Tengo un CI de 270…,
o de un número más o menos así de alto

(Por qué medir la inteligencia es más difícil de lo que creemos)

¿Son ustedes inteligentes?

El simple hecho de que se lo pregunten significa que la respuesta sin duda es que sí. Demuestra que ustedes son capaces de numerosos procesos cognitivos que automáticamente los cualifican para el título de «especie más inteligente de la Tierra». Para empezar, demuestra que son capaces de entender y retener el significado de un concepto como «inteligencia», algo que carece de una definición fija y de presencia física alguna en el mundo real. Son conscientes de sí mismos como entes individuales, como seres que tienen una existencia limitada en el mundo. Son capaces de considerar sus propias propiedades y capacidades y medirlas conforme a un objetivo ideal que aún no existe, o de deducir que podrían ser limitadas en comparación con las de otros individuos. Ninguna otra criatura de la Tierra es capaz de semejante nivel de complejidad mental. Lo que no está nada mal para lo que, en el fondo, no deja de ser una neurosis de nivel bajo.

Así pues, los seres humanos somos, por cierto margen de diferencia, la especie más inteligente de la Tierra. Pero ¿qué significa eso? La inteligencia, como la ironía o el horario de verano, es algo de lo que la mayoría de personas tienen una noción más o menos elemental, pero que les cuesta explicar con un mínimo de detalle.

Esto plantea un evidente problema para la ciencia. Existen múltiples definiciones de inteligencia diferentes propuestas por muy diversos científicos a lo largo de las décadas. Los franceses Binet y Simon, inventores de uno de los primeros tests de CI (cociente intelectual) rigurosos, definieron así el concepto de inteligencia: «Juzgar bien, comprender bien, razonar bien: tales son las actividades esenciales de la inteligencia». David Weschler, un psicólogo estadounidense que elaboró numerosas teorías e indicadores de la inteligencia que todavía se usan actualmente en forma de tests como el de la «escala Weschler de la inteligencia adulta», describió ese mismo concepto como «la agregación de la capacidad global de actuar con arreglo a fines, de interactuar de forma eficaz con el entorno». Philip E. Vernon, otro nombre destacado en el campo, se refirió a la inteligencia definiéndola como «el conjunto amplio de las capacidades cognitivas efectivas de comprensión, percepción de relaciones y razonamiento».

Pero no vayan a pensar que todo esto es un ejercicio especulativo sin sentido; hay muchos aspectos de la inteligencia sobre los que existe un acuerdo general: está claro, por ejemplo, que refleja la aptitud del cerebro para hacer… cosas. O, mejor dicho, la aptitud del cerebro para manejar y utilizar información. Términos como razonamiento, pensamiento abstracto, deducción de patrones, comprensión… todas estas cosas suelen ser citadas de forma habitual como ejemplos de manifestaciones de una inteligencia superior. Esto no deja de tener un cierto sentido lógico. Todos esos elementos implican normalmente la evaluación y la manipulación de información sobre una base del todo intangible. En muy resumidas cuentas, diríamos que los seres humanos somos suficientemente inteligentes como para resolver o averiguar cosas sin tener que interactuar directamente con ellas.

Por ejemplo, si un humano típico se acerca a una verja cerrada con grandes candados, pensará enseguida: «Vaya, por aquí no puedo pasar», y buscará otra entrada. Puede que esto nos parezca trivial, pero es una señal clara de inteligencia. La persona observa una situación, deduce lo que significa y reacciona en consecuencia. No le ha hecho falta intento físico alguno de abrir la puerta para descubrir que «sí, estaba cerrada». La lógica, el razonamiento, la comprensión, la previsión: todos esos elementos han sido utilizados para decidir las acciones del individuo. Eso es la inteligencia. Pero eso no aclara cómo la estudiamos ni cómo la medimos. El manejo de información a través de vías complejas dentro del cerebro está muy bien, pero no es algo que podamos observar directamente (ni siquiera los escáneres cerebrales más avanzados nos muestran actualmente más que manchas de colores variados, lo que no resulta particularmente útil para la observación mencionada), así que su medición solo puede llevarse a cabo de manera indirecta, observando la conducta y el desempeño del individuo mediante unos tests especialmente diseñados para ello.

Llegados a este punto, tal vez piensen que nos estamos dejando algo importante en el tintero, porque tenemos un modo de medir la inteligencia: los tests que calculan nuestro cociente intelectual (CI), ¿no? Sí, todos conocemos el CI: es un indicador de lo inteligentes que somos. Si nuestra masa se calcula midiendo nuestro peso, si nuestra estatura se calcula midiendo lo altos que somos, si nuestro nivel de ebriedad se calcula soplando por uno de esos pitones por los que la policía nos dice que soplemos, nuestra inteligencia se mide con esos tests que calculan nuestro CI. Así de simple, ¿no?

Pues no exactamente. El CI es un indicador que debe usarse con reservas, dada la escurridiza y poco específica naturaleza de la inteligencia, pero la mayoría de personas dan por sentado que sus resultados son mucho más definitivos de lo que son en realidad. Lo que es importante que recuerden en este sentido es que el CI medio de una población es 100. Sin excepción. Si alguien dice que «el CI medio de [un país X] es de solamente 85», está equivocado. Básicamente, vendría a ser igual de ilógico que decir que «la longitud de un metro en [el país X] es de solo 85 centímetros».

Los tests de inteligencia legítimos nos indican nuestra posición dentro de la distribución típica de intelectos de nuestra población de referencia, partiendo de la hipótesis de que estos se reparten aleatoriamente conforme a una distribución «normal». Establecemos (también de antemano) que el CI «medio» de dicha distribución normal es 100. A partir de ahí, un CI entre 90 y 110 estará clasificado dentro de la media. Un CI de entre 110 y 119 será «medio alto», uno de entre 120 y 129 será «superior», y todo lo que sobrepase 130 se considerará «muy superior». Por el otro lado, un CI de entre 80 y 89 será «medio bajo», uno de entre 70 y 79 estará situado en lo que se considera un nivel «límite» (o borderline) y todo lo que caiga por debajo de 70 estará clasificado como «muy bajo».

Conforme a ese sistema, más del 80% de la población estará siempre entre los límites que designan la zona media, con un CI entre 80 y 120. Cuanto más nos alejemos de 100, menos personas encontraremos: siempre habrá menos del 5% de la población que tenga un CI muy superior o muy bajo. Así pues, un test de cociente intelectual típico no mide directamente nuestra inteligencia en bruto, sino que únicamente revela cuán inteligentes somos en comparación con el resto de la población.

Esto puede conllevar alguna que otra consecuencia que induzca a confusión. Imaginemos que un virus muy potente y excepcionalmente específico erradicara a todas las personas del mundo que tienen un CI de más de 100. Las que siguieran vivas seguirían teniendo un CI medio de 100. Las que hubieran tenido un CI de 99 antes del estallido de la epidemia pasarían de pronto a tener uno de más de 130 y a estar clasificadas entre la «flor y nata» de la élite intelectual. Pensémoslo, si no, en términos de monedas nacionales. En Gran Bretaña, el valor de la libra fluctúa en función de lo que sucede en la economía nacional, pero siempre equivale a cien peniques, lo que significa que la libra tiene un valor flexible y otro fijo. Con el CI ocurre básicamente lo mismo: el CI medio siempre es 100, pero lo que un CI de 100 vale realmente en términos de inteligencia es una magnitud variable.

Esa «normalización» y esa adscripción a unas medias poblacionales hacen que las cifras del CI como indicador difícilmente se disparen para ningún caso individual concreto. El CI de personas como Albert Einstein y Stephen Hawking está en torno a 160, lo que, aun siendo «muy superior», no nos parece tan impresionante comparado con la media de 100 para el conjunto de la población. Y si un día alguno de ustedes se encuentra con alguien que le dice que tiene un CI de 270 o alguna otra cifra estratosférica, lo más probable será que se esté equivocando. Seguramente se ha guiado por algún tipo alternativo de test que no está validado científicamente, o ha hecho una lectura descabelladamente delirante de los resultados (lo que, en realidad, vendría a desdecir sus pretensiones de ser un supergenio).

Con esto no digo que un CI así sea imposible: al parecer, algunas de las personas más inteligentes de las que se haya tenido constancia registraron un CI de más de 250, según el Libro Guinness de los récords, si bien la categoría de «CI más alto» se retiró de dicha lista en 1990 debido a la incertidumbre y la ambigüedad de los tests para semejantes niveles.

Los tests de inteligencia que miden el CI usados por científicos e investigadores están meticulosamente diseñados; se utilizan como si fueran una herramienta real más (como los microscopios y los espectrómetros de masas). Cuestan mucho dinero (así que, olvídense, no se los ofrecen gratis por internet). Son tests diseñados para evaluar inteligencias normales, medias, en el más amplio rango posible de personas. Eso implica que, cuanto más nos acercamos a los extremos, menos útiles tienden a ser. Podemos demostrar muchos conceptos de la física en un aula escolar con artículos y objetos cotidianos (por ejemplo, usando pesos de diferentes tamaños para mostrar la constancia de la fuerza de gravedad, o un muelle para ilustrar la elasticidad), pero si el docente de turno se adentra en el terreno de la física compleja, necesitará aceleradores de partículas o reactores nucleares, amén de unas matemáticas terriblemente complejas.

Lo mismo ocurre cuando se presenta el caso de un individuo de una inteligencia extrema: sencillamente, resulta mucho más difícil de medir. Estos tests científicos del CI miden cosas como la concepción espacial con ejercicios de prueba en los que se pide al individuo que detecte y complete patrones, o miden la velocidad de comprensión con preguntas específicas para determinarla, o la fluidez verbal pidiendo al sujeto que elabore listas de palabras de ciertas categorías, y cosas así; todas ellas son preguntas muy razonables para cada uno de los conceptos que se pretenden examinar, pero no es probable que pongan realmente a prueba a un supergenio hasta el punto de que permitan detectar los límites reales de su inteligencia. Podría decirse que es como pesar elefantes con básculas de baño: estas pueden resultar útiles para un rango estándar de pesos, pero, a ese otro nivel, no nos proporcionarán dato aprovechable alguno (solo un montoncito de pedacitos rotos de plástico y metal).

Otro problema con los tests de inteligencia es que pretenden medir precisamente eso, la inteligencia, y que, al final, sabemos lo que esta es porque en el fondo es aquello que nos indican los tests de inteligencia. Es comprensible por qué esto puede casar mal con una meticulosidad científica estricta. Es cierto que los tests más comunes han sido revisados ya repetidas veces y su fiabilidad ha sido estudiada y reexaminada con frecuencia, pero hay quienes siguen teniendo la sensación de que se ignora igualmente el problema de fondo.

Son muchos los observadores que señalan que el rendimiento en los tests de inteligencia refleja más bien factores de origen social, nivel general de salud, aptitud para los exámenes escritos, nivel educativo, etcétera, que la inteligencia propiamente dicha de la persona examinada. Los tests tal vez tengan su utilidad, vendrían a decir, pero no para el uso que se les quiere dar.

Pero tampoco tiene por qué cundir el pesimismo. Los científicos no desconocen esas críticas y, además, son gente con mucha inventiva. En la actualidad, los tests de inteligencia son más útiles: proporcionan una amplia gama de evaluaciones (de la concepción espacial, de la capacidad de cálculo aritmético, etcétera) en vez de una sola, y eso nos permite obtener del individuo una demostración más robusta y exhaustiva de su aptitud. Algunos estudios han mostrado que el rendimiento en los tests de inteligencia también parece mantenerse muy estable a lo largo de la vida de una persona, a pesar de todos los cambios en su aprendizaje que experimenta durante ese tiempo, lo que significa que alguna cualidad inherente estarán detectando, y no solo una circunstancia coyuntural[108].

Así pues, ahora ya saben lo que sabemos (o lo que creemos que sabemos). Uno de los signos generalmente aceptados de la inteligencia es ser conscientes de lo que no sabemos y aceptar que no lo sabemos. Bien por todos nosotros, entonces.