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Bilbao −16 de junio del año 2045-16:45 horas.

“En ese sitio se debe de comer de puta madre”, decía Gonzalerría mientras arrancaba el coche. “Siguiente parada, el Guggenheim. Si quieres saber la verdad nunca he estado dentro para ver los cuadros. Por fuera es muy bonito, pero dicen que lo que hay dentro no hay Dios que lo entienda. No me gustan los cuadros abstractos raros esos”.

Nos bajamos del coche, y la pareja de ertzainas que se encontraba allí pidiendo la documentación a ciclistas y transeúntes aleatoriamente, nos ignoró.

“Si vas en coche saben que no tienes ningún problema de acceso zonal”, intentó explicarme Gonzalerría sin demasiado éxito. Al ver que le miraba dando a entender que no le había entendido, amplió su comentario. “No está absolutamente prohibido desplazarse por todas partes, pero los percentiles raciales inferiores deben tener un buen motivo para trasladarse a las zonas más nobles de la ciudad. Es mejor que se queden en sus barrios y que no salgan de ahí”.

“¿A quién intentas engañar, Gonzalerría?”.

“¿Qué he dicho ahora?”.

“No te hagas pasar por un Comisario de la Brigada de Legitimación diligente y racista. Por ciertos motivos, que algún día descubriré, eres Comisario de esa Brigada, pero ni eres especialmente diligente ni desde luego racista”.

“Con esas palabras ofendes mi fervor euskaldún y mi profesionalidad”, dijo con un tono de voz que, de haber observado en él un atisbo de sentido del humor anteriormente, me hubiese llevado a pensar que me estaba tomando el pelo.

“Te he visto comprar comida para Cintia y su hija, y luego consolarlas. O mis ojos me engañaban o eran más bien tirando a negras. Si no eres un esquizofrénico patológico con una personalidad que se desdobla entre la de un afiliado al Ku Klux Klan y la de la madre Teresa de Calcuta, te agradecería que a partir de ahora dejases de decir las estupideces que os ordenan que propaguéis desde la Brigada de Legitimación”, había conseguido enfadarme con él.

“De acuerdo”.

“Gracias”.

“Me quitas un peso de encima. Tengo que estar pendiente de joder e insultar al personal no euskaldún, y a veces se me olvida”.

Bajamos las escaleras y entramos por la puerta principal del museo. Como en la central técnica de la Ertzaintza ya nos estaban esperando, esta vez fue un señor mayor, de más de setenta años. Llevaba una chaqueta inglesa de muy buena calidad que había visto mejores tiempos y el pelo inusualmente largo y despeinado. Quien nos recibió se presentó como Antonio Salgado, el Subdirector Técnico del museo, e inmediatamente me dijo: “Eneko, siento mucho la muerte de tu padre”.

Desde mi llegada a Euskadi fue la primera vez que detectaba un atisbo de sinceridad al escuchar esas palabras. “Siempre se tomó muy en serio sus responsabilidades con el museo. Hablábamos mucho. Yo le consideraba un amigo, espero que él a mí también”. Nos llevó hasta su despacho, un pequeño cubículo con una ventana que parecía estar a la altura de la ría y con las estanterías llenas de libros de arte y papeles muy ordenados. Indiqué a Gonzalerría que le enseñase la revista de Sotheby’s, y éste se la sacó del bolsillo de su chaqueta y la puso encima de la mesa delante de Salgado, girándola para la que viese bien.

“El Sotheby’s Modern Art”, dijo Salgado. “Hace años que no lo vemos por aquí, desde la Liberación. Como se han roto todos los lazos con las Marcas Globales, la matriz del Guggenheim nos ignora y no tenemos ningún movimiento de cuadros. Ni podemos comprar porque el dinero se necesita para otras cosas, como arreglar las goteras, ni vender las pocas obras que nos quedan porque sería dilapidar el fondo artístico. Entonces acabaríamos con un edificio espectacular por fuera y con un contenido que no valdría nada por dentro”. Según Gonzalerría eso había sido así desde su inauguración: yo, por razones obvias, no dije nada.

“Al no poder ni comprar ni vender de poco nos servía tener la referencia de los precios que se manejaban en las subastas y, para ahorrar, nos dimos de baja. Me imagino que este ejemplar sería de tu padre, sé que él lo recibía y de vez en cuando lo veíamos juntos”. Salgado empezó a hojearlo haciendo algún comentario sobre el importe exagerado del precio de las obras en venta. Yo esperaba a que llegase a las referencias subrayadas por mi padre para ver su expresión y escuchar lo que diría sin ningún tipo de influencia por mi parte. De todas maneras él seguía hablando.

“¡A saber de dónde salen algunos de estos cuadros y cuántos de ellos son falsos!”.

“¿Por qué dices eso?”, preguntó Gonzalerría al anciano.

“Por todas las cosas que han pasado, revoluciones, guerras, violencia en todo el mundo. A finales del siglo veinte la mayoría de nuestras obras estaban catalogadas y contrastadas. Se sabía su procedencia, su estado, las pruebas a las que habían sido sometidas para establecer su autenticidad. Era muy difícil falsificar las obras antiguas por las verificaciones químicas que se hacían sobre las pinturas que utilizan los maestros...”.

“¿Y las más recientes?”. Gonzalerría preguntaba como un alumno aplicado.

“Realmente la composición química de las pinturas, bien sean óleos, acuarelas o acrílicos, no ha variado casi nada en los últimos dos siglos. Renoir pintaba con los mismos colores, cualitativamente hablando, que Tapies. Los lienzos, el papel o las tablas tampoco han cambiado mucho. Tú mismo podrías comprar el material, pintar un cuadro y un análisis químico no te diría que no lo había podido pintar Dalí. Pero nada más verlo nos daríamos cuenta de que no era un Dalí”, se carcajeaba Salgado.

“Entonces como...”.

“Los cuadros más trabajados, como los de los impresionistas, o los cubistas, siempre podrán comprobarse con rayos-equis o más sofisticadamente con scanners, éstos nos permitirían ver los esbozos y capas inferiores de pintura cubiertas en el cuadro terminado. Todos los artistas trabajan sus obras de forma única, por lo cual era fácil de distinguir si eran obras originales o no”.

La forma de expresarse y el sentimiento que ponía Salgado detrás de cada palabra que decía, además del conocimiento que destilaba, nos había cautivado. Todavía había esperanza para que Gonzalerría dejase de ser un desierto cultural. Antes de lograrlo todavía tenía que aprender a pronunciar “Guggenheim”.

“En cuanto a los cuadros abstractos contemporáneos y menos trabajados, la comprobación de su autenticidad era más sencilla y más concluyente a la vez. A partir de la segunda guerra mundial, los representantes y galeristas de cualquier artista emergente se cuidaban muy mucho de cuidar y catalogar toda su obra. De hecho, si un cuadro supuestamente pintado por un artista no estaba catalogado, no se le consideraba suyo”.

“¿A dónde quieres ir a parar?”, le interrumpí.

“A que todo este sistema se ha ido al carajo. Recordad el saqueo de la Galería D’Uffizzi en Florencia y del propio Guggenheim de Venecia en la misma semana, a raíz de la revuelta de los camisas verdes italianos hace unos años. ¿Cuántas obras de arte fueron destruidas?”.

Salgado guardó silencio antes de contestar a su propia pregunta.

“Imposible de saberlo. ¿Cuántas fueron robadas? Ni idea. ¿Qué pasa si aparece en el mercado la “Madonna y niño” de Miguel Ángel que estaba en la Galería D’Uffizzi? O bien es una copia, que seguramente será detectada como tal antes de llegar a subastarse en Sotheby’s, o bien es el original que fue robado en su momento. La pregunta entonces es ¿quién es su propietario?: ¿la actual Ciudad Estado de Florencia? ¿El museo del gobierno italiano con sede en Milán? ¿El grupo Berlusconi que es la Marca Global predominante? ¿O la persona que lo tiene físicamente? El comprador, al principio tácitamente, equiparaba la posesión con la propiedad. Ahora esto se ha convertido en la regla predominante. Si tienes un cuadro te pertenece a priori, y si alguien quiere reclamar, con el colapso internacional que padecemos, lo tiene difícil. En otras palabras, que reclame al maestro armero”.

Salgado tomó aire para continuar con su disertación. Estaba disfrutando de poder dar rienda suelta a sus pensamientos ante una audiencia receptiva.

“Con los cuadros modernos pasa la mitad de lo mismo, pero con el agravante de que no se pueden hacer pruebas técnicas sobre su autenticidad. En estos casos, además de robados pueden ser falsos, con la única limitación de que en algún momento estuviesen entre las obras catalogadas del artista correspondiente”.

Salgado volvió a hojear el catálogo y se paró a añadir: “Y todo esto para venderlos mediante un cauce más o menos riguroso, como es Sotheby’s; no quiero ni pensar en lo que puede estar pasando en el mercado más turbio de los coleccionistas privados”.

Estaba llegando a la página anotada por mi padre y yo me incorporé de la silla para no perder detalle. Su cara sólo denotó la satisfacción de demostrar que tenía razón en todo lo que nos había dicho.

“Como éste por ejemplo: “Mao-Tse-Tung” por Andy Warhol. El que está subrayado”.

“¿Qué le pasa?”.

“Que es una falsificación”.

“¿Cómo lo sabes?”, me adelanté a Gonzalerría, que hizo la misma pregunta, como si fuese un eco.

“Porque el original no existe. Fue destruido durante el asedio del Guggenheim”.

Salgado nos enseñó el edificio por dentro para llevarnos a la sala 104, la sala Fish, una nave alargada que acercaba el cuerpo del museo al destruido y reconstruido Nuevo Puente de La Salve. Gonzalerría se pasó delante de una escultura de Xabier Mascaró para observarla de más cerca. Recé para que no hiciese ningún comentario improcedente que pudiese herir la sensibilidad de Salgado.

“Esto está bien. Tiene algo. No sé cómo decirlo...” dijo Gonzalerría.

“¿Fuerza?” le apuntó Salgado.

“Sí, algo como fuerza pero con una sensación de ligereza. No sé cómo decirlo”.

“Eso, amigo mío, se llama arte”, concluyó el viejo, para seguir caminando hacia el fondo de la sala. Allí se paró y señaló una pared con el dedo.

“Intentamos proteger algunos de los cuadros principales y pensábamos trasladarlos a Gasteiz y a los sótanos del antiguo edificio del Banco de España en la Gran Vía. Estaban aquí embalados y listos para ser transportados cuando empezaron los ataques y aquí se quedaron, el “Mao Tse Tung” de Warhol entre ellos. En la batalla y voladura del puente una bomba de mortero cayó justo aquí”, nos enseñó la zona en el techo donde se distinguía un tipo de acabado distinto.

“Ahora ya está arreglado, pero como no pudimos conseguir placas de titanio, cómo las que cubren el resto del edificio, utilizamos acero, y se nota. Decimos que las escamas de acero representan la herida causada al pueblo euskaldún y son como una cicatriz sobre la piel del resto del edificio. En el fondo es una chapuza y la explicación que os acabo de dar una soberana estupidez”. Salgado se calló y nos miró como si el haberse propasado en su crítica al gobierno euskaldún le pudiera traer consecuencias.

“Tranquilo”, le calmó Gonzalerría. “Puedes decir lo que te salga de los cojones. Bolto es de Al-Andalus y yo sólo soy un Comisario de la Brigada de Legitimación poco diligente y nada racista”.

Salgado le había caído bien a Gonzalerría.

“La bomba destruyó casi todo lo que estaba almacenado al provocar un pequeño incendio que, gracias a Dios, no fue a más. Las obras que no se quemaron quedaron hechas añicos, sólo pudimos rescatar y restaurar un pequeño Miró”.

“¿Tienes una lista de los cuadros que fueron destruidos?”.

“Te los podría decir de memoria. Había un...”.

“Prefiero la lista”, le interrumpí de una forma quizá excesivamente brusca.

Mientras nos la daba, Gonzalerría dio nuevas pruebas de su estupidez cuando preguntó a Salgado:

“¿Vino a verte el padre de Eneko antes de su muerte?”.

Claro que no, imbécil, pensé refiriéndome a Gonzalerría. Si nos lo quería decir ya nos lo hubiese dicho, y si quería guardar la visita en secreto no nos la confirmaría preguntándoselo de una forma tan burda.

Además yo estaba convencido de que mi padre no fue a ver a Salgado, por una razón muy sencilla: no tenía ningún motivo para hacerlo. Toda la información que nos acababa de dar Salgado, mi padre la sabría sin necesidad de preguntárselo a nadie. Desde siempre había sido patrono del Guggenheim, y por lo tanto era conocedor de los cuadros que habían sido destruidos, incluso se acordaría de cuáles eran tan bien como Salgado. En cuanto al mercado del arte internacional, sólo podía haber otra persona en la República de Euzkadi que supiese más que él. Por desgracia yo no estaba seguro de su nombre.

Intenté prevenir a Gonzalerría para que no hiciese la siguiente pregunta innecesaria, sin éxito.

“Josu Irati, un colega de la Brigada, ¿no habrá venido a verle?”.

“No. Casi nadie de la Brigada viene por aquí, no les debe de atraer mucho el arte”, contestó Salgado en tono socarrón, dándonos el detalle de los cuadros destruidos.

Josu no había ido a verle porque desapareció antes de poder hacerlo, si no habríamos encontrado una copia del listado que yo tenía en las manos entre las páginas de la revista de Sotheby’s, tal como lo estaba guardando yo en ese momento. Además Salgado, en el primer momento que vio la revista, habría hecho algún comentario y desde luego no la hubiese hojeado con tanto interés si la hubiera visto con anterioridad.

Gonzalerría había hecho dos preguntas innecesarias y lo que es peor, Salgado recordaría que se las habíamos hecho y podría repetírselas a terceros. En tal caso, sabrían que habíamos vinculado a mi padre con Josu Irati y a los dos con los cuadros destruidos del Guggenheim. No le transmití mis pensamientos a Gonzalerría, no quería que se preocupase ni que se sintiese menos inteligente de lo que él tenía asumido que era.

Empecé a pensar en voz alta, aunque Gonzalerría pensó que me estaba dirigiendo a él.

“Josu Irati estaba vigilando a mi padre. Mi padre descubre que uno de los cuadros destruidos del Guggenheim ha salido a subasta y empieza a hacer preguntas al respecto. Josu se da cuenta de esto y también empieza a investigar por su lado. Descubren algo, bien juntos o por separado. Uno es asesinado y el otro desaparece”.

“Te puedo sugerir otro escenario”, dijo Gonzalerría. “Tu padre tiene acceso a uno de los cuadros destruidos del Guggenheim que no fue destruido, sino sustraído”.

Era penoso escuchar a Gonzalerría haciendo juegos de palabras.

“La Brigada sospecha que se trae algo entre manos y envía a Josu para vigilarle. Josu descubre el pastel, tu padre ante la vergüenza que ve que se le echa encima, se suicida y sus cómplices hacen desaparecer a Josu antes de que les delate”.

“Gonzalerría”, le dije armándome de paciencia. “Mi padre fue asesinado. Te lo demostré”.

“¡Ah!. Tienes razón. Me apunto a tu teoría”.

“Gonzalerría, si tú eres incapaz de pensar, por lo menos déjame hacerlo a mí. Intentemos pensar como ellos”.

“¿Como quiénes?”.

“Como mi padre y como Irati. Irati descubre la revista, piensa que es importante y ¿qué hace?”.

“¿Me lo preguntas o vas a contestarte a ti mismo?”.

“Hace lo mismo que nosotros. Intuye que no muchas personas reciben esa revista en Euskadi e, igual que tú, recoge los datos de sus suscriptores y en ese momento cometió su error. Decidió preguntar a vuestro jefe, Ibon Ezpeleta, y a Ignacio Delaría sobre la importancia que podía tener esa revista sin tomar ninguna precaución. Seguramente pensaba que era mi padre quien estaba cometiendo alguna ilegalidad. Con sus preguntas, pone sobre aviso a los dos o a uno de los dos y no llega a visitar a nuestro amigo Salgado en el museo porque le hacen desaparecer”.

“Entonces, ¡ya está!” gritó Gonzalerría con alegría.

“¿El qué ya está?” le pregunté.

“Cogemos al tal Delaría, le inflamos a hostias y le hacemos confesar”.

“Gonzalerría, eres una mala bestia”, le dije a pesar de que la idea de inflar a hostias a Ignacio me sonaba a música celestial.

“Si quieres no le inflamos a hostias. Simplemente te dejo que le interrogues. Tengo confianza plena en que conseguirías hacerle hablar. Mi experiencia lo avala”.

“Se te ha pasado por la cabeza que la mente pensante detrás de todo esto sea la de tu jefe”.

“Eso es imposible. Te lo juro. En esto créeme. Pongo la mano en el fuego por él”.

“Te podrías quemar. Hace unos diez años Ezpeleta trabajaba para una de las Marcas Globales. Para la Marca Guggenheim para ser más correctos. Eso le facilitaría montar todo el dispositivo de ventas”.

Gonzalerría se paró a pensar unos instantes para buscar una respuesta verosímil. No le dejé hacerlo.

“Quizá la explicación a todo esto incluso sea más compleja. Quizá la venta de los cuadros supuestamente destruidos viene de más lejos”.

“Soy todo orejas”, dijo Gonzalerría con un tono de lasitud.

“Una pareja de aguerridos comisarios, o más bien detectives en aquella época, descubren que su jefe está involucrado en el tráfico de obras de arte y le chantajean. Él les asciende y les da todo tipo de prebendas, ellos se convierten en sus confidentes y personas de confianza para resolver cualquier asunto innombrable”.

“No sigas por ahí. Tus acusaciones ya empiezan a aburrirme”.

“Hasta que”, continué, “un vejestorio que tiene la desgracia de ser un personaje público descubre el pastel. A uno de los matones, supongamos que se llama Josu, le empieza a temblar el pulso. Una cosa es proteger a su jefe de los canallas y otra enfrentarse a uno de los prohombres de la patria”.

“No lo pillo”.

“Continúo: el jefe, pongámosle el nombre de Ibon, decide hacer tabla rasa, para eso hace desaparecer al matón que hemos llamado Josu y asesinar al vejestorio entrometido. Y quién mejor para hacer estos trabajos sucios que el otro matón a quien podríamos poner el nombre de Xabier”. Me acerqué a él y le miré a los ojos. Gonzalerría retrocedió un poco.

“¿Eres el asesino de mi padre?” le pregunté.

“No. Claro que no, imbécil. Josu es mi mejor amigo y aunque poco conozco a Ezpeleta, será lo que sea, pero es un tipo legal. Y no me gastes más bromas de este tipo. No me hacen ni puta gracia. ¿Por qué has dicho todo esto en broma, no?”.

Solté una carcajada. “Por fin, amigo mío, me estás empezando a conocer”, le dije dándole una palmada en la espalda.

Hacía mucho tiempo que no me salía una risa tan espontánea como aquélla ni que llamase amigo a alguien.

Le pasé la mano por el hombro y le dije: “Sólo quería demostrarte que ahora mismo no podemos probar nada ni acusar a nadie. No sabemos tan siquiera si el cuadro de Warhol que está en venta fue robado antes de ser destruido o si es una falsificación. Como bien nos dijo Salgado, no es posible comprobar su autenticidad por métodos científicos, pero claramente está catalogado. Por lo tanto, si es una falsificación nadie lo sabrá puesto que el original dejó de existir hace diez años. Por un lado tendríamos a un ladrón capaz de haberse llevado el cuadro en medio de una batalla, y por el otro a un falsificador que sabe que el cuadro fue destruido en esa misma batalla. En ambos casos alguien ha sabido contactar con Sotheby’s y hacerles llegar la pintura para su subasta y hacer eso desde Euskadi, en estos momentos no es algo sencillo”.

Seguí dirigiéndome a Gonzalerría con un tono de complicidad.

“Tenemos a dos personas a quien debemos investigar: Ibon Ezpeleta e Ignacio Delaría. Me temo que los dos pueden ser peligrosos y, desde luego, que ambos son poderosos”.

“¿Por dónde empezamos?”. Era la primera buena pregunta que Gonzalerría había hecho en todo el día.

No quería tener una confrontación con Ibon Ezpeleta todavía: no le podía acusar de nada porque, que yo supiese, estar suscrito al “Sotheby’s Modern Art” no constituía un delito ni siquiera en la actual República de Euzkadi. Si estaba involucrado, aparte de cualquier otro tipo de reserva, su primera medida sería la de apartar a Gonzalerría de mi vigilancia y como necesitaba chofer y le estaba tomando cariño al grandullón, no era algo que desease. Además con Gonzalerría apoyándome tenía acceso a todos los archivos y bases de datos de la Brigada de Legitimación, algo nada desdeñable.

Podía reconsiderar el deseo de retrasar mi visita a Ezpeleta, pero el caso de Ignacio Delaría era algo distinto. Tampoco quería verle, y no quería verle porque era el marido de Nuria y no estaba seguro de quererla ver a ella. Lo que no iba a hacer bajo ningún concepto era enfrentarme a él a ciegas. Expliqué a Gonzalerría lo que íbamos a hacer.

“No metas a Cintia en esto”, me previno Gonzalerría, “puede convertirse en algo muy feo”.

“¿Más? Te recuerdo que su marido ha desaparecido, y ella es la única persona en la que podemos confiar”.

“¿Qué haremos con Begoña, la niña?”.

“Seguro que a María, la dueña de “El Zascandil”, no le importa que se quede con ella. Siempre me ha hecho favores. Tú convence a Cintia, y yo me encargo de que la niña esté bien cuidada”.

“¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?”.

“Es lo único que se me ocurre”, contesté.

“Cintia es negra y aquí el resto de la gente es blanca. Llama mucho la atención. Incluso si fuera blanca también llamaría la atención por el cuerpazo que tiene. Es imposible que siga a Ignacio Delaría sin que se dé cuenta”, dijo Gonzalerría.

“La verdad es que quiero que se dé cuenta. Quiero que se dé cuenta de que alguien le está vigilando y que además lo está haciendo de una forma muy obvia. Si ha tenido algo que ver con Josu Irati y su desaparición, probablemente sepa de la existencia de Cintia. Si ve que Cintia le está vigilando, sabrá que alguien ha establecido algún vínculo entre él y Josu, pero desconocerá de quien se trata”.

“De todas formas, no creo que se dé cuenta de la presencia de Cintia inmediatamente, recuerda que es un banquero, no un profesional, y para cuando se dé cuenta tú ya habrás acabado con tus otras tareas y podrás estar vigilándola a ella”. A pesar de mis palabras, Gonzalerría no estaba nada convencido.

“Y sobre todo”, continué, “me tienes que avisar si vuelve a su casa. Mi entrevista con su mujer tiene que ser en privado y, si puede ser, en secreto”.

“¿La conoces?” me preguntó Gonzalerría inocentemente.

“Algo así”, le contesté.