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Castillo de Calatrava - Territorios bajo el control de las Ciudades Estado de Al-Andalus - 10 de setiembre de 2045
1.Había visto muchos cadáveres destrozados de manera violenta. Nunca los había considerado como parte de mi forma de vida, pero difícilmente podía negar que fueran una consecuencia inevitable de ella. El olor a carne quemada de un cuerpo calcinado por una bomba incendiaria es imposible de olvidar. Los últimos espasmos de una persona ya muerta, con muñones ensangrentados en vez de piernas, o el agujero abierto que deja una bala de gran calibre en la cabeza de una persona, en su trayectoria de salida, después de desparramar trozos de hueso, cerebro y sangre por el suelo, forman parte de las pesadillas recurrentes que de vez en cuando me sobresaltan por la noche. Incluso había aprendido a convivir con la visión de un amigo que moría desangrado sin recuperar el conocimiento, después de haber recibido una ráfaga de fusil de asalto en pleno pecho.
Todas estas imágenes formaban parte de mi subconsciente, endurecido para poder aceptar este tipo de situaciones; tenía asumida la violencia como punto final para un ser humano.
Aún así no estaba preparado para soportar lo que había en aquella habitación.
“No te acerques, y apártate de la luz”, me ordenó una voz de mujer desde la penumbra.
Acababa de subir unas interminables escaleras de caracol y me encontraba en la entrada de una habitación de grandes dimensiones en cuya oscuridad apenas se podía distinguir su techo abovedado de ladrillo. Mi cuerpo impedía el paso de la luz, ya de por si tenue, que procedía de los agujeros del tejado del castillo. No fueron aquellas instrucciones, sino el olor a sangre de un matadero lo que me hizo dar un paso atrás.
En las murallas, escaleras y techumbres se podían ver los esfuerzos realizados para reconstruir lo que fue un inmenso castillo de la Edad Media. Más tarde supe, gracias historiador de Toledo, Ben Benaquiel, que aquella fortaleza fue, a principios del siglo XII, una de las plazas más importantes del Reino de Castilla en su defensa contra las incursiones musulmanas; era el castillo de la Orden de Calatrava.
Según salí al patio principal me fijé con más detalle en la iglesia, cuyos grandes contrafuertes cilíndricos daban una impresión de robustez más propia de un edificio militar que de uno religioso. En mi ignorancia no era consciente de que aquella arquitectura reflejaba exactamente los principios que rigieron a los hermanos y caballeros de Calatrava durante más de tres siglos, donde se combinaba la espiritualidad del monje con el ardor del guerrero.
Tampoco sabía, en ese momento, nada del tumultuoso, violento y contradictorio auge de la orden, nada de su poder militar y económico, menos aún de sus muchos secretos y misterios, y de las conspiraciones que causaron su caída. Sobre todo no era consciente de la importancia que todo aquello iba a tener en pleno año 2045, para las Ciudades Estado de Al-Andalus.
Para mi era un castillo abandonado en ruinas y la escena de un asesinato.
Me acerqué a mi caballo que seguía jadeando, intentando recuperar el resuello después de la cabalgata que le había forzado a realizar. Su aliento caliente se condensaba inmediatamente con el aire frío de la sierra cada vez que resoplaba. Le di unas palmadas en su cuello sudoroso, sin saber si era para tranquilizarlo o para que recuperarme yo después de lo que acababa de ver.
Las noticias de aquel crimen se habían extendido rápidamente por la región. Los detalles que me habían llegado la noche anterior a Almagro me parecieron fruto de la exageración que se genera cuando una noticia va de boca en boca añadiéndosele pequeños matices cada vez que se vuelve a contar. Sin embargo, la macabra imaginación de la gente que formaba parte de aquella cadena de información no empezaba a acercarse a la realidad de lo ocurrido en aquella estancia medieval.
Había decidido esperar a que amaneciese antes de empezar a cabalgar hacia allí. Me dijeron que había ocurrido en la parte alta del Castillo de Calatrava, y manteniendo un galope casi constante no tardé más de tres horas en cubrir los veinte kilómetros de distancia que nos separaban. A pesar de ser un jinete mediocre disfruté de la mañana viendo cómo se disipaba la neblina para dejar ver la planicie amarilla, marrón y ocre de aquella parte de La Mancha a principios del otoño. Curiosamente no sentía la más mínima inquietud ni ningún tipo de premonición subconsciente, estaba a gusto con mi entorno, con el olor a campo y el sonido de los cascos de mi caballo sobre la tierra firme y húmeda a la vez de la mañana.
Aunque tenía hambre no me paré a desayunar y difícilmente podía haber llegado antes al lugar del asesinato. Me hubiese gustado saber cómo la mujer que me había ordenado salir de la habitación con tanta autoridad se había adelantado a mi llegada. Necesariamente tenía que haber viajado en un vehículo motorizado, algo muy inusual, pero no tan sorprendente como el encontrarme con una persona abiertamente investigando lo que había ocurrido allí. A fin de cuentas yo era un Hombre Bueno, con poderes absolutos para mantener el orden en aquella zona.
Los destellos de los flashes de una cámara procedentes del interior del castillo me hicieron sonreír: no me harían falta fotografías para acordarme de aquello. Me sobresalté al darme cuenta que inevitablemente se las tenía que enseñar a Cintia, muy a mi pesar.
No tardé en ver el coche de la mujer aparcado a unos doscientos metros de la entrada amurallada del recinto principal, al lado de unas encinas. Se trataba de un todo terreno en bastante buen estado. Me acerqué a él, puse la mano encima del capó y comprobé que aún estaba caliente: ella también acababa de llegar. Miré en el interior y vi dos bidones de gasolina en el asiento trasero. En circunstancias normales eso hubiese sido suficiente para detenerla e interrogarla como sospechosa de traficar con combustible en el mercado negro. Sin embargo ya me estaba quedando claro que su propietaria los tenía allí legítimamente, para su uso personal, y que se trataba de alguien lo suficientemente importante como para tener acceso a toda la gasolina que quisiese. Empecé a intuir quién era aquel personaje, para confirmar mis sospechas abrí la puerta del coche para husmear en su interior. Una tos educada a mis espaldas hizo que me detuviese, al girarme vi a la propietaria del todo terreno reprochándome mi curiosidad con su mirada.
“Bolto, supongo”, fueron sus primeras palabras.
Ella sabía quién era yo y yo también empezaba a estar seguro de quién era ella.
“En realidad soy Eneko Amboto”, le clarifiqué. “Bolto es un apodo, un mote, simplemente”.
“Tenía entendido que Bolto era más bien un alias, un “nom de guerre””, me contestó. La utilización de aquel sofisticado uso del francés en medio de una fortaleza en ruinas y después de haber visto un cadáver descuartizado era, cuanto menos, curioso.
Los dos nos estábamos observando; en pura lógica era mi turno decir algo, pero decidí guardar silencio. No me importaba empezar aquella relación con mal pie, pero tampoco me sentía obligado a ser especialmente brusco. Dejé que fuese ella quien marcase el tono y las pautas de nuestro encuentro. Ella debió pensar algo similar y los dos aguantamos el silencio, como si nos hubiésemos retado para ver quién de los dos lo rompería antes. Yo no tenía prisa y, al parecer, ella tampoco.
Era una mujer menuda de una edad difícil de calcular, podría tener cuarenta años, que le habían dejado muy marcada, o hasta sesenta bien llevados. Su delgadez marcaba los pómulos de su cara, resaltando las arrugas alrededor de sus ojos y de su boca, con una piel curtida por el viento y el sol: no me la imaginaba usando los productos de belleza tan promocionados en las zonas controladas por las Marcas Globales. Tenía el pelo casi rapado, en el cual se mezclaban el negro y el plateado de sus canas, dándole un aspecto contradictoriamente femenino enfatizado por sus enormes ojos grises, lo más llamativo de toda ella. Más tarde me daría cuenta de que era capaz de hacerlos sonreír con una calidez muy especial, en aquellos momentos sólo reflejaban una gélida bienvenida. Intenté mantenerle la mirada pero no pude, como concesión a esta pequeña derrota psicológica fue ella quien retomó nuestra conversación.
“Ya he visto todo lo que tenía que ver”, dijo. “Puedes organizar su entierro, después ya veré lo que hacemos”.
“Yo no”, le contesté, sin dejar claro si me refería a que yo no había terminado con mi inspección o a que no estaba dispuesto a organizar ningún entierro. Ella no estaba acostumbrada a que cuestionasen sus órdenes y no pudo, o no quiso, controlar la sorpresa y contrariedad que mis palabras le suponían. No llegó a enfadarse, únicamente su mirada se volvió aún más fría y congeló su sonrisa.
“¿Sabes quién soy?”, preguntó, sin apenas mover los labios.
Esta pregunta siempre saca lo peor de mí mismo. En la mayoría de los casos mi respuesta automática es: “No, ni me importa”, y a partir de ese momento dejo que escale el enfrentamiento verbal, que, en algunos casos, puede llegar a la violencia física. Pero esta vez sí sabía con quien estaba hablando y opté por la prudencia del silencio.
“Soy la doctora Conde”, continuó, “seguro que el nombre te suena”.
Confirmó mis sospechas sobre su identidad y poco más. Sabía que algún día tenía que llegar a conocerla, únicamente esperaba que fuese en circunstancias más agradables.
“Como ya sabrás, soy tu nueva jefa”, pareció concluir para, después de hacer una pequeña pausa que me permitiese asumir esta información, añadir, “Y te agradecería que cumplieses mis órdenes de forma inmediata”.
“No”, me limité a responder. Definitivamente la doctora Conde no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria, pero seguí hablando para evitar que diese rienda suelta a su enfado.
“Ni eres mi jefa”, le dije, aunque eso era algo discutible, “ni te voy a obedecer ciegamente”. Jamás había obedecido a nadie ciegamente y no iba a empezar a hacerlo ahora. No supo cómo reaccionar a mi desplante; era lo suficientemente inteligente como para dominar su genio pero no lo suficientemente lista como para quitar hierro a la tensión que se había creado.
Le di la espalda y me dirigí hacia el interior del castillo. Sentía la obligación, pero no el deseo, de ver lo que se encontraba en su interior con más detalle.
2.En la oscuridad se distinguía un cuerpo tendido en el suelo con los brazos extendidos en forma de cruz, era una sombra más. Sabía lo que me esperaba pero aún así, me alegré de no haber desayunado.
La débil luz daba un tono amarillento a toda la estancia, matizando la palidez de aquella persona desnuda, ya sin vida, y el rojo de su sangre. Había sido una mujer hermosa, con el pelo largo, moreno, el cual se extendía en torno a su cara, contraída por un rictus de dolor y de pánico.
En vez de pechos tenía dos agujeros oscuros, marrones de sangre seca.
La sangre que había fluido de aquellas arterias manchaba sus costillas hasta formar un charco viscoso debajo de ella.
Me agaché para ver aquellas lesiones más de cerca. Sus pechos estaban cortados irregularmente, sin precisión, con un objeto cortante pero no lo suficientemente afilado como para dejar unos contornos limpios. La dirección de las heridas indicaba que los cortes se habían hecho de abajo a arriba, que el asesino había puesto el cuchillo debajo de cada seno para irlo cortando y desgarrando hasta llegar a la clavícula, utilizando la fuerza para compensar la falta de filo de su arma. Dentro de aquella masa oscura, entre líquida y sólida, se distinguían los pequeños destellos blancos de las costillas.
Vi los moratones de las ligaduras en sus tobillos y muñecas y su vello público rasurado. Y no quise ver más.
Yo no era ni forense, ni siquiera investigador: la doctora Conde era la experta. Mi trabajo consistía en mantener el orden y, dentro de mis posibilidades, ser el ejecutor de la justicia, pero tampoco necesitaba de sus conocimientos para saber lo que había ocurrido en aquel castillo. El culpable sería ajusticiado: le había cortado los senos estando aún viva, y, casi con seguridad, consciente de lo que le estaba ocurriendo. Después había dejado que muriese desangrada.
Lo que había visto me tuvo que afectar más de lo que pensaba y se debía reflejar en mi cara porque la doctora Conde se acercó a mí ofreciéndome un cigarrillo, olvidándose del desplante que le había hecho. Yo no era fumador pero acepté. Si acaso para distraer el olor a sangre, que sentía que me había impregnado, con el humo del tabaco.
“Organizaré su entierro”, fue lo primero que le dije. “Después encontraré a su asesino”.
Ella bajó la mirada e intuí que tenía otros planes para mí, pero que aún no era el momento de contármelos. Si así era, tendría razón.
Las conclusiones a las que la doctora había llegado no eran distintas a las mías, por lo que no le presté demasiada atención, concentrándome en dar profundas bocanadas al cigarrillo.
“Si hubiese estado muerta su corazón habría dejado de bombear, es la presión que éste generaba lo que hizo que la sangre saliese a borbotones por las heridas de los senos amputados. Habían atado sus pies y manos, los moratones lo delatan, y ella intentó defenderse, sus uñas están rotas como consecuencia de intentar protegerse de su agresor y, también, de arañar el suelo en su agonía. Entró viva y murió allí. Una vez muerta, el asesino soltó sus ligaduras y la puso en forma de cruz, tal como la encontramos”.
“Y se llevó sus ropas”, añadí, pensando que lo había hecho para dificultarnos la identificación de la víctima.
“No hubo ningún tipo de interferencia sexual, ni rastros de masturbación. Sus genitales había sido rasurados con anterioridad y de forma voluntaria, no tenían ni la más pequeña cicatriz de un corte accidental”.
Tenía que reconocer que yo no había llegado a un examen tan exhaustivo. Para algo era ella médico.
En tiempos anteriores, y desde luego, en los territorios bajo la influencia de las Marcas Globales, los procedimientos a seguir hubiesen sido muy distintos. El lugar del crimen se hubiese sellado a cal y canto, y los expertos de la policía científica se hubieran dedicado a peinar la zona para encontrar cualquier huella, pista o descuido del asesino que pudiesen ayudar en la investigación. Hubiesen tomado muestras de los restos encontrados en sus uñas para ver si con un análisis de ADN se podría demostrar la identidad del agresor una vez capturado, el cadáver sería sujeto de una minuciosa autopsia que permitiría saber la hora exacta de su muerte y una descripción más firme del arma asesina. Por desgracia en Al-Andalus no teníamos acceso a nada de eso, había cosas más importantes en las cuales invertir el tiempo y el dinero: como en obtener suficiente comida para que la población no pasase hambre, por ejemplo. La doctora Conde y yo éramos lo mejor que había en este sentido- también éramos lo único- y ninguno de los dos teníamos ninguna experiencia en la investigación de asesinatos.
“No sabría decirte cuándo murió exactamente”, continuó la doctora Conde, “pero, por la viscosidad de la sangre y la rigidez del cuerpo, no más allá de dos días”.
Era un lunes por la mañana. El cadáver fue descubierto el día anterior, domingo, por la tarde: el asesinato había tenido lugar entre el sábado por la mañana y el domingo por la tarde. Bueno era saberlo, aunque con esa ventaja de tiempo el asesino podía estar ya muy lejos, y, en el caso de encontrar un sospechoso, sería casi imposible descartarlo puesto que nadie podría tener una coartada que se prolongase durante tanto tiempo.
Tiré la colilla al suelo y la apagué enterrándola en la tierra. Lo último que me faltaba era empezar un incendio.
“¿Me dejarás las fotos que has sacado?”, le dije, a sabiendas de la escasez de papel fotográfico que sin duda existía, ya que pensé que la situación lo justificaba.
“¿Qué piensas hacer?”, me preguntó.
“Intentaré descubrir la identidad de esa pobre chica. La única manera de hacerlo que se me ocurre es mostrando su cara por los alrededores”.
“¿Y si nadie la reconoce?”
“Extenderé la red, haremos copias y dejaremos que el resto de los Hombres Buenos las vayan enseñando por sus zonas. ¿Se te ocurre algo mejor?”.
Hizo una mueca dando a entender que mi idea no le parecía demasiado efectiva, pero que tampoco tenía otra alternativa. En cualquier caso no me preocupaba demasiado su actitud, yo, por mi parte, estaba convencido de que la muerta pertenecía a aquella vecindad.
“Te sorprenderán los resultados”, le expliqué. “Bien sabes lo difícil que es desplazarse largas distancias en Al-Andalus. No todos tienen acceso a un coche, como tú, mejor dicho, nadie tiene acceso a uno. Esto limita el punto de partida de la víctima, difícilmente pudo venir de muy lejos sin haber hecho noche por aquí cerca y no lo dudes, si es así, alguien se acordará de ella: los viajeros son muy escasos”.
“¿Y eso te ayudará en algo?”. No me gustó la forma en que utilizó el singular, te, refiriéndose a mí, y no el plural, nos, que hubiese sido más normal. Era como si se estuviese distanciando de aquel asesinato y únicamente yo estuviera preocupado por él. Intenté que no notase esta pequeña inquietud que subsconscientemente me había sembrado.
“No creo que llegue tan lejos”, continué. “No he visto ni huellas de coche, ni de carreta. Víctima y asesino llegaron aquí andando o a caballo, y nada me hace pensar que no fuera de forma voluntaria”.
“Curiosa conclusión,” sus palabras resaltaban su escepticismo.
“Simplemente no hay huellas de pisadas de ningún tipo”.
“El asesino las pudo haber borrado”.
“Tal vez. Sin embargo dos personas andando en este terreno pedregoso no dejarían rastro. Nosotros hemos estado entrando y saliendo de la fortaleza y no se nota nada en el suelo. Los neumáticos de tu coche sí han dejado su marca y más o menos se puede seguir tu recorrido, y las herraduras de mi caballo, aunque más difíciles de ver, también se han hundido lo suficiente en algún lugar menos duro como para descubrir las huellas. Vinieron andando, seguro”.
“¿Y ella acompañó a su asesino voluntariamente?”. Era evidente que consideraba mis esfuerzos por recrear lo ocurrido más como un ejercicio de imaginación que como algo basado en el rigor empírico. Quizá tuviese razón pero yo estaba convencido de mis conclusiones y, a falta de algo mejor, las seguiría manteniendo.
“Difícilmente pudo subir por la ladera con la mujer a cuestas. Debe, o debía, de pesar unos sesenta kilos. Muy pocas personas podrían hacerlo”.
La doctora Conde hizo un amago de asentimiento para, de nuevo, volver a cuestionar mis argumentos.
“Aún así, ¿cómo puedes concluir que son vecinos de la zona?”. Sus críticas destructivas estaban empezando a fastidiarme.
“Porque es muy difícil viajar sin llamar la atención. Porque ningún extraño podría saber de la existencia de la intimidad que ofrecía esta sala de antemano y porque no tengo ningún otro punto de partida para empezar a buscar al psicópata responsable de esta carnicería”, me paré un instante, dejándole tiempo para pensar, y añadí:
“Si no tienes ninguna otra idea, te agradecería que me dieses tu cámara de fotos para empezar a trabajar”. Le tendí la mano para que me la diese, pero ella ignoró mi petición. No insistí, tenía que hacerle otra pregunta, quería que me explicase algo que me había inquietado desde que la vi por primera vez en el castillo.
“Doctora Conde”, dije en el tono más formal posible, “¿Cómo llegó tan rápido al lugar del crimen?”.
Yo sabía que yo no había perdido el tiempo en llegar hasta allí. Me había enterado del asesinato la noche anterior en Almagro, ella tenía su residencia oficial en Toledo, a más de cien kilómetros, y no le podían haber informado antes que a mí. A pesar de tener coche, no era posible que hubiese llegado allí antes que yo.
Me respondió de inmediato: “No vine aquí para ver un cadáver”.
Le miré a los ojos, esperando que ampliase su respuesta.
“Te buscaba a ti”, me dijo.
Y a continuación me explicó qué quería de mí.