Da igual, la realidad está sobrevalorada

(Las alucinaciones, los delirios
y lo que el cerebro hace para causarlos)

Una de las incidencias más comunes en relación con los problemas de salud mental es la psicosis: un estado en el que se ve comprometida la capacidad de la persona para distinguir lo que es real de lo que no lo es. Las expresiones más habituales de la psicosis son las alucinaciones (percibir algo que no está ahí realmente) y los delirios (creer incuestionablemente algo que es demostrablemente irreal o falso), entre otras alteraciones de la conducta y el pensamiento. La sola idea de que esas cosas ocurren puede resultarnos muy perturbadora; perder nuestro contacto con la realidad misma: ¿qué se supone que haremos entonces?

Resulta inquietante lo vulnerables que son los sistemas neurológicos encargados de gestionar algo tan fundamental como es la capacidad de mantener la conciencia de la realidad. Todo lo abordado en este capítulo hasta el momento —las depresiones, las drogas y el alcohol, el estrés y las crisis nerviosas— puede acabar desencadenando alucinaciones y delirios en un cerebro sometido a una exigencia mayor de la normal por culpa de esos fenómenos y factores. Hay también otras muchas cosas que los activan, como la demencia, la enfermedad de Parkinson, el trastorno bipolar, la privación de sueño, los tumores cerebrales, el VIH, la sífilis, la enfermedad de Lyme, la esclerosis múltiple, unos niveles anormalmente bajos de azúcar en sangre, el alcohol, el cannabis, las anfetaminas, la ketamina, la cocaína y algunas más. Algunos trastornos están tan asociados a la psicosis que se conocen por el nombre de «trastornos psicóticos», de los que el más conocido es la esquizofrenia. Dejemos clara una cosa: la esquizofrenia no es un trastorno de doble personalidad, pues la escisión o el «cisma» al que hace referencia la raíz griega del término es más bien entre el individuo y la realidad.

Aunque la psicosis se traduce a menudo en síntomas como la sensación de que alguien nos toca cuando no nos está tocando nadie, o de saborear u oler cosas que no están ahí, las alucinaciones más comunes son las auditivas (es decir, el «oír voces»). De este tipo de alucinación se conocen varias clases diferenciadas.

Existen las alucinaciones auditivas en primera persona (cuando «oímos» nuestros propios pensamientos como si alguien más nos los estuviera enunciando), en segunda persona (cuando oímos una voz separada de nosotros que nos habla) y en tercera persona (cuando oímos una o más voces que hablan de nosotros, como si estuvieran comentando constantemente lo que hacemos). Las voces pueden ser masculinas o femeninas, familiares o desconocidas, amables o críticas. Si esto último es el caso (que lo es con mucha frecuencia), hablamos de alucinaciones «peyorativas». El carácter de las alucinaciones puede ayudar mucho al diagnóstico: por ejemplo, unas alucinaciones peyorativas persistentes en tercera persona son un indicador muy fiable de la presencia de esquizofrenia[231].

¿Cómo se producen? No es fácil estudiar las alucinaciones, porque, para hacerlo, necesitaríamos personas que alucinaran automáticamente a nuestra señal en un laboratorio. Pero las alucinaciones son imprevisibles en general y, si alguien pudiera encenderlas y apagarlas a voluntad, no serían un problema. No obstante, sí se han realizado numerosos estudios centrados principalmente en las alucinaciones auditivas que experimentan los pacientes de esquizofrenia, que tienden a ser muy persistentes.

La teoría más común sobre cómo ocurren las alucinaciones pone el foco en los complejos procesos que emplea el cerebro para diferenciar entre la actividad neurológica generada por el mundo exterior y la actividad que generamos a nivel interno. Nuestros cerebros están continuamente parloteando, pensando, cavilando, preocupándose, etcétera. Todo eso produce (o es producido por) actividad en el cerebro.

El cerebro suele ser bastante capaz de separar la actividad interna de la externa (que es la producida por la información sensorial), cual gestor de correo electrónico que clasifica los mensajes recibidos y los enviados en carpetas perfectamente separadas. La teoría es que las alucinaciones ocurren cuando esa capacidad se ve alterada. Si alguna vez han acumulado accidentalmente todos sus correos electrónicos en una misma carpeta, comprenderán hasta qué punto puede ser confusa una situación como esa, así que imaginen que eso mismo pasara con sus funciones cerebrales.

En definitiva, el cerebro pierde la pista de cuál es la actividad interna y cuál la externa, y no es un órgano al que se le dé bien resolver esas confusiones. Ya lo demostramos en el capítulo 5, cuando comentamos lo mucho que nos cuesta apreciar diferencia alguna entre el sabor de una manzana y el de una patata cuando las probamos con los ojos cerrados. Y eso suponiendo que el cerebro funcione «normalmente». En el caso de las alucinaciones, los sistemas que separan la actividad interior de la exterior también tienen los ojos vendados (metafóricamente hablando). Así que las personas terminan percibiendo su propio monólogo interior como si fuera otra persona la que está hablando con ellas, pues tanto las cavilaciones como las palabras habladas (y oídas) activan el córtex auditivo y las áreas de procesamiento del lenguaje asociadas. En realidad, varios estudios han mostrado que las alucinaciones persistentes en tercera persona se corresponden con una reducción del volumen de materia gris en esas áreas[232]. La materia gris es la que se encarga de todo ese procesamiento, así que esos datos sugieren que tal reducción implica una disminución en la capacidad para diferenciar entre la actividad generada a nivel interno y la generada a nivel externo.

Las pruebas que apuntan a que esto es así proceden de una fuente inesperada: las cosquillas. La mayoría de personas somos incapaces de provocarnos cosquillas a nosotros mismos. ¿Por qué no? Las cosquillas deberían sentirse igual con independencia de quién las provocara, pero lo cierto es que cosquillearnos a nosotros mismos implica una decisión y una acción conscientes de nuestra parte, y que eso requiere a su vez de cierta actividad neurológica que el cerebro reconoce como de origen interno, por lo que la procesa de manera diferente. El cerebro detecta el cosquilleo, pero la actividad consciente interna ya lo ha señalado de antemano, por lo que lo ignora. Eso hace que sea un ejemplo muy útil de la capacidad cerebral para distinguir entre actividad interna y externa. La profesora Sarah-Jayne Blakemore y sus colaboradores en el Departamento Wellcome de Neurología Cognitiva estudiaron la capacidad de varios pacientes psiquiátricos para hacerse cosquillas a sí mismos[233]. Y hallaron que, en comparación con personas que no padecían ese tipo de afecciones, los pacientes que experimentaban alucinaciones eran mucho más sensibles al autocosquilleo, lo que indicaría una alteración de la capacidad para separar los estímulos internos de los externos.

Aun cuando esa es una interesante manera (no exenta de defectos) de enfocar el estudio de la cuestión, conviene dejar claro que el hecho de que alguien pueda provocarse cosquillas a sí mismo no es un indicador automático de psicosis. Las personas somos asombrosamente diversas. El compañero de piso de mi esposa durante sus años de estudiante universitaria podía hacerse cosquillas a sí mismo y nunca ha tenido afección psiquiátrica alguna. Eso sí, es muy, muy alto; ¿será posible que las señales nerviosas tarden tanto en llegar al cerebro desde el punto concreto del cosquilleo que le dé tiempo de olvidarse simplemente de cómo se originaron?[XXVIII]

De los estudios con neuroimágenes se han desprendido nuevas teorías sobre cuál es la forma general en que se originan las alucinaciones. Según una extensa revisión sistemática de las pruebas disponibles, publicada por el doctor Paul Allen y sus colaboradores en 2008[234], las alucinaciones vendrían provocadas por un mecanismo tan intrincado como sorprendentemente lógico.

Como ya se habrán imaginado, la capacidad de nuestro cerebro para diferenciar entre sucesos internos y externos proviene de la actuación conjunta de múltiples regiones. Intervienen, para empezar, ciertas áreas subcorticales fundamentales (especialmente el tálamo) que aportan la información en bruto que les suministran los sentidos. Esta va a parar al córtex sensorial, que es un término genérico que engloba a todas aquellas áreas diversas implicadas en el procesamiento sensorial (el lóbulo occipital en el caso de la vista, los lóbulos temporales en el caso del procesamiento auditivo y olfativo, etcétera). Los investigadores suelen subdividirlo en un córtex sensorial primario y otro secundario; el primario procesa las características en bruto de un estímulo, mientras que el secundario procesa y reconoce detalles más finos (por ejemplo, el córtex sensorial primario reconoce unas líneas, unos bordes y unos colores concretos, mientras que el secundario reconoce que todos ellos forman un autobús que viene hacia nosotros, así que ambos cumplen una función importante).

El córtex sensorial está conectado con varias áreas del córtex prefrontal (decisiones y funciones superiores, pensamiento), el córtex premotor (producción y supervisión del movimiento consciente), el cerebelo (control y mantenimiento de la motricidad fina) y otras regiones con funciones similares. Estas áreas se encargan en general de determinar nuestros actos conscientes y proporcionan información necesaria para determinar qué actividad se genera internamente, como vimos en el ejemplo de las cosquillas. El hipocampo y la amígdala incorporan a su vez los elementos de la memoria y la emoción, de manera que podemos recordar lo que estamos percibiendo y reaccionar en consecuencia.

La actividad entre esas regiones interconectadas sostiene nuestra capacidad para separar el mundo exterior del que se encierra dentro de nuestro cráneo. Cuando algo afecta al cerebro hasta el punto de cambiar esas conexiones, suceden las alucinaciones. Un incremento de la actividad en el córtex sensorial secundario hace que las señales generadas por los procesos internos se intensifiquen y nos afecten más. Una disminución de la actividad de las conexiones que enlazan con el córtex prefrontal, el córtex premotor, etcétera, impide que el cerebro reconozca como interna cierta información que sí se está produciendo internamente. También se cree que todas estas áreas se encargan de supervisar el sistema de detección de lo externo y lo interno, y que con ello garantizan que la información sensorial genuina se procese como tal; por lo tanto, la perturbación de las conexiones con esas áreas conduciría a que más información generada internamente se «percibiera» como información sensorial «auténtica»[235].

La combinación de todos estos factores causa alucinaciones. Si alguno de ustedes se dice a sí mismo «¡menudo descuido!» cuando, tras comprarse un juego de té nuevecito, deja que sea su hijo pequeño de dos años quien lo saque de la tienda y lo transporte de camino a casa, esa nota mental será procesada normalmente por su cerebro como un comentario interno. Pero si su cerebro no fuese capaz de reconocer que vino del córtex prefrontal, la actividad que él mismo ha producido en sus áreas de procesamiento del lenguaje podría ser reconocida como algo dicho o hablado realmente. Si a ello le sumáramos una actividad atípica en la amígdala, resultaría que esta tampoco rebajaría las connotaciones emocionales de esa sensación, con lo que usted podría terminar «oyendo» una voz muy crítica consigo mismo.

El córtex sensorial lo procesa todo y la actividad interna puede estar relacionada con cualquier cosa: de ahí que las alucinaciones puedan producirse en cualquiera de nuestros sentidos. Nuestros cerebros, por puro desconocimiento, incorporan toda esa actividad anómala a los procesos de percepción, con lo que terminamos percibiendo cosas alarmantes e irreales que no están ahí. Y dada la amplísima red de sistemas responsables de nuestra conciencia de lo que es real y lo que no, el cerebro es vulnerable a una larga lista de factores, lo que explica por qué las alucinaciones son tan comunes en los estados de psicosis.

Los delirios, que son creencias falsas en cosas que son demostrablemente no ciertas, constituyen otra característica habitual de las psicosis y evidencian también una alteración de la capacidad para distinguir entre lo real y lo no real. Los delirios pueden adoptar muchas formas: existen los delirios de grandeza (cuando un individuo cree ser alguien mucho más impresionante de lo que realmente es, como, por ejemplo, quien se tiene por un genio de los negocios líder a nivel mundial cuando, en realidad, no pasa de ser el dependiente de una zapatería a tiempo parcial) y existen también los delirios persecutorios (más comunes que los anteriores), que son los que experimenta un individuo cuando cree que está siendo objeto de una persecución implacable (y está convencido de que todas las personas con las que se encuentra forman parte de un oscuro complot urdido con el propósito de secuestrarle).

Los delirios pueden ser tan variados y extraños como las alucinaciones, pero suelen resultar más pertinaces: los delirios tienden a «fijarse» y a ser muy resistentes a la presentación de pruebas claras en su contra. Es más fácil convencer a alguien de que las voces que está oyendo no son reales que convencer a una persona delirante de que no todo el mundo está conspirando contra ella. Y es que, en vez de en un fallo en la regulación de la percepción de la actividad interna y la externa, se cree que el origen de los delirios está en los sistemas cerebrales dedicados a interpretar lo que ocurre y a distinguirlo de lo que debería ocurrir.

El cerebro tiene mucha información con la que lidiar en todo momento y, para procesarla de manera efectiva, mantiene un modelo mental de cuál se supone que es el modo de funcionamiento normal del mundo. Las creencias, las experiencias, las expectativas, los supuestos o los cálculos se combinan formando una interpretación general (y constantemente actualizada) de cómo ocurren las cosas, a fin de que sepamos qué esperar y cómo reaccionar sin tener que averiguarlo todo de nuevo cada vez. La consecuencia de ello es que no nos sentimos constantemente sorprendidos por el mundo que nos rodea.

Vamos andando por la calle y un autobús se para a nuestra altura. Ese no es un suceso sorprendente porque nuestro modelo mental del mundo reconoce y sabe cómo funcionan los autobuses: sabemos que los autobuses se detienen en las paradas para admitir nuevos pasajeros y dejar salir a otros que transportaban en su interior, así que hacemos caso omiso de ese hecho. Sin embargo, si un autobús se para junto a nuestra casa y no se mueve de allí, la situación nos resultaría atípica. Nuestro cerebro estaría recibiendo en ese momento información nueva y desconocida para él, y tendría que darle un sentido a fin de actualizar y mantener el resto de su modelo mental del mundo.

Así que, en ese momento, investigaríamos el asunto y averiguaríamos que el autobús está allí parado porque se le ha averiado el motor. Sin embargo, antes de descubrir esa verdad, se nos habrían ocurrido una serie de diversas hipótesis posibles. ¿Estará espiándonos el conductor del autobús? ¿Nos habrá comprado alguien un autobús? ¿Habrán convertido nuestra casa en una cochera para autobuses sin que lo supiéramos? Al cerebro se le ocurren todas esas explicaciones, pero reconoce que son muy improbables porque emplea como base el modelo mental, ya existente, de cómo funcionan las cosas, así que las descarta.

Pues, bien, los delirios se producen cuando ese sistema sufre una alteración. Un tipo de delirio muy conocido es el síndrome de Capgras. Quien lo sufre cree realmente que alguien muy próximo a él (su pareja, uno de sus padres, un hermano, un amigo, un animal de compañía) ha sido sustituido por un impostor idéntico al original.[236] Normalmente, cuando vemos a un ser querido se activan en nosotros múltiples recuerdos y emociones: amor, afecto, cariño, frustración, irritación (en función de cuánta haya sido la duración de la relación hasta ese momento).

Pero suponga que ve usted a su pareja y no siente ninguna de las reacciones emocionales asociadas habitualmente a esa visión. Eso es algo que puede venir causado por ciertos daños en algunas áreas de los lóbulos frontales. Basándose en todos sus recuerdos y experiencias, su cerebro prevé una fuerte respuesta emocional ante la visión de su pareja y, sin embargo, esta no se produce. Surge entonces la incertidumbre: he ahí a mi pareja de toda la vida, y yo siento muchas cosas por mi pareja de toda la vida, cosas que ahora mismo no estoy sintiendo. ¿Por qué no? Una manera de resolver esa incongruencia es llegando a la conclusión de que esa persona que está ahí delante no es su pareja, sino un impostor (o una impostora) físicamente idéntico a ella. Esa conclusión hace posible que al cerebro le cuadre la discordancia que está experimentando y que ponga fin así a la incertidumbre. En eso consiste el síndrome (o delirio) de Capgras.

El problema es que es evidentemente falso, pero el cerebro del individuo que lo experimenta no reconoce tal falsedad. Y la presentación de pruebas objetivas de la identidad de la pareja no hace más que empeorar la sensación derivada de la ausencia de esa conexión emocional esperada, con lo que la conclusión de que la otra persona es una impostora es más «convincente» si cabe. Y el delirio se sostiene aun a pesar de toda la evidencia en contra.

Este es el proceso básico que se cree que subyace a los delirios en general: el cerebro espera que suceda algo, percibe que lo que sucede es otra cosa diferente, el suceso esperado y el acaecido no concuerdan, y busca una solución a esa disparidad. Y la situación comienza a resultar problemática cuando las soluciones se basan en conclusiones absurdas o inverosímiles.

Por culpa de otras tensiones y de otros factores que perturban los delicados sistemas de nuestro cerebro, ciertas cosas que percibimos y a las que normalmente restaríamos importancia por considerarlas inocuas o irrelevantes pueden acabar siendo procesadas como elementos mucho más significativos para nosotros. Los delirios mismos pueden incluso indicarnos la naturaleza del problema que los está produciendo.[237] Por ejemplo, una ansiedad excesiva acompañada de paranoia significaría que el individuo está experimentando una activación inexplicada del sistema de detección de amenazas y de otros sistemas defensivos y que intenta hacerla cuadrar buscando una fuente para tan misteriosa amenaza. Eso puede llevarle a interpretar una conducta inofensiva (por ejemplo, que al pasar al lado de alguien en una tienda, este esté farfullando algo entre dientes) como sospechosa y amenazadora, hasta el punto de que despierte en él delirios sobre misteriosos complots en su contra. La depresión, por ejemplo, concita un estado de ánimo inexplicablemente bajo, con lo que cualquier experiencia mala, por ligeramente negativa que sea (algo como que otra persona se marche de una mesa justo en el momento en que el individuo deprimido se estaba sentando a su lado, por poner un caso), adquiere significación y es interpretada como si el individuo produjera un intenso desagrado en otras personas por culpa de lo horrible o repulsivo que es (o, mejor dicho, que cree ser), lo que puede propiciar la aparición de delirios.

Lo que no se ajusta a nuestro modelo mental del modo en que el mundo funciona suele ser minimizado o reprimido: no es algo que se avenga a nuestras expectativas o predicciones, así que la mejor explicación posible es que es falso o erróneo y, por lo tanto, podemos ignorarlo. Puede que una persona crea que no existen los extraterrestres y que le parezca que todo aquel que diga haber avistado ovnis o haber sido abducido por alienígenas está loco de atar. Lo que otros digan no desmentirá sus ideas al respecto. Pero eso será así hasta cierto punto: si, por una de aquellas extrañas casualidades, los extraterrestres la abdujeran y la examinaran a fondo con toda clase de sondas, probablemente sus conclusiones sobre la cuestión cambiarían. Pues, bien, en el caso de los estados de delirio, las experiencias que contradicen las propias conclusiones del individuo pueden ser más fuertemente reprimidas por este de lo normal.

En las actuales teorías sobre los sistemas neurológicos responsables de los delirios, se propone la existencia de un esquema terriblemente complejo que surge a partir de otra red extendida de áreas cerebrales (regiones del lóbulo parietal, el córtex prefrontal, el giro temporal, el cuerpo estriado, la amígdala, el cerebelo, regiones mesocorticolímbicas, etcétera)[238]. También hay indicios que sugieren que las personas proclives a los delirios muestran un exceso de glutamato neurotransmisor excitatorio (productor de mayor actividad), lo que podría explicar por qué ciertas estimulaciones inocuas adquieren tan excesiva significancia[239]. El exceso de actividad también agota los recursos neuronales y reduce con ello la plasticidad neuronal, por lo que el cerebro es menos capaz de cambiar y de adaptar las áreas afectadas. Todo ello hace que los delirios sean todavía más persistentes.

Una advertencia: esta sección se ha centrado en las alucinaciones y los delirios causados por perturbaciones y problemas en los procesos del cerebro. Y aunque de ello podría deducirse que alucinaciones y delirios obedecen solamente a la acción de trastornos o enfermedades, lo cierto es que no es así. Por ejemplo, podemos pensar que alguien «delira» si cree que la Tierra solo tiene seis mil años de antigüedad y que los dinosaurios jamás existieron, y millones de personas de veras creen cosas así. También hay hombres y mujeres que creen sin lugar a dudas que familiares suyos ya fallecidos hablan con ellos/ellas. ¿Están enfermos? ¿Están pasando un duelo? ¿Se trata de algún mecanismo de afrontamiento? ¿Un tema espiritual? Hay muchas explicaciones posibles que no pasan necesariamente por una «mala salud mental».

Nuestros cerebros deciden lo que es real y lo que no basándose en nuestras experiencias, y si crecemos en un contexto donde cosas objetivamente imposibles son consideradas como lo más normal del mundo, entonces nuestros cerebros fácilmente concluirán que tales cosas son normales y juzgarán todo lo demás en consecuencia. Incluso personas no criadas en un sistema de creencias extremo son susceptibles a esa clase de conclusiones: el sesgo del «mundo justo» descrito en el capítulo 7 es asombrosamente común y suele conducir a conclusiones, creencias y supuestos acerca de las personas que padecen situaciones de penuria económica y social que no son correctas.

Por eso, las creencias poco (o nada) realistas solo se clasifican como delirios si no son coherentes con el sistema de creencias y opiniones por el que la persona se regía hasta ese momento. La experiencia de un devoto creyente evangélico de la región estadounidense conocida como el «Cinturón de la Biblia» que vaya por ahí diciendo que puede oír la voz de Dios no está considerada un delirio. Pero ¿y una contable en prácticas agnóstica de Sunderland (que, para que nos hagamos una idea, es la única ciudad inglesa que no tiene catedral) que de pronto empiece a decir que puede oír la voz de Dios? Sí, en ese caso, probablemente clasificaremos su estado como delirante.

El cerebro nos proporciona una impresionante percepción de la realidad, pero, como ya hemos visto repetidamente a lo largo de este libro, buena parte de esa percepción está basada en cálculos, extrapolaciones y, en ocasiones, meras conjeturas del propio cerebro. En vista de todas las cosas posibles que pueden afectar al funcionamiento cerebral, no cabe sorprenderse de que dichos procesos puedan torcerse un poco, sobre todo, si tenemos en cuenta que lo que se considera «normal» es más el resultado de un consenso general que una realidad fáctica fundamental. Resulta asombroso que los seres humanos lleguemos a hacer todo lo que hacemos, la verdad.

Aunque, bueno, eso es suponiendo que realmente hagamos algo. Puede que eso sea solamente lo que nos decimos a nosotros mismos para tranquilizarnos. ¿Y si nada fuera real? ¿Habrá sido todo este libro una pura alucinación? Mirándolo bien, espero que no, porque, de lo contrario, habré malgastado una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo.