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Bilbao-1 de octubre del año 2035-12:30 horas.

El soldado de PeaceMakers Inc. levantó el visor de su casco, sacó su pistola y disparó a la cabeza del cámara que estaba tendido en el suelo, con su camisa hawaiana ensangrentada por los impactos que había recibido con anterioridad, matándolo o rematándolo. Su compañero utilizó la punta de su bota para dar vuelta al cuerpo inerte del escolta vestido de negro y descubrir su pecho y estomago destrozados por una metralla de cristales, y después comprobó que la joven que yacía a su lado, todavía empuñando su metralleta, estaba igualmente muerta. Yo sólo veía, había perdido el sentido del oído después de la explosión y a pesar de mis esfuerzos por moverme sólo parecía hacerlo a cámara lenta, como si estuviese inmerso en una materia viscosa e invisible. Me aferraba a mi vieja Star como a un salvavidas, pero era incapaz de levantarla, sencillamente pesaba demasiado.

El soldado del visor levantado avanzó un paso para ponerse encima de Koldo que gemía débilmente, sus piernas estaban cubiertas de sangre y componían unos ángulos inverosímiles, daba la apariencia de que sólo se mantenían unidas a su cuerpo gracias a los andrajos en los que se habían convertido sus pantalones. El soldado pisó la pierna de Koldo y vi su desgarrador grito de dolor que no podía oír, después le apuntó la pistola a su cabeza.

Lo más triste de aquella escaramuza es que había sido un accidente, ni nosotros estábamos interesados en aquel pelotón de soldados ni ellos deseaban específicamente nuestra destrucción. Los soldados se habían apostado detrás de unos contenedores de basura con un misil anti-tanque a la espera de una de las tanquetas de la Ertzaintza que estaba cubriendo aquella zona, y que no llegaba. Al vernos cruzar la calle decidieron malgastar su munición y lanzar aquel misil contra nosotros, un misil que ni siquiera llegó a explotar al no encontrar el blanco sólido del metal de un vehículo blindado. A pesar de su velocidad vimos, o quizá sentimos, su estela y cómo se estrellaba contra el escaparate del único concesionario de automóviles de la ciudad, para explotar en su interior. El cámara y los dos escoltas fueron destrozados por los cristales rotos en mil pedazos, que volaron como cuchillos en su dirección. Gorka y yo estábamos cubriendo la retaguardia y a suficiente distancia de ellos como para que sólo nos afectase la onda expansiva, absorbida en su mayor parte por las paredes de la nave donde había tenido lugar la explosión. A Koldo, entre medias, los cristales le habían segado las piernas. Dos de los soldados de aquel pelotón se acercaron para rematar a los supervivientes. Para rematarnos.

Estas muertes no dejaban de ser un pequeño drama dentro del caos y la destrucción que tenía lugar a nuestro alrededor, pero en aquel momento no podía ser tan objetivo. De hecho no podía ser objetivo en absoluto. Mi vida dependía de ello. Más tarde vería las imágenes que los otros grupos de cámaras estaban retransmitiendo y pude reconstruir mentalmente el conjunto de aquellos combates, pero siempre me quedaría la sensación de que una batalla, o por lo menos ésta en concreto, no era sino un conjunto de fragmentos de violencia y muerte que ocurrían simultáneamente pero que de alguna forma se mantenían inconexos entre sí. Vi las imágenes de los impactos de los proyectiles sobre las escamas de titanio del Museo Guggenheim, algunos penetraban directamente dejando un agujero negro tras ellos y otros, al desviarse por el ángulo de las placas de metal, marcaban su trayectoria con un arañazo que brillaba más intensamente. En el Parque de Doña Casilda se llegó al cuerpo a cuerpo donde las tropas de las Marcas Globales tomaron la pérgola con una carga de bayoneta, y los defensores blandieron sus fusiles como garrotes. Los tranvías volcados sirvieron de barricadas en las calles principales hasta que fueron destruidos y quemados con granadas incendiarias y las ambulancias con sus estridentes sirenas llegaban, cargaban y se iban, marcando un contrapunto sonoro al ruido más sordo de las bombas y más rítmico de los disparos.

Todas estas imágenes le llegaban a Nuria en su unidad móvil del monte Pagasarri y ella las lanzaba a los satélites de las emisoras independientes, sobre todo aquéllas donde aparecía el Guggenheim, no sólo como telón de fondo, sino como blanco directo del conflicto. Una granada de mortero alcanzó la parte del museo que llegaba hasta el derruido puente de la Salve, provocando un pequeño incendio. Tres de nuestros cámaras grababan aquel incidente para su emisión inmediata, incluso para la posteridad, obteniendo una riqueza de imágenes, pocas veces alcanzada durante una contienda.

Obviamente nadie grabó el sangriento final de nuestro pequeño grupo. Simplemente, Nuria dejó de recibir nuestras imágenes y la pantalla correspondiente a la cámara tres en el control central se fue a negro. Me dijeron más tarde que al ver cómo desaparecía la imagen, Nuria salió de la unidad móvil, vomitó y volvió a ocupar su silla en el control. Sin mediar palabra.

No llegué a oír el disparo que partió detrás de mí. Un medallón rojo apareció en la frente del soldado, que cayó de espaldas sin llegar a disparar sobre Koldo. Su compañero se giró y apuntó su fusil por encima de mi cabeza. No llegó a abrir fuego antes de recibir dos impactos de bala en su visor que ni tan siquiera se resquebrajó, únicamente le obligaron a dar dos pasos hacia atrás. A pesar de los tiros que recibió a continuación por todo su cuerpo, únicamente se tambaleó sin llegar a caerse, la protección anti-balas de su traje de combate resistió a la penetración de los proyectiles lanzados por una pistola de pequeño calibre. El chasquido metálico de una pistola que se dispara con un cargador vacío, más que cualquier otro, es, para mí, el sonido de la impotencia.

Aquel soldado finalmente apuntó su arma y disparó. Su ráfaga alcanzó a Gorka Zelaia en pleno pecho.

La adrenalina generada por la rabia, y el pánico que sentí en aquel instante me hicieron sentir el peso de la pistola en mi mano como algo natural, como si formase parte de mi cuerpo. Pero el soldado no correría más riesgos, se limitaría a dispararme para asegurarse de mi muerte y evitar cualquier peligro.

En cualquier caso de poco me serviría dispararle. En mi estado de aturdimiento se me hacía como un superhéroe de los comics de mi infancia, su armadura de material orgánico de última generación le hacía invulnerable a los patéticos disparos de una pistola. Solamente el calibre más pesado de los rifles de asalto conseguiría dañarle y aún así a una distancia relativamente corta. Era como una especie de Aquiles moderno al que las balas no hacían mella en su cuerpo gracias a su armadura y sin necesidad de haber sido bañado en la laguna Estigia. Inmediatamente supe cómo iba a acabar con aquel hijo de puta.

Apenas sin moverme, apunté y disparé a sus botas. No llegué a vaciar el cargador, la Star se me encasquilló al sexto disparo, pero a esa distancia y a pesar de mi lamentable estado creo que no fallé ningún tiro: tres balas en el pie izquierdo y otras tres en el derecho. Se arrodilló a causa del dolor, olvidándose de su arma, para perder el conocimiento casi de inmediato. Me imagino que algún día alguien descubrirá un sustituto para el calzado con la flexibilidad y comodidad del cuero y que además resista a los impactos de bala. Hasta entonces las botas de los soldados de las Marcas Globales serán su talón de Aquiles. Creo que ha sido la única vez que mis conocimientos de mitología griega me han servido para algo: para seguir con vida.

Lancé la Star encasquillada al otro lado de la calle y me hice con la pistola del primer soldado, una Glock. Comprobé las balas que quedaban en el cargador, cogí toda la munición del cadáver, le quité la parte superior de su traje anti-balas y me lo puse. Quería estar listo para la siguiente refriega.

Me acerqué a Gorka y vi que seguía con vida, respirando a duras penas, con su traje y corbata cubiertos de sangre, le levanté la cabeza y la apoyé en mi regazo. No decía nada, no tenía fuerzas para decir nada. Aparte del lejano ruido de los combates, sólo escuchaba los débiles gemidos de Koldo a unos pasos de distancia. De repente oí cómo alguien pisaba sobre los cristales rotos del escaparate, me giré, le encañoné y a punto estuve de disparar de no haber visto que se trataba de un joven larguirucho, desgarbado e imberbe con las manos en alto.

“¿Bolto?”, me llamó en forma de pregunta. Yo le seguí amenazando con mi arma.

“¿Quién coño eres?”, le pregunté.

“González. Javier González”, contestó no sé si tímidamente o simplemente asustado por la escena que acababa de ver a mi alrededor.

“¿Qué quieres?”.

“Me mandan desde la unidad móvil. Quieren saber por qué la cámara tres ha dejado de emitir”.

“Mira a tu alrededor, imbécil”.

González me obedeció y pausadamente se giró intentando entender lo que veía.

“Entonces, ¿qué les digo?”.

Desde luego que el tal González no parecía demasiado inteligente y yo no estaba para gilipolleces. “Les puedes decir que tenemos problemas técnicos, que nos disculpen las molestias y que reestableceremos la conexión en breve”, le dije en mi mejor voz de presentador de informativos.

“¿En serio?”.

Estaba claro que el humor negro y la ironía no eran algo comprensible para aquel chaval. “Diles que el grupo de la cámara ha sido destruido y que no volverá a enviar ninguna señal”. Se dio la vuelta y salió corriendo y yo no tuve fuerzas para gritar que se detuviese, simplemente hice un disparo vagamente en su dirección. Frenó en seco y le indiqué que regresase.

“Coge a ese herido”, le dije, señalando a Koldo.

“Pero mis órdenes...”.

“Tus órdenes ahora son recoger a ese herido”, utilicé la pistola para reforzar mis palabras.

González, a pesar de incumplir sus órdenes iniciales, consiguió llevar a Koldo hasta una ambulancia y fue ingresado en el hospital. Consiguieron salvarle la vida pero no sus piernas.

Gorka Zelaia no llegó al hospital. Intentaron mantener sus constancias vitales en un puesto sanitario de emergencia, pero había perdido mucha sangre. Desesperadamente me utilizaron para hacerle una transfusión directamente de mi brazo al suyo. Vi cómo mi sangre pasaba a través de aquel tubo transparente a su cuerpo inútilmente. Nunca logró recuperar el conocimiento. Requisé un coche a punta de pistola y llevé su cadáver hasta “El Zascandil”, allí se lo entregué a su madre. Era lo menos que podía hacer.