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Casco Viejo (Bilbao)-16 de junio del 2045-22:00 horas.

Cintia vio a los dos hombres que avanzaban hacia ella cerrándole el paso del estrecho callejón que une las calles de Bidebarrieta y Sombrerería, en las Siete Calles del Casco Viejo de Bilbao. Se dio cuenta de su torpeza al meterse en una travesía tan estrecha, pero se tranquilizó al ver que no le podrían dar alcance si se daba la vuelta y volvía por donde había venido para volverse a incorporar a una de las calles más anchas. Al girarse vio a los otros tres hombres que, ya abiertamente amenazantes, le cerraban el paso. Ninguno de ellos decía nada. Hubiese preferido que le insultasen como los anteriores, le habría parecido más humano. Miró de un grupo al otro intentando ver si había algún hueco por el cual podría zafarse, un portal abierto donde poder esconderse o pedir auxilio. En aquel momento comprendió el efecto de la adrenalina: huir o luchar. Ella hubiese querido huir, pero sólo podía luchar.

Uno de los hombres abrió su gabardina y sacó un bate de béisbol de aluminio, su acompañante le cedió el paso de forma estudiada, con una sonrisa, como si estuviese entrando en un ascensor. El hombre del bate flexionó sus músculos antes de avanzar y practicó a cámara lenta sus golpes en el aire.

“Calcula la distancia, calcula bien la distancia del círculo que dibujará el bate en el aire”, se obligaba a pensar Cintia, “sólo así podrás evitarlo”.

Cintia se giró para ver la posición de los otros dos asaltantes y asegurarse de que, de momento, se conformaban con cerrarle el paso sin acercarse más a ella. El hombre del bate de béisbol avanzaba confiado y Cintia empezaba a estar al alcance de su golpe. Ella vio cómo lanzaba el bate hacia atrás. También vio cómo la posición de sus pies no le permitiría poner todo el peso de su cuerpo detrás del golpe. Iba a amagar para asustarla, quería jugar con ella. El bate empezó su trayectoria para pararse antes de llegar a la altura de su cuerpo. Cintia se dio ánimos, había acertado en que iba a ser un amago. El siguiente golpe sería con más fuerza y al cuerpo. “Querrá hacerme daño pero no que me caiga todavía”, éste debo evitarlo. Se sorprendió de la sangre fría con la cual se estaba enfrentado a aquellos matones, concentrándose en el peligro inmediato y olvidándose de momento del resto. Esperó hasta el último momento para girarse y dar un paso atrás, y el bate le pasó rozando la tripa. El hombre se acercó más, no quería correr el riesgo de que Cintia volviese a esquivarle, quería asestarle un golpe definitivo. El hombre colocó sus pies para obtener el máximo impulso posible, volvió a doblar sus brazos hacia atrás y flexionó ligeramente las piernas. Será un golpe a la cabeza con todas sus fuerzas, pensó Cintia, y luego hizo como si reculara pero se mantuvo en el mismo sitio. El hombre reconoció su movimiento y se acercó aún más antes de lanzar su mortífero golpe, poniendo todo su empeño y fuerza en ello.

El movimiento de Cintia fue de tal fluidez que hubiese sido imposible distinguir dónde terminaba una acción y dónde empezaba la siguiente. Dobló su espalda hacia atrás dejando pasar el bate de béisbol por encima de su cara. Al no chocar con la cabeza de Cintia, el bate no encontró nada sólido que frenase su recorrido, lo que hizo que el hombre perdiese ligeramente el equilibrio. Cintia empujó el bate en su trayectoria forzando al hombre a desequilibrarse aún más, dejando desprotegido su costado.

El hombre del bate no llegó a oír el sonido metálico de la navaja automática al abrirse, ni siquiera la llegó a ver, sólo sintió el fuerte golpe punzante que le atravesó un riñón y la sensación viscosa de su sangre que brotaba de la herida empapando su camisa. Antes de que su cabeza golpease el bordillo de la acera con un ruido seco, ya había perdido el conocimiento.

Cintia no se paró a ver el estado de su agresor, simplemente sintió cómo se desplomaba como un peso muerto; tampoco se giró para hacer frente a los otros dos hombres que habían quedado a sus espaldas. Se lanzó hacia el matón acompañante del hombre del bate que aún no había asimilado lo que acababa de ocurrir. Cuando reconoció que aquella mujer negra, con una navaja ensangrentada en la mano, representaba un peligro, Cintia estaba a menos de dos metros de él. Intentó levantar las manos para protegerse, pero no tuvo fuerzas para mantenerlas en alto, la punta de la navaja ya había atravesado su arteria carótida y el resto de los blandos músculos del cuello. No le quedaban fuerzas para mantener los brazos en alto, sólo veía el chorro de sangre que había manchado la cara de la negra y escuchó el sonido pegajoso que hacía la navaja retirándose de su cuello.

Cintia escuchó los gritos de los otros hombres a sus espaldas. Huir o luchar; la adrenalina seguía dando órdenes a su cuerpo. Ahora sí tenía la opción de huir, pero pensó en su marido, en el odio y desprecio que había soportado ese día y se preparó para darse la vuelta, enfrentarse a sus enemigos y si tenía que morir matando, que así fuese.

Eso fue lo que me contó Cintia, antes de que Gonzalerría me diese su versión de los hechos.

“Era la tercera vez en el día que Cintia había tenido problemas”, me dijo Gonzalerría, sin duda haciéndome responsable de lo que le había ocurrido.

“Todo iba bien. Yo le había preparado un salvoconducto de la Brigada de Legitimación para que pudiese desplazarse tranquilamente en todas las zonas de Bilbao y la dejé delante del edificio de la Consejería de Propiedad Publica, el edificio rosa de oficinas ubicado en la Plaza de Euskadi. Ignacio Delaría no tardó en llegar y yo me fui a buscar el resto de la información que me pediste”, me explicaba Gonzalerría. “Salió a las...” Gonzalerría sacó una libreta donde tenía apuntados una serie de datos más o menos relevantes, “diez y veintisiete minutos con otros dos señores y se tomaron un café en el antiguo “Casino Nervion” ahora renombrado “Café Independencia”. Todos ellos estaban muy relajados y parecían divertirse. A las diez y cuarenta volvieron todos al edificio. Delaría sólo se había percatado de la presencia de Cintia por una serie de comentarios guarros, hechos a la cara de ella por uno de sus compañeros de café. Sinceramente este comportamiento por su parte no era de extrañar, ni debemos considerarlo en su contra”.

“Al grano”, le dije.

“A las doce y quince salía Ignacio Delaría con mucha prisa del edificio y se subió a la bici-taxi número 436, Cintia se montó en una de las bicicletas públicas aparcadas en la plaza y le siguió a la Consejería de Salud en el antiguo Hospital de Basurto. Delaría estaba muy nervioso al entrar e incluso más nervioso al salir, tres cuartos de hora más tarde, cuando volvió a sus oficinas.

Mientras esperaba, unos chavales empezaron a meterse con ella, llamándola negra de mierda y sugiriéndole que volviese a vivir en un árbol. Este comportamiento es bastante habitual, Cintia ya está acostumbrada y no les hizo ni puto caso. Hubo un momento en que uno de ellos empezó a zarandearla mientras los otros se reían y entraban en calor con insultos cada vez más agresivos y de mayor volumen. No les partió la cara porque le habíamos dicho que no perdiese de vista a Delaría y de haberlo hecho, seguramente hubiese acabado en comisaría.

Por desgracia, la bronca de los chavales estaba en pleno apogeo cuando salió Delaría, que no pudo evitar fijarse en ella y reconocer a Cintia como la negra que había visto en la cafetería esa mañana”.

“Podría tratarse de una coincidencia. Ver a la misma persona dos veces por casualidad en un día es raro, de acuerdo, pero no imposible”, dije.

“No me toques los cojones”, replicó Gonzalerría. “Ver a una negra en Euskadi es raro, verla dos veces en el mismo día es imposible. A no ser que te esté siguiendo”.

“Continúa. Delaría volvió a su oficina. ¿Y después?”.

“Después debió ver a Cintia por la ventana, porque apareció una pareja de ertzainas pidiéndole la documentación. Cintia les enseñó el salvoconducto emitido por la Brigada y la tuvieron que dejar en paz. No sin antes decirle que habían recibido quejas por su presencia y que, en cualquier caso, haría bien en irse al lugar que racialmente le correspondía”.

“Y le tendieron la trampa”, me adelanté.

“Delaría salió del edificio y se dirigió a pie al Casco Viejo cruzando el puente del Arenal. Cintia empezó a seguirle justo cuando yo llegaba. Deambuló por las Siete Calles sin rumbo hasta que se adentró en el callejón donde la esperaban”.

“¿Estás seguro de que era una trampa? ¿De que no era un ataque racista? ¿Como el de los chavales de la mañana?”, pregunté.

Estábamos sentados en el bar “El Zascandil”, solos, únicamente acompañados por la televisión encendida sin sonido. María y Tontxu acababan de echar la persiana y por educación, prudencia y discreción se habían retirado a su casa, al piso situado encima del local. Entró Cintia, que justo acababa de dormir a su hija.

“No, mi niño, eran profesionales, de segunda categoría, pero profesionales”, dijo Cintia.

“¿Ya se ha dormido Begoña?” pregunté.

“Sí. Os manda un beso”.

“Fue una trampa, y menos mal que llegué a tiempo para salvarte”, dijo Gonzalerría.

“Para salvarles a ellos mejor dicho”. Cintia volvió a tomar la palabra. “Me giré para hacerles frente cuando vi a Gonzalerría con los tres maromos a sus pies. Tenía un puño americano en la mano izquierda y su porra en la derecha. Los tres tenían manchas de sangre”.

“Estaban tan a lo suyo, que ni me vieron ni me oyeron. Golpeé a los tres en la cabeza y cayeron en redondo”.

“¿Quién les mandó?”.

“Ni idea”.

“¿No se lo preguntasteis?”.

“Nos fuimos de allí cagando hostias, antes de que nadie nos viese. Ya se encargarían los menos dañados de cuidar a sus bajas”.

“Y ya saben que alguien anda detrás de ellos”, comenté.

“Que era lo que pretendías. Según me dijiste querías que Delaría se sintiese presionado. Eso por lo menos lo hemos conseguido”, apunto Gonzalerría. Jamás dejaría de sorprenderme la falta de sutileza de Xabier.

“Además no sabrá quién anda detrás de él. A Gonzalerría no le vieron y a mí ya me tenían identificada”, explicó Cintia.

“Puestos en lo peor, si tienen que sospechar de alguien, seguramente sospecharán de ti”, me señaló Gonzalerría. “Y yo te he estado vigilando todo el día y nunca fuiste al Casco Viejo. Soy tu coartada perfecta”.

No creo que a Delaría le preocupase mi coartada en lo más mínimo. Sin embargo su reacción ante la vigilancia de Cintia sí me parecía excesiva. Era lógico que avisase a la Ertzaina para que la desalojase, pero no era lógico que le tendiese una trampa y que él mismo actuase de cebo. Había sido la actuación de una persona que quería resolver un problema de forma inmediata corriendo ciertos riesgos; no fue algo ni meditado ni planificado.

“¿Y tú?” me preguntó Gonzalerría.

“Y yo ¿qué?”.

“¿Qué tal te ha ido la tarde?”.

Le miré a los ojos sin contestarle. Hubiera preferido enfrentarme a cinco matones en un callejón que ir a ver a Nuria. Después me giré hacia Cintia, quería despejar esa incógnita antes de continuar.

“¿Quién eres?” le pregunté. Gonzalerría, en un inusual momento de sensibilidad, salió del bar. Nos dejó solos. Únicamente los destellos del televisor encendido daban una sensación de movimiento en aquel bar en penumbra. Cintia se rió de mí, sin humor.

“Lo que tú pensabas que era: una negra con un cuerpazo. Y no miraste más allá. Pensabas que era una cubana, puta de profesión, que sedujo a Josu para que me sacase de aquella isla y para que después se casase conmigo por conveniencia. Mi conveniencia”.

Tenía que reconocer que Cintia me había leído la mente. Puse cara de tonto para no tener que contestar.

“Te equivocaste, papito”, me dijo. “Realmente me parezco a ti y mi situación es igual que la tuya”. No se me ocurría nada en lo que nos pareciésemos.

“Tú te fuiste a Al-Andalus en una especie de exilio voluntario para empezar una nueva vida. Escapabas de Euskadi y de tu entorno. No me atrevo a decir que quisieras escapar de ti mismo ni de tu antigua vida, pero puede ser. Yo no huí de Cuba, hacía años que no pisaba la isla, pero también necesitaba desaparecer de donde estaba, no por vivir mejor, sino por alejarme de la sociedad en la que me encontraba, pues cierta gente me empezaba a considerar indeseable y hasta peligrosa. Como a ti en Euskadi. Tu refugio fueron las Ciudades Estado del sur de Iberia, el mío fue Bilbao.

Para tu tranquilidad, o no, nunca fui jinetera. Era todavía demasiado joven cuando me fui, pero con mis trece años poco me faltaba para ser entrevistada y seguramente seleccionada como señorita de la marca Sherahilton para trabajar en los hoteles de Varadero. Por suerte, es un decir, mi madre murió y fui acogida por mi tía en Miami. Allí crecí como una americana más rodeada de la ideología consumista que imperaba y sigue imperando”.

“La vida es dura”, pensé, “pero por el momento no sé si me estás contando algo que has visto en la tele o la verdad. Ninguna americana adolescente, por muy consumista que sea, es capaz de dejar fuera de combate a dos hombres corpulentos ni de usar una navaja automática como lo has hecho tú”.

“Estudié medicina en Tampa. Luego psicología y más tarde psiquiatría. Nunca llegué a ejercer. Por lo menos como a mí me hubiese gustado. Quería defender la justicia y poner algo de resistencia al control que ya ejercía el lobby empresarial sobre el gobierno estadounidense. Me enrolé en la única agencia que parecía conservar un pequeño grado de independencia: el FBI. Allí en un principio encontré gente dedicada a mantener el imperio de la ley y la justicia para todos. Ahora parecen palabras vacías pero las creíamos de verdad. Allí me enseñaron, y yo aprendí, a investigar, a interrogar y a defenderme, con o sin armas”.

La pregunta que me hacía era: ¿Me creo algo de todo esto? Sobre todo sabiendo cómo acabó el FBI. Cintia contaba demasiado bien su historia, como si la hubiese estado ensayando.

“Fue entonces cuando el gobierno decidió privatizar el FBI. Hicieron una campaña mediática a largo plazo y convencieron a la población de que sería beneficioso para todos si Kroll Security, una marca de PeaceMakers Inc., se hacía cargo de la gestión”, Cintia se paró para tomar aire y pensar lo que diría a continuación. Por lo menos lo del FBI era cierto, ocurrió a finales de los años veinte, pero yo seguía sin creerla.

“El gran problema fueron los casos pendientes y las investigaciones en curso. Como negocio, el FBI sólo se dedicaría a investigar aquellos casos que generasen ingresos o que ejecutasen las peticiones de las Marcas Globales. Perseguiríamos a falsificadores de ropa o productos de lujo y nos olvidaríamos de investigar extorsiones o abusos empresariales. Yo, y muchos de mis compañeros, estábamos involucrados en casos que, o bien no era rentable continuar con ellos, o bien iban en contra de alguna de las Marcas. Teníamos que abandonarlos o correr el riesgo de que nos despidiesen. Nos aconsejaron insistentemente no mear fuera del orinal. Muchos hicieron caso, otros no. Entre quienes nos hicieron caso, los más peligrosos eran los que sabían demasiado de algunos temas que, de airearse públicamente, perjudicarían al entramado empresarial. Algunas de estas personas sufrieron accidentes, otros sucumbieron por las amenazas que recibieron sus familias, otros aceptaron sobornos. Yo decidí escapar”.

No dejaba de ser una historia curiosa.

“¿Y Josu? ¿Por qué Euskadi?”, pregunté. “No es un entorno excesivamente saludable para una negra”.

“Después de la Batalla del Guggenheim y de unos momentos idealistas e ilógicos, pensé que sería uno de los últimos reductos contra las Marcas Globales. No tenía ni idea que el concepto de nacionalismo que precisamente ayudó a derrotar a los invasores era la semilla del clima que se vive ahora. En realidad son todos unos hijos de puta”, dejó de hablar y suspiró pensando en Josu.

“Josu es un buen hombre. Es el padre de mi hija. Me ayudó a sentirme segura en un entorno desconocido. No sé si me enamoré de él. No lo creo. Pero en aquel momento me dio todo lo que me hacía falta: cariño, amistad, respeto y sobre todo a mi hija. Y quiero que vuelva, que no le haya pasado nada y que vuelva”.

Había perdido la seriedad que mantuvo mientras me contaba su historia en el F.B.I. o la que mantuvo al acuchillar a sus dos asaltantes. Sollozaba pensando en su marido y aún así no perdía ni un ápice de su belleza. De momento daría su historia por buena, después de mi tarde con Nuria no tenía ganas de enfrentarme con otra mujer para dirimir si me podía fiar de ella o no. Cintia dejó de llorar, me cogió las manos entre las suyas y me miró con aquellos ojos inmensos y negros.

“No te has creído nada de lo que te he contado”, aseveró.

No quería retirar mi mirada de la suya, pero me costaba mentir, como si ella se diera cuenta sólo con mirarme. Ante la duda contesté con otra pregunta.

“¿Cómo lo sabes?”.

“Soy psicóloga. ¿Te acuerdas? Y te equivocas: sólo te he mentido en una cosa, y de momento no te diré en cuál”.

No estaba de humor para adivinanzas. Ni para seguir hundiéndome en los ojos de Cintia.