«Dormir, tal vez soñar…», o tener espasmos, o asfixiarse, o caminar dormidos
(El cerebro y las complejas propiedades del sueño)
Dormir supone no hacer nada, literalmente: tumbarse y perder la conciencia. ¿Qué complicación podría tener algo así?
Mucha. Dormir —el funcionamiento real del sueño, el cómo se produce y el qué sucede mientras se produce— es algo en lo que la gente no piensa muy a menudo, que digamos. Como es lógico, resulta muy difícil pensar en el sueño cuando dormimos (por aquello de estar inconscientes y tal). Es una lástima, porque es algo que ha desconcertado a muchos científicos y, si más personas pudiéramos reflexionar sobre ello, a lo mejor seríamos capaces de hallarle antes una buena explicación.
Por aquello de clarificar las cosas por adelantado, digamos que todavía no sabemos para qué sirve el sueño. Lo hemos observado (si lo entendemos en su sentido más amplio) en casi todos los demás tipos de animales, incluso en los más simples, como los nematodos (un gusano platelminto parasítico muy básico y común)[10]. Algunos animales —las medusas y las esponjas, por ejemplo— no dan señal alguna de dormir en ningún momento, pero también es verdad que carecen de cerebro, por lo que no podemos pedirles que hagan gran cosa en ningún sentido. Pero dormir, o cuando menos, pasar ciertos periodos regulares de inactividad, es un hábito observable en una amplia variedad de especies radicalmente diferentes. Está claro, además, que es importante y que tiene unos orígenes evolutivos profundos. Los mamíferos acuáticos han desarrollado métodos para dormir con solo una mitad del cerebro en cada momento porque, si se durmieran por completo, dejarían de nadar y se hundirían y se ahogarían. El sueño es tan importante que supera en jerarquía al hecho de «no ahogarse» y todavía desconocemos el porqué.
Son muchas las teorías propuestas al respecto. Una de ellas es la que le atribuye propiedades curativas. Se ha demostrado que cuando privamos del sueño a ratas de laboratorio, estas se recuperan mucho más lentamente de heridas o lesiones previas y, por lo general, no viven tanto tiempo como aquellos otros congéneres suyos que sí duermen lo suficiente[11]. Otra teoría alternativa es la que atribuye al sueño la capacidad de reducir la intensidad de señal de las conexiones neurológicas débiles, lo que hace que estas sean más fáciles de eliminar[12]. Y también está la que justifica la existencia del sueño porque facilita la atenuación de las emociones negativas[13].
Una de las hipótesis más singulares es aquella en la que se supone que dormir evolucionó como un modo de protegernos de los depredadores[14]. Muchos predadores están activos por la noche y los seres humanos no precisamos de veinticuatro horas de actividad diaria para sustentarnos, por lo que el sueño nos proporciona periodos prolongados durante los cuales las personas se mantienen esencialmente inertes y, de ese modo, no emiten señales ni pistas que, de otro modo, podrían servir a algún depredador nocturno para detectarlas.
Habrá quien se ría de lo despistados que andan los científicos modernos con este tema, porque entienda que dormir sirve fundamentalmente para descansar: es un momento en el que damos a nuestro cuerpo y a nuestro cerebro un margen de tiempo para recuperarse y para recargar pilas tras los esfuerzos de toda una jornada. Y sí, si hemos estado haciendo algo especialmente extenuante, un periodo prolongado de inactividad ayuda a que nuestros sistemas se recuperen y repongan/reconstruyan lo que sea necesario.
Pero si dormir es para descansar, ¿por qué casi siempre dormimos una cantidad de tiempo parecida, hayamos pasado el día cargando ladrillos o sentados en pijama en el sofá viendo dibujos animados? Es evidente que uno y otro ejercicio no requieren de un tiempo de recuperación equivalente. Y la actividad metabólica del cuerpo durante las horas de sueño disminuye solamente entre un 5 y un 10%. Poco «relajante» podemos considerar una reducción como esa: tan poco útil como nos parecería bajar la velocidad de un coche de ochenta kilómetros por hora a solo setenta porque le empieza a salir humo del motor.
La extenuación no dicta nuestras pautas de sueño. De ahí que casi nadie se quede dormido cuando está corriendo una maratón. El momento y la duración del sueño vienen determinados más bien por los ritmos circadianos de nuestro organismo, marcados a su vez por mecanismos internos específicos. La glándula pineal del cerebro regula nuestras pautas de sueño por medio de la secreción de la hormona llamada melatonina, que induce en nosotros relajación y somnolencia. La glándula pineal reacciona a los niveles de luminosidad. Las retinas de nuestros ojos detectan la luz y envían señales a la pineal, y cuantas más señales recibe esta, menos melatonina libera (aunque continúa produciéndola a niveles más bajos). Los niveles de melatonina de nuestro cuerpo aumentan gradualmente a lo largo del día y se incrementan más rápidamente desde el momento en que se pone el sol. Y es que nuestros ritmos circadianos están ligados a los periodos de luz solar: por eso, solemos estar más despiertos y alerta por la mañana, y más cansados por la noche.
Es ese, precisamente, el mecanismo que explica la existencia del llamado jet lag. Viajar a otra zona horaria implica pasar de pronto a experimentar un horario de luz solar completamente diferente, por el que podemos estar recibiendo los niveles lumínicos de las once de la mañana cuando nuestro cerebro cree que son las ocho de la tarde. Nuestros ciclos de sueño están afinados con suma precisión y ese desbarajuste en nuestros niveles de melatonina los trastoca. Y es más difícil «ponerse al día» de nuestras horas de sueño de lo que podríamos creer: nuestro cerebro y nuestro cuerpo están ligados al ritmo circadiano, por lo que resulta complicado (que no imposible) forzar el sueño a una hora en la que no se espera que se produzca. Hay que someterlos durante unos días al nuevo horario lumínico para que sus ritmos se reajusten realmente.
Tal vez se pregunten ustedes que, si su ciclo del sueño es tan sensible a la luz, por qué no le afecta también la luz artificial. Y la respuesta es que sí le afecta. Todo parece indicar que las pautas de sueño de las personas han cambiado exageradamente durante los últimos siglos, con la generalización de la luz artificial, y que los patrones de sueño difieren según las culturas[15]. Aquellas culturas en las que ha habido menor acceso a fuentes de luz artificial o en las que los patrones de luz diurna son diferentes (por ejemplo, en latitudes más elevadas) evidencian pautas de sueño adaptadas a sus circunstancias.
La temperatura corporal interna varía también con arreglo a unos ritmos similares y oscila entre los treinta y siete grados y los treinta y seis (lo que es una variación bastante grande para un mamífero). Su máximo suele alcanzarse por la tarde y luego desciende a medida que se acerca la noche. Es cuando se sitúa en puntos intermedios entre los máximos y los mínimos diarios cuando solemos irnos a dormir y, de hecho, mientras estamos durmiendo nuestra temperatura corporal es más baja, lo que seguramente explica la tendencia humana a buscar un mayor aislamiento térmico con mantas durante las horas de sueño: estamos más fríos entonces que cuando estamos despiertos.
Para poner más en entredicho aún la suposición de que dormimos básicamente para descansar y conservar energía, se sabe también (porque así se ha observado) que el sueño es algo que se da incluso en animales en hibernación[16], es decir, en animales que están ya inconscientes antes de empezar a dormir. La hibernación no es lo mismo que el sueño: el metabolismo y la temperatura corporal bajan mucho más cuando se está hibernando; la hibernación dura más tiempo; es algo más próximo a un coma, a decir verdad. Pero los animales que hibernan siguen entrando regularmente en un estado de sueño, lo que significa que ¡consumen más energía para poder quedarse dormidos! Quien piense que dormir solo sirve para descansar se está quedando únicamente con una pequeña parte de toda esta historia.
Fijémonos, si no, en el cerebro, que evidencia una serie de complejas conductas durante las horas de sueño. Resumiendo, cuatro son las fases del sueño que conocemos actualmente: una es la del llamado sueño paradójico (durante la que los ojos se mueven rápidamente: de ahí su nombre en inglés, REM) y las otras tres son fases no-REM (que, en un raro ejemplo de simplificación terminológica en nuestro campo, los neurocientíficos conocemos por los nombres de fase no-REM 1, fase no-REM 2 y fase no-REM 3). Las tres fases no-REM se diferencian por el tipo de actividad que el cerebro evidencia durante cada una de ellas.
A menudo, las distintas áreas del cerebro sincronizan sus pautas de actividad, lo que da lugar a la aparición de lo que podríamos denominar «ondas cerebrales». Si los cerebros de otras personas comenzaran a sincronizarse con el nuestro también, entonces diríamos más bien que están haciendo una «ola» cerebral, cual animado público espectador de un campo de fútbol neuronal[II]. Existen varios tipos de ondas cerebrales y en cada fase no-REM se producen unas específicas.
En la fase no-REM 1, el cerebro manifiesta principalmente ondas «alfa»; la fase no-REM 2 presenta unas pautas extrañas llamadas «husos» del sueño, y las de la fase no-REM 3 son predominantemente ondas «delta». El cerebro reduce gradualmente su actividad a medida que va pasando por las sucesivas fases del sueño: cuanto más avanzando está en esa sucesión, más difícil resulta despertar a la persona. Durante la fase no-REM 3 —la del sueño «profundo»—, un individuo reacciona mucho menos a estímulos externos —como las voces de alguien que le esté gritando en ese momento «¡despierta, que la casa está en llamas!»— que durante la fase no-REM 1. Pero el cerebro nunca se apaga del todo, en parte porque cumple diversas funciones de mantenimiento del estado del sueño en sí, pero principalmente porque, si se apagara por completo, nos moriríamos.
Por su parte, en el momento del sueño REM, el cerebro está igual de activo (si no más) que cuando estamos despiertos y alerta. Una interesante (o, según el momento, aterradora) característica del sueño REM es la que se conoce como atonía REM. Esta se da cuando, en esencia, se apaga la capacidad del cerebro para controlar el movimiento del cuerpo mediante las neuronas motoras y quedamos incapacitados para movernos. El modo exacto en que eso sucede no está claro: podría deberse a que unas neuronas específicas inhiben la actividad en el córtex motor, o a que se reduce la sensibilidad de las áreas del control motor, lo que dificulta considerablemente la activación de movimientos. Pero sea como sea que ocurra, el caso es que ocurre.
Y está bien que suceda, no nos engañemos. El sueño REM es el momento en que soñamos (es decir, en que tenemos sueños, en plural), o sea que, si el sistema motor continuase estando plenamente operativo, la persona se movería tratando de repetir lo que estuviera haciendo en sus sueños en cada instante. Si ustedes son capaces de recordar algunas de las cosas que estaban haciendo en sus sueños, probablemente entenderán por qué eso es algo que nos conviene evitar. Sacudirse y soltar mamporros mientras seguimos dormidos e inconscientes de lo que nos rodea es una práctica potencialmente muy peligrosa, tanto para quien esté soñando como para el desdichado o la desdichada que duerma a su lado. Por supuesto, el cerebro no es fiable al cien por cien, por lo que a veces se producen casos de trastornos conductuales durante la fase REM en los que la parálisis motora no es efectiva: son casos en los que las personas sí copian con sus movimientos corporales lo que sueñan que están haciendo en esos momentos. Trastornos como el sonambulismo (del que hablaremos en breve) son consecuencia de esa ineficaz (y potencialmente peligrosa) parálisis motora.
Hay también otros aparentes «fallos» técnicos, más sutiles, con los que probablemente estemos familiarizados la gran mayoría de personas. Uno de ellos es el espasmo mioclónico, ese tic o tirón súbito que sentimos inesperadamente cuando nos estamos quedando dormidos. En ese momento, sentimos como si, de repente, nos cayéramos aun cuando estemos cómodamente acostados en la cama, lo que se traduce en un movimiento espasmódico de una o más de nuestras extremidades. Es más frecuente en niños y tiende a desaparecer paulatinamente a medida que avanzamos en edad. Se ha relacionado la aparición de espasmos mioclónicos con factores como la ansiedad, el estrés, los trastornos del sueño, etcétera, pero, en general, parecen ser mayormente aleatorios. En algunas teorías, se especula con la posibilidad de que se deba a que, en ese momento, el cerebro confunde el hecho de que nos estemos quedando dormidos con el de que nos estemos «muriendo» y que, por ello, intente urgentemente despertarnos. Pero esa es una idea que no tiene mucho sentido, pues el cerebro es un cómplice y colaborador necesario a la hora de quedarnos dormidos. Otra teoría atribuye estos espasmos a un residuo evolutivo de una época en la que nuestros antepasados dormían en los árboles y en la que cualquier sensación de oscilación o inclinación súbitas podía indicarnos que estábamos a punto de caernos desde una rama, por lo que el cerebro entraba en pánico y nos despertaba para evitarlo. Pero lo cierto es que podría deberse a algo completamente distinto. No lo sabemos. El motivo por el que tiene mayor incidencia en niños probablemente sea que, a esas edades, el cerebro se encuentra todavía en fase de desarrollo: aún se están creando y «cableando» las conexiones interiores y todavía se están puliendo procesos y funciones cerebrales. Y, en muchos sentidos, nunca nos libramos realmente de todos esos defectillos o errores en sistemas tan complejos como los usados por nuestros cerebros, por lo que los espasmos mioclónicos continúan manifestándose también durante la edad adulta. Pero, por lo general, se trata simplemente de una curiosidad básicamente inofensiva[17].
Otra cosa que también es mayormente inocua, aun cuando no la sintamos así, es la parálisis del sueño. Por alguna razón, el cerebro se olvida a veces de volver a encender el sistema motor cuando recuperamos la conciencia. Exactamente cómo y por qué sucede eso es algo que aún no hemos podido confirmar, pero las teorías dominantes vinculan tales episodios a una alteración de la esmerada organización de los estados de sueño. Cada fase del sueño está regulada por diferentes tipos de actividad neuronal y estos están regulados a su vez por diferentes conjuntos de neuronas. Puede suceder que los cambios de actividad neuronal no fluyan con soltura y que, por culpa de ello, las señales neuronales que reactivan el sistema motor sean demasiado débiles, o que las que lo apagan sean demasiado intensas o duren demasiado tiempo, y que, de resultas de cualquiera de esas combinaciones, recobremos la conciencia sin haber recuperado el control motor. Sea lo que sea que apaga el movimiento durante el sueño REM, lo cierto es que, en esos casos, sigue ahí aun después de habernos despertado por completo y hace que seamos incapaces de movernos[18]. Lo normal es que esa situación no se prolongue durante mucho rato, pues, en cuanto nos despertamos, el resto de la actividad cerebral reasume sus niveles conscientes normales y anula así las señales del sistema del sueño. Pero mientras nos pasa, puede hacernos sentir verdadero pavor.
Dicho pavor guarda también relación con lo que sucede en esos momentos: la impotencia y la vulnerabilidad de la parálisis del sueño desencadena una potente reacción de miedo. Del mecanismo de dicha respuesta se hablará más a fondo en la sección siguiente de este capítulo, pero digamos ya que puede ser lo suficientemente intenso como para provocar alucinaciones de peligro y despertar así la sensación de otra presencia en la misma estancia, lo que se cree que es la causa raíz de fantasías como las abducciones alienígenas y el mito de los súcubos. La mayoría de las personas que experimentan parálisis del sueño solo la sienten durante muy breves periodos de tiempo y en muy raras ocasiones, pero en algunos casos, pueden constituir una preocupación crónica y persistente. Se las ha vinculado también con la depresión y otros trastornos semejantes, lo que daría a entender la presencia de algún problema subyacente en el procesamiento cerebral.
Más complejo aún, pero probablemente relacionado con la parálisis del sueño, es el fenómeno del sonambulismo. Se ha descubierto que también los orígenes de este se remontan al sistema que apaga el control motor del cerebro durante las horas de sueño, solo que, en el caso de las personas sonámbulas, sucede justo lo contrario: es decir, que el sistema no es lo suficientemente potente o coordinado. El sonambulismo es más habitual en niños y, por eso, algunos científicos manejan la hipótesis de que quienes lo padecen todavía no tienen el sistema de la inhibición motora desarrollado del todo. Hay estudios que apuntan a ciertos signos de subdesarrollo en el sistema nervioso central como indicio de que esa sea la causa probable (o, cuando menos, un factor coadyuvante)[19]. Se ha apreciado una heredabilidad y una incidencia mayores del sonambulismo en ciertas familias, lo que indica la posibilidad de que sea un componente genético el que subyazca a la mencionada inmadurez del sistema nervioso central. Pero lo cierto es que el sonambulismo puede presentarse también en personas adultas que se encuentren bajo la influencia del estrés, el alcohol, algunas medicaciones u otros factores por el estilo que también podrían afectar a ese sistema de la inhibición motora. Hay científicos que defienden que el sonambulismo es una variación o una expresión de la epilepsia, que, como es sobradamente conocido, es la consecuencia de una actividad cerebral caótica o descontrolada, una tesis que puede parecer lógica en este caso. Comoquiera que se exprese, la realidad es que nunca deja de ser alarmante que el cerebro desordene y mezcle las funciones del sueño y el control motor.
De todos modos, ese problema no existiría si el cerebro humano no estuviera tan activo durante las horas del sueño. Entonces, ¿por qué lo está? ¿Qué andará haciendo en esos momentos?
A la activísima fase REM del sueño se le atribuyen varias funciones posibles. Uno de los papeles principales tiene que ver con la memoria. Una teoría bastante repetida es la de quienes sostienen que, durante el sueño REM, el cerebro se dedica a reforzar, organizar y mantener nuestros recuerdos. Los recuerdos antiguos se conectan entonces con los nuevos; estos se activan para reforzarlos más y volverlos más accesibles; se estimulan los más remotos para procurar que sus conexiones no se pierdan por completo; y así sucesivamente. Este proceso tiene lugar mientras dormimos, posiblemente porque es un momento durante el que no llega información externa al cerebro que pueda confundir o complicar su funcionamiento. Nadie repavimenta calles o carreteras sin antes cerrar al tráfico rodado los carriles afectados: la misma lógica se seguiría —según esa teoría— en el caso del cerebro durante las horas de sueño.
Pero la activación y el mantenimiento de los recuerdos hacen que los «revivamos» en nuestra cabeza. Se entremezclan entonces experiencias muy antiguas con imaginaciones más recientes. No existen un orden o una estructura lógica específicos en la secuencia de experiencias a que esa combinación da lugar. De ahí que los sueños tengan siempre ese aire ultraterrenal y extraño. También se ha propuesto como teoría explicativa de los sueños que las regiones frontales del cerebro responsables de la atención y la lógica intentan entonces imponer cierto orden en esas estrambóticas secuencias de acontecimientos oníricos, lo que explica por qué tenemos de todos modos la sensación de que los sueños son reales mientras los experimentamos y por qué tan inverosímiles vivencias no nos parecen tan imposibles en esos instantes.
A pesar de la naturaleza disparatada e imprevisible de los sueños, algunos de ellos pueden volverse recurrentes. En ese caso, es muy probable que delaten algún tipo de problema subyacente. De hecho, si algún aspecto de la vida nos está estresando muy especialmente en un momento determinado (quién sabe, quizá la proximidad de la fecha límite de entrega de un libro que nos comprometimos a escribir…), es inevitable que pensemos mucho en ello. Por consiguiente, se formarán en nuestro cerebro un buen número de recuerdos nuevos relacionados que este tendrá que organizar, por lo que se presentarán con mayor frecuencia en nuestros sueños, aflorarán más a menudo y, quién sabe, igual terminamos soñando noche tras noche que prendemos fuego a las oficinas de una editorial.
Otra teoría sobre el sueño REM es la que apunta a que se trata de una fase especialmente importante para los niños pequeños, pues, más allá de los recuerdos y el apuntalamiento de todas las conexiones internas del cerebro, ayuda al desarrollo neurológico en sí. Esto explicaría por qué los bebés y los niños de muy corta edad tienen que dormir mucho más que las personas adultas (a menudo, más de la mitad del día) y pasan mucho más tiempo durmiendo un sueño REM (aproximadamente un 80% de las horas que pasan dormidos, frente al 20% característico como promedio entre los adultos). Los seres humanos adultos conservamos el sueño REM, pero a niveles más bajos por razones de eficiencia cerebral.
Otra teoría más al respecto es aquella en la que se postula que el sueño es esencial para limpiar los productos de desecho del cerebro. Los procesos celulares complejos que continuamente tienen lugar en dicho órgano originan una gran diversidad de subproductos que hay que retirar y algunos estudios han demostrado que esa labor de recogida y eliminación de residuos se lleva a cabo a mayor ritmo durante el sueño, por lo que este podría ser al cerebro lo que el cierre de las puertas de un restaurante entre el final de la hora de la comida y el comienzo de la de la cena: dentro todo el personal sigue estando igual de ocupado, solo que haciendo cosas diferentes.
Cualquiera que sea el verdadero motivo de su existencia, lo cierto es que el sueño es imprescindible para un funcionamiento cerebral normal. Las personas a las que se priva del mismo —sobre todo, si se las priva del sueño REM— evidencian enseguida un descenso grave de la concentración cognitiva, la atención y las aptitudes para la resolución de problemas, así como un incremento de los niveles de estrés, un bajón del estado de ánimo, una mayor irritabilidad y una caída general en el rendimiento a la hora de realizar tareas varias. Entre los desastres que se han relacionado en mayor o menor medida con un agotamiento mental semejante de los ingenieros que estaban a cargo del funcionamiento de las instalaciones o las misiones afectadas están los accidentes nucleares de Chernóbil y Three Mile Island, o el del transbordador espacial Challenger, y será mejor que no nos adentremos en el muy doloroso terreno de las consecuencias a largo plazo de las decisiones tomadas por los médicos durante su tercer turno sucesivo de doce horas en dos días[20]. Si pasamos demasiado tiempo sin dormir, nuestro cerebro comienza a echarse «microsueños»: pequeñas «cabezaditas» de apenas minutos o incluso segundos cada una. Pero nuestra evolución nos ha convertido en seres que esperan disfrutar de (y aprovechar) prolongados periodos de inconsciencia con regularidad, por lo que no podemos arreglarnos simplemente con migajas sueltas. Aun si lográramos superar todos los problemas cognitivos causados por la insuficiencia de horas de sueño, difícilmente podríamos sobrevivir mucho tiempo a los otros perjuicios asociados: la disminución de la capacidad del sistema inmune, la obesidad, el estrés y los problemas cardiacos.
Así que si, por casualidad, le vence el sueño mientras lee este libro, sepa que no es que estas páginas sean aburridas: es que son medicinales.