Vamos, siente el ruido

(De cómo, en el fondo, el oído y el tacto están relacionados)

El oído y el tacto están ligados a un nivel muy fundamental. Esto es algo que la mayoría de las personas desconocen, pero en lo que seguramente han pensado más de una vez. ¿No han notado nunca lo placentero que puede ser limpiarse la oreja con un bastoncillo de algodón? ¿Sí? Pues eso no tiene nada que ver con lo que iba a decir, pero es para que vean hasta qué punto es cierta mi afirmación previa. En cualquier caso, la verdad es que el cerebro puede percibir el tacto y el oído de formas completamente diferentes, pero que los mecanismos que usa para percibir uno y otro muestran un sorprendente solapamiento.

En la sección anterior, nos fijamos en el olfato y el gusto y en lo frecuentemente que coinciden. Ya hemos visto que suelen desempeñar funciones similares a la hora de reconocer los alimentos y que pueden influirse mutuamente (y más el olfato en el gusto que al revés), pero la conexión principal entre ellos es que tanto el olfato como el gusto son sentidos químicos. Los receptores gustativos y olfativos se activan en presencia de sustancias químicas específicas, como el zumo de frutas o los ositos de gominola.

Pero, claro, si hablamos del tacto y el oído…, ¿qué diantres podrían tener estos dos sentidos en común? ¿Cuándo fue la última vez que alguno de ustedes pensó que algo se oía pegajoso? ¿O que notó el «tacto» de una nota aguda? Nunca, ¿verdad?

Pues no, mentira. Los aficionados a los tipos de música más ruidosos suelen disfrutar de esta a un nivel muy táctil. Pensemos, si no, en los sistemas de sonido que nos encontramos en muchas discotecas, automóviles, recintos de conciertos, etcétera, especializados todos ellos en amplificar tanto los bajos de la música que nos hacen vibrar hasta las entretelas. Según la potencia o el tono que alcance, el sonido puede antojársenos una presencia muy «física».

El oído y el tacto se clasifican ambos como sentidos mecánicos, pues los activan la presión o la fuerza física. Puede que esto nos parezca extraño, dado que el oído se basa claramente en el sonido, pero lo cierto es que el sonido no deja de ser un conjunto de vibraciones en el aire que viajan por él hasta nuestro tímpano y hacen que este vibre a su vez. Estas nuevas vibraciones son transmitidas de allí a la cóclea, una estructura del oído interno con forma de espiral y rellena de líquido, y así es como el sonido entra en nuestras cabezas. La cóclea es todo un prodigio de ingeniería natural, pues consiste básicamente en un tubo largo enrollado y lleno de fluido. El sonido viaja a lo largo de ese tubo, pero, por la disposición y la estructura particulares de la cóclea, y la física misma de las ondas sonoras, la frecuencia del sonido (medida en hercios, Hz) determina lo lejos que las vibraciones llegan a propagarse por el tubo. Recubriendo dicho tubo se encuentra el órgano de Corti. Este es más una capa de la cóclea que una estructura separada e independiente, una capa que, a su vez, está recubierta de células pilosas, que no actúan realmente como pelos, sino como receptores (y es que, a veces, los científicos no se dan cuenta de hasta qué punto las cosas son ya suficientemente confusas por sí solas).

Estas células pilosas detectan las vibraciones en la cóclea y disparan señales en respuesta. Pero cada frecuencia específica activa solamente las células pilosas de una parte de la cóclea, en función de la distancia hasta la que viaja. Eso significa que la cóclea tiene en sí misma una especie de «mapa» de frecuencias: las regiones del principio de la cóclea son las que se estimulan con las ondas sonoras de frecuencia más alta (es decir, con los ruidos agudos, como el del chillido de un bebé que acabara de inhalar helio por accidente), mientras que el extremo «final» mismo de la cóclea es el que se activa con las ondas sonoras de frecuencia más baja (ruidos muy graves, como un ballena cantando canciones de Barry White). Las áreas que se extienden entre esos extremos de la cóclea responden al resto de frecuencias del espectro sonoro audible para los seres humanos (entre los 20 y los 20 000 Hz).

La cóclea está inervada por el octavo nervio craneal, denominado vestibulococlear. Este transmite información específica de las señales obtenidas de las células pilosas de la cóclea hasta el córtex auditivo en el cerebro (situado en la región superior del lóbulo temporal), que es el que se encarga de procesar la percepción del sonido. Y el cerebro reconoce la frecuencia del sonido por la parte concreta de la cóclea de la que procede la señal, lo que nos permite percibir el sonido y su tono. De ahí el «mapa» coclear. Todo muy ingenioso, la verdad.

El problema es que un sistema como ese, dotado de un mecanismo sensorial tan preciso pero, al mismo tiempo, sacudido (literalmente) casi sin descanso, es inevitablemente frágil. El tímpano mismo está formado por tres huesecillos dispuestos de un modo muy concreto que puede dañarse o alterarse a menudo por la entrada de líquido en el canal auditivo, o por la acumulación de cerumen, o por un trauma, da igual. El proceso de envejecimiento también hace que los tejidos del oído se vuelvan más rígidos con los años, lo que limita las vibraciones, y sin estas, no hay percepción auditiva. Sería razonable afirmar que el gradual declinar del sistema auditivo con la edad tiene tanto que ver con la física como con la biología.

El oído presenta también un amplio surtido de fallos y problemas, como los acúfenos y otros fenómenos y trastornos parecidos que hacen que percibamos sonidos que, en realidad, no están ahí fuera. Estos sucesos se conocen por el nombre de fenómenos endoaurales, pues son sonidos que carecen de una fuente externa y están causados por trastornos del propio sistema auditivo (como, por ejemplo, por la introducción de cerumen en áreas importantes del mismo, o por el endurecimiento excesivo de ciertas membranas fundamentales). Conviene diferenciarlos de las alucinaciones auditivas, que son más bien el resultado de la actividad de las regiones «superiores» del cerebro en las que se procesa la información, y no de la de aquellas partes donde esa información se origina. Entre tales alucinaciones, la más frecuente es la sensación de «oír voces» (que analizamos más adelante, en la sección dedicada a las psicosis), pero también está el síndrome del oído musical (quienes lo sufren oyen una música inexplicable) o ese otro trastorno de quienes oyen estrépitos o estallidos fuertes repentinos que no se están produciendo en realidad (conocido como el síndrome de la cabeza explosiva y perteneciente también a la categoría de los «trastornos que parecen mucho peores por el nombre de lo que realmente son»).

Pero, aun a pesar de todos esos posibles fallos, el cerebro humano realiza una impresionante labor de traducción de unas simples vibraciones que viajan por el aire en las ricas y complejas sensaciones auditivas que experimentamos cada día.

El oído es, en definitiva, un sentido mecánico que reacciona a la vibración del sonido y a la presión física ejercida por este. El tacto es el otro sentido mecánico. Si se aplica presión a la piel, podemos sentirla. Y podemos sentirla gracias a unos mecanoreceptores específicos situados por toda nuestra piel. Las señales de esos receptores son luego transmitidas a través de unos nervios específicos hasta la médula espinal (salvo que la estimulación se aplique en la cabeza, en cuyo caso son los nervios craneales los que directamente se encargan de ello), donde son luego transferidas al cerebro, en el que llegan al córtex somatosensorial del lóbulo parietal, que es el que interpreta de dónde proceden las señales y permite que las percibamos de acuerdo a ello. Todo muy fácil y directo, ¿no? Pues no, para nada (aunque, a estas alturas, seguramente ya habrán aprendido a suponer que nada lo es).

En primer lugar, lo que llamamos tacto tiene varios elementos que contribuyen a dicha sensación en su conjunto. Además de la presión física en sí, están también la vibración y la temperatura, el grado de estiramiento de la piel e, incluso, el dolor (según las circunstancias). Y todos esos factores tienen sus propios receptores específicos en la piel, en los músculos, en los órganos o en los huesos. Juntos forman lo que se conoce como el sistema somatosensorial (de ahí que también hablemos de un córtex somatosensorial) y todo nuestro cuerpo está inervado por los nervios que lo abastecen. El dolor (alias «nocicepción») tiene sus propios receptores y fibras nerviosas específicas por todo el cuerpo.

Básicamente, el único órgano que carece de receptores del dolor es el cerebro mismo y ello se debe a que es el encargado de recibir y procesar esas señales. Podría decirse que, si el cerebro doliera, se produciría una situación muy confusa: sería como intentar llamar a nuestro número de teléfono desde nuestro propio aparato y esperar que alguien atendiera la llamada al otro lado de la línea.

Lo interesante es que la sensibilidad táctil no es uniforme: las diversas partes del cuerpo responden de manera diferente a un mismo contacto. Como el córtex motor del que hablamos en un capítulo anterior, el córtex somatosensorial también está configurado como un mapa del cuerpo cartografiado según las áreas de las que recibe información: contiene una región de los pies (que procesa estímulos procedentes de los pies), una región de los brazos, etcétera.

No se trata, sin embargo, de un mapa a escala: no utiliza las mismas dimensiones que las del cuerpo real. Eso significa que la cantidad de información sensorial procesada no se corresponde necesariamente con el tamaño de la región de donde están llegando las sensaciones. Las áreas correspondientes al pecho y a la espalda ocupan una cantidad de espacio bastante pequeña en el córtex somatosensorial, mientras que a las manos y los labios les corresponde un área muy grande. Algunas partes del cuerpo son mucho más sensibles al tacto que otras; las plantas de los pies no son especialmente sensibles, lo que tiene sentido, pues no sería muy práctico que sintiéramos un dolor infinito cada vez que pisáramos una piedra o una ramita. Pero las manos y los labios ocupan áreas desproporcionadamente extensas del córtex somatosensorial porque las necesitamos para ciertos tipos especialmente finos y precisos de manipulación y sensación. Por eso son tan sensibles. Como también lo son los genitales, pero no hace falta que digamos más sobre ese tema.

Los científicos miden esa sensibilidad simplemente pinchando a un sujeto con un instrumento de doble punta y comprobando cuál es la distancia mínima a la que pueden estar dichas puntas sin dejar de ser reconocidas como focos de presión separados por la persona sobre la que se aplican[129]. Las yemas de los dedos son zonas especialmente sensibles, lo que explica por qué se desarrolló el sistema Braille. Pero tienen su límite: de hecho, los símbolos del Braille son más grandes que las letras del alfabeto porque las yemas de nuestros dedos no serían suficientemente sensibles para reconocerlos si fueran del tamaño de un texto normal[130].

Si se puede «engañar» al oído, no menos se puede «engañar» al sentido del tacto. Parte de nuestra capacidad para identificar cosas tocándolas se produce gracias a que el cerebro es consciente de cómo están dispuestos nuestros dedos, por lo que, si tocamos algo pequeño (una canica, por ejemplo) con los dedos índice y corazón de una mano, sentiremos un solo objeto. Pero si cruzamos esos dos dedos y cerramos los ojos, sentiremos más bien dos objetos distintos. Se produce así la conocida como ilusión de Aristóteles, que resulta del doble hecho de que no haya comunicación directa alguna entre el córtex somatosensorial que procesa el tacto y el córtex motor que mueve los dedos para señalarle a aquel la contradicción, y de que los ojos están cerrados en ese momento, con lo que no pueden proporcionar información que anule esa conclusión incorrecta extraída por el cerebro.

Así pues, hay más coincidencias entre tacto y oído de lo que podría parecer a simple vista y algunos estudios recientes han hallado indicios de que la conexión entre ambos sentidos pertenecería a una naturaleza más fundamental de lo que se creía hasta ahora. Si bien siempre hemos sabido que ciertos genes estaban fuertemente ligados a determinadas aptitudes auditivas o a un incremento del riesgo de sordera, un estudio de 2012 a cargo de Henning Frenzel y su equipo[131] descubrió que también hay genes que influyen en la sensibilidad táctil y que, curiosamente, quienes evidencian un oído muy sensible también demuestran tener un sentido del tacto más fino. Asimismo, quienes poseen genes que les han hecho tener mal oído también tienen una probabilidad mucho más alta de mostrar una mala sensibilidad táctil. En el estudio, se descubrió también que la mutación de un gen concreto provoca dificultades tanto de oído como de tacto en los mismos individuos.

Aunque queda todavía mucho trabajo por hacer en este campo, lo investigado hasta ahora parece indicar con bastante claridad que el cerebro humano emplea mecanismos similares para procesar tanto el oído como el tacto, por lo que ciertos problemas de raíz más profunda que afectan a uno de los dos sentidos pueden terminar afectando al otro también. Quizá no sea esa la configuración sensorial más lógica imaginable, pero es razonablemente congruente con la interacción gusto-olfato que ya vimos en la sección previa. El cerebro tiende a agrupar nuestros sentidos con mayor frecuencia de lo que podría parecernos verdaderamente práctico. Pero, por otra parte, eso mismo nos da a entender que las personas podemos «sentir el ritmo» de un modo más literal de lo que generalmente suponemos.