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Bilbao-1 de octubre del año 2035-7:30 horas.

Dieron la orden de retirar los cañones ligeros y tanquetas que cubrían la ribera este de la ría y emplazarlos en la otra margen, en el Muelle de Churruca. Todos habíamos podido ver cómo las tropas de PeaceMakers Inc. se agrupaban en el barrio de San Inazio la tarde anterior para preparar su ataque y cruzar la ría a través del único puente que aún se mantenía en pie. Todos sabíamos que esa mañana, al amanecer, la lucha se concentraría en el puente de Deusto.

La táctica militar no era lo mío, ni pretendía que lo fuese, pero debía de haber visto en alguna película que la manera de tomar un puente indemne era capturando sus dos extremos al mismo tiempo. Tanto los oficiales de PeaceMakers Inc. como los del recién creado ejército de Liberación de Euskadi debieron haber visto la misma película, porque una veintena de lanchas inflables cruzaron la ría desde San Inazio para dirigirse hacia la cabecera oeste del puente. La artillería ligera de la Ertzaintza y sus tanquetas les estaban esperando. Entonces entendí el repliegue de la noche anterior. Desde su sólida posición en tierra firme, su potencia de fuego, sin ser nada del otro mundo, destruyó de una forma brutalmente sistemática aquellas lanchas y sus ocupantes que se encontraban en medio del agua totalmente desprovistos de protección e incapaces de responder a los disparos. Dos de nuestros cámaras nos retransmitían las imágenes, cada una de ellas desde perspectivas distintas. Desde la sala de control veíamos la concentración e intensidad con que los artilleros que cargaban y disparaban sus cañones y ametralladoras pesadas, como si estuviesen trabajando en una línea de producción. Podían haber sido simples obreros realizando su tarea a destajo, y no se percibía ningún signo de peligro hacia ellos ni el sangriento y mortal resultado de sus acciones. La otra cámara, enfocada hacia la ría, mostraba cómo los impactos de los proyectiles abrían boquetes en las lanchas haciéndolas perder su rigidez y convirtiéndolas en una especie de amebas de caucho que rápidamente perdían su capacidad de flotar. En un primer momento sus ocupantes intentaron disparar con sus armas de asalto, convirtiéndose en blancos fáciles que pasaban a ser muñecos rotos antes de caer al agua, cada vez más intensamente roja. Percibiendo estas acciones en dos monitores distintos, daba la sensación de que estábamos viendo dos escenarios inconexos, como si no hubiese una relación de causa-efecto entre ellos y las muertes de los unos no tuvieran nada que ver con los disparos de los otros.

Se empezaron a esbozar sonrisas entre los ocupantes de la unidad móvil y Nuria se giró, quitándose los cascos de sonido, para guiñarme un ojo. Eran las sonrisas generadas por aquella victoria, pero lanzadas con el nerviosismo de haber visto la muerte en directo en un entorno familiar y conocido. Lo más impactante era precisamente esto último. Nuestra sensibilidad y sentido del horror hacia cualquier imagen espeluznante proyectada por los televisores hacía mucho tiempo que había dejado de existir. Todos habíamos visto la retransmisión de las revueltas de Buenos Aires, el asedio y toma de Kiev o incluso de las más cercanas carnicerías del Dos de Mayo, pero nada de esto nos había preparado para ver esas imágenes con Bilbao como telón de fondo. Siempre y en todas partes, nadie pensaba que algo así podía ocurrir en su ciudad. Hasta que ocurría. Ocurrió en Sarajevo a finales del siglo pasado, en Bagdad a principios de éste, y en tantos otros sitios. Ahora nos tocaba a nosotros.

“Cámara tres, se os ha ido el sonido. No oímos nada”. El grito de Nuria al micrófono interrumpió mis pensamientos.

“¿Qué pasa con la cámara tres?”.

“Aparentemente nada. Siguen retransmitiendo. Mira”, señaló uno de los técnicos al monitor. Allí veíamos un plano tomado desde la barricada defendida por los antiguos terroristas, un plano que cambió en un abrir y cerrar de ojos. Primero vimos una avenida vacía, después, como salidos de la nada, pequeños grupos de soldados que avanzaban corriendo, después de unos pasos se tiraban al suelo y disparaban, y se volvían a levantar para volver a correr. Nadie parecía estar haciendo lo mismo al mismo tiempo, pero como conjunto se veía que su movimiento estaba perfectamente coordinado. Siempre había alguien corriendo cubierto por el fuego de sus compañeros. Eran como una columna de hormigas que avanzaba inexorablemente y donde cada uno de ellos tenía y cumplía su tarea específica para el más eficaz funcionamiento del grupo.

Al ver aquello todo se paralizó dentro de la unidad móvil. Por un instante se hizo un silencio absoluto que fue roto por un suspiro de ¡hostias! que le salió a alguien del corazón. Fue el pistoletazo de salida y todos empezaron a hablar y a trabajar a la vez.

“Cámara tres. Repito. No estáis enviando sonido”.

“¿Quién está en la cámara tres?”, preguntó Nuria.

“Gorka Zelaia”, le contesté.

“¿Quién es el técnico de sonido de la cámara tres?”, volvió a preguntar, dando la sensación de que le importaba un carajo quién estaba al mando del grupo, puesto que en esos momentos su única preocupación era que le estaba fallando el sonido.

“Koldo”, alguien respondió.

“Pues que alguien diga a ese Koldo que no se escucha una mierda y que arregle el sonido de su cámara de una puta vez”.

Viendo las imágenes que retransmitía esa cámara era evidente que el tal Koldo tenía problemas más acuciantes que los fallos técnicos de su micrófono. La intensidad de disparos de la infantería de PeaceMakers Inc. ya empezaba a afectar a la barricada obligando a sus defensores a mantenerse a cubierto y facilitando el acercamiento de los agresores. El cámara también debió de ponerse a cubierto porque los planos que veíamos ahora nos mostraban a los defensores del puente cargando sus armas. Vimos a Gorka Zelaia azuzar a un joven de pelo largo con coleta que estaba intentando arreglar un micrófono sin disimular su nerviosismo, causado tanto por la presión de Gorka como por la bronca de Nuria y las balas que silbaban a su alrededor. Alguien debió dar la orden y todos los defensores se pusieron en pie a la vez y empezaron a disparar ráfaga tras ráfaga. En ese momento se recuperó el sonido de la retransmisión, y como el volumen se había subido al máximo cuando se estropeó, el estruendo amplificado de los disparos invadió la caravana de la unidad móvil.

El cámara también se había puesto en pie y nos mostró el efecto de aquellas andanadas concentradas sobre los soldados de PeaceMakers Inc. más cercanos, que fueron bruscamente abatidos. Sin embargo, respondieron a los disparos y esta vez sí veían a sus blancos, escuchábamos los gritos de los hombres más próximos a la cámara cuando eran alcanzados. Sus gemidos nos llegaban después, al caer al suelo. El cámara se volvió a poner a cubierto y nos mostraba planos de los heridos al pie de la barricada.

De repente volvió el silencio y hasta llegué a creer que habíamos vuelto a perder el sonido de no ser por los disparos esporádicos que se oían, como desganados. Ambos bandos parecían haber aceptado una tregua implícita para reponer fuerzas, recuperar el aliento, socorrer a los heridos y retirar a los muertos. No dudé ni un instante en dar la orden, cogí el micrófono y dije, lo más pausadamente que pude, “Gorka, retira tu grupo, toma posiciones al otro lado del puente y retransmite desde allí. Abandona la barricada. Ahora”.

Me imagino que Gorka dudaría un instante antes de acatar mi orden. Yo tampoco podía evitar cierta sensación de cobardía al abandonar al resto de combatientes, pero nuestra obligación era transmitir imágenes durante el mayor tiempo posible y no creía que la defensa de la barricada a la entrada del puente resistiese mucho más tiempo. En cualquier caso la obedeció y fueron los protagonistas de una de las secuencias más cómicas y ridículas de aquella contienda. Siguiendo mis instrucciones anteriores, el grupo de Gorka requisó una silla de ruedas para trasladar su cámara de un lado a otro sin que fuese demasiado aparente e igualmente se vistieron como honrados ciudadanos fuera de toda sospecha.

A través de las imágenes retransmitidas por otra de las cámaras, vimos cómo de una barricada en primera línea de fuego salió un grupo de gente que empujaba una silla de ruedas ocupada aparentemente por una anciana. Koldo, el técnico de sonido, que llevaba coleta, parecía un hippy despistado que, dada la situación, se había desubicado en el tiempo y el espacio. El cámara, un tipo algo más mayor y con una barriga incipiente, decidió que pasaría desapercibido vestido de turista, para lo cual se puso una camisa hawaiana y unos pantalones cortos que le llegaban hasta la rodilla, todo ello culminado con una gorra de béisbol y sandalias con calcetines. Ambos habían asido las manillas de la silla de ruedas, que intentaban empujar a toda velocidad. Estaban escoltados por una joven con unos ceñidísimos pantalones y camiseta que no llegaban a juntarse y que dejaban su ombligo al aire, a la moda de principios de siglo, y un treintañero con gafas de sol, chaqueta de cuero y botas del negro más estricto. Estos dos eran los componentes del grupo de Gorka, quien a su vez cubría la retirada vestido del perfecto ejecutivo, con traje gris, colorida corbata y zapatos negros.

Esta extraña comitiva se había adentrado en el puente y ante la perplejidad que causaban por su inesperada presencia ninguno de los soldados de PeaceMakers Inc. tuvo la iniciativa de dispararles. Ganaron unos segundos preciosos y para cuando alguien descubrió que, a pesar de su apariencia no podía tratarse de un grupo de inocentes ciudadanos, ya habían cruzado medio puente y estaban casi fuera de la distancia de fuego efectivo de nuestros enemigos. Se oyeron un par de disparos dirigidos hacia ellos, lo que animó a Koldo, el técnico de sonido hippy, y a su compañero, el supuesto turista con camisa hawaiana, a correr en zig-zag empujando la silla de ruedas que parecía descontrolarse y tomar vida propia, chocándose contra su escolta femenina y haciéndola caer. El joven ejecutivo, Gorka, la ayudó galantemente a levantarse y hubiese sido el comienzo perfecto de una historia de amor si una ráfaga de metralleta no hubiese alcanzado a la silla, destrozando una de sus ruedas.

Ésas fueron las imágenes que Nuria retransmitió en ese momento al resto del mundo: la falta de humanidad de las tropas de las Marcas Globales que disparaban contra unos perfectos ciudadanos sin ningún tipo de remordimiento. En aquellas personas se veían reflejadas personas de todas las edades y clases sociales: desde el hippy al hombre de negocios y desde la joven moderna al cuarentón cervecero. Pero mucho más grave que todo eso, habían abierto fuego contra una pobre anciana inválida en su silla de ruedas. Alguien que era capaz de eso era capaz de cualquier cosa y psicológicamente los espectadores de aquellas imágenes no dudarían en identificar a los responsables de la agresión como a los malos de la película. Dentro de la guerra mediática, aquellas imágenes serían un arma más poderosa para la causa de la República de Euskadi que un batallón de tanques.

Obviamente, Nuria evitó de una forma radical emitir las imágenes que vimos a continuación, donde un hippy y un turista intentaban sin éxito sacar algo del cuerpo de la anciana: su cámara, que se había atascado dentro del monigote a causa de los impactos de bala. A ellos se les acercó un hombre vestido de negro que, quitándose las gafas y mirando a la anciana aparentemente a los ojos, le arrancó la cabeza de cuajo tirándola por encima de la barandilla a la ría diciendo, según me aclararía Gorka más tarde, que les estaba molestando para sacar la cámara de allí. El propio Gorka les diría que se dejasen de hostias y que empezasen a empujar la silla, algo que intentaban hacer sin éxito puesto que una de las ruedas casi no existía, por lo cual haciendo uso de su iniciativa y sangre fría ante las situaciones de peligro más adversas, y éstas lo eran, ordenó a sus cuatro acompañantes que se subiesen la puta silla a los hombros.

Un hombre vestido de negro, una veinteañera provocativa, un turista con camisa hawaiana y un hippy con coleta llevaban a hombros, como en un trono, el cuerpo decapitado de una supuesta anciana mientras eran aclamados con aplausos y vítores por los artilleros de la Ertzaintza que habían hecho replegarse a las tropas de las Marcas Globales aquella misma mañana. Así llegaron al lado oeste del puente de Deusto, siguiendo mis órdenes de retirada.

Por desgracia las acciones de guerra no siempre acaban con un toque de humor surrealista, sino más bien con un tono más macabro.

Los combatientes de la barricada resistirían un último envite de las tropas de PeaceMakers Inc. y ellos también recibirían la orden de retirarse, cruzando el puente protegidos por los disparos de la artillería, y formarían una segunda línea defensiva en su extremo oeste. Entonces entendí lo que se pretendía conseguir con aquella táctica; puesto que el de Deusto era el único puente aún en pie, estaban obligando al enemigo a centrar allí sus ataques, y en cuanto empezasen a cruzarlo lo volarían, causando el mayor número de bajas posibles y al mismo tiempo cerrándolo como vía de paso.

Por desgracia nada ocurrió como estaba previsto y el puente de Deusto no fue destruido.