Colgado del cuelgue
(Cómo se origina la drogadicción en el cerebro)
En Estados Unidos, en 1987, un anuncio de una campaña de concienciación pública trataba de ilustrar los peligros de las drogas recurriendo —sorpréndanse ustedes— a unos huevos como metáfora. Primero, un hombre tomaba uno de una huevera y decía al espectador: «Esto es tu cerebro». A continuación, tomaba una sartén con la otra mano y añadía: «Esto son las drogas». Finalmente, echaba el huevo cascado sobre la sartén ya caliente y concluía: «Esto es tu cerebro cuando te drogas». Desde un punto de vista estrictamente publicitario, el spot fue todo un éxito. Fue galardonado con múltiples premios y, todavía hoy en día, continúa siendo objeto de numerosas alusiones (cierto es que cómicas muchas de ellas) en la cultura popular. Ahora bien, en un sentido puramente neurocientífico, se trató de una campaña bastante nefasta.
Las drogas no calientan el cerebro hasta el punto de destruir la estructura de las proteínas que lo componen. Además, es muy raro que una droga afecte a todas las partes del cerebro de manera simultánea tal y como una sartén afecta a un huevo. Y, por último, cuando administramos droga al cerebro no lo hacemos sacándolo de la «cáscara» que lo protege (es decir, del cráneo). Desde luego, si hubiera que hacerlo, seguro que el consumo de drogas no sería una práctica tan extendida como es.
Eso no quiere decir que las drogas sean buenas para el cerebro, ni mucho menos. Solo significa que la verdad es demasiado compleja como para que pueda explicarse con simples metáforas culinarias.
Se calcula que el volumen de negocio del comercio ilegal de drogas asciende a cerca de medio billón de dólares[222] y muchos gobiernos y administraciones gastan infinidad de millones en detectarlas, destruirlas y desincentivar su consumo. Hoy está muy extendida y asentada la idea de que las drogas son peligrosas: corrompen a sus consumidores, dañan la salud y arruinan vidas. Y esa es una valoración que se tienen muy merecida, porque las drogas hacen muchas veces eso mismo, es decir, porque son efectivas. Funcionan muy bien y lo consiguen alterando y/o manipulando los procesos fundamentales de nuestros cerebros. Esto ocasiona problemas como la adicción, la dependencia y los cambios del comportamiento, entre otros, problemas todos ellos que nacen de la manera en que nuestros cerebros lidian con las drogas.
En el capítulo 3 mencionamos el circuito mesolímbico dopaminérgico, también llamado a menudo circuito de «recompensa» o alguna otra denominación similar, porque su función es inusualmente clara: nos gratifica por aquellos actos nuestros que considera positivos causándonos una sensación de placer. Si alguna vez experimentamos algo agradable, desde el sabor de una mandarina satsuma especialmente sabrosa hasta el clímax propio de ciertas actividades de alcoba, el circuito de recompensa nos proporciona sensaciones que hacen que pensemos: «¡Vaya, qué agradable ha sido esto!».
El circuito de recompensa puede ser activado por cosas que consumimos o ingerimos. Nutrirnos, hidratarnos, saciar el apetito, abastecernos de energía: las sustancias comestibles que satisfacen esos propósitos nuestros son reconocidas como placenteras porque sus efectos beneficiosos activan el circuito de recompensa. Por ejemplo, los azúcares proporcionan a nuestros organismos energía fácil de utilizar: de ahí que las cosas dulces sean percibidas como agradables o placenteras. También es importante el estado del individuo en ese momento: un vaso de agua y una rebanada de pan serían considerados normalmente una de las comidas más insulsas imaginables, pero sabrían a ambrosía de los dioses si quien las probara en un momento dado acabara de pisar tierra firme tras haber estado meses a la deriva en el mar.
La mayoría de esas cosas estimulan el circuito de recompensa de forma indirecta, es decir, causando una reacción en el cuerpo que el cerebro reconoce como buena y, por tanto, merecedora de una sensación gratificante. Lo que da ventaja a las drogas (y, de paso, las hace tan peligrosas) es que pueden activar el circuito de recompensa «directamente». Se salta así todo ese otro engorroso proceso de «encontrar un efecto positivo en el organismo que el cerebro reconozca como tal»: es como el empleado de un banco que entrega bolsas de dinero en efectivo a quien se las pida sin reparar en detalles como «números de cuenta bancaria» o «documentos de identidad». ¿Cómo lo consigue?
En el capítulo 2 comentamos cómo se comunican las neuronas entre sí a través de unos neurotransmisores específicos, como la noradrenalina, la acetilcolina, la dopamina o la serotonina. Su función es pasar señales entre neuronas formando un circuito o una red. Las neuronas los rocían en las sinapsis (ese «hueco» reservado para la intercomunicación neuronal). Allí, dichos transmisores interactúan con unos receptores concretos para cada tipo de ellos, como si estos fueran una llave particular que abriera una cerradura específica. La naturaleza y el tipo de receptor con el que interactúa cada transmisor determinan la actividad resultante. Puede tratarse de una neurona excitadora, dedicada a activar otras regiones del cerebro como quien enciende y apaga el interruptor de una lámpara, o podría ser una neurona inhibidora, que reduce o apaga completamente la actividad en las áreas asociadas a ella.
Pero supongamos que tales receptores no fueran tan «fieles» a sus neurotransmisores específicos como cabría esperar de ellos. ¿Y si otros compuestos químicos pudieran emular a ciertos neurotransmisores y activaran receptores concretos en ausencia de aquellos? Si esto fuera posible, sería concebible usar dichas sustancias químicas para manipular la actividad de nuestros cerebros de un modo artificial. Pues, bien, resulta que sí es posible y que lo hacemos con bastante asiduidad.
Son legión los medicamentos cuyo principio activo es un compuesto químico que interactúa con ciertos receptores celulares. Los agonistas hacen que los receptores activen e induzcan actividad: por ejemplo, las medicaciones indicadas para tratar ritmos cardiacos lentos o irregulares suelen consistir en sustancias que imitan la adrenalina, encargada de regular la actividad cardiaca. Los antagonistas ocupan receptores, pero no inducen actividad alguna, pues simplemente los «bloquean» e impiden que los verdaderos neurotransmisores los activen (como una maleta colocada a modo de tope para que no se cierre la puerta de un ascensor). Los fármacos antipsicóticos funcionan normalmente a base de bloquear ciertos receptores de la dopamina, pues se ha relacionado la actividad dopamínica anormal con algunos síntomas psicóticos.
¿Y si hubiera compuestos químicos capaces de inducir «artificialmente» actividad en el circuito de recompensa sin que nosotros tuviéramos que hacer nada más para activarlo? Probablemente serían muy populares, ¿no? Tan populares, de hecho, que las personas harían lo imposible por conseguirlas. Pues eso exactamente es lo que hacen la mayoría de las drogas adictivas.
No es de extrañar que, dada la inverosímil diversidad de cosas beneficiosas que podemos hacer, el circuito de recompensa disponga de una increíblemente amplia variedad de conexiones y receptores, lo que significa que es susceptible a una diversidad similarmente extensa de sustancias. La cocaína, la heroína, la nicotina, las anfetaminas e incluso el alcohol incrementan la actividad en el circuito de recompensa, lo que nos induce un placer tan injustificado como innegable. El propio circuito de recompensa usa dopamina para todas sus funciones y procesos. Eso explica por qué numerosos estudios han mostrado que las drogas adictivas producen invariablemente un aumento de la transmisión de dopamina en el circuito de recompensa. Es lo que hace que sean «placenteras», especialmente, aquellas drogas que remedan la dopamina (como la cocaína, por ejemplo)[223].
Nuestros poderosos cerebros nos dotan de la capacidad intelectual necesaria para comprender rápidamente que algo induce placer en nosotros, decidir enseguida que queremos más de eso y averiguar en un santiamén cómo conseguirlo. Por fortuna, tenemos también regiones en el cerebro superior dedicadas a atenuar o incluso anular impulsos básicos como «esta cosa hace que me sienta bien; debo procurarme más de esta cosa». El funcionamiento de esos centros de control de los impulsos no se conoce aún del todo, pero lo que se cree es que muy probablemente se ubican en el córtex prefrontal, junto con otras funciones cognitivas complejas[224]. Sea como fuere, el hecho es que el control de los impulsos nos permite frenar nuestros excesos y reconocer que, bien pensado, abandonarse al hedonismo puro y duro no es una buena idea.
Otro factor a tener en cuenta es la plasticidad y la adaptabilidad del cerebro. ¿Que una droga ocasiona una actividad excesiva de un determinado receptor? Pues el cerebro responde a ello reprimiendo la actividad de las células que esos receptores activan, o cerrando los receptores, o doblando el número de receptores requeridos para desencadenar una respuesta, o aplicando cualquier método que implique la reanudación de unos niveles «normales» de actividad. Estos procesos son automáticos: no hacen distingos entre droga y neurotransmisor.
Imaginémoslo como si se tratara de una ciudad que acoge la organización de un gran concierto. Todos los elementos de una ciudad están dispuestos para mantener un nivel de actividad normal. Cuando, de pronto, miles de personas excitables llegan allí, la actividad puede alcanzar rápidamente extremos caóticos. Como respuesta, las autoridades incrementan la presencia de policías y fuerzas de seguridad, cierran calles, aumentan la frecuencia de paso de los autobuses urbanos, permiten que los bares abran antes y cierren más tarde, etcétera. Los entusiasmados asistentes al concierto serían la droga, y el cerebro, la ciudad: si hay demasiada actividad, intervienen los mecanismos de defensa. Se produce entonces el fenómeno que conocemos como «tolerancia», que no es otra cosa que el hecho de que el cerebro se adapta a la droga para que esta no vuelva a tener el potente efecto que tenía.
El problema es que el incremento de la actividad (en el circuito de recompensa) es lo que hace que una droga tenga el efecto placentero que se persigue consumiéndola, así que, si el cerebro se adapta para impedirlo, no hay más que una solución: más droga todavía. ¿Que se necesita una dosis mayor para obtener la misma sensación? Pues la consumimos y listo. Pero, claro, luego el cerebro se adapta a esa nueva dosis también, con lo que necesitamos otra mayor todavía. Y entonces el cerebro se adapta a esta y la espiral ascendente continúa. Pronto, nuestro cerebro y nuestro organismo son tan tolerantes a la droga en cuestión que nos administramos dosis que podrían perfectamente matar a cualquiera que no la hubiera probado nunca antes, pero con las que el cuerpo humano ya «tolerante» no obtiene más que el mismo «colocón» que lo enganchó la primera vez.
Ese es uno de los motivos por los que es tan difícil dejar de consumir una droga y pasar el correspondiente «mono» o síndrome de abstinencia. Si la persona en cuestión lleva ya tiempo consumiendo una droga (o más de una), dejarla no es una simple cuestión de fuerza de voluntad y disciplina: su cuerpo y su cerebro están tan acostumbrados ya a la droga en cuestión que han experimentado una modificación física para adaptarse a ella. Suprimir la droga sin más tendría, pues, graves consecuencias. La heroína y otros opiáceos son buenos ejemplos de ello.
Los opiáceos son unos potentes analgésicos que inhiben los niveles normales de dolor estimulando la endorfina del cerebro (unos neurotransmisores que actúan como analgésicos e inductores de placer naturales) y los sistemas de gestión del dolor, con lo que proporcionan una intensa euforia. Por desgracia, el dolor existe por un motivo (nos hace saber que hay un daño o un perjuicio), así que el cerebro reacciona incrementando la potencia de nuestro sistema de detección de los estímulos dolorosos con el propósito de que atraviese la nube de extasiado placer inducido por el opiáceo de turno. De ahí que los consumidores se administren mayores dosis de opiáceos para cerrar esas grietas y que el cerebro vuelva a reforzar la sensibilidad al dolor, y así sucesivamente.
Si, llegados a ese punto, se retira la droga, el consumidor deja de tener algo que lo calmaba y lo relajaba hasta extremos exagerados. ¡Y se queda con un superpotenciado sistema de detección del dolor! La actividad de su sistema del dolor a esas alturas es suficientemente intensa como para traspasar la capa con la que el «colocón» del opiáceo lo insensibiliza a tales estímulos (tan intensa que, para un cerebro normal, resultaría angustiosamente desesperante, como precisamente lo es para el consumidor de drogas que entra en un periodo de abstinencia). También se ven similarmente modificados por la droga otros sistemas afectados por esta. Por eso el «mono» es tan duro… y decididamente peligroso.
Ya sería suficientemente grave que las drogas causaran estos cambios fisiológicos y nada más. Por desgracia, las alteraciones inducidas en el cerebro cambian también la conducta del individuo. Cabría suponer que las múltiples consecuencias y exigencias desagradables del consumo de droga tendrían que ser suficientes para disuadir a las personas de dicho consumo. Sin embargo, la «lógica» es una de las primeras víctimas que sucumbe cuando alguien se aficiona a las drogas. Hay partes del cerebro que seguramente actúan incrementando la tolerancia y manteniendo un funcionamiento normal, pero este órgano es tan diverso que otras áreas cerebrales contribuyen simultáneamente a que sigamos ingiriendo la droga. Puede causar, así, lo contrario de la tolerancia: los consumidores de droga pueden sensibilizarse a los efectos de esta por medio de la supresión de los sistemas de adaptación[225], con lo que el estupefaciente en cuestión se vuelve más potente y empuja a quien lo consume a buscarlo con más ahínco si cabe. Ese es uno de los factores que conduce a la adicción[XXVII].
Hay más. La comunicación entre el circuito de recompensa y la amígdala contribuye a proporcionar una fuerte respuesta emocional ante todas aquellas «pistas» relacionadas con la droga en cuestión que nos la recuerdan[227]. La pipa, la jeringa o el encendedor específicos, o el olor de la sustancia en sí, son elementos que adquieren una intensa carga emocional y que se convierten en estimuladores del consumo por sí solos. Esto significa que los consumidores de droga pueden experimentar los efectos de esta directamente a partir de los objetos asociados a ella.
Los adictos a la heroína constituyen otro crudo ejemplo de ello. Uno de los tratamientos contra la adicción a la heroína es la metadona, otro opiáceo que proporciona unos efectos parecidos (aunque amortiguados) y que, en teoría, permite que los consumidores vayan abandonando paulatinamente el consumo sin sufrir síndrome de abstinencia. La metadona se suministra en un formato que solo puede ingerirse por vía oral (de hecho, se parece mucho a un jarabe para la tos de un sospechoso color verde), mientras que la heroína se inyecta casi siempre por vía intravenosa. Pero el cerebro establece una conexión tan fuerte entre la inyección y los efectos de la heroína que el acto mismo de pincharse ya coloca a los heroinómanos. Se conocen casos de adictos que han fingido tragarse la metadona para luego escupirla en una jeringa e inyectársela[228]. Esa es una práctica tremendamente peligrosa (aunque solo sea por razones de higiene), pero la droga deforma hasta tal punto el funcionamiento del cerebro que el método de administración se convierte en algo casi tan importante como la droga en sí.
La constante estimulación del circuito de recompensa a que nos someten las drogas también altera nuestra capacidad de pensar y comportarnos racionalmente. Concretamente, modifica la interfaz entre el circuito de recompensa y el córtex frontal, que es donde se toman las decisiones conscientes importantes, hasta el punto de que pasan a priorizarse las conductas dirigidas a la adquisición de más droga por encima de otras cosas que, normalmente, serían más importantes (como mantener un puesto de trabajo, obedecer la ley o, simplemente, ducharse). Al mismo tiempo, se minimiza el grado de molestia o preocupación que para la persona adicta podrían suponer las consecuencias negativas del consumo de estupefacientes (los arrestos policiales, la contracción de una enfermedad grave por compartir agujas, el distanciamiento de los amigos y la familia, etcétera). De ahí que un adicto se encoja de hombros con bastante indiferencia ante la posibilidad de perder todas sus posesiones terrenales, pero esté dispuesto a arriesgar repetidamente su propio pellejo con tal de conseguir otra dosis.
El hecho más desconcertante de todos tal vez sea lo mucho que el consumo excesivo de drogas inhibe la actividad del córtex prefrontal y de las áreas del control de impulsos. Disminuye la influencia de aquellas partes del cerebro que nos dicen «no hagas eso», «eso es una insensatez», «lo lamentarás», etcétera. El libre albedrío es posiblemente uno de los más profundos logros del cerebro humano, pero, si se interpone en el camino de un «colocón», tiene todas las de perder[229].
Y todavía hay más malas noticias. Estas modificaciones o alteraciones del cerebro debidas a las drogas, amén de todas las asociaciones de estas con otros objetos, no desaparecen cuando se interrumpe el consumo de estupefacientes: simplemente dejan de usarse. Puede que se atenúen un poco, pero perduran y seguirán estando ahí para cuando el individuo vuelva a probar la droga (si es que la vuelve a probar), por mucho tiempo que se haya abstenido en consumirla de nuevo hasta entonces. Eso explica por qué son tan fáciles las recaídas (y por qué constituyen un muy serio problema).
El modo exacto en que las personas terminan convirtiéndose en consumidores habituales de drogas varía sustancialmente de unas a otras. Puede que sea porque viven en zonas terriblemente desfavorecidas donde lo único que alivia a muchos de la cruda realidad de la vida diaria es la propia droga. Puede que sea porque padecen un trastorno mental no diagnosticado y acaben «automedicándose» probando las drogas para mitigar los problemas que sufren a diario. Se cree incluso que existe un componente genético en el consumo de estupefacientes que se traduciría en un menor desarrollo (o una menor potencia) en algunas personas de la región cerebral dedicada al control de los impulsos.[230] Todos tenemos esa parte nuestra que, ante la oportunidad de probar una experiencia nueva, nos dice: «¿Qué es lo peor que podría pasar?». Desgraciadamente, hay personas que carecen de esa otra parte del cerebro que explica con todo lujo de detalles qué podría pasar realmente. Ahí residiría el motivo por el que muchos individuos pueden tener escarceos con las drogas y apartarse de ellas sin padecer alteración alguna, mientras que otros quedan atrapados desde el primer «pico».
Sea cual sea la causa o las decisiones iniciales que condujeron a ella, la adicción es un trastorno reconocido por los profesionales de la salud que requiere tratamiento, y no un defecto que convenga criticar o condenar. El consumo excesivo de drogas hace que el cerebro sufra cambios alarmantes, muchos de los cuales pueden llegar a ser contradictorios unos con otros. Las drogas parecen volver al cerebro en contra de sí mismo y lanzarlo a una especie de prolongada guerra de desgaste cuyo campo de batalla son nuestras vidas mismas. Eso es una de las peores cosas que alguien puede hacerse a sí mismo, pero las drogas dan la vuelta de tal manera a la situación que al individuo en cuestión no le importa dañarse de ese modo.
Esto es el cerebro de una persona cuando se droga. No me negarán que era muy difícil de expresar solo con unos huevos.