Jesús ha vuelto…
¿impreso en una tostada?

(Lo que usted no sabía acerca del sistema visual)

¿Qué tienen en común las tostadas, los tacos, las pizzas, los helados, los tarros de crema para untar, los plátanos, los pretzels, las patatas fritas de bolsa y los nachos? Que en todos ellos se ha creído ver estampada o reproducida la imagen de Jesús (lo digo en serio, búsquenlo si no me creen). No siempre es en comida donde se aparece: también se le ha visto a menudo en las texturas o las vetas irregulares de los artículos de consumo o de los muebles de madera barnizada. Y no siempre es Jesús quien se aparece: a veces es la Virgen María. O Elvis Presley.

Lo que sucede en realidad es que existen millones de millones de objetos en el mundo con líneas y colores dispuestos al azar, en franjas o manchas más claras y más oscuras, y que, por pura coincidencia, pueden recordarnos en algún momento a una imagen o un rostro conocidos. Y si la cara es la de una figura célebre a la que se atribuyen propiedades metafísicas (y Elvis entra dentro de esa categoría para muchos de sus admiradores), entonces la imagen puede obtener un eco y una atención mayores.

Lo raro del caso (desde el punto de vista científico) es que también quienes son conscientes en ese momento de que se trata solamente de un aperitivo tostado y no la reencarnación en pan del Mesías pueden verlo. Todos pueden reconocer en aquellas manchas lo que otros dicen que allí se ve, aun cuando no estén de acuerdo en cuanto a los orígenes de la aparición.

El cerebro humano prioriza la vista sobre todos los demás sentidos y el sistema visual hace gala de una impresionante lista de singularidades y rarezas. Como ocurre con los otros sentidos, la idea de que los ojos captan el mundo exterior y transmiten esa información intacta al cerebro como si fueran un par de cámaras de vídeo viscosas y blanduchas dista mucho de ser una descripción de cómo funciona realmente la cosa[IX].

Muchos neurocientíficos sostienen que la retina forma parte en realidad del cerebro, pues se desarrolla a partir del mismo tejido y está directamente conectada a él. Los ojos admiten luz a través de sendas pupilas y sendas lentes (los cristalinos) situadas en la parte anterior de ambos, y esa luz va a parar a la retina, situada en la parte posterior. La retina es una compleja capa de fotorreceptores, unas neuronas especializadas en detectar luz, algunas de las cuales pueden activarse con solo media docena de fotones (que son los «pedazos» de luz más pequeños posibles). Esa es una sensibilidad impresionante: es como si el sistema de seguridad de un banco se disparara con solo que a alguien se le ocurriera la idea de atracarlo. Los fotorreceptores que evidencian semejante sensibilidad son los que se utilizan sobre todo para ver contrastes entre claridad y oscuridad, y se denominan bastones. Funcionan en condiciones de baja luminosidad, como, por ejemplo, por la noche. De hecho, la luz diurna brillante los satura y, por tanto, los inutiliza cual huevera de porcelana incapaz de contener el caudal de un cubo de agua que alguien vertiera sobre ella. Los otros fotorreceptores (estos sí, receptivos a la luz diurna) detectan fotones de ciertas longitudes de onda y así es como percibimos color. Son los que llamamos conos y nos proporcionan una visión mucho más detallada del entorno, si bien requieren de una luminosidad considerablemente mayor que los bastones para activarse, lo que explica por qué no vemos colores cuando la luminosidad es baja.

Los fotorreceptores no se distribuyen de manera uniforme por la retina. Las concentraciones y las composiciones varían entre unas áreas y otras. Tenemos una zona en el centro de la retina que reconoce los detalles menudos, mientras que buena parte de la periferia retinal no proporciona más que siluetas borrosas. Esto es debido a las distintas concentraciones de fotorreceptores diferentes en cada una de esas áreas y a las distintas conexiones que tienen en ellas también. Cada fotorreceptor está conectado a otras células (normalmente, a una célula bipolar y a otra ganglionar) que transmiten la información desde aquel hasta el cerebro. Cada fotorreceptor forma parte de un campo receptivo (compuesto por todos los receptores conectados a las mismas células transmisoras) que abarca una parte específica de la retina. Dicho campo cumple una función análoga a la de una antena fija de telefonía móvil que recibe toda la información diversa que le transmiten los aparatos telefónicos situados dentro de su radio de cobertura y la procesa. Las células bipolares y ganglionares son la antena, y los receptores, los teléfonos; y juntos forman un campo receptivo específico. Cuando la luz incide en ese campo, activa una célula bipolar o ganglionar concreta a través de los fotorreceptores asociados a ella, y el cerebro reconoce la señal.

En la periferia de la retina, los campos receptivos pueden ser bastante extensos, cual tela de paraguas desplegada en torno a un mango central. Pero eso hace que su precisión se resienta: a fin de cuentas, es difícil saber dónde se deposita exactamente cada gota de lluvia que cae sobre la tela de un paraguas abierto y lo más que deducimos es que están cayendo gotas en él, nada más. Por fortuna, hacia la parte central de la retina, los campos receptivos son suficientemente pequeños y densos como para permitir la formación de imágenes nítidas y precisas, lo bastante, al menos, como para que podamos ver detalles tan minúsculos como la letra pequeña, por ejemplo.

Curiosamente, solo una parte de la retina tiene la capacidad de reconocer tan finos detalles. Es lo que llamamos la fóvea, justo en pleno centro de la retina, de la que cubre menos del 1% de su superficie total. Si la retina fuera una televisión plana de gran pantalla, la fóvea apenas representaría la huella de un pulgar en el medio de la misma. El resto del ojo nos proporciona siluetas más borrosas, y formas y colores poco definidos.

Tal vez piensen que esto no tiene sentido, porque ¿acaso las personas no ven el mundo con nitidez y claridad, exceptuando los pocos casos de quienes padecen de cataratas? Eso que he descrito en los párrafos inmediatamente previos equivaldría más bien a tener que mirar el mundo a través del extremo equivocado de un telescopio fabricado con vaselina. Pero, por inquietante que pueda parecernos, eso es lo que «vemos» en el sentido más estricto del término. Lo que pasa es que el cerebro realiza una labor inestimable depurando las imágenes antes de que lleguemos a percibirlas conscientemente. El más perfeccionado trabajo de procesamiento gráfico con Photoshop es poco más que un rayote con un lápiz de color amarillo comparado con cómo pule el cerebro nuestra información visual. Pero ¿cómo lo hace?

Los ojos se mueven de un lado a otro con mucha frecuencia y ello se debe en buena medida a que apuntamos con la fóvea hacia los diversos objetos de nuestro entorno que necesitamos mirar. Antiguamente, los experimentos dedicados a estudiar y registrar los movimientos del globo ocular de las personas recurrían a lentes de contacto especializadas… de metal. Dediquen luego un momento a reflexionar sobre eso y valoren hasta qué punto algunas personas se entregan a la causa de la ciencia[X].

En esencia, sea lo que sea que estemos mirando, la fóvea lo explora tanto como puede y con la máxima velocidad posible. Sería como imaginarse un foco o un reflector luminoso apuntado hacia un campo de fútbol y manejado por alguien poseído por una sobredosis casi letal de cafeína: algo parecido es nuestra fóvea en funcionamiento. La información visual obtenida mediante ese proceso, unida a la imagen menos detallada (pero utilizable de todos modos) del resto de la retina, es suficiente para que el cerebro, a partir de una concienzuda depuración de los datos y de unas cuantas conjeturas más o menos «bien fundadas» acerca de la apariencia de las cosas, haga que veamos lo que vemos.

Un sistema como este, que depende de los datos que se extraen de un área tan reducida de la retina, puede parecer a todas luces ineficiente. Pero el secreto está en lo mucho que el cerebro dedica de sí mismo a procesar esa información visual: solo duplicando el tamaño de la fóvea para que esta representara más del 1% de la superficie de la retina, la materia cerebral dedicada al procesamiento visual tendría que aumentar hasta tal punto que nuestros cerebros deberían tener el volumen de balones de baloncesto.

Pero ¿cómo es ese procesamiento? ¿Cómo extrae el cerebro una percepción tan detallada a partir de una información tan rudimentaria? Los fotorreceptores convierten la información lumínica en señales neuronales que son enviadas al cerebro a lo largo de los nervios ópticos (uno por cada ojo)[XI]. El nervio óptico transmite información visual a varias partes del cerebro. Inicialmente, la envía al tálamo, la vieja estación central del cerebro, y de allí es difundida a zonas más lejanas y extensas. Parte de esa información termina en el tallo cerebral, bien en un lugar llamado pretectum (o zona pretectal), que dilata o contrae las pupilas en respuesta a la intensidad de la luz, bien en el colículo superior, que controla el movimiento de los ojos en saltitos cortos llamados sacadas.

Si nos concentramos en cómo se mueven nuestros ojos cuando miramos de derecha a izquierda o viceversa, nos daremos cuenta de que no se desplazan en un barrido continuo, sino mediante una serie de tirones cortos (háganlo poco a poco, si quieren, para percatarse mejor de ello). Esos movimientos son las sacadas. El cerebro percibe una imagen continua uniendo una serie rápida de imágenes «fijas», que son las que aparecen en la retina entre un tirón sacádico y otro. Técnicamente, no «vemos» prácticamente nada de lo que ocurre entre sacada y sacada, pero se trata de movimientos tan rápidos que no nos damos cuenta de ello en realidad: son como el vacío entre fotogramas de unos dibujos animados o de una película. (La sacada es uno de los movimientos más rápidos que puede realizar el cuerpo humano, junto con el parpadeo… y el cierre de un ordenador portátil cuando una madre entra en el dormitorio de un adolescente sin llamar).

Experimentamos esas entrecortadas sacadas cada vez que movemos los ojos de un objeto a otro, pero, cuando seguimos visualmente algo que está en movimiento, nuestro desplazamiento ocular es tan continuo y fluido como el movimiento interno de un reloj de arena relleno de aceite extrarrefinado. Esto tiene sentido desde el punto de vista evolutivo: si, en la naturaleza, seguimos con los ojos un objeto en movimiento, lo normal es que se trate de una presa o de una amenaza, así que conviene que mantengamos la vista concentrada en él de forma constante. Pero eso es algo que solo podemos hacer cuando lo que seguimos es algo que se está moviendo. En cuanto ese objeto abandona nuestro campo de visión, los ojos, en virtud del llamado «reflejo optocinético», vuelven donde estaban y lo hacen moviéndose por medio de sacadas. Todo eso significa, en definitiva, que el cerebro puede mover nuestros ojos de forma continua, solo que, a menudo, no lo hace.

Pero ¿cómo es que cuando movemos los ojos, no percibimos el mundo a nuestro alrededor como si este estuviera en movimiento también? A fin de cuentas, bien podrían llegar proyectadas a la retina iguales imágenes si fuéramos nosotros quienes nos moviéramos que si fuera el mundo exterior el que no estuviera quieto, ¿no? Por fortuna, el cerebro dispone de un sistema muy ingenioso con el que abordar ese problema. Los músculos oculares reciben con regularidad inputs de los sistemas del equilibrio y el movimiento situados en nuestros oídos y los utilizan para distinguir entre el movimiento del ojo propiamente dicho y el movimiento en el (o del) mundo que nos rodea. Eso significa que también podemos mantener la vista enfocada en un objeto cuando nosotros estamos en movimiento. Ahora bien, hablamos de un sistema que puede prestarse a confusiones, pues los sistemas de detección de movimiento pueden terminar enviando señales a los ojos en momentos en que no nos estamos moviendo en realidad, lo que desencadena movimientos oculares llamados nistagmos. Los profesionales de la salud los consideran un síntoma importante a la hora de valorar el estado del sistema visual, porque no es bueno que nuestros ojos tiemblen o se muevan sin motivo: puede indicar que algo va mal en los sistemas fundamentales encargados de controlar los ojos. Los nistagmos son para los médicos y los optómetras lo que una vibración en un motor es para un mecánico: puede tratarse de algo bastante inocuo o puede que no, pero, en cualquier caso, no tendría que estar pasando.

Hasta aquí me he referido únicamente a lo que hace nuestro cerebro a la hora de determinar hacia dónde enfocar los ojos. Todavía no hemos comenzado siquiera a hablar de cómo se procesa la información visual.

Pues, bien, empezaré diciendo que dicha información se transmite principalmente al córtex visual, situado en el lóbulo occipital, en la parte posterior del cerebro. ¿Alguna vez han experimentado el fenómeno de darse un golpe en la cabeza y «ver las estrellas»? Pues una explicación de que eso ocurra es que el impacto hace que su cerebro se sacuda dentro del cráneo cual repugnante moscardón queda atrapado en un frasquito, y que la parte trasera de dicho órgano rebote contra la pared craneal. Esto provoca una presión y un trauma en las áreas encargadas del procesamiento visual, lo que las lastima brevemente y hace que, como consecuencia, veamos de pronto colores extraños e imágenes que recuerdan a estrellas, a falta de una mejor descripción.

El córtex visual está dividido en diferentes capas que se subdividen a su vez en otras.

El córtex visual primario —el primer lugar al que llega la información procedente de los ojos— está distribuido en «columnas» ordenadas, como pan en rebanadas. Estas columnas son muy sensibles a la orientación, lo que significa que reaccionan solamente a la visión de líneas direccionales determinadas. En la práctica, eso implica que reconozcamos los bordes de los objetos. La importancia de ese fenómeno es excepcional: los bordes entrañan límites, lo que significa que podemos reconocer objetos individuales y enfocar la vista en ellos más que en la superficie uniforme que ocupa la mayor parte de su forma. Y significa también que podemos seguir sus movimientos a medida que las diferentes columnas del córtex se activan en respuesta a los cambios. Podemos reconocer objetos individuales y su movimiento, y esquivar un balón de fútbol dirigido hacia nuestra cabeza, en vez de quedarnos ahí, preguntándonos por qué esa mancha blanca se hace cada vez más grande. El descubrimiento de esa sensibilidad a la orientación es tan fundamental que quienes lo realizaron en 1981 (David Hubel y Torsten Wiesel) terminaron siendo galardonados con el premio Nobel[132].

El córtex visual secundario es el responsable de reconocer los colores y es más impresionante aún (si cabe) por su capacidad para detectar la constancia cromática. Un objeto rojo a plena luz del día se proyecta en la retina con una tonalidad muy diferente de la de un objeto rojo cuando hay poca luz, pero, al parecer, el córtex visual secundario puede tener en cuenta la cantidad de luz ambiental y determinar de qué color «se supone» que es el objeto en cuestión. Eso es fabuloso, aunque no fiable al cien por cien. Si alguna vez han tenido una discusión con alguien a propósito de cuál es el verdadero color de una cosa (por ejemplo, si un coche es azul marino o negro), ya han vivido de primera mano lo que ocurre cuando el córtex visual secundario se confunde.

Y las sucesivas áreas de procesamiento visual se extienden progresivamente hacia el interior del cerebro y, cuanto más alejadas se encuentran del córtex visual primario, más específica es su función en cuanto a qué aspecto de la visión procesan. Llegan incluso a penetrar en otros lóbulos, como el parietal (que es el que contiene las áreas encargadas de la concepción espacial) o el temporal inferior, que procesa el reconocimiento de objetos específicos y (volviendo al tema de partida de la presente sección) caras. Tenemos partes del cerebro dedicadas a reconocer rostros, por eso los vemos por doquier. Incluso donde, en realidad, no hay más que una tostada.

Estas son solo algunas de las facetas más llamativas del sistema visual. Pero quizá su detalle más fundamental sea la capacidad que tenemos de ver en tres dimensiones (o en «3D», como dirían los niños de hoy en día). Es mucho lo que se le exige al cerebro para crear esas imágenes tridimensionales, pues, en el fondo, se le está pidiendo que genere una rica impresión en 3D del entorno a partir de una imagen fragmentaria en 2D. Técnicamente hablando, la retina es una superficie «plana», por lo que es un soporte gráfico tan bidimensional como una pizarra cualquiera. Por suerte, el cerebro conoce unos cuantos trucos para superar ese inconveniente.

Para empezar, es una gran ayuda que tengamos dos ojos y no uno solo. Puede que estén bastante juntos en nuestro rostro, pero mantienen una separación suficiente como para proporcionar al cerebro imágenes sutilmente diferenciadas. El cerebro usa luego esa diferencia para imprimir profundidad y distancia a la imagen que terminamos percibiendo finalmente.

Para ello, no se basa únicamente en el paralaje resultante de esa disparidad binocular (una manera técnica de decir lo mismo que en el párrafo anterior), pues este se produce cuando ambos ojos funcionan al unísono y, sin embargo, si cerramos o nos tapamos uno de los dos, el mundo que vemos a través del otro no se convierte automáticamente en una imagen plana. Esto último se debe a que el cerebro puede utilizar también aspectos de la imagen proporcionada por la retina para calcular profundidad y distancia. Me refiero a fenómenos como la oclusión (el hecho de que unos objetos —más cercanos— tapen a otros), la textura (la mayor riqueza de los detalles de las superficies que están próximas a nosotros que la de aquellas que están más lejos) y la convergencia (el hecho de que las cosas cercanas tiendan a verse más separadas entre sí que las que están distantes: imagínense, por ejemplo, una carretera larga que se pierde a lo lejos hasta terminar concentrada en un único punto), entre otros. Aunque tener dos ojos es la vía más beneficiosa y eficaz de calcular la profundidad, el cerebro puede arreglárselas bien solo con uno y puede incluso seguir coordinando tareas que implican una manipulación fina. Yo conocí a un dentista de éxito que solo tenía visión de un ojo y el suyo es un trabajo en el que nadie podría durar mucho sin procesar bien la percepción de profundidad.

Estos métodos de reconocimiento de la profundidad que emplea el sistema visual son los que aprovecha el cine en 3D para crear su particular impresión de tridimensionalidad. Cuando miramos una pantalla de cine, podemos ver la profundidad necesaria porque están presentes en ella todas las «pistas» comentadas en el párrafo anterior que nuestra visión necesita para apreciar esa ilusión de profundidad. Pero, hasta cierto punto, nunca dejamos de ser conscientes de que estamos mirando imágenes proyectadas sobre una pantalla plana (que es lo que sucede en realidad). Pero en las películas en 3D, dos flujos de imágenes muy ligeramente diferenciadas se proyectan superpuestos. Cuando nos ponemos gafas especiales para ese tipo de película, una de las lentes filtra una de las dos imágenes superpuestas y elimina la otra, y la otra lente deja pasar la que la primera elimina y suprime la que la primera deja pasar. Como consecuencia, cada ojo recibe una imagen global sutilmente diferente. El cerebro reconoce esa diferencia como una sensación de profundidad y, de pronto, las imágenes que vemos en pantalla comienzan a saltar hacia nosotros, que hemos tenido que pagar las entradas al doble de precio para verlo.

Tal es la complejidad y la densidad del procesamiento realizado por el sistema visual que existen muchas maneras de engañarlo. El fenómeno de la imagen de Jesús en una tostada ocurre porque existe una región del sistema visual en el córtex temporal que se encarga de reconocer y procesar caras, por lo que todo aquello que se parece un poco a un rostro humano tiende a ser percibido como tal rostro. El sistema de la memoria puede intervenir entonces y decirnos si se trata de una cara conocida o no. Otra ilusión habitual es la que hace que dos cosas que son exactamente del mismo color nos parezcan de tonos diferentes según la tonalidad del fondo sobre el que estén colocadas. El origen de esa impresión puede hallarse en una confusión inducida en el córtex visual secundario.

Otras ilusiones visuales son más sutiles. La clásica imagen que nos hace dudar de si lo que vemos son «dos caras mirándose una a otra o un candelabro» posiblemente es la más conocida de todas. Esa imagen nos plantea dos interpretaciones posibles: ambas son «correctas», pero mutuamente excluyentes. El cerebro no sabe manejar bien la ambigüedad, por lo que, a efectos prácticos, impone orden en lo que está recibiendo a base de elegir una de las interpretaciones posibles. Pero eso no impide que cambie de opinión en cualquier momento, pues existen dos soluciones interpretativas igualmente válidas.

Y con lo dicho hasta el momento apenas si comenzaríamos a tocar el tema más que a un nivel muy superficial. Lo cierto es que resulta imposible transmitir la verdadera complejidad y la sofisticación del sistema de procesamiento visual en solo unas pocas páginas, pero he considerado que intentarlo valía la pena porque la vista es un proceso neurológico sumamente complejo sobre el que se sostiene buena parte de nuestra vidas, y porque la mayoría de personas no reparan apenas en él hasta que comienza a funcionar mal por algún lado. Así pues, consideren esta sección solamente como un brevísimo tratado sobre la punta del iceberg del sistema visual del cerebro; queda una enormidad de ese iceberg sumergido en las profundidades del mar. Y si ustedes y yo podemos percibir semejantes profundidades bajo la superficie del agua no es por otra cosa que por la complejidad misma de nuestro sistema visual.