, el grueso de los estudios actuales sobre la identificación de regiones cerebrales con funciones específicas han recurrido a la IRMf.

Hasta aquí, ningún problema: cabe esperar que una región responsable de alguna acción específica esté más activa cuando haya que realizar esa acción, del mismo modo que los bíceps de un halterófilo consumen más energía cuando este está levantando una haltera. Pero no. Según las imprevistas conclusiones de varios estudios sobre esta cuestión, como los que Larson y sus colaboradores publicaron en 1995[115], en aquellos ejercicios diseñados para testar la inteligencia fluida, se detectaba actividad en el córtex prefrontal…, salvo en los casos en que el sujeto hacía muy bien el ejercicio.

Y es que conviene aclarar que no parecía que la región supuestamente responsable de la inteligencia fluida estuviese siendo usada en los casos de aquellas personas que poseían niveles elevados de dicha clase de inteligencia. Aquello no tenía mucho sentido: era como pesar a personas diversas y descubrir que solo las más ligeras daban un peso en la báscula. Tras analizar los datos más a fondo, se averiguó que los sujetos inteligentes presentaban actividad en el córtex prefrontal, pero solo cuando las tareas o los ejercicios a los que se enfrentaban eran difíciles para ellos: suficientemente difíciles como para que tuvieran que esforzarse para resolverlos. De ello se dedujeron unas cuantas conclusiones interesantes.

La inteligencia no es el producto de una región cerebral específicamente dedicada a ella, sino de varias, todas ellas interconectadas entre sí. En las personas inteligentes, parece ser que esos nexos y conexiones son más eficientes y están mejor organizados, lo que hace que precisen de menos actividad total para funcionar. Imaginémonos una situación parecida, pero con automóviles: si alguien tiene un coche con un motor que ruge como si una manada de leones imitara el estruendo de un huracán, y otra persona tiene otro vehículo cuyo motor no hace ruido alguno, no podemos suponer automáticamente (ni mucho menos) que el primero es el mejor modelo de los dos. Es muy posible que el ruido y la actividad se deban a que está intentando hacer algo que el modelo más eficiente puede hacer con un esfuerzo mínimo. Existe un consenso cada vez mayor en torno a la idea de que es la extensión y la eficiencia de las conexiones entre las regiones implicadas (el córtex prefrontal, el lóbulo parietal, etcétera) las que ejercen una gran influencia en el nivel de inteligencia de una persona; cuanto mejor puede esta comunicarse e interactuar, más rápido es el procesamiento en su cerebro y menor el esfuerzo requerido para que tome decisiones y realice cálculos.

Esta tesis está respaldada por diversos estudios que muestran que la integridad y la densidad de la materia blanca del cerebro de una persona constituyen un indicador fiable de su inteligencia. La materia blanca es el otro tipo de tejido (a menudo ignorado) del cerebro. La materia gris atrae toda la atención, pero un 50% del cerebro humano es materia blanca y esta es también muy importante. Probablemente recibe menos publicidad porque no «hace» tanto como la gris. En la materia gris es donde se genera toda la actividad importante, mientras que la materia blanca está formada por haces y fibras de aquellos elementos neuronales (los axones, la parte alargada de una neurona típica) que envían la actividad a otras ubicaciones. Si la materia gris fueran las fábricas, la materia blanca serían las carreteras necesarias para las entregas y el reabastecimiento.

Cuanto mejores son las conexiones de materia blanca entre dos regiones cerebrales, menos energía y esfuerzo se necesitan para coordinar las regiones y las tareas de las que se encargan, y más difícil resulta advertir su actividad a través de un escáner. Es como buscar una aguja en un pajar, solo que, en vez de pajar, hablaríamos más bien de una inmensa acumulación de agujas ligeramente más voluminosas, pero metidas todas ellas en una lavadora en pleno ciclo de lavado.

Los estudios adicionales con escáner que se han venido realizando en los últimos años sugieren que el grosor del cuerpo calloso también está relacionado con los niveles de inteligencia general del individuo. El cuerpo calloso es el «puente» entre los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro. Es una gran extensión de materia blanca, y cuanto más grueso es, más conexiones existen entre los dos hemisferios y mejor es la comunicación entre ambos. Si hay un recuerdo almacenado en uno de los dos lados y el córtex prefrontal del otro necesita usarlo en un momento dado, un cuerpo calloso más grueso facilita y agiliza que lo haga. La eficiencia y la eficacia de la conexión entre esas regiones parece tener una gran repercusión en lo bien que una persona puede aplicar su intelecto a la realización de tareas y la solución de problemas. De ahí que cerebros que, desde el punto de vista estructural, son muy diferentes (por el tamaño de ciertas áreas, por cómo estas están distribuidas en la corteza, etcétera) puedan exhibir niveles similares de inteligencia, como dos consolas de videojuegos que son de parecida potencia pese a ser fabricadas y comercializadas por empresas diferentes y bajo marcas distintas.

Ahora sabemos que la eficiencia es más importante que la potencia. ¿Cómo puede ayudarnos eso a la hora de hacer que nos volvamos más inteligentes? La educación y el aprendizaje parecen el sitio obvio por donde empezar. Y es que exponernos activamente a más datos, más información y más conceptos hace que todos aquellos que recordemos incrementen activamente nuestra inteligencia cristalizada, mientras que aplicar nuestra inteligencia fluida a las máximas situaciones posibles mejorará también las cosas en ese terreno. Y esto no es hablar por hablar: aprender cosas nuevas y practicar habilidades recién adquiridas puede producir cambios estructurales en el cerebro. El cerebro es un órgano plástico, moldeable: puede adaptarse (y se adapta) físicamente a lo que se le exige. Ya vimos algo de esto en el capítulo 2: las neuronas forman nuevas sinapsis cuando tienen que codificar un recuerdo nuevo y ese es un tipo de proceso que se produce por todo el cerebro.

Es el caso, por ejemplo, del córtex motor, en el lóbulo parietal, que es el responsable de planear y controlar los movimientos voluntarios. El córtex motor tiene diferentes secciones y cada una de ellas controla partes distintas del cuerpo; cuánta proporción del córtex motor se dedique a una parte concreta del cuerpo dependerá de cuánto control necesite esa zona. No es muy extensa, por ejemplo, la región de la corteza motora dedicada al torso, porque no es mucho lo que podemos hacer con esa parte de nuestro cuerpo. Es importante para la respiración y porque sirve de punto de anclaje a nuestros brazos, pero, en términos de movilidad, lo único que nos permite es girarlo o doblarlo ligeramente. Sin embargo, hay una gran parte de la corteza motora que está dedicada a la cara y a las manos, elementos corporales que requieren de mucho control fino. Y eso en el caso de una persona típica; hay estudios que han revelado que los intérpretes avezados o profesionales de música clásica (violinistas, pianistas) suelen presentar en su córtex motor áreas relativamente enormes para el control fino de las manos y los dedos[116]. Estas personas se pasan la vida efectuando movimientos cada vez más complejos e intrincados con sus manos (generalmente, a gran velocidad), por lo que el cerebro se ha ido adaptando para apoyar ese comportamiento.

Algo parecido puede decirse del hipocampo, necesario para la memoria espacial (la que hacemos servir para recordar lugares y para orientarnos al desplazarnos) y para la episódica. Y tiene lógica, pues esa es la región encargada de procesar los recuerdos de combinaciones complejas de percepciones, como son las que se necesitan para orientarnos y movernos por nuestro entorno. Según los estudios de la profesora Eleanor Maguire y su equipo de colaboradores, los taxistas de Londres dotados del «Conocimiento» (el nombre popular utilizado para referirse al aprendizaje de la increíblemente extensa y compleja red de calles y vías públicas de Londres) evidencian un hipocampo posterior (la parte cerebral encargada de la orientación para desplazarse por espacios físicos) agrandado en comparación con el de las personas que no se ganan la vida conduciendo taxis[117]. Esos estudios se llevaron a cabo sobre todo en años previos a la aparición de los modernos sistemas de navegación por satélite y GPS, por lo que sería difícil adivinar qué resultados darían hoy en día.

Existen incluso algunos indicios (aunque muchos de ellos provienen de estudios con ratones y, francamente, ¿hasta qué punto podemos considerar inteligente a un ratón?) que sugieren que el aprendizaje de nuevas habilidades y aptitudes provoca una mejora de la materia blanca porque acentúa las propiedades de la mielina (el revestimiento específico proporcionado por unas células de apoyo que regula la velocidad y la eficiencia de la transmisión de señales) que recubre los nervios. Así pues, técnicamente al menos, existen vías por las que incrementar nuestra potencia cerebral.

Y hasta aquí, las buenas noticias. Veamos ahora las malas.

Todas las «vías» de potenciación de la inteligencia hasta aquí mencionadas requieren de mucho tiempo y esfuerzo, y aun así, los avances obtenidos de ese modo pueden ser muy, muy limitados. El cerebro es complejo y se encarga de un número astronómico de funciones. Por eso, es fácil incrementar la aptitud en una región sin que ello afecte a ninguna otra. Los músicos pueden tener unos conocimientos admirables sobre cómo leer música, escuchar e identificar entradas, diseccionar sonidos, etcétera, pero eso no significa que sean igualmente buenos con las matemáticas o los idiomas. Potenciar los niveles de la inteligencia general, fluida, es difícil; al ser esta el producto de una serie amplia de regiones y conexiones cerebrales, se trata de algo especialmente difícil de «incrementar» a base de tareas o técnicas de alcance restringido.

Aunque el cerebro no pierde su relativa plasticidad a lo largo de toda la vida, buena parte de su distribución y su estructura está «fija» para siempre en realidad. Las largas extensiones y vías de la materia blanca quedan ya establecidas en fases previas, cuando el órgano está aún en pleno desarrollo. Para cuando alcanzamos los veintitantos años de edad, nuestros cerebros están plenamente desarrollados a todos los efectos prácticos y, a partir de ahí, solo caben retoques de «ajuste fino». Esa es la actual opinión de consenso científico en ese campo, al menos. Según esa opinión general, la inteligencia fluida es algo que está ya «fijado» en las personas adultas y que depende en gran medida de factores genéticos y de desarrollo durante nuestra crianza (entre los que se incluirían cosas como las actitudes de nuestros padres o nuestro origen social y nuestra educación).

Esta es una conclusión pesimista para la mayoría de personas y, en especial, para aquellas que desearían contar con una solución rápida, una respuesta fácil, un atajo para potenciar sus aptitudes mentales. La ciencia del cerebro no avala ninguno de esos milagros. Lo triste (a la vez que inevitable) es que, aun así, haya un catálogo comercial tan amplio de los mismos.

Innumerables empresas tienen actualmente a la venta juegos y ejercicios para «entrenar el cerebro» con los que afirman que puede potenciarse la inteligencia. Consisten por sistema en puzles y retos de diversa dificultad, y no cabe duda de que si ustedes juegan con suficiente asiduidad a ellos, se les darán cada vez mejor. Pero serán solamente los juegos lo que se les dará mejor. En el momento actual, no existe ninguna prueba aceptada de que ninguno de esos productos redunde en un aumento de la inteligencia general de la persona: simplemente sirven para que esta se haga más diestra en el juego concreto al que juegue. El cerebro es lo suficientemente complejo como para no necesitar potenciar nada más para que esa mejora de destreza se produzca.

Algunas personas —estudiantes, sobre todo— se han aficionado a tomar fármacos como Ritalin y Adderall —indicados para el tratamiento de cuadros sintomáticos como el del TDAH (el trastorno por déficit de atención e hiperactividad)— en época de exámenes para facilitar la concentración a la hora de estudiar. Y si bien pueden obtener el efecto buscado durante muy breves periodos de tiempo y en muy limitados aspectos, las consecuencias a largo plazo de ingerir fármacos potentes que alteran el funcionamiento cerebral cuando no se padece el problema de fondo para cuyo tratamiento se supone que están indicados pueden ser muy preocupantes. Además, es posible que resulten contraproducentes incluso: disparar nuestra atención y nuestra concentración de forma antinatural a base de fármacos puede agotar y diezmar nuestras reservas, con lo que podemos apagarnos antes y (por ejemplo) quedarmos dormidos durante el examen para el que tanto habíamos estudiado.

Los fármacos indicados para mejorar o potenciar la función mental están clasificados dentro de la categoría de los «nootrópicos» (también conocidos como «medicamentos inteligentes»). La mayoría de ellos son relativamente novedosos y afectan únicamente a procesos específicos, como los de la memoria o la atención, por lo que sus efectos a largo plazo en la inteligencia general son todavía una incógnita. Los más potentes tienen un uso circunscrito sobre todo al tratamiento de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, en las que el cerebro se degrada realmente a un ritmo alarmante.

Existe también una amplia variedad de alimentos (los aceites de pescado, por ejemplo) que supuestamente también incrementan la inteligencia general, aunque esto es dudoso. Puede que faciliten el desenvolvimiento (muy menor) de algún aspecto del cerebro, pero eso no basta para sustentar una mejora permanente y generalizada de la inteligencia.

Hay incluso métodos tecnológicos que se anuncian actualmente con ese mismo objetivo: en particular, los que recurren a una técnica conocida como estimulación transcraneal con corriente directa (tDCS, según sus iniciales en inglés). A partir de un estudio de Djamila Bennabi y su equipo de colaboradores publicado en 2014, la tDCS (consistente en hacer pasar una corriente de baja intensidad por unas regiones cerebrales específicas) sí parece potenciar aptitudes como la memoria y el lenguaje tanto en sujetos sanos como enfermos mentales, y no se le han apreciado apenas efectos secundarios hasta el momento. Pero aún harían falta nuevas investigaciones para confirmar los supuestos efectos viables de dicha técnica. Y está claro que queda mucho trabajo por hacer antes de que algo así pase a estar ampliamente disponible como opción terapéutica[118].

Pese a ello, muchas empresas venden actualmente dispositivos que afirman utilizar la tDCS para mejorar el rendimiento en actividades como los videojuegos. No pretendo difamar a nadie: no digo que esas cosas no funcionen. Pero si funcionan, eso significaría que hay empresas que se dedican a vender artículos que alteran la actividad cerebral (al mismo nivel al que lo hacen los fármacos potentes) por medios que aún no están bien estudiados ni confirmados científicamente a personas sin formación especializada alguna y sin supervisión. Vendría a ser, en cierto sentido, como vender antidepresivos en el supermercado, junto a las barritas de chocolate y los paquetes de pilas.

Así que la respuesta es que sí, podemos incrementar nuestra inteligencia, pero se necesita mucho tiempo y esfuerzo prolongado, y no basta para ello con hacer cosas que ya se nos dan bien y/o que ya conocemos. Si adquirimos mucha destreza en algo, entonces nuestro cerebro se vuelve tan eficiente haciéndolo que prácticamente deja de darse cuenta de que estamos realizando ese algo. Y si no se da cuenta de que lo estamos haciendo, no se adaptará ni responderá a ello, por lo que lo único que obtenemos de ese modo es un efecto autolimitador.

El problema principal parece radicar en que, si queremos ser más inteligentes, tenemos que hacer acopio de una grandísima determinación o de la suficiente «listeza» previa que nos permita ser más listos que nuestro propio cerebro.