Qué bien te ves y qué bueno es que las personas no se preocupen de su peso

(Por qué las críticas pueden más que los elogios)

Dice el refrán inglés que «palos y piedras rompen huesos, pero los insultos nunca me harán daño». Pero esa afirmación no tiene mucho fundamento empírico, ¿verdad? Para empezar, el dolor causado por un hueso roto es lo suficientemente extremo como para descartarlo como estándar basal de referencia para el dolor en general. En segundo lugar, si los insultos de verdad no hieren, ¿por qué seguimos citando ese dicho? No existe un proverbio parecido para señalar que «cuchillos y espadas rebanan extremidades, pero las “nubes” de malvavisco son bastante inocuas». Los elogios están muy bien, pero, seamos sinceros, las críticas escuecen.

Tomada literalmente, la frase que he escogido como título de esta sección es un cumplido. Si acaso, son dos cumplidos en uno, pues alaba tanto el aspecto físico de la persona como su actitud. Pero es improbable que el destinatario de esa frase la interprete como un halago. La crítica que encierra es sutil y obliga a pensar un poco, pues está mayormente implícita en forma de indirecta. Pero, aun así, es ese componente de crítica el que destaca como elemento más fuerte en esa frase. Y ese solo es uno más de los incontables ejemplos de un fenómeno que emana del funcionamiento mismo de nuestros cerebros: la crítica suele pesar más que las alabanzas.

Si alguna vez han estrenado peinado o traje, o han contado un chiste a un grupo de amigos y conocidos, etcétera, no importa cuántas de las personas que le han visto o le han escuchado elogien su aspecto o rían con su gracejo, serán aquellas que dudan antes de decir algo o que entornan los ojos hacia el cielo en un gesto de desgana las que realmente usted notará más claramente y le harán sentir mal.

¿Qué sucede en momentos así? Si tan desagradable es, ¿por qué su cerebro se toma la crítica tan en serio? ¿Hay un mecanismo neurológico real que intervenga en esos casos? ¿O se trata simplemente de algún tipo de fascinación psicológica malsana por lo desagradable, como el extraño impulso que nos hace tocarnos la costra de una herida o un diente que se nos mueve en la boca? Como siempre, hay más de una respuesta posible.

Las cosas malas son normalmente más potentes para el cerebro que las buenas[103]. En un nivel neurológico muy básico, podría decirse que la potencia de la crítica se debe tal vez a la acción de la hormona cortisol. El cortisol es segregado por el cerebro en respuesta a momentos de estrés: es uno de los desencadenantes físicos de la respuesta de lucha o huida, y está considerado de manera muy generalizada como la causa de todos los problemas ocasionados por el estrés constante. Su segregación está regulada principalmente por el eje hipotalámico-hipofisario [= pituitario]-adrenal (HPA), consistente en una compleja interconexión de áreas neurológicas y endocrinas (es decir, reguladoras de hormonas) del cerebro y del resto del organismo que coordinan la respuesta general al estrés. Antes se creía que el eje HPA se activaba como reacción a un suceso estresante de cualquier tipo (un ruido fuerte repentino, por ejemplo). Pero, en estudios posteriores, se comprobó que es un poco más selectivo y que solo entra en acción bajo ciertas condiciones. Una de las teorías que se manejan actualmente es que el eje HPA se activa únicamente cuando se ve amenazado un «objetivo»[104]. Por ejemplo, si usted va paseando por la calle y le caen excrementos de ave encima, ese será un suceso que le resultará molesto y hasta posiblemente perjudicial por razones de higiene, pero difícilmente activará en usted la respuesta canalizada por el HPA, porque el hecho de «no mancharse con defecaciones de un ave que pasaba por allí» no era realmente un objetivo consciente suyo de ese día. Ahora bien, si ese mismo pájaro le hubiera usado certeramente de diana cuando se dirigía a una importante entrevista de trabajo, muy probablemente sí se habría puesto en marcha la respuesta del HPA, porque, en ese caso, usted habría tenido un objetivo bien definido de antemano: asistir a esa entrevista, impresionar a su entrevistador y conseguir el empleo. Y ese desafortunado incidente habría frustrado tal meta. Hay muchas escuelas y corrientes de pensamiento a propósito de qué llevar puesto a una entrevista laboral, pero «una generosa capa de desecho de digestión aviar» no parece figurar en la lista de recomendaciones de ninguna de ellas.

El «objetivo» más obvio en nuestra vida es la autoconservación, por lo que, si la meta diaria de cualquiera de nosotros es la supervivencia y sucede algo que podría frustrarla poniendo fin a su vida, el eje HPA activará de inmediato la respuesta del estrés. Eso explica en parte por qué se cree que la respuesta del HPA reacciona a algo: porque los seres humanos podemos ver (y vemos) amenazas a nuestra integridad y nuestra supervivencia por todas partes.

Pero los humanos somos complejos y una consecuencia de ello es que confiamos en muy considerable medida en las opiniones y la reacción de otros humanos. La teoría de la autoconservación social viene a decir que las personas tenemos una motivación muy arraigada para preservar nuestro estatus social (es decir, para continuar gustando a aquellas personas cuya aprobación valoramos). Ello da pie a que sintamos una amenaza socioevaluativa. En concreto, todo aquello que pone en riesgo el estatus o la imagen social percibida por la persona obstaculiza que se cumpla el objetivo de gustar a los demás y, por consiguiente, activa el eje HPA, con la consiguiente liberación de cortisol en el organismo.

Las críticas, los insultos, los rechazos, las burlas: todo esto ataca y potencialmente daña nuestra sensación de autoestima, sobre todo, si son ataques públicos, y eso dificulta que alcancemos nuestra meta de gustar y ser aceptados. El estrés causado por algo así provoca la secreción de cortisol, lo que ocasiona numerosos efectos fisiológicos (por ejemplo, un incremento de la liberación de glucosa), pero que también tiene consecuencias directas en nuestro cerebro. Nos damos cuenta de cómo la respuesta de lucha o huida acentúa nuestro grado de atención y realza la agudeza y la viveza de nuestros recuerdos. El cortisol, junto con las otras hormonas segregadas, tiene el potencial de causar esa reacción (en grados diversos) cuando nos critican; hace que experimentemos una reacción física real que nos sensibiliza y que enfatiza el recuerdo del suceso. Todo este capítulo está basado en la tendencia del cerebro a exagerar en la búsqueda y la detección de amenazas, y no hay motivo alguno por el que no incluir las críticas entre dichas amenazas potenciales. Y cuando sucede algo negativo y lo experimentamos de primera mano, y se generan así todas las emociones y sensaciones pertinentes, los procesos del hipocampo y la amígdala reviven de nuevo y terminan enriqueciendo emocionalmente el recuerdo en cuestión y almacenándolo en un lugar más realzado.

Las cosas agradables —las loas que otras personas nos dedican, por ejemplo— también producen una reacción neurológica mediada por la segregación de oxitocina que nos hace experimentar placer, pero de un modo menos potente y más efímero. La química de la oxitocina posibilita que esta sea eliminada del torrente sanguíneo en apenas cinco minutos desde el momento de la segregación inicial; el cortisol, sin embargo, puede permanecer allí durante más de una hora, quizá dos incluso, por lo que sus efectos son mucho más persistentes[105]. Puede que ese carácter fugaz de las señales de placer nos parezca una fea jugada de la naturaleza, pero cuando las cosas nos causan un placer intenso durante periodos prolongados, tienden a resultar bastante incapacitantes, como veremos más adelante.

No obstante, es tan fácil como engañoso atribuir todo lo que pasa en el cerebro a la acción de sustancias químicas específicas, y eso es algo de lo que la neurociencia más convencional y «mayoritaria» tiende a pecar en sus informes y explicaciones. Así que fijémonos en otras teorías posibles del porqué de ese énfasis en las críticas.

Es posible que la novedad también tenga su importancia en ese terreno. A pesar de lo que las secciones de comentarios a las noticias digitales podrían darnos a entender, la mayoría de personas (con ciertas variaciones según las culturas, todo sea dicho) interactúan unas con otras con el respeto exigido por las normas y el protocolo sociales; los ciudadanos respetables no van por ahí insultando a gritos a nadie, salvo a los guardias de tráfico, quienes parecen estar excluidos de esa norma. La consideración con las demás personas y el elogio moderado son lo normal, como dar las gracias a la cajera del supermercado por devolvernos el cambio aun cuando es nuestro dinero y ella no tendría derecho alguno a quedárselo. Cuando algo se convierte en norma, nuestros cerebros —que, de entrada, prefieren la novedad— comienzan a filtrarlo cada vez más a menudo a través del proceso de habituación[106], pues piensan que, si es algo que pasa siempre, ¿para qué malgastar unos preciosos recursos mentales en centrar nuestra atención en ello si podemos ignorarlo con bastante seguridad?

El elogio cortés es la norma, por lo que está garantizado entonces que la crítica tendrá un mayor impacto en nosotros, simplemente porque es un fenómeno más atípico. Esa sola cara que constituye la excepción en medio de un público que ríe generalizadamente nuestra gracia en un momento dado destaca más que todas las demás precisamente porque su diferencia la destaca. Nuestros sistemas visual y de atención se han desarrollado a lo largo de nuestra evolución como especie precisamente para centrarse en lo nuevo, en lo diferente y en lo «amenazador», características todas ellas encarnadas (técnicamente hablando) en aquella persona de rostro malhumorado. Igualmente, si estamos acostumbrados a que nos digan «bien hecho» y «buen trabajo» a modo de cumplidos mecánicos y tópicos, el hecho de que alguien nos venga un día con un comentario como «¡menuda porquería te ha salido!» sonará más discordante para nosotros porque no es algo que suceda tan a menudo. Y nuestra mente siempre tenderá a darle más vueltas a una experiencia desagradable, y más todavía si se trata de averiguar por qué sucedió a fin de que podamos evitar que ocurra otra vez.

En el capítulo 2 se explicó que el funcionamiento del cerebro tiende a volvernos a todos un tanto egotistas y a hacer que interpretemos los acontecimientos y recordemos las cosas desde un prisma que favorece el hecho de que tengamos una mejor imagen de nosotros mismos. Si ese es nuestro estado por defecto, el elogio solo viene a decirnos lo que ya «sabemos», mientras que la crítica directa es más difícil de tergiversar y, por tanto, representa un verdadero impacto para nuestro sistema.

Si alguno de nosotros «se expone» públicamente de alguna manera, compartiendo sus dotes para la interpretación, o algún material escrito que haya creado, o simplemente una opinión que considera digna de compartir, lo que básicamente está diciéndole a su público es: «He pensado que esto les gustará». Estará buscando visiblemente la aprobación de las otras personas. Y, a menos que se trate de un individuo preocupantemente seguro de sí mismo, siempre habrá en él un elemento de duda y cierta conciencia de la posibilidad de que esté equivocado en un momento así. En ese caso, será particularmente sensible al riesgo de sufrir un rechazo y proclive a detectar cualquier señal de desaprobación o crítica, sobre todo si esta hace referencia a algo de lo que se enorgullece particularmente o que requirió de mucho tiempo y esfuerzo. Y cuanto más proclive sea esa persona a buscar algo que le preocupa, más probable resultará que lo encuentre. Es lo que le sucede a un hipocondríaco, que siempre es capaz de autodetectarse uno o más síntomas alarmantes de alguna enfermedad rara. Ese proceso se denomina sesgo de confirmación y es lo que hace que saquemos conclusiones a partir de aquellos indicios que «confirman» lo que queríamos demostrar e ignoremos aquellos otros que no lo confirmarían[107].

Nuestros cerebros son muy capaces de formarse juicios basados únicamente en lo que sabemos, y lo que sabemos está basado en nuestras propias conclusiones y experiencias, así que tendemos a juzgar las acciones de las personas basándonos para ello en lo que nosotros hacemos. Así, si somos educados y elogiosos solo porque las normas sociales dictan que debemos serlo, entonces lo normal es que supongamos que todos los demás también lo son por el mismo motivo. De ahí que cada loa que recibamos pueda resultarnos un tanto dudosa en cuanto a su grado de autenticidad. Pero si alguien nos critica, pensamos que no solo es porque hayamos hecho algo mal, sino porque lo hemos hecho tan mal que alguien ha estado dispuesto a saltarse la barrera de la norma social para hacérnoslo notar. Y, por tanto, una vez más, la crítica acaba teniendo más peso para nosotros que el elogio.

Es muy posible que el elaborado sistema cerebral de identificación de (y respuesta a) las amenazas potenciales permitiera en su momento a la humanidad sobrevivir a tantos siglos de existencia en entornos salvajes y llegar a ser la especie sofisticada y civilizada que hoy es, pero eso no significa que no tenga sus inconvenientes. Nuestros complejos intelectos nos facultan no solo para detectar amenazas, sino también para preverlas e imaginarlas. Hay muchas maneras de que un ser humano se sienta amenazado o asustado, y de que, por consiguiente, su cerebro responda neurológica, psicológica o socialmente a ello.

Para tormento nuestro, ese proceso puede causar vulnerabilidades aprovechables en nuestra contra por otros seres humanos, con lo que, en cierto sentido, devendrían en amenazas reales. Tal vez hayan oído hablar de la táctica del negging, usada por algunos hombres cuando quieren ligar con una mujer y le dicen algo que suena a cumplido pero que, en realidad, pretende ser una crítica y un insulto de baja intensidad con el que minarle la autoconfianza y volverla más propicia a sus posteriores insinuaciones sexuales. Si un hombre se acercara a una mujer y le hiciera un comentario como el del título de la presente sección, estaría practicando el negging. También lo haría si le dijera algo como «me gusta tu pelo, la mayoría de mujeres con una cara como la tuya no se arriesgarían a llevar un peinado como el tuyo», o «normalmente no me van las chicas tan bajitas como tú, pero tú me pareces guay», o «ese vestido te quedará genial en cuanto bajes un pelín de peso», o «no tengo ni idea de cómo hablarles a las mujeres porque lo más cerca que he visto a una ha sido a través de prismáticos, así que voy a recurrir a un truco psicológico barato contigo con la esperanza de dañarte suficientemente la autoestima a fin de que luego quieras acostarte conmigo para no sentirte tan mal». Bueno, esta última no es una frase típica de negging, lo reconozco, pero, a decir verdad, es lo que todas las otras vienen a significar en el fondo.

Tampoco hay que ponerse tan siniestros. Probablemente todos conocemos a esa clase de persona que, cuando alguien ha hecho algo de lo que sentirse orgulloso, no tarda ni un segundo en intervenir para puntualizar aquellas cosas que quizá no le salieron tan bien. Porque ¿para qué pasar por el esfuerzo de hacer algo uno mismo cuando siempre puede subirse uno la autoestima chafando los ánimos a los demás?

Cruel ironía es esa por la que, en su diligente afán por buscar amenazas, el cerebro termina en la práctica creándoselas él solito.