Algunos pasarían la noche en la jaula de un tigre
con tal de no cantar en un karaoke

(Las fobias, las ansiedades sociales y
sus numerosas manifestaciones)

El karaoke es un pasatiempo mundialmente popular. Hay personas a las que les encanta subir a un escenario ante un grupo de desconocidos (en visible estado de ebriedad en muchos casos) y, con independencia de sus facultades tonales, cantar una canción con la que, a menudo, solo están vagamente familiarizadas. No ha habido experimentos sobre este tema, pero tengo la hipótesis de que existe una relación proporcionalmente inversa entre entusiasmo y destreza en ese terreno. El consumo de alcohol es, casi sin duda, un factor para que eso sea así. Y en estos tiempos de concursos televisivos de talentos de la canción, hay personas que no se limitan a cantar ante un pequeño público de borrachos que apenas si les pueden prestar atención y que se sienten capaces de cantar incluso ante millones de extraños.

Hay a quienes la sola perspectiva de tener que hacer algo así ya nos resulta aterradora, una pesadilla incluso. Pregunte a según qué personas si quieren subir a un escenario a cantar para un público y verá que reaccionan como si les hubiera ordenado hacer malabares con granadas activadas y completamente desnudas ante la atenta mirada de todas sus exparejas. La cara se les quedará blanca como la cera, se pondrán tensas, comenzarán a respirar agitadamente y a mostrar otros muchos de los indicadores clásicos de la respuesta de lucha o huida. Ante la alternativa entre cantar y entrar en combate, estarían encantadas de entablar una lucha a muerte (salvo que esta sea también con público presente, claro está).

¿Qué pasa en un caso así? Por poco que nos guste el karaoke, lo cierto es que es una actividad desprovista de riesgo…, salvo que los espectadores de ese día sean un grupo de apasionados de la música enganchados a los esteroides. Sí, puede que no salgamos airosos de la prueba; puede incluso que destrocemos hasta tal punto una canción que todos los que nos escuchen en ese momento terminen rogando que los maten por compasión. Pero ¿qué más da? De acuerdo, unas cuantas personas a las que usted nunca volverá a ver considerarán que sus aptitudes cantoras están por debajo de la media. ¿Qué daño puede hacer eso? Pues mucho, en lo que a nuestros cerebros concierne: vergüenza, bochorno, humillación pública. Todas esas son sensaciones negativas intensas que nadie salvo el más entregado individuo de conducta desviada trataría activamente de sentir. La mera posibilidad de que alguna (por no decir la totalidad) de ellas se produzca si hacemos una determinada cosa basta para disuadir a muchas personas de hacerla.

Son muy numerosas las cosas bastante más mundanas y corrientes que el karaoke de las que la gente puede tener miedo también: de hablar por teléfono (algo que yo mismo evito en la medida de lo posible), de pararse a pagar en la caja de un comercio cuando hay una cola de gente esperando detrás, de tener que recordar todas las bebidas de una ronda para los amigos, de exponer un proyecto, de cortarse el pelo… en definitiva, de cosas que millones de personas hacen a diario sin incidente alguno, pero que, aun así, son fuente de pavor y pánico para otras.

Son las llamadas ansiedades sociales. Prácticamente todo el mundo las tiene en mayor o menor grado, pero si alcanzan el extremo de convertirse en factores perturbadores o debilitantes para el desempeño cotidiano de las actividades de cualquier persona, pueden clasificarse ya como fobias sociales. Las fobias sociales son las más comunes de las diversas manifestaciones en las que se puede presentar una fobia, por lo que, para conocer un poco mejor los fundamentos neurocientíficos subyacentes, vayamos más a la base del problema y fijémonos en las fobias en general.

Una fobia es un miedo irracional a algo. Si una araña se posa en su mano sin que usted lo esperara y, en ese momento, usted da un pequeño grito y se sacude el brazo muy rápido, cualquiera lo entenderá; un bicho lo pilló por sorpresa y a la gente no le gusta el contacto directo de los insectos sobre la piel, así que su reacción parece justificable. Pero si se le posa una araña en la mano y, en ese momento, comienza usted a gritar incontroladamente y a tirar las mesas que encuentra a su alrededor y corre a frotarse la mano violentamente con lejía, y, de paso, prende fuego a toda su ropa y se niega a salir de su casa durante todo un mes, entramos ya dentro de lo que podría considerarse «irracional». Después de todo, se trataba solamente de una araña.

Una de las cosas interesantes a propósito de las fobias es que las personas que las tienen suelen ser perfectamente conscientes de lo ilógicas que son[80]. Quienes sienten aracnofobia saben —a nivel consciente— que es imposible que una araña no más grande que una moneda de un penique represente peligro alguno para ellas, pero, aun así, no pueden evitar una excesiva reacción de miedo. De ahí que las frases hechas con las que respondemos a la fobia de otra persona («tranquila, que no muerde») sean tan bienintencionadas como inútiles. Saber que algo no es peligroso no supone apenas diferencia en ese sentido, por lo que es evidente que el miedo que asociamos a ese desencadenante se sitúa en un plano más profundo que el del nivel consciente. Eso, a su vez, explica por qué las fobias son tan peliagudas y persistentes.

Las fobias pueden clasificarse en dos tipos: específicas (o «simples») y complejas. Esos dos adjetivos hacen referencia a la fuente de la fobia. Las fobias simples son aquellas despertadas por un determinado objeto (los cuchillos, por ejemplo), animal (arañas, ratas), situación (entrar en un ascensor) o cosa (la sangre, el vómito). Si el individuo en cuestión evita el contacto o la proximidad con esos desencadenantes, será capaz de seguir con sus cosas con normalidad. A veces, resulta imposible evitarlos por completo, pero suele ser durante momentos bastante breves; puede que a alguien le asusten los ascensores, pero el trayecto típico en ascensor apenas dura unos segundos…, salvo para Willy Wonka, claro está.

Existe una variedad de explicaciones de cómo se originan exactamente esas fobias. En el nivel explicativo más fundamental, diríamos que nuestro aprendizaje es asociativo y que, por ello mismo, adscribimos una respuesta concreta (como puede ser una reacción de miedo) a un estímulo igualmente específico (una araña, por ejemplo). Hasta las criaturas menos complejas desde el punto de vista neurológico parecen capaces de aprender de ese modo: es el caso de la Aplysia californica, un gasterópodo acuático marino muy simple y voluminoso (algunos ejemplares alcanzan cerca de un metro de longitud) que se utilizó en los primeros experimentos que se llevaron a cabo para observar los cambios neuronales producidos con el aprendizaje, allá por la década de 1970[81]. Puede que sean animales simples y que su sistema nervioso sea rudimentario en comparación con el humano, pero son capaces de evidenciar un aprendizaje asociativo y, lo que es más importante, están dotados de unas enormes neuronas, suficientemente grandes como para permitir que se les adhieran electrodos con los que registrar qué les sucede en todo momento. Las neuronas de la Aplysia pueden tener axones (el alargado «eje» de una célula nerviosa típica) de hasta un milímetro de diámetro. Puede que no les suene a mucho, pero piensen que, comparativamente hablando, es un grosor espectacular. Si los axones de las neuronas humanas fueran gruesas como una pajita para beber, las de la Aplysia serían anchas como el túnel del Canal de la Mancha.

Unas neuronas tan grandes no nos serían de utilidad alguna si las criaturas en cuestión no dieran muestras del ya mencionado aprendizaje asociativo, que es el tema que nos interesa aquí. Ya hemos insinuado alguna cosa a este respecto en apartados previos del libro; por ejemplo, en la sección dedicada a la dieta y al apetito, en el capítulo 1, hablamos de cómo el cerebro puede establecer una asociación entre pastel y enfermedad o malestar, y hacer que nos sintamos enfermos solo con pensar en él. El mismo mecanismo puede aplicarse a las fobias y los miedos.

Si en algún momento nos advierten de que tengamos cuidado con ciertas cosas (los extraños, los cables eléctricos, las ratas, los gérmenes), nuestro cerebro extrapola enseguida todo lo malo que podría ocurrirnos de encontrarnos con ellas. Luego, cuando realmente nos encontramos con alguna de ellas, nuestro cerebro activa todos esos escenarios «probables» aprendidos y prende el interruptor de la respuesta de lucha o huida. La amígdala, encargada de codificar en nuestra memoria el componente relacionado con el miedo, asigna una etiqueta de «peligro» a los recuerdos de ese encuentro. Por eso, la próxima vez que nos encontremos con ese desencadenante, recordaremos la noción de «peligro» asociada a él y tendremos la misma reacción que entonces. Cuando aprendemos a recelar de algo, acabamos temiéndolo. En algunas personas, eso puede terminar convirtiéndose en una fobia.

Ese proceso implica que no hay nada (literalmente) que no pueda convertirse en el objeto de una fobia, y que si alguna vez han visto una lista de fobias conocidas, entenderán que es así. De todas formas, hay ejemplos especialmente notables, como la turofobia (el miedo al queso), la xantofobia (el miedo al color amarillo, que puede presentar obvias coincidencias con la turofobia), la hipopotomonstrosesquipedaliofobia (el miedo a las palabras largas, así denominado porque, en el fondo, los psicólogos son personas malvadas) y la fobofobia (el miedo a tener una fobia, porque el cerebro tiene la manía de encararse regularmente con la lógica para decirle: «¡cállate, que tú no eres mi verdadera madre!»). No obstante, algunas fobias son sensiblemente más comunes que otras, de lo que parece deducirse que hay más factores que intervienen en su desarrollo.

Y es que hemos evolucionado para temer ciertas cosas más que otras. En un estudio sobre conducta, los investigadores enseñaron a unos chimpancés a tener miedo de las serpientes. Esa es una actividad relativamente sencilla que normalmente consiste en enseñar a los sujetos en cuestión una serpiente y, acto seguido, acompañar esa visión con alguna sensación desagradable, como una descarga eléctrica poco potente o una comida desabrida: algo que preferirían evitar siempre que fuera posible. Lo interesante del caso es que, cuando otros chimpancés vieron a aquellos reaccionar con temor ante las serpientes, aprendieron enseguida a temerlas también aun sin haber sido entrenados para ello[82]. Ese proceso es lo que a menudo se conoce con el nombre de «aprendizaje social»[V].

El aprendizaje y las señales sociales son increíblemente poderosos, y dado el enfoque de «más vale prevenir que curar» con el que el cerebro tiende a encarar los peligros, es muy probable que, si vemos que alguien teme algo, nosotros vayamos a temer ese algo también. Eso es especialmente así durante la infancia, cuando nuestro conocimiento y nuestra comprensión del mundo están aún en pleno desarrollo influido, sobre todo, por lo que recibimos de otros individuos a quienes suponemos más sabiduría y experiencia que la nuestra. Así, si nuestros padres tienen alguna fobia particularmente intensa, es bastante probable que nosotros también la adquiramos como quien hereda una prenda de un pariente mayor (solo que esta será una muy especial que, al vestirla, nos provocará un fuerte desasosiego). Tiene lógica: si un niño ve que un padre o una madre, o su educador/maestro/tutor/modelo de conducta primario, comienza a chillar y a agitar los brazos al ver un ratón, es casi seguro que eso se quedará grabado para siempre en su memoria como una experiencia intensa y perturbadora, de aquellas que dejan una fuerte impresión en cualquier mente joven.

La propensión del cerebro a reaccionar con miedo en esos casos significa que las fobias son un problema del que resulta muy difícil desembarazarse. La mayoría de asociaciones aprendidas pueden erradicarse con tiempo a través de un proceso que ya se constató tiempo atrás en el famoso experimento de Pavlov con perros. En aquel caso, se hizo que el sonido de una campana quedara asociado con la comida y desencadenara así una respuesta aprendida (la salivación) en dichos animales al oírlo, pero si, luego, seguía haciéndose sonar en repetidas ocasiones posteriores la campana sin que ese sonido viniera acompañado de comida alguna, llegaba un momento en que la asociación se desvanecía. Pues, bien, ese mismo procedimiento puede usarse en numerosos contextos y es conocido por el nombre de extinción (no confundir con lo que les sucedió a los dinosaurios)[85]. El cerebro aprende que el estímulo (la campana de Pavlov o cualquiera otro que no vaya acompañado de premio durante múltiples iteraciones) no está asociado a nada y que, por consiguiente, no requiere de ninguna respuesta específica.

Podría suponerse entonces que las fobias son susceptibles de desaparecer si se les aplica un proceso similar, dado que casi todos los encuentros con la causa que las desencadena no provocan daño alguno. Pero lo peliagudo del caso es que la reacción de miedo activada por una fobia la justifica. Se trata de un ejercicio de circularidad lógica difícilmente superable. El cerebro decide que algo es peligroso y, de resultas de ello, dispara la respuesta de lucha o huida cada vez que el individuo se encuentra con ese algo. Esa respuesta causa todas las reacciones físicas habituales e inunda el organismo de adrenalina, lo que hace que la persona se ponga tensa, sienta pánico, etcétera. La respuesta de lucha o huida es un acto reflejo muy exigente y agotador en cuanto a los recursos biológicos en él empleados, y suele vivirse como una experiencia desagradable, por lo que el cerebro la recuerda más o menos así: «La última vez que me encontré con esa cosa, el cuerpo se me descompuso, así que yo tenía razón, ¡esa cosa es peligrosa!». Con ello, la fobia, en vez de disminuir, se refuerza, fuera cual fuere el daño real sufrido por el individuo.

También importa la naturaleza de la fobia. Hasta ahora, nos hemos referido a las fobias simples (las desencadenadas por cosas u objetos específicos, que tienen una fuente fácil de identificar y de evitar), pero también hay otras que son complejas (fobias provocadas por cosas más complicadas, como contextos o situaciones). La agorafobia es un tipo de fobia compleja, generalmente confundida con un mero miedo a los espacios abiertos. En un sentido más preciso, sin embargo, la agorafobia es el miedo a estar en una situación de la que sería imposible escapar o en la que no sería posible disponer de ayuda[86]. Técnicamente, eso podría suceder en cualquier lugar externo al hogar de la persona afectada, por lo que la agorafobia severa impide a quienes la padecen salir de su casa (de ahí que se confunda con un «miedo a los espacios abiertos»).

La agorafobia está muy estrechamente asociada al trastorno de pánico. Cualquiera puede sufrir ataques de pánico: la reacción de miedo nos abruma y no la podemos remediar, y nos sentimos angustiados/aterrorizados/incapaces de respirar/mareados/como si la cabeza nos diera vueltas/atrapados. Los síntomas varían de una persona a otra. En un interesante artículo de 2014 en el Huffington Post, titulado «This is what a panic attack feels like» (traducido en la versión española de dicha publicación periódica on-line como «Estas imágenes ilustran perfectamente lo que se siente en un ataque de pánico»), Lindsey Holmes y Alissa Scheller recogieron unas cuantas descripciones personales de síntomas diversos de dichos ataques por parte de personas que los habían sufrido. Una de ellas dijo: «En mi caso, es como si no pudiera levantarme, como si no pudiera hablar. Lo único que siento es dolor por todo el cuerpo, como si algo me aplastara y me hiciera una bola pequeña. Si es fuerte, no soy capaz de respirar, empiezo a hiperventilar y vomito».

Hay otros muchos síntomas que, aun difiriendo considerablemente de esos otros, parecen igual de serios[87]. Todo se resume en lo mismo: a veces, el cerebro se salta al intermediario y comienza a inducir reacciones de miedo aun en ausencia de una causa mínimamente viable como tal. Al no existir causa visible, ya no hay nada (literalmente) que puede hacerse al respecto, por lo que la situación se vuelve «abrumadora». Eso es precisamente un trastorno de pánico. Quienes lo sufren se sienten aterrados y alarmados por unas circunstancias o situaciones totalmente inocuas para ellos, pero que asocian con el miedo y el pánico y hacia las que, precisamente por eso, acaban desarrollando respuestas absolutamente fóbicas.

Exactamente por qué ese trastorno de pánico se produce en primera instancia es algo que actualmente desconocemos, pero hay varias teorías bastante convincentes al respecto. Podría tratarse de la consecuencia de un trauma previo sufrido por el individuo, como si el cerebro no hubiese lidiado eficazmente con los problemas persistentes causados por aquella mala experiencia pasada. También podría ser algo relacionado con un exceso o un déficit de unos neurotransmisores concretos. Es posible que incida en ello un componente genético, pues quienes tienen un grado de parentesco más próximo con el paciente de un trastorno de pánico tienen una mayor probabilidad de padecer uno también[88]. Hay incluso una teoría que apunta a que quienes sufren trastornos de pánico son más propensos al llamado «pensamiento catastrófico»: son aquellas personas que, de un problema físico menor, acaban por desarrollar una preocupación tal que supera con mucho los límites de la más laxa racionalidad[89]. Podría obedecer a una combinación de todos esos factores o algo todavía por descubrir. El cerebro no se queda corto cuando se trata de posibles orígenes del miedo irrazonable como respuesta.

Y, por último, tenemos también ansiedades sociales. O, si son tan potentes como para volverse enfermizas para nosotros, fobias sociales. Las fobias sociales están basadas en el miedo a la reacción negativa de otras personas (un temor a la reacción del público a nuestra manera de cantar en un karaoke, por ejemplo). No solo tememos que respondan con hostilidad o agresividad: la simple desaprobación es suficiente para paralizarnos por completo. Que las otras personas puedan constituir una poderosa fuente de fobias es un ejemplo más de cómo nuestros cerebros se valen de los otros seres humanos para calibrar nuestro modo de ver el mundo y nuestra posición en él. Como consecuencia, la aprobación de los demás importa, a menudo con independencia de quiénes sean esas otras personas. La fama es algo a lo que millones de individuos aspiran y ¿qué es la fama si no la aprobación de unos extraños? Ya hemos hablado de lo egotista que puede ser el cerebro. ¿Significa eso que todas las personas famosas no ansían más que una aprobación de masas? No dejaría de ser un tanto triste, la verdad. (No se sienta aludida por este último comentario si es usted una persona famosa que ha escrito o dicho algún comentario elogioso sobre este libro).

Las ansiedades sociales surgen cuando la tendencia del cerebro a predecir y a preocuparse por las consecuencias negativas se conjuga con la necesidad de aceptación y aprobación sociales que nos induce también ese mismo cerebro. Hablar por teléfono supone interactuar con alguien sin contar con ninguna de esas otras señales y pistas con las que contamos cuando hablamos con ese alguien en persona; por eso, nos resulta tan difícil a algunos individuos y sentimos pánico ante la posibilidad de que ofendamos o aburramos a nuestro interlocutor. Pagar la compra cuando hay una larga cola de gente esperando detrás puede volver un manojo de nervios a cualquiera, pues, técnicamente, en ese momento está haciendo que se demoren un buen número de personas que tendrán los ojos clavados en el pagador mientras este trata de usar sus habilidades matemáticas para calcular los billetes y las monedas. Estas y otras muchas situaciones similares propician que, en momentos así, el cerebro imagine todos los sentidos y las formas posibles en que estamos irritando o frustrando a otras personas, ganándonos las opiniones negativas de estas y siendo motivo de bochorno. Se reduce, en el fondo, a una ansiedad escénica: la preocupación de hacer mal las cosas ante un público.

Hay personas a las que esto no les supone problema alguno, pero a otras les sucede justo lo contrario. El cómo se produce tiene diversas explicaciones, pero Roselind Lieb descubrió en un estudio que los estilos de crianza aplicados por los padres en sus hijos están asociados con la probabilidad de desarrollar trastornos de ansiedad[90] y no es difícil ver por qué. Unos padres críticos en exceso pueden inculcar en un niño un miedo constante a disgustar con cualquiera de sus actos (por nimio que sea) a una figura de autoridad valiosa para él, del mismo modo que unos padres sobreprotectores pueden impedir que su hijos experimenten consecuencia negativa alguna (siquiera menor) por ninguno de sus actos, por lo que cuando esos pequeños y pequeñas son mayores y ya no viven bajo la protección paterna y/o materna y hacen algo que ocasiona un resultado negativo, esto les afecta de manera desproporcionada porque no están acostumbrados a ello: son menos capaces de lidiar con esa clase de problemas y, por tanto, es mucho más probable que teman que se produzcan de nuevo. Incluso el hecho de que se nos insista una y otra vez desde la más tierna infancia en los peligros de tratar con extraños puede potenciar que, de mayores, acabemos temiéndolos más de lo que sería apropiado.

Las personas que experimentan estas fobias suelen evidenciar conductas de evitación activa para rehuir cualquier situación susceptible de activar la reacción fóbica[91]. Esa es una táctica que puede servir para buscar una tranquilidad momentánea, pero que resulta negativa para el tratamiento a largo plazo de la fobia en cuestión: cuanto más se evite la fuente de esta, más tiempo permanecerá potente y viva en el cerebro. Es como tapar con papel pintado el agujero de una ratonera en una pared de su casa: al observador ocasional le parecerá que todo está bien, pero usted seguirá teniendo un problema con esos «malditos roedores».

Los indicios y los datos disponibles sobre esta cuestión parecen dar a entender que las ansiedades y las fobias sociales constituyen aparentemente el tipo más común de cuadro fóbico[92]. No es de extrañar, dadas las tendencias paranoicas del cerebro que nos inducen a temer cosas que no son peligrosas por sí mismas, y a nuestra dependencia de la aprobación de los demás. Si combinamos ambos factores, es fácil que terminemos desarrollando un miedo irrazonable a que los demás tengan una opinión negativa de nuestra incompetencia. Como prueba de lo que digo, piensen que esta es la vigésima octava versión que he escrito de esta conclusión. Y sí, continúo estando convencido de que a montones de personas no les gustará.