No tenga pesadillas…,
a menos que le vayan ese tipo de cosas

(De por qué a las personas les gusta asustarse
e incluso buscan activamente tal sensación)

¿Por qué hay tantas personas que no dejan pasar una oportunidad de arriesgarse a estamparse contra el suelo en busca que emociones fugaces? Piensen en quienes practican salto base, puenting, paracaidismo, etcétera. Todo lo que hemos aprendido hasta aquí nos ha mostrado hasta qué punto actúa en el cerebro un impulso de autoconservación que se traduce en nerviosismo, conductas de evitación, etcétera. Pero ahí tienen a escritores como Stephen King y Dean Koontz, que escriben libros sobre sucesos sobrenaturales y sobre muertes violentas y brutales de personajes diversos, y que se ganan muy bien la vida con ello. Han vendido cerca de mil millones de libros entre los dos. La franquicia Saw, todo un escaparate de las más imaginativas y sangrientas maneras de acabar prematuramente con la vida de seres humanos por motivos todavía no muy claros, suma actualmente siete películas y todas ellas se han estrenado y exhibido en cines de todo el mundo sin que a nadie se le ocurriera introducir antes las copias maestras en contenedores de plomo sellados herméticamente y deshacerse de ellas lanzándolas al espacio en dirección al Sol. Nos contamos historias de miedo alrededor de la hoguera de una acampada, subimos al tren de la bruja en las ferias de atracciones, visitamos casas encantadas, nos disfrazamos de zombis por Halloween para sacarles caramelos a los vecinos… ¿Cómo se explica, entonces, que gocemos con esas diversiones (algunas de ellas pensadas para niños nada menos) y que disfrutemos precisamente porque nos asustan?

Curiosamente, la emoción del miedo y la satisfacción que nos producen los caramelos dependen probablemente de la misma región cerebral. Me refiero a la vía mesolímbica, conocida habitualmente como el circuito mesolímbico de recompensa, o también como el circuito dopaminérgico, porque es el responsable de la sensación de recompensa en nuestro cerebro y se vale de neuronas dopamínicas para ello. Es una de las diversas vías y circuitos que canalizan la gratificación o la recompensa, pero, por lo general, está considerada la más «central» de todas. Y eso es lo que hace que sea importante para el fenómeno de que «la gente se lo pase bien pasando miedo».

Esta vía se compone del área tegmental ventral (ATV) y del núcleo accumbens (NAc)[93]. Ambos son conjuntos muy densos de circuitos y repetidores neuronales situados en zonas muy profundas del cerebro que cuentan con numerosas conexiones y enlaces tanto con las regiones más sofisticadas (entre ellas, el hipocampo y los lóbulos frontales) como con las más primitivas (como el tallo cerebral), por lo que constituyen una parte muy influyente de nuestro cerebro.

El ATV es el componente que detecta un estímulo y determina si era positivo o negativo, si era algo que potenciar o evitar. Luego envía señales de su decisión al NAc, que es el que provoca que experimentemos la respuesta apropiada. Así, por ejemplo, si comemos un aperitivo y nos resulta sabroso, el ATV registra la experiencia como algo bueno, se lo indica al NAc y este hace que sintamos placer y disfrute. Si bebemos leche agria sin querer, el ATV registra el incidente como algo negativo y transmite su decisión al NAc, que induce entonces en nosotros una sensación de asco, repugnancia, náusea… prácticamente todo aquello que pueda servir para que el cerebro nos haga llegar alto y claro el mensaje de que no se nos ocurra hacer algo así de nuevo. Ese sistema, tomado en su conjunto, es lo que conocemos como el circuito mesolímbico de recompensa.

Entendido en ese contexto, el concepto de «recompensa» significa aquellas sensaciones positivas y placenteras que experimentamos cuando hacemos algo que nuestro cerebro aprueba. Normalmente, se trata de cosas que satisfacen nuestras funciones biológicas, como comer cuando tenemos hambre, o cuando lo que comemos es rico en nutrientes o recursos alimenticios (los carbohidratos son una fuente de energía valiosa en lo que al cerebro respecta y de ahí que a quienes tratan de ponerse a dieta les resulte tan difícil resistirse a comerlos). Hay cosas que causan una activación mucho más intensa del sistema de recompensa. Me refiero a cosas como el sexo, por ejemplo. Por eso, la gente dedica tanto tiempo y esfuerzo a buscarlo y obtenerlo, a pesar de que podemos vivir perfectamente sin él. Sí, podemos.

Ni siquiera tiene por qué tratarse de algo tan esencial o intenso. Rascarse un picor particularmente persistente nos produce una placentera satisfacción, canalizada por el sistema de recompensa. En ese momento, el cerebro nos dice que lo que acabamos de hacer estaba bien y que deberíamos hacerlo de nuevo.

En un sentido psicológico, una recompensa es una respuesta (subjetivamente) positiva a algo que ocurre, una respuesta que conduce potencialmente a un cambio de comportamiento. Las recompensas, pues, pueden ser considerablemente diversas. Si una rata presiona una palanca y obtiene así un pedacito de fruta, seguirá presionándola más a menudo, lo que significa que la fruta es una recompensa válida en su caso[94]. Pero si, en vez de la fruta, obtiene el juego más reciente de la Playstation, eso probablemente no hará que presione la palanca más frecuentemente que antes. El adolescente medio seguramente no lo vería así, pero, para una rata, un juego de la Playstation no tiene valor motivacional alguno, por lo que no constituye una recompensa. Lo que trato de decir con esto es que a cada persona (o criatura) le resultarán gratificantes cosas distintas: hay individuos a los que les gusta que los asusten o les pongan de los nervios, pero hay otros a quienes no y que no entienden dónde está la gracia de todo eso.

Varios son los métodos por los que el miedo y el peligro pueden resultar «apetecibles». Para empezar, somos seres inherentemente curiosos. Incluso animales como las ratas tienen tendencia a explorar todo aquello que les resulta novedoso cuando se les presenta la oportunidad. Pues los humanos tenemos más acusada aún dicha inclinación[95]. Pensemos, si no, en cuántas veces hacemos algo solo para ver qué pasa. Cualquiera que tenga hijos estará sin duda familiarizado con esta (a menudo destructiva) predisposición. Nos sentimos atraídos por el valor de la novedad. Pero nos enfrentamos continuamente a una inmensa variedad de sensaciones y experiencias nuevas, así que ¿por qué nos decantamos muchas veces por aquellas que implican miedo y peligro —dos cosas negativas— en vez de por un sinfín de otras que, resultándonos poco familiares también, son más benignas para nosotros?

El circuito mesolímbico de recompensa proporciona placer cuando hacemos algo bueno. Pero ese «algo bueno» abarca un muy amplio abanico de posibilidades, entre las que se incluyen el que algo malo deje de ocurrir. Debido a la adrenalina y a la respuesta de lucha o huida, los periodos de miedo y terror son tremendamente intensos para nosotros, pues durante ellos todos nuestros sentidos y sistemas están en alerta y preparados para el peligro. Pero lo normal es que la fuente de ese peligro o miedo desaparezca (sobre todo, teniendo en cuenta lo excesivamente paranoicos que son nuestros cerebros). El cerebro reconoce entonces que había una amenaza, pero esta ha dejado de existir.

Ejemplos: usted estaba en una casa encantada, pero ahora está fuera; estaba volando por los aires camino de una muerte segura, pero ahora está en el suelo y sigue vivito y coleando; le estaban contando una historia terrorífica, pero ahora ha terminado y el asesino en serie sediento de sangre que la protagonizaba nunca llegó a presentarse. En cada uno de esos casos, el sistema de recompensa está reconociendo un peligro que cesa de pronto, así que, fuera lo que fuere que usted hiciera para poner fin a ese peligro, es de vital importancia que haga lo mismo la próxima vez. Eso significa que desencadena una respuesta de recompensa muy potente. En otros casos, como los de la comida o el sexo, usted simplemente hizo algo para mejorar su existencia a corto plazo, pero, en este, ¡usted ha evitado la muerte! Esto es mucho más importante. Además, con la adrenalina propia de una respuesta de lucha o huida corriendo desbocada por nuestros sistemas, todo se siente de forma potenciada y realzada. El apuro de un susto y el alivio que sentimos tras él pueden ser intensamente estimulantes: más que la mayoría de las demás cosas.

La vía mesolímbica tiene importantes conexiones neuronales y vínculos físicos con el hipocampo y la amígdala, lo que le permite hacer hincapié en los recuerdos de ciertos sucesos que considera relevantes y asignarles un fuerte eco emocional[96]. No solo recompensa o desalienta conductas cuando eso sucede, sino que también garantiza que el recuerdo de lo ocurrido sea particularmente potente.

La conciencia realzada, la aceleración intensa, los recuerdos vívidos: la combinación de todo eso hace que la experiencia del encuentro con algo que asusta mucho pueda conseguir que alguien se sienta más «vivo» que en ningún otro momento. Cuando todas las demás experiencias parecen romas y corrientes en comparación, esa otra puede funcionar como una fuerte motivación para buscar «subidones» parecidos (del mismo modo que alguien acostumbrado al café espresso ultraconcentrado no encontrará demasiado gratificante un café con leche corto de café).

Y sucede a menudo que esa experiencia tiene que ser una emoción «genuina» y no meramente sintética. Las partes conscientes, pensantes, de nuestro cerebro son fáciles de engañar en no pocos casos (muchos de ellos mencionados en este mismo libro), pero no hasta según qué extremos de credulidad. De ahí que un videojuego en el que conduzcamos un vehículo a alta velocidad, por muy realista que sea en el plano visual, no pueda llegar nunca a proporcionar la misma excitación y sensación que el hecho de ir realmente al volante de ese automóvil. Lo mismo puede decirse de luchar contra zombis o de pilotar naves espaciales: el cerebro humano reconoce lo que es real y lo que no, y puede afrontar sin problemas la diferencia, por mucho que digan quienes defienden el viejo argumento de que «los videojuegos generan violencia».

Pero si los videojuegos realistas no dan miedo en realidad, ¿cómo puede ser que cosas tan absolutamente abstractas como los relatos que leemos en los libros puedan resultarnos tan terroríficas? Tal vez tenga que ver con el control. Cuando jugamos a un videojuego, disponemos de un control total sobre el entorno: podemos pausar el juego, este responde a nuestras acciones, etcétera. No sucede lo mismo cuando leemos libros de miedo o vemos películas de terror, pues, en esos casos, el individuo es un observador pasivo y, si se deja atrapar por el relato, renuncia a toda influencia sobre lo que allí ocurre. (Siempre puede cerrar el libro, pero eso no cambiará la historia que en él se cuenta). A veces, las impresiones y las experiencias de la película o del libro pueden permanecer con nosotros hasta mucho después, afectándonos y desconcertándonos durante bastante tiempo. La intensidad de los recuerdos explica que eso sea así, pues continuamos reviviéndolos y activándolos al tiempo que se van «asentando». En general, cuanto más conserva el cerebro el control sobre el desarrollo de los acontecimientos, menos miedo le dan. De ahí que el «dejar algunas cosas a la imaginación» pueda causar más terror en realidad que los más cruentos efectos especiales.

Los años setenta del siglo XX, una década muy anterior a la actual edad de oro de las imágenes generadas por ordenador y de las prótesis avanzadas, están considerados por muchos buenos conocedores del género como una época gloriosa del cine de terror. Todos los sustos tenían que ser producto de la sugestión, de la elección del momento oportuno, de la atmósfera creada y de otros trucos ingeniosos. Con esos ingredientes, la tendencia del cerebro a buscar y predecir amenazas y peligros era la que se encargaba de hacer la mayor parte del trabajo y provocaba que los espectadores terminaran sobresaltándose hasta con simples sombras. La llegada de los efectos de tecnología punta por cortesía de los grandes estudios de Hollywood hizo que el terror real fuese mucho más ostensible y directo, con ríos de sangre y de efectos informáticos en sustitución del suspense psicológico que tan al uso había estado hasta entonces. Hay espacio para ambas aproximaciones al género —y para otras—, pero cuando el terror se transmite de un modo explícito y directo, el cerebro no se sumerge tanto en la acción, lo que le da mucho más margen para pensar y analizar, y para mantenerse consciente de que aquella es una situación ficticia que el espectador puede interrumpir cuando quiera, con lo que los sustos no tienen el mismo impacto en él. Los diseñadores de videojuegos han aprendido esa lección y, ahora, los juegos de terror de supervivencia constituyen un género en el que el personaje principal tiene que evitar un peligro sobrecogedor en un entorno tenso e incierto, en lugar de volarlo en millones de revoloteantes añicos con un descomunal cañón láser[97].

Sucede posiblemente lo mismo con los deportes extremos y otras actividades de aventura. El cerebro humano es perfectamente capaz de distinguir el riesgo real del artificial, por lo que es habitual que tenga que existir una posibilidad muy auténtica de sufrir consecuencias negativas para que se pueda experimentar una emoción de verdad. Quizá sería posible reproducir la sensación física de un salto de puenting en unas instalaciones complejas con unas pantallas, unos arneses y unos ventiladores gigantes, pero difícilmente podría resultar suficientemente auténtico un escenario así como para convencer a nuestro cerebro de que estamos cayendo desde una gran altura, con lo que el peligro de que terminemos estrellados contra el suelo desaparece y, por tanto, la experiencia ya no es la misma. La percepción de desplazarnos hacia arriba y hacia abajo a gran velocidad a través del espacio es difícil de reproducir sin que hagamos realmente algo así (por eso existen las montañas rusas).

Cuanto menos control tengamos sobre la sensación de susto, más excitante será esta para nosotros. Pero siempre dentro de un límite, pues es imprescindible que conservemos cierto grado de influencia sobre los acontecimientos para que estos sean escalofriantemente «divertidos» y no terroríficos de verdad. Lanzarse desde un avión con un paracaídas es algo considerado emocionante y alegre. Caerse desde un avión sin un paracaídas a la espalda no lo es. Para que el cerebro disfrute con una actividad emocionante, tiene que haber al parecer algún riesgo de por medio, pero también cierta capacidad de influencia en el resultado que permita evitar riesgos de más. La mayoría de personas que sobreviven a un accidente automovilístico se sienten aliviadas de seguir vivas, pero rara vez presentarán deseo alguno de volver a pasar por algo así.

Además, el cerebro tiene la extraña costumbre —ya insinuada algunas páginas atrás— de abonarse al llamado pensamiento contrafáctico: es decir, a la tendencia a meditar sobre los posibles resultados negativos de hechos que nunca tuvieron lugar[98]. Esa tendencia es más apreciable si cabe cuando el hecho en cuestión da miedo y está acompañado de una sensación de peligro real. Por ejemplo, si alguno de ustedes estuvo a punto de ser atropellado por un coche cuando cruzaba una calle, es posible que pase días dándole vueltas a la idea de lo que le podría haber pasado si ese vehículo hubiera impactado contra usted. Pero la realidad es que no impactó, que nada ha cambiado en un plano físico para usted. Aun así, no cabe duda de que al cerebro le encanta centrar la atención en una amenaza potencial, sea esta pasada, presente o futura.

A quienes disfrutan con este tipo de cosas se les suele tildar de adictos a la adrenalina. La «búsqueda de sensaciones» es un rasgo de personalidad reconocido como tal[99] y los individuos que se caracterizan por él intentan constantemente encontrar nuevas, variadas, complejas e intensas experiencias que, en cualquier caso, comporten cierto riesgo físico/económico/legal (perder dinero y ser arrestados son también peligros que muchos individuos desearían evitar con todas sus fuerzas). En párrafos anteriores, me he referido a que se requiere de cierto control sobre los acontecimientos para disfrutar de las emociones del riesgo dentro de unos límites apropiados, pero es posible que la proclividad a la búsqueda de sensaciones nuble la capacidad para valorar o reconocer el riesgo y el control de forma precisa. En un estudio psicológico de finales de la década de 1980, se analizó el caso de los esquiadores y se compararon las reacciones de los que habían padecido alguna lesión importante practicando esquí y las de los que nunca la habían padecido[100]. Lo que se descubrió fue que, entre los esquiadores que se habían lesionado alguna vez, era mucho más probable encontrar individuos que respondían al perfil de «buscadores de sensaciones» que entre los que nunca se habían lesionado, lo que da a entender que había sido precisamente su impulso a procurarse emociones fuertes lo que les había llevado a tomar decisiones o a emprender acciones que llevaron la situación más allá de su capacidad de control e hizo que se lesionaran. No deja de ser una cruel ironía que el deseo de buscar el riesgo pueda bloquear también la capacidad de sentirlo cuando está ahí.

El por qué algunas personas desarrollan tan extremas tendencias no se conoce con seguridad. Podría ser algo que crece de forma gradual en el individuo: de un primer y breve flirteo con una experiencia de riesgo podrían derivarse ciertas emociones placenteras para él que lo llevan a buscar otras cada vez más intensas. Ese sería el tradicional argumento de la «bola de nieve». Una metáfora muy apropiada tratándose de esquiadores, ciertamente.

Se han investigado también factores de índole más biológica o neurológica. Y se han encontrado indicios de que ciertos genes, como el DRD4, que codifica un cierto tipo de receptor de dopamina, pueden estar mutados en individuos proclives a buscar sensaciones, lo que alteraría la actividad en el circuito mesolímbico de recompensa, con los consiguientes cambios sobre cómo se ven gratificadas las sensaciones[101]. Si la vía mesolímbica está más activa, las experiencias fuertes podrían resultar más potentes aún. Pero si no lo está tanto, podría necesitar de una estimulación más intensa para hacer que el individuo disfrutara de verdad: experiencias de aquellas que la mayoría de nosotros consideramos que suponen un riesgo vital excesivo. Sea como fuere, en esos casos, las personas afectadas podrían muy bien terminar buscando mayores estímulos. De todos modos, tratar de averiguar la función de un gen concreto en el cerebro siempre supone un proceso largo y complejo, por lo que todo esto es algo que todavía no sabemos a ciencia cierta.

Para otro estudio, firmado en 2007 por Sarah B. Martin y un equipo de colaboradores, se escanearon los cerebros de docenas de sujetos que habían registrado puntuaciones diversas en la escala de personalidad «buscadora de experiencias». El grupo de investigadores llegó a la conclusión de que la conducta proclive a la búsqueda de experiencias está correlacionada con un hipocampo anterior derecho más voluminoso[102]. Los datos indican que esa es la parte del cerebro y del sistema memorístico que se encarga de procesar y reconocer las novedades. En esencia, el sistema de la memoria gestiona información a través de esa área y le dice al hipocampo anterior derecho algo así como «mírate esto, ¿lo habíamos visto ya antes?», y entonces este responde sí o no. No sabemos exactamente lo que significa que esa área tenga un tamaño mayor. Tal vez se deba a que el individuo ha experimentado tantas cosas nuevas en su vida que el área dedicada a reconocer la novedad haya tenido que expandirse para ser más capaz de procesarlas, o quizá sea justamente al revés y el hecho de que esa región detectora de novedades esté superdesarrollada implica que lo nuevo tiene que ser mucho más inhabitual para que aquella lo reconozca como novedoso de verdad. Si esto último fuera el caso, para esos individuos las estimulaciones y las experiencias novedosas serán potencialmente más importantes y destacadas.

Sea cual fuere la causa real de esa hipertrofia del hipocampo anterior, lo cierto es que, para un neurocientífico, es estupendo ver algo tan complejo y sutil como es un rasgo de la personalidad potencialmente reflejado en unas diferencias físicas visibles en el cerebro. No es algo que suceda tan a menudo, ni mucho menos, como los medios de comunicación a veces dan a entender.

En definitiva, lo que todo esto implica es que hay personas que realmente disfrutan con la experiencia de encontrarse con algo que provoca miedo. La respuesta de lucha o huida que ese encuentro activa da como resultado una profusión de experiencias acentuadas que se producen en esos momentos en el cerebro (y trae consigo también el alivio patente que se siente cuando el encuentro termina), y ese fenómeno es perfectamente aprovechable con fines de entretenimiento… aunque siempre dentro de unos parámetros determinados. Algunas personas pueden presentar diferencias sutiles en cuanto a su estructura o su funcionamiento cerebrales que las induzcan a buscar activamente esa sensación relacionada con el riesgo y el miedo intensos, a veces incluso hasta extremos alarmantes. Pero nadie debe ser juzgado mejor o peor por ello: más allá de los fundamentos estructurales generales, el cerebro de cada persona es diferente y nada hay que temer de tales diferencias, ni siquiera si ustedes son de aquel tipo de individuos que disfrutan teniendo miedo de las cosas.