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San Juan de Gaztelugatxe −15 de junio del año 2045-20:45 horas.

La vista panorámica del mirador de la carretera que pasa por la costa es espectacular, sobre todo al atardecer y con el cielo casi despejado de nubes. Enfrente está la roca de San Juan de Gaztelugatxe conectada a la costa por un camino empinado que culmina en su ermita, más al norte se ven los acantilados de Sopela y al fondo las luces de Santurce y Castro Urdiales. Hacia el este, el faro del cabo Matxitxako, muy cercano, cierra el resto de la costa y sólo se ve el mar. Por muy mal que lo tratemos, no dejará de ser un hermoso país. Yo quería ver toda la costa, o por lo menos eso le dije a Gonzalerría.

Existe una pequeña atalaya natural detrás y encima del faro que permite ver la costa vasca en toda su dimensión desde Castro Urdiales al oeste a San Juan de Luz al este. Se distingue el puerto de Lekeitio, a continuación el ratón de Getaria y más lejos Donostia. Convencí a Gonzalerría que condujese el coche por el camino que llevaba al faro a través de un bosque de pinos y parase delante del acantilado.

Me bajé del coche y empecé a respirar el aire marino, a escuchar el sonido de las olas rompiendo en las rocas.

Gonzalerría se acercó a mí y le pegué un puñetazo en la boca del estómago.

No se lo esperaba. Antes de llegar al suelo ya le había dado otro golpe en la nuca y había perdido el conocimiento.

No tenía tiempo para sutilezas. Me aseguré de que no se había tragado la lengua y de que podía respirar, al menos por el momento. Poniéndole boca abajo en el suelo, cogí la cuerda del maletero del coche y se la pasé por el cuello con un nudo corredizo que apreté sin estrangularle. Con el otro extremo até sus tobillos, doblándole las rodillas para que sus talones descansasen sobre su culo, manteniendo algo de tensión en la cuerda.

Es una posición muy incómoda para el prisionero, ya que mantener las piernas dobladas en esa postura requiere un esfuerzo consciente que a medida que pasa el tiempo rápidamente cuesta más y más. Claro que la alternativa a estirar las piernas es estrangularse. Al principio, uno puede aguantar la presión de la cuerda en el cuello para aliviar por unos instantes la tensión de los músculos de las piernas. Incluso puede aguantar la respiración y permitirse el lujo de relajar sus piernas totalmente. Pero las leyes de la física o la fisiología o lo que corresponda son inexorables y al final las piernas se estiran y el prisionero acaba estrangulado. Se llama la muerte del verdugo perezoso, el reo hace todo el trabajo, padeciendo la crueldad adicional de estrangularse a sí mismo y la impotencia de que son sus propias fuerzas las que lo traicionan sin poder remediarlo. Por suerte es una muerte relativamente rápida, me dicen que nadie aguanta más de quince minutos, aunque tampoco lo he comprobado.

No le tuve que explicar nada a Gonzalerría, lo estaba viviendo en sus propias carnes.

“Hijo de puta. Estás loco”, gritó todavía con fuerzas, y vi como las venas de su cuello se hinchaban por el esfuerzo que le suponía.

“De ti depende”.

“Me habían advertido que tuviese cuidado contigo”, dijo con más tranquilidad, reprochándose por su candidez.

“Pues deberías haber hecho caso”

“Suéltame, hijo de puta. ¿Qué coño quieres?”.

“Jugar a preguntas y respuestas. Yo pregunto y tu respondes”.

“Yo no sé nada de nada”, contestó, esta vez de forma más entrecortada, con la cuerda comprimiéndole la laringe.

“Eso ya lo veremos”

“Suéltame y hablamos”.

“No. No te voy a soltar y de momento me vas a escuchar tú a mí”.

“De esta no vas a salir vivo. Hijo de puta. ¡Por mis muertos!”, consiguió gritar de nuevo, lo más amenazantemente que pudo.

“Tal vez. Pero si yo no salgo vivo de esta es que tú ya estarás muerto”. Me gustó el tono en que le había dicho esa frase a Gonzalerría. Esperé a que sujetase el peso de sus piernas con el cuello por primera vez para agacharme ante él y mirarle a la cara.

“Tenemos un problema”, le dije “aunque el tuyo es más urgente que el mío. Yo quiero que me contestes a ciertas preguntas y tú que te suelte. Me las contestas y te suelto. Aquí paz y después gloria”.

“Estás como una puta regadera. En cuanto me sueltes haré que te detengan, que te metan en un calabozo, que tiren la llave al mar. Y ni tu hermana, ni el lehendakari, ni su puta madre te van a sacar de allí”.

“Tranquilo hombre, tranquilo, respira hondo si puedes”, no pude evitar decirle con ironía.

“Me vas a matar haga lo que haga. Aunque te conteste a todo me vas a matar”. La cuerda empezaba a dejar una marca roja en la piel de su cuello, pero en aquél momento ese era el menor de sus problemas.

“No necesariamente. Ya te he dicho que aquí paz y después gloria. Me vas a dar información que tus jefes, o mejor dicho tu jefe, no quiere que me des. Nunca sabrá si lo hiciste voluntariamente o con la soga al cuello. Yo no pienso decir nada a nadie. Lo que aquí digas queda entre nosotros. Pero si me denuncias, te aseguro que no tendré ningún inconveniente en decir que conté con tu colaboración”.

“Nadie te va a creer”, me dijo con la voz entrecortada, moviendo la cabeza de lado a lado, en un intento de encontrar una posición más cómoda para la cuerda en su cuello.

“Realmente no hace falta que me crean, sólo hace falta que siembre una pequeña duda sobre tu lealtad. Si estás bajo sospecha en la Brigada de Legitimación no durarías ni dos días. Adiós Comisario Gonzalerría, bienvenido ciudadano del segundo percentil González. ¿Me explico?”.

“¿Qué pasa si te digo que prefiero morir? Vas de farol”.

“Y tú, ¿te apostarías la vida para ver si voy de farol? Lo dudo”.Lo que era cierto. Dudaba que pudiese aguantar mucho más tiempo, su cara comenzaba a congestionarse, y por cada segundo que pasaba le costaba cada vez más mantener sus piernas dobladas para conseguir una pequeña bocanada de aire.

“Te descubrirán. Mis colegas de la Brigada te perseguirán. No podrás salir de Euskadi”.

“Sí, pero tú estarás muerto”, le dije levantándome y señalando al coche. “Mira dónde has aparcado el coche. Meteré tu cadáver en el asiento del conductor, dejaré las puertas abiertas y lo empujaré hasta el acantilado para que caiga al mar. No creo que recuperen tu cadáver, ni el mío. El mío desde luego que no. Una vez más habré desaparecido, algunos sospecharán que puedo estar vivo y otros que no. En el fondo no es una buena solución ni para ti, ni para mí”.

Gonzalerría estaba perdiendo su lucha por seguir respirando y no me estaba prestando demasiada atención. Me senté encima de sus pantorrillas, lo que le permitió relajar sus piernas y respirar. Me incorporé de nuevo y volvió a estar ante la tesitura de aguantar los dolores y calambres de sus piernas o estrangularse.

“¿Quién llevó a cabo la investigación de la muerte de mi padre?”, pregunté a Gonzalerría de la manera más formal posible, como si nos estuviéramos tomando un café.

“Fui yo”, me contestó, lo que no me sorprendió del todo.

De lo que no me cabía ninguna duda es que Gonzalerría estaba convencido de que mi padre se había suicidado.

“No me presionó nadie, te lo juro”, me dijo. “Tu hermana descubrió el cadáver y llamó inmediatamente a la Ertzaintza. Nadie más entró en el piso, lo precintaron hasta mi llegada”.

“¿Por qué tú?” le pregunté, y no contestó inmediatamente. Dobló sus ya doloridas piernas para quitarse la presión de la garganta.

“Suéltame, cabrón. No aguanto más”, dijo, en lo que parecía ser un último esfuerzo antes de aceptar su muerte por estrangulamiento.

“¿Por qué tú?”.

“Alguien, no sé quién, decidió que la Brigada de Legitimación llevase a cabo la investigación. Yo simplemente estaba de servicio”. La soga, implacable, mordía las carnes blandas de su cuello.

“Te queda poco tiempo. Convénceme de que no mientes”.

“Llegué al mismo tiempo que los técnicos forenses a la escena del crimen. Nadie había tocado nada. ¡Te lo juro!”. Sus ojos se salían de sus órbitas: me convenció de que estaba diciendo la verdad.

Le aflojé la soga un poco, pudo estirar las piernas y se relajó. Le quería más tranquilo para que se explayase en sus explicaciones. “Todo se hizo según el reglamento. Se buscaron huellas e indicios de otras personas. No encontramos nada. Se analizó la pistola y las únicas huellas dactilares que había eran las de tu padre. Más tarde analizaron la bala que le atravesó el cráneo y que encontraron incrustada en la pared del salón: procedía del arma que tenía en la mano. Le hicieron la autopsia......”

“¿La leíste?”, le interrumpí.

“Por supuesto”, el oxigeno volvía a llegar a su organismo, y hablaba pausadamente, de una manera más controlada.

“¿Decía algo interesante?”.

“Nada del otro mundo”, contestó Gonzalerría, no entendiendo dónde quería llevar esa pregunta.

“¿Estaba bien de salud?”. Ahora sí que había conseguido confundirle.

“¿Aparte de la bala en la cabeza? Sí claro, me imagino”.

No le dije que el lehendakari me aseguró que mi padre tenía cáncer. Otra mentira más, no sabía de quién.

“Comprobaron que tenía residuos de pólvora en la mano”.

“¿En qué mano?”.

“En la derecha, y sí, ya comprobamos que tu padre era diestro..., los residuos correspondían a la bala que le mató. ¡Se suicidó, coño! Suéltame de una puta vez”.

“¿Cuántos disparos se escucharon?”, seguí con el interrogatorio.

“Ninguno”

Volví a estirar la cuerda.

“¡Para, cabrón!” gritó: no quería volver a padecer la asfixia de unos momentos antes.

“¿Me quieres decir que nadie escuchó nada?”.

“Sí”.

“En medio de una ciudad, en un piso, ningún vecino, nadie de la escalera, ningún peatón, nadie oyó el disparo. ¿Quieres que me crea eso?”.

“Por lo menos nadie dijo haber oído nada. Interrogamos a todos los vecinos de la escalera y de los edificios cercanos. Nadie oyó nada”.

Entonces lo entendí; si la Brigada de Legitimación preguntaba a cualquier ciudadano si había oído un disparo, su reacción natural sería la de decir que no había oído nada. A fin de cuentas no existían las armas de fuego en Euskadi, y cualquier sugerencia de lo contrario inevitablemente conllevaría problemas graves. Por lo tanto todo hijo de vecino negaría haber escuchado cualquier ruido que se pareciese a una detonación. Pero quien no ha oído un disparo tampoco ha oído dos.

“¿Y la pistola?”, le pregunté, volviéndome a sentar sobre sus piernas para permitirle hablar con más facilidad.

“Era una Glock de 35mm, automática”.

Un buen arma, pensé, de hecho era mi favorita, y por lo menos en armas cortas me consideraba un experto. Nueve proyectiles en el cargador y uno en la recamara, pero es mejor tenerla sólo con ocho en el cargador y la recámara vacía, así evitas que se te dispare por accidente y no destensas el muelle del cargador. De todas formas, si necesitas más de ocho balas es mejor que huyas corriendo o que te compres un fusil de asalto. A veinte metros tenía una precisión letal y bien utilizada seguía siendo peligrosa a más de treinta metros.

“¿De quién era la pistola?”.

Gonzalerría trago saliva y no porque se estuviese asfixiando.

“Era la tuya”.

Eso era imposible. En esos momentos mi pistola estaba a unos mil kilómetros de distancia, en Córdoba, en una caja fuerte, donde yo la había depositado antes de partir hacia Euskadi. Mi pistola estaba conmigo en el momento de la muerte de mi padre. Sin duda. No me había gustado su respuesta y me levanté, dejando que la tensión de la soga volviese a impedirle la respiración.

“¡Cabrón!” fue su contestación inmediata, pero, dándose cuenta de su situación, continuó con su respuesta.” No la entregaste para su destrucción antes de marcharte a Al-Andalus. Aparentemente la habías perdido”.

Eso por lo menos era cierto.

“Comprobamos su número de serie, y coincidía con el de la pistola que quitaste a uno de los soldados de PeaceMakers Inc. muertos en el Guggenheim”, llegó a balbucear a duras penas.

Eso también era verdad, al soldado ya no le hacía falta para nada y mi Star, aunque fabricada en Eibar, fallaba más que una escopeta de feria. También me había quedado con su chaleco anti-balas, que de poco le había servido ante una bala entre ceja y ceja.

“En realidad fuiste nuestro único sospechoso, y te descartamos al saber que estabas en Córdoba. Por otro lado era lógico que tu padre hubiese tenido acceso a tu pistola en algún momento, incluso que te la hubiese quitado y escondido”, dijo Gonzalerría, entrecortadamente, intentando, entre palabra y palabra, conseguir una bocanada de aire.

Lógico tal vez, pero falso.

Me quedaba poco tiempo, Gonzalerría no resistiría mucho más en la posición del verdugo perezoso y no sabía si una vez suelto seguiría respondiendo voluntariamente a mi interrogatorio.

“¿Por qué estabais investigando a mi padre?”

“No...”.

“No mientas. Sé que lo estabais haciendo”.

“No... lo..., sé”.

“Erais vosotros, los de la Brigada de Legitimación ¿no?”.

“Sí...”

“Sí, pero no sé el qué...” hizo un esfuerzo por contestar. En ese momento pareció derrumbarse, y me miró como diciendo que me contestaría a todo lo que fuese una vez suelto. Fue entonces cuando le solté la cuerda de los tobillos y le retiré la soga con el nudo corredizo del cuello. Fue un momento delicado porque no estaba del todo seguro de que no me fuese a atacar. Optó por apoyarse contra un árbol y frotarse el cuello respirando profundamente.

Y yo seguía sin saber el tiempo que duraba una persona en la posición del verdugo perezoso antes de morir por estrangulamiento. Todos hablaban antes. Yo, desde luego, lo hice.

“¿De verdad me hubieses matado?”. Le sonreí, no necesariamente para convencerle de mi bondad, y le dije: “Que no se te olvide: el terror no lo creas matando sino convenciendo de que vas a matar. Parece que te convencí”.

Por su mirada, la única certeza que tenía Gonzalerría en ese momento era que yo era un psicópata más que peligroso. Sin embargo, había algo en su comportamiento que me había gustado y que no debía olvidar en el futuro, ya que con la soga al cuello había mantenido cierto control sobre sus emociones.

Hubiese sido normal que en la situación que había vivido se hubiese meado de miedo, literalmente, con el cuerpo no respondiendo a los deseos del cerebro ante la perspectiva de una muerte inminente por estrangulamiento.

“¿Hubieses contestado a mis preguntas sin el convencimiento de que te iba a matar?”, le pregunté.

No me respondió.

“No te pido que me perdones, ni siquiera que me entiendas. El verdugo perezoso es una tortura cruel y violenta. Pero no se me ocurría ninguna otra forma de obtener la información. Simplemente te tocó a ti”, le dije.

Me miró haciendo una mueca de resignación. Seguramente se vengaría a la primera oportunidad, pero no estaba de más sembrar una pequeña semilla de confusión en su mente. No es que la sutileza de la psicología fuese mi fuerte, pero ante una situación límite el instinto reacciona de maneras inesperadas y a veces las víctimas agradecen a sus verdugos el mantenerlos con vida, casi como si se la hubiesen salvado, olvidándose de que eran los propios verdugos quienes querrían matarles en primer lugar. Era, supongo, una derivación del Síndrome de Estocolmo y, aunque no esperaba que Gonzalerría me agradeciera salvarle la vida, quizá le hiciese dudar en un momento decisivo.

Me senté en el suelo junto a él, apoyándome en el mismo árbol. Los dos mirábamos hacia el mar ya oscuro por la caída de la noche. Gonzalerría ahora intentaba aliviar el roce que le había hecho la cuerda pasando sus dedos, humedecidos con saliva, por el cuello.

“Tengo que confesarte algo”, le dije, lo que tras lo que le había hecho pasar para que él confesase, mis palabras no dejaban de tener cierta ironía.

“Mi padre no se suicidó. A mi padre lo asesinaron. Él sabía que le iban a matar y pudo avisarme de lo que iba a ocurrir”.

Gonzalerría me miró convenciéndose de que ya no era solamente un psicópata violento sino que además sufría de paranoia, y de que me negaba a ver lo evidente. Intentó convencerme de la realidad de las cosas.

“Mira Eneko,... entiendo que es difícil aceptar que tu padre se haya suicidado. Quizá hasta te sientas culpable. Entiendo que te sea más fácil pensar que fue asesinado, pero los hechos demuestran lo contrario. No te tortures y déjate de hostias”.

“No sé cómo coño lo hicieron, pero lo vamos a averiguar”.

“Te equivocas, yo no voy a averiguar nada. Ya he averiguado todo lo que hay que averiguar, que, por si no te has dado cuenta, es nada”, diciendo esto Gonzalerría hizo por levantarse a pesar de la falta de fuerza en sus piernas, consecuencia de su incomoda posición anterior. Le agarré del brazo y a regañadientes se volvió a sentar.

“Aún no me has dicho para quién trabajas”.

“Ahora mismo el único que sabe lo que estoy haciendo es Ibon Ezpeleta, el Consejero de Legitimación”. No me miraba a la cara, se estaba concentrando en dar un masaje a sus muslos para que se le aliviasen los calambres y poder recuperar la circulación en sus piernas.

“Ya te dije yo que no eras un simple funcionario. Tampoco me has dicho quién investigaba a mi padre”.

“Josu Irati, y la única persona que conocía al detalle de su investigación era Ezpeleta”.

“¿Josu es amigo tuyo?

“Sí”.

“Te sugiero que vayamos a verle”.

“No”. Gonzalerría fue tajante. “No va a ser posible”.

“¿Por qué?

“Josu está desaparecido. Nadie le ha visto desde el día en que murió tu padre”.

“¿Era amigo tuyo?”.

“¿Era? ¿Le das por muerto?”.

“Dímelo tú, ¿Tiene familia?”.

“Sí”.

“¿Con problemas?”.

“Más bien todo lo contrario. Su mujer le adoraba”.

“Entonces........”

“Puede estar secuestrado”.

“¿Para qué?

“Pueden estar interrogándole”, me dijo Gonzalerría no sin cierta sorna.

“¿Quién?

“Ni idea. Y si está muerto tampoco sé quién puede haberlo hecho”.

“¿Lo estáis investigando?”.

“Desde luego. Pero no hay rastros. Su mujer no sabe nada. En la Brigada no sabemos nada”.

“Y, ¿sigues afirmando que mi padre se suicidó?”.

“No tenemos constancia de que la desaparición de Josu esté relacionada con tu padre”.

“Mucha coincidencia, ¿no?”.

Gonzalerría me miró de reojo. Creo que había llegado el momento de hacerle una propuesta deshonesta y reclutarle para la causa, o mejor dicho para mí causa.

“¿Se te ha pasado el susto?”, le pregunté. Se frotó las piernas, respiró hondo y se encogió de hombros.

“Mira Xavier, te voy a decir cómo veo la situación en la que tú y yo estamos metidos. Yo sé que mi padre fue asesinado, tú estás convencido de que se suicidó y de que yo me niego a reconocer la evidencia de tu realidad. Tú investigaste la muerte de mi padre y das el caso por resuelto, yo no. Tu colega, que investigaba a mi padre y que ha desaparecido, te debe sembrar la duda sobre la veracidad de tus conclusiones pero no lo suficiente como para seguir investigando. Te voy a pedir una cosa.....”

Gonzalerría no me dejó acabar y ya estaba negando con la cabeza.

“No me lo pidas. No sé qué me vas a pedir, pero la respuesta es no”.

“Tranquilo, Xabier. Escúchame. Vas a volver a ser mi niñera perfecta”. Esta propuesta de una vuelta parcial y temporal a cierta normalidad parecía del agrado de Gonzalerría, de modo que seguí por esa vía.

“Me llevarás a la casa de mi padre, donde me imagino que todo el mundo quiere que duerma. Yo no me moveré de allí en toda la noche y tú también podrás descansar...”.

“Y mañana volverás a Al-Andalus”, terminó él la frase por mí.

“Y mañana volveré a Al-Andalus en tanto no te haya convencido de que mi padre fue asesinado y de que te puedo ayudar a descubrir lo que ha pasado con Josu”, le propuse.

Por primera vez parecía querer escucharme. Me imagino que pensaba que yo no iba a poder demostrarle nada y que, con suerte, me perdería de vista para el resto de sus días.

“Pero...” dijo Gonzalerría antes de poder decirlo yo.

“Pero antes quiero ver la pistola, el cargador, las balas y el informe de balística del proyectil que mató a mi padre”.

“Pensaba que no eras policía”.

“Y no lo soy. Pero te aseguro, que por motivos profesionales, y por la cuenta que me trae, sé de pistolas. Sobre todo si se trata de la mía como parece ser que es el caso, según me has dicho”.

Gonzalerría accedió a mis deseos de muy mala gana, pero aunque fuese obligado, yo ya había conseguido un colaborador en quien desconfiar.

Ahora lo difícil iba a ser demostrar a Gonzalerría que mi padre fue asesinado. La única ventaja que tenía para descubrirlo es que yo sí sabía que alguien había pegado un tiro en la sien a Aitor Amboto, y que algún rastro había tenido que dejar, que algún error había tenido que cometer.

Hubo un momento tenso dentro del coche en el camino de vuelta, cuando Gonzalerría sacó un teléfono móvil de su bolsillo y marcó un número. Pensé que iba a pedir ayuda para conseguir mi inmediata detención y me preparé para agredirle aun corriendo el riesgo de que nos estrelláramos.

“Aquí Gonzalerría”, dijo al terminal “De la Brigada de Legitimación, que alguien me espere en el Centro Logístico y de Tecnología, en balística, dentro de media hora”, su tono de voz no dio ninguna opción a réplica y colgó.

Me volví a relajar, y para disimular mi reacción le pregunté, “¿Tenéis buena cobertura?”

“Dentro de Euskadi los móviles funcionan perfectamente, pero no se puede llamar fuera. Son de Euskaltel”.

“Y la Marca Global Vodafonica no quiere saber nada de vosotros, me imagino”

“Me imagino que imaginas bien”.

“Por lo menos eso tenéis. En Al-Andalus las telecomunicaciones son un desastre. Dentro de las ciudades de Toledo y Valencia más o menos funcionan, pero para de contar y es que Vodafonica tampoco quiere saber nada de las ciudades estas.”

“¡Qué pena me dais!”, dijo queriendo decir realmente que los problemas de cobertura de los móviles en Al-Andalus no le importaban en absoluto y que me callase. Que fue lo que hice.

El viaje de vuelta lo hicimos por Murgia atravesando los empinados pinares de las carreteras secundarias que habían caído en desuso. Sorteando baches, en un momento dado, nos vimos casi deslumbrados por las luces de lo que parecía una moderna planta en pleno rendimiento a pesar de la hora. En Al-Andalus hacía tiempo que no existían los tres turnos en las fábricas, por lo que la situación me llamó la atención. Era curiosa también la seguridad que existía en torno a aquel polígono con vallas electrificadas, circuitos cerrados de televisión y focos cada pocos metros. Incluso en mis mejores tiempos me lo hubiese pensado dos veces antes de decidir adentrarme ilegalmente en un sitio así. Hubiese sido ilógico no preguntar a Gonzalerría qué era todo aquello, además la curiosidad me podía.

“¿Y esto?” señalé las luces y la fábrica. “Aquí se investigan los transgénicos”, contestó Gonzalerría. Una contestación que tanto a efectos míos como suyos cerraba la conversación por nuestra falta absoluta de conocimientos sobre la materia.