«No rompas más / mi pobre cerebró»

(Por qué las rupturas sentimentales son un golpe tan tremendo para nosotros)

¿Alguno (o alguna) de ustedes ha pasado alguna vez varios días seguidos hecho (o hecha) un ovillo en el sofá, con las persianas bajadas, sin responder al teléfono y moviéndose únicamente para limpiarse los mocos y las lágrimas de la cara, mientras se preguntaba por qué el universo mismo se había conjurado contra usted para atormentarlo (o atormentarla) con tanta crueldad? Los desengaños amorosos pueden ser devoradores y extenuantes. Es una de las experiencias más desagradables por las que previsiblemente puede pasar un humano moderno. Es fuente de inspiración tanto de grandes obras artísticas y musicales como de algunos poemas ciertamente horribles. Técnicamente hablando, la persona no ha sufrido ningún mal físico. No la han herido ni lesionado. No ha contraído ningún virus devastador. Lo único que ha sucedido es que ha cobrado conciencia de que dejará de estar o de salir con otra persona con la que mantenía una intensa interacción hasta entonces. Eso es todo. Entonces, ¿por qué la deja tocada, tambaleante incluso, durante semanas, meses o, en algunos casos, hasta durante el resto de su vida?

Pues porque las otras personas tienen una gran influencia sobre el bienestar de nuestro cerebro (y, por tanto, sobre el de toda nuestra persona en general), y rara vez se hace esto más evidente que con motivo de las relaciones amorosas.

Buena parte de la cultura humana parece dedicada a que terminemos embarcándonos en una relación a largo plazo o a que reconozcamos que ya estamos inmersos en una (pongo como ejemplos el día de san Valentín, las bodas, las comedias románticas, las baladas de amor, la industria de la joyería, un porcentaje nada desdeñable de la producción poética mundial, la música country, las tarjetas de felicitación de los aniversarios, el concurso televisivo Su media naranja y tantos otros). La monogamia no constituye la norma entre otros primates[179] y puede parecer incluso extraña si tenemos en cuenta que vivimos muchos más años que el simio medio, lo que nos daría tiempo para tener escarceos amorosos con muchas más parejas. Si el mecanismo motor de la selección natural es la «supervivencia de los más aptos» para asegurar que nuestros genes se propaguen antes y mejor que los de otros individuos, ¿no sería más lógico que nos reprodujéramos con el máximo número de parejas posible, en vez de mantenernos fieles a una persona toda la vida? Pero no: es exactamente esto último lo que los humanos tendemos a hacer.

Existen numerosas teorías de por qué los seres humanos nos sentimos aparentemente obligados a formar relaciones sentimentales monógamas, teorías que implican factores que van desde la biología hasta la cultura, el ambiente o la evolución. Hay quien sostiene que las relaciones monógamas conducen a que sean dos los padres que cuidan de la descendencia, en vez de uno solo, con lo que sus vástagos tienen así mayores probabilidades de supervivencia[180]. Otros dicen que esta tendencia nuestra es debida más bien a influencias culturales, como la religión y los sistemas de clase dirigidos a mantener la riqueza y las influencias dentro del estrecho ámbito de las mismas familias de origen (a fin de cuentas, el único modo de asegurarnos de que es nuestra familia la que hereda nuestras ventajas es manteniendo muy controlado hasta donde se extiende dicha familia)[181]. Otra interesante teoría nueva la atribuye a la influencia de las abuelas en su calidad de cuidadoras de los niños, pues esto favorecería la supervivencia de las parejas a largo plazo. Y es que, a la fuerza ahorcan: piensen, si no, en qué abuela (ni que fuera la más maternal del mundo) estaría dispuesta a cuidar de los vástagos que su exnuera tuviera a partir del momento en que partiera peras con su propio hijo[182].

Sea cual sea la causa inicial, lo cierto es que los seres humanos parecen predispuestos a buscar y formar relaciones sentimentales monógamas, y eso se refleja en toda la serie de cosas raras que hace el cerebro cuando terminamos por enamorarnos de alguien.

La atracción se rige por muchos factores. Muchas especies desarrollan características sexuales secundarias, que son rasgos físicos que aparecen en sus individuos al llegarles la edad de madurez sexual, pero que no están directamente implicados en el proceso reproductivo, como, por ejemplo, la cornamenta de un alce o la cola de un pavo real. Son impresionantes y muestran lo apta y sana que esa criatura individual es, pero no sirven para mucho más aparte de eso. Los seres humanos no somos una excepción. De adultos desarrollamos muchos rasgos que, según parece, están ahí básicamente para atraernos unos a otros: la voz grave, la mayor corpulencia y el vello facial en los hombres, o los pechos más prominentes y las curvas más pronunciadas en las mujeres. Ninguno de esos elementos es «imprescindible», pero, en el pasado remoto, algunos de nuestros ancestros decidieron que eso era que lo que querían en sus compañeros o compañeras sexuales y la evolución siguió su curso a partir de ahí. Pero eso nos ha llevado a una especie de dinámica de «pescadilla que se muerde la cola» en lo que al estudio del cerebro humano se refiere, pues este encuentra ciertos rasgos inherentemente atractivos porque ha evolucionado para que así se lo parezcan. ¿Qué fue primero: la atracción o el reconocimiento de esa atracción por parte del cerebro primitivo? Difícil decirlo.

Todo el mundo tiene sus propias preferencias y tipos ideales, como bien sabemos, pero podemos apreciar igualmente ciertos patrones generales. Algunas de las cosas que los humanos encontramos sexualmente atractivas en otra persona son predecibles, como es el caso de los rasgos físicos arriba mencionados. Otros individuos se sienten atraídos por alguna cualidad más cerebral, de las que las más sexis suelen ser el ingenio o la personalidad de otra persona. Mucha de la variedad de gustos en ese terreno es de origen cultural, pues lo que se considera atractivo está muy influido por factores como los medios de comunicación o lo que se tiene por «diferente». Comparen, si no, la popularidad de los bronceados artificiales en culturas más occidentales con el gigantesco volumen de ventas de las lociones blanqueadoras de la piel en muchos países asiáticos. Algunas cosas son simplemente extrañas, como sugieren aquellos estudios que señalan que las personas se sienten más atraídas por individuos que se les parecen[183], lo que nos llevaría de vuelta a la cuestión del sesgo egocéntrico del cerebro.

De todos modos, es importante diferenciar entre el deseo sexual propiamente dicho y esa otra atracción y vinculación sentimental más profunda y personal que asociamos al romanticismo y al amor, cosas que se buscan y se encuentran más a menudo en relaciones a largo plazo. Las personas pueden disfrutar (y a menudo disfrutan) con interacciones sexuales puramente físicas con otras personas por las que no sienten nada «especial» más allá de un aprecio por su aspecto, y a veces ni siquiera eso es necesario. Cuesta mucho buscar una explicación del sexo en el cerebro porque aquel subyace a gran parte de nuestros pensamientos y comportamientos adultos. Pero, en cualquier caso, esta sección no tiene como tema el deseo sexual: aquí hablaremos más bien de amor, en el sentido romántico del término y orientado a individuos concretos.

Son muchos los datos que nos indican que el cerebro procesa esas dos cosas de manera diferente. Según los estudios de Bartels y Zeki, cuando se enseña a unos individuos que dicen estar enamorados imágenes de sus parejas románticas, se observa un incremento de actividad (no observado en los casos de relaciones más puramente físicas o más etéreamente platónicas) en una red de regiones cerebrales que comprende la ínsula medial, el córtex cingular anterior, el núcleo caudado y el putamen. También se aprecia una actividad más baja en el giro cingular posterior y en la amígdala. El giro cingular posterior se asocia frecuentemente con la percepción de las emociones dolorosas, así que tiene sentido que la presencia de nuestro enamorado o enamorada apague un poco esa parte del cerebro. La amígdala procesa emociones y recuerdos, aunque se trata más a menudo de los relacionados con cosas negativas como el miedo y la ira, así que también en ese caso tiene sentido que no se active cuando se visualizan esas fotos: las personas que están en una relación más o menos consolidada pueden parecer más relajadas y menos preocupadas por los inconvenientes y molestias del día a día, hasta el punto de dar cierta impresión de «suficiencia» al observador neutral. También disminuye la actividad en regiones como el córtex prefrontal, encargado de la lógica y de la toma racional de decisiones.

Intervienen asimismo ciertas sustancias químicas y transmisores[XXI]. Estar enamorados eleva en nosotros, al parecer, la actividad dopamínica en el circuito de recompensa[184], con lo que experimentamos placer ante la presencia de esa otra persona, casi como lo experimentaríamos si ingiriéramos una droga (véase el capítulo 8). Y la oxitocina recibe a menudo el apelativo de «hormona del amor» (o alguna otra denominación similar), aunque esa no deja de ser una simplificación ridículamente excesiva de lo que, en realidad, es una sustancia bastante compleja. Aun así, sí parece que sus niveles se elevan en aquellas personas que mantienen una relación y se la ha vinculado con las sensaciones de confianza y conexión entre seres humanos[185].

Esa no es más que la parte más crudamente biológica de lo que sucede en nuestros cerebros cuando nos enamoramos. Hay también otros muchos factores que considerar, como la expandida conciencia del yo y del éxito personal que acompaña al hecho de estar en una relación. O la inmensa satisfacción y sensación de logro que se deriva del hecho de que otra persona nos tenga en tan alta estima y quiera estar en nuestra compañía en toda clase de contextos. Y dado que, en la mayoría de culturas, el hecho de estar en una relación se ve como una especie de meta o éxito universal (como cualquier persona felizmente soltera bien sabrá reconocernos, generalmente con los dientes apretados), estar en pareja también confiere un estatus social mejorado.

La flexibilidad del cerebro hace asimismo que, en respuesta a tantas profundas e intensas consecuencias que acompañan al hecho de estar en un compromiso sentimental con alguien, se adapte a esperarlo. Nuestros compañeros o compañeras sentimentales son así integrados en nuestros planes, objetivos y aspiraciones a largo plazo, además de en nuestras predicciones y esquemas vitales, y en nuestro modo general de pensar el mundo. Pasan a ser, en todos los sentidos, una parte muy grande de nuestra vida.

Pero llega un día en que se termina. Quizá porque uno de los dos miembros de la pareja no estaba siendo fiel; quizá porque no existe suficiente compatibilidad entre ambos; quizá porque el comportamiento de uno de los dos hizo que el otro se distanciara. (Hay estudios que han mostrado que las personas con mayor tendencia a la preocupación y la ansiedad suelen exagerar y amplificar más los conflictos de las relaciones, posiblemente hasta llevarlos más fácilmente al punto de la ruptura definitiva)[187].

Pensemos en lo mucho que invierte el cerebro en conservar una relación: todos los cambios que experimenta, todo el valor que atribuye a estar en una, todos los planes a largo plazo que elabora, todas las rutinas familiares que termina esperando que se repitan. Si eliminamos todo eso de un plumazo, está claro que el cerebro se va a ver seriamente afectado.

Todas las sensaciones positivas que este se ha acostumbrado a esperar se marchitan en muy poco tiempo. Nuestros planes para el futuro, lo que esperamos del mundo en general: todo eso deja de ser válido, lo que representa un elemento de elevadísima aflicción para un órgano que, como ya hemos visto reiteradas veces, no gestiona bien la incertidumbre y la ambigüedad. (El capítulo 8 tratará más a fondo todo esto.) Y no hay duda de que, si la relación que se rompe es una a largo plazo, la incertidumbre práctica es copiosa y abundante. «¿Dónde viviré a partir de ahora?». «¿Perderé a todos mis amigos?». «¿Cómo se resolverán los asuntos económicos?».

El elemento social es también muy perjudicial en las rupturas, debido a lo mucho que valoramos la aceptación y el estatus sociales. Tener que explicar a todas las amistades y parientes que se ha «fracasado» en una relación ya es malo de por sí, pero lo peor es considerar lo que la ruptura en sí significa: alguien que nos conoce mejor que nadie en el mundo, y al nivel más íntimo posible, nos ha considerado no aceptables. Alguien ha propinado una patada a nuestra identidad social. Y nos ha dado donde de verdad duele.

Esto, por cierto, es literalmente así: algunos estudios han mostrado que la ruptura de una relación activa las mismas regiones cerebrales que procesan el dolor físico[188]. En este libro se han expuesto numerosos ejemplos de cómo el cerebro procesa algunos factores sociales igual que procesa otros factores auténticamente físicos (por ejemplo, vimos que los miedos sociales son igual de desconcertantes para nosotros que el peligro físico real), y los que tienen que ver con las relaciones sentimentales y su ruptura no son ninguna excepción. Dicen que «el amor duele» y sí, es así. Incluso el paracetamol puede ser un analgésico eficaz para el «mal de amores».

Añadamos a todo lo anterior que la persona que deja de estar en una relación amorosa tiene incontables recuerdos de la otra que, de ser oficialmente felices, pasan de pronto a estar relacionados con un hecho tan negativo como es la ruptura. Eso socava una gran parte de la conciencia de su propio yo personal. Y a eso se le suman las repercusiones de las similitudes (ya mencionadas aquí) entre estar enamorado y la adicción a una droga: la persona estaba acostumbrada a sentir algo constantemente gratificante para ella que, de pronto, le ha sido retirado. En el capítulo 8 veremos cómo la adicción y la abstinencia pueden ser un grave trastorno (y perjuicio) para el cerebro, y un proceso no muy disímil tiene lugar cuando experimentamos una ruptura inesperada con una pareja con la que manteníamos una relación estable[189].

Eso no quiere decir que el cerebro no disponga de capacidad suficiente para lidiar con una ruptura. Puede volver a ponerlo todo en orden con el tiempo, aun cuando ese sea un proceso lento. Algunos experimentos han mostrado que centrarse específicamente en las consecuencias positivas de una ruptura amorosa puede traducirse en una recuperación y un crecimiento emocionales más rápidos[190], como ya se comentó anteriormente al hablar del sesgo del cerebro en cuanto a su preferencia por el recuerdo de las cosas «positivas». Y, algunas (contadas) veces, la ciencia y los tópicos coinciden y las cosas realmente mejoran con el tiempo[191].

De todos modos, en general, el cerebro dedica tanto de sí mismo a consolidar y mantener una relación que sufre (como sufrimos nosotros) cuando esta se viene abajo. «Romper es difícil» (Breaking Up Is Hard to Do) cantaba Neil Sedaka… ¡Y se quedaba corto!