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Bilbao-17 de junio del año 2045-21:00 horas.

Como aserción personal, cogí los dos micrófonos-escucha que había descubierto con anterioridad y los eché por la taza del water. Alguien vendría a vernos más pronto que tarde y no sabía quién sería. Podía ser Goitiandía, Ibon Ezpeleta, el jefe de Gonzalerría o incluso el propio lehendakari. Había descartado a Delaría, no como sospechoso pero sí como alguien capaz de conseguir mi arresto domiciliario y al doctor Izaro, a quien todavía no había tenido el placer de conocer. La gravedad de nuestra situación y las posibilidades de salvar a Josu dependían de quién fuese esa persona. Mi hermana, Itziar, abrió la puerta y entró. Suspiré aliviado.

Debí haber esperado un poco y haberle dejado hablar a ella primero, tal como me dijo Cintia más tarde. “Te tenías que haber fijado en su lenguaje corporal”, me explicó. Por lenguaje corporal entiendo que se refería a la brusquedad con la cual mi hermana abrió la puerta y la forma en que se plantó delante de mí con cara de pocos amigos. “Debías haber visto su enfado y haberle dejado soltar todos los sentimientos de furia que llevaba dentro, una vez hecho esto, seguro que hubiese sido más receptiva a tus peticiones”. En cualquier caso me obligó a dar un paso atrás para decirle que detuviesen a Delaría y al doctor Izaro de inmediato y que aplazasen la ejecución de Irati.

“No te quedes parada”, le ordené. “Llama a quien corresponda y que una patrulla de la Ertzaintza detenga a esos dos. Después avisa al lehendakari para que aplace la ejecución, sé que los motivos de Irati para ir armado eran lo suficientemente poderosos como para que se le indulte”. Su mirada furibunda ganaba en intensidad y debía haber servido para avisarme de lo que se me venía encima.

“¿Quién coño te crees que eres?”, me preguntó, o más bien me insultó. “Apareces por aquí y piensas que porque a ti te parece bien se pueden hacer excepciones con una de las principales leyes del país. Metes las narices en no sé qué historia de cuadros robados, que resultan no serlo, y consigues que Delaría, un hombre con influencias y con bastante relevancia social, se queje de ti. Y todo porque se ha casado con tu antigua novia. Si estás celoso, te jodes. Desde luego que no voy a hacer el ridículo haciendo que le detengan porque mi hermanito haya decidido que le tiene que dar una lección, y demostrar a su bien amada Nuria que se equivocó de hombre”.

Intenté interrumpirla, pero hubiese sido más fácil comprar una camiseta sin logotipo en la zona de las Marcas Globales.

“Pero eso no es lo peor”, continuó. “A fin de cuentas eso se te puede perdonar. Todos sabemos ser generosos y excusar los actos cometidos bajo la influencia del amor, o algo parecido, aunque a me costaría hacerlo ver. No tienes derecho a pedir nada ni a exigir nada que no sea un salvoconducto para salir de Euskadi, y te aseguro que conseguírtelo me va a hacer deber favores a todo el Comité de la República. Tus tonterías me tienen sin cuidado, y tus deseos de salvar la vida de una persona que se ha ganado su ejecución a pulso, también”.

Aunque no estaba de acuerdo con sus acusaciones, entendía que bajo su punto de vista era posible dar esa interpretación a mis acciones, pero me preocupaba que estuviese dispuesta a perdonarme y que siguiese furibunda. Claramente me hacía responsable de algo mucho más grave.

“Lo que no estoy dispuesta a perdonarte es el tener que ver el cadáver de un amigo con el cuello roto. Asesinado”, me dijo mirándome a los ojos para ver mi reacción. Como no sabía de quién ni de qué me estaba hablando, no creo que viese mucho.

“Para descubrir al poco tiempo que mi hermano había estado preguntando por él y que se estaba dedicando a destruir o a registrar su despacho, no lo sé muy bien. No pongas cara de imbécil. ¡Imbécil! Alguien ha asesinado al doctor David Izaro y el principal sospechoso eres tú”.

Si quería impactarme con esa noticia, lo consiguió.

Aunque el doctor Izaro se mereciese una muerte violenta y súbita, yo no le había asesinado y empecé a protestar por mi inocencia. Itziar no quiso escucharme y siguió con su discurso.

“No quiero oírte decir nada. Soy tu hermana y únicamente para acallar mi conciencia voy a creer en tu inocencia; haré todo lo posible para que puedas irte mañana, hasta entonces permanecerás aquí sin moverte. Mis dos escoltas se quedarán ahí fuera para que no tengas la tentación de salir. Adiós y que tengas una buena vida”.

No pareció decir esta última frase con demasiado convencimiento, y antes de que yo pudiese abrir la boca se giró hacia la puerta para marcharse.

“Yo también te deseo una buena y larga vida”, le dije, poniendo el énfasis en la palabra “larga” para remarcar que ella la había omitido, pero no se dio la vuelta ni por eso.

“¿Y Josu Irati?”. Era la primera vez que Cintia abría la boca. Itziar ni se dignó en dirigirse a ella, me volvió a mirar y recuperando la intensidad que parecía haber perdido al despedirse me dijo, “Ampliaré tu salvoconducto para que incluya a una hembra del percentil genético mínimo. No queremos la influencia de su capacidad reproductiva en Euskadi”.

No la podía dejar irse de rositas y ese comentario seguramente me afectó más a mí que a la propia Cintia. No. Nuestra conversación fraternal no se había terminado todavía.

Saqué la pistola de su cartuchera y tirando del cerrojo metí una bala en la recámara para, con el mismo movimiento, encañonar a mi hermana.

No sé, ni lo sabré nunca, qué le causó más estupor, si el verse en peligro de muerte por un arma de fuego, por la existencia de la pistola propiamente dicha o por las consecuencias que podría acarrearme su posesión. Al menos había conseguido atraer su atención. Ahora era mi turno, Itziar me iba a escuchar por las buenas o, más probablemente dadas las circunstancias, por las malas.

“Con vosotros dos solos bastaría para escribir un estudio en profundidad sobre la psicología de las relaciones entre hermanos”, me dijo Cintia en un momento más relajado. “Hubo un momento en que parecía estar de extra en una tragedia griega. Sólo faltaba que apareciese por allí el espectro de vuestro padre”.

“Aita fue asesinado”, le dije una vez que se sentó para escucharme. Su reacción fue la que esperaba; no me creyó.

“Me mandó un mensaje diciendo que corría peligro y al poco tiempo me informaron de su muerte de forma oficial”.

Mis palabras no le generaron el menor interés, pero con una pistola apuntándole no tenía más remedio que escuchar y ver cómo se desarrollaba la situación que, como pocas veces en su vida, estaba fuera de su control. Me preguntó por la manera en que mi padre se comunicaba conmigo, no le hablé de las palomas mensajeras, no era necesario para que siguiese mis explicaciones, y mis años en la clandestinidad me dijeron que solamente la información necesaria debía ser transmitida. Además no quería comprometer esa línea de comunicación para el futuro, porque nunca se sabe. Como el que tenía la pistola era yo, tampoco pudo Itziar exigir más detalles.

“Yo fui la primera persona en ver el cadáver”, dijo, “y tenía la pistola humeante en su mano y un disparo en la sien. Lo vi con mis propios ojos antes de que llegase nadie y pudiese cambiar nada”. En un momento dado Itziar empezó a utilizar, mostrando cierta consideración hacia mí, los argumentos que ya había escuchado de Gonzalerría: que estaba intentando escapar de la realidad, que era difícil aceptar el suicidio de un ser querido y que no debía sentirme culpable. En cierto modo le agradecí ese pequeño rasgo de humanidad en su intento de excusar lo que podía parecerle a ella una obsesión por mi parte.

“Todo esto está muy bien. Pero lo cierto es que aita fue asesinado y te lo voy a demostrar”, le dije. A partir de ese momento le conté nuestra visita al laboratorio de balística, la identificación de la Glock como el arma del crimen y la falta de huellas dactilares en las balas de la recámara. También le hablé de la elección de Gonzalerría para llevar a cabo la investigación inicial, alguien básicamente honrado pero incapaz de ver más allá de lo que le ponían delante de las narices, y de los motivos por los cuales nadie oyó, o dijo no oír, los disparos.

“El disparo, querrás decir”.

“No. Hubo dos disparos”, le aclaré y empecé a hacerle la demostración de cómo había actuado el asesino. Finalmente abrí la ventana y le tendí los prismáticos de Gonzalerría para que pudiera ver ella misma la prueba definitiva: el impacto de bala en la fachada del edificio de enfrente.

Guardé la pequeña Walter, ya no me hacía falta amenazar a Itziar, la había convencido y estaba abandonando su postura de oyente reticente y pasivo para involucrarse en el deseo de llegar a comprender toda la situación.

“Me has explicado la forma, pero no me has contado los motivos ni me has dicho quiénes son los responsables”.

“Por eso quería que detuvieses a Delaría y al doctor Izaro, estúpida”, pensé antes de exponerle mi última teoría, que esperaba fuese más acertada que las anteriores.

“No volví a Euskadi para el funeral de nuestro padre”, le dije. “Le quería, sí, pero ya estaba muerto y no creo que mi ausencia le hubiese importado. Tampoco regresé para buscar a su asesino, al que desde luego quiero que se capture y condene, pero los asuntos de vuestra república hace tiempo que dejé de considerarlos como propios”. Realmente sentía lo que estaba diciendo y más aún lo que revelé a continuación.

“Siento gratitud hacia las ciudades estado de Al-Andalus, pues me recibieron con los brazos abiertos como han recibido a tanta gente, e intento corresponderles con mi trabajo de Hombre Bueno. Económicamente son un desastre, carecen de casi todo debido a su rechazo a las Marcas Globales, y hay momentos en los cuales pasan hambre, sin embargo intentan ayudarse los unos a los otros. El apoyo de la familia a todos sus miembros se ha expandido y ahora son todos los habitantes del pueblo quienes colaboran entre ellos de la misma forma en que, con más o menos organización, las ciudades vuelven a funcionar en base a un sentido de la solidaridad difícil de explicar. Te cuento esto para que entiendas lo que sentí cuando empezaron a desaparecer aquellos niños”.

No quiero volver a escuchar nunca jamás las palabras de incertidumbre, temor y desesperación de un padre o una madre que desconoce el paradero de su hijo. La mayor parte del tiempo casi se olvidan de quiénes son y de dónde están, sólo saben pensar en el desaparecido. A veces se llenan de esperanza y creen que aparecerán por la puerta en unos minutos para luego preguntarse si estarán sufriendo todo tipo de desgracias. Algo parecido intuí ver en Cintia cuando no sabíamos aún el paradero de Josu, pero tratándose de niños era aún peor, no quería imaginarme en qué estado se hubiese encontrado si en vez de Josu la desaparecida hubiese sido Begoña, su hija.

Durante aquellos días en que entrevistamos a aquellas familias, intentaba no pensar en la situación de los niños. Bastantes problemas tenía con mantener la cabeza fría viendo el desmorono emocional de los padres.

“Fue Pepe Manzano, otro Hombre Bueno y supuestamente mi enemigo natural por ser ex-capitán de la ahora inexistente Guardia Civil, quien empezó a sospechar de que se trataba de secuestros organizados y sistematizados. Era como si una nueva especie de negreros capturaran a estos niños como si de animales se tratase, como si para aquellos bárbaros hubiesen perdido su condición de personas. Empezamos a investigar sobre su posible destino y envié un mensaje a nuestro padre para ver si podíamos descartar a la República de Euskadi como punto de llegada de los desaparecidos. En su respuesta no me dijo a ciencia cierta que los niños recababan aquí, pero sí me comunicó que su propia vida corría peligro, sin especificar las razones. Cuando murió se me dio la oportunidad perfecta para volver aquí y confirmar nuestras sospechas o descartarlas para siempre. Como ya te he dicho no me fue difícil comprobar que había sido asesinado, pero tampoco estaba seguro de que su muerte estuviese relacionada con los secuestros. Por desgracia, me confundí de liebre y empecé a perseguir la venta de un cuadro robado del Guggenheim como posible motivo para su asesinato. En ese punto te doy la razón, reconociéndote que mis deseos de ver a Delaría involucrado en algo turbio me cegaron y tardé demasiado tiempo en rectificar”.

“Ahórrate la auto-flagelación y sigue con la historia”, me ordenó Itziar.

“Asumí que Josu Irati estaba vigilando e investigando las idas y venidas de aita y una vez más me equivoqué. Josu no estaba investigando a Aitor Amboto, estaba investigando con él, y algo habían descubierto. Josu, al enterarse de la muerte de nuestro padre, supo que había sido asesinado pero desconocía la autoría del crimen. Era consciente únicamente de que se habían enfrentado a alguien muy poderoso que no tenía reparos en ejecutar soluciones drásticas. Fue entonces cuando decidió desaparecer del mapa y conseguir un arma a pesar de las consecuencias que esto le podría acarrear, para continuar con su investigación. Me imagino que pensaba que si era capaz de desentrañar toda la trama y desenmascarar a los culpables para entregarlos a la justicia, se encontraría fuera de peligro”.

“Ahora me vas a decir que tú has conseguido descubrir a los culpables”, me dijo Itziar con ironía.

“Lo hubiese hecho si hubiese conseguido estar con el doctor Izaro a solas durante media hora”.

“¿Por eso fue asesinado?”.

“Me temo que sí”.

“Nunca dejará de sorprenderme la importancia que eres capaz de darte”, dijo en tono jocoso y yo me limité a hacer caso omiso de este comentario. “En cualquier caso, ¿De dónde sale el nombre de David Izaro en todo este cuento?”.

“De Al-Andalus. Pepe Manzano capturó a uno de los secuestradores y le hizo hablar, dijo que entregaban a los niños a tu amigo el doctor, que en paz descanse el muy hijo de puta”.

“¿Estás seguro que no se podían haber inventado el nombre?”.

“No”, dije con toda firmeza.

Pepe Manzano sabía muy bien cómo obtener información veraz de sus prisioneros cuando las circunstancias lo requerían.

“Y para ti eso era suficiente. La confesión de un criminal desesperado a cientos del kilómetros de distancia te sirvió para matar a David a sangre fría de acuerdo con tu singular y viciado sentido de la justicia”.

No me esperaba ese comentario y aunque parecía tener cierta lógica, era rotundamente falso. “Te dije que no llegué a verle. Le estaba buscando cuando me detuvieron para traerme aquí”. No sé si me creyó del todo pero mi respuesta pareció aliviarla momentáneamente.

“Sin embargo te puedo demostrar que Izaro tenía mucho que ver en todo esto, y Delaría también. Todo es cuestión de fechas”.

Saqué de mi bolsillo los gráficos que había cogido del despacho del doctor y se lo enseñé a mi hermana, que diligentemente los estudió.

“¿Sabes lo que es esto?”, le pregunté.

“Ni idea, pero estoy segura de que me lo vas a decir”.

“En realidad yo tampoco sé exactamente lo que representan”.

“Entonces, ¿Para qué me los enseñas?”.

“Mira la parte de arriba, primero está escrita una referencia: Lote A-1 y así hasta el Lote A-4; después vemos que empieza el lote B, que está compuesto de otros cuatro elementos”.

“¿Y qué? Es un sistema de referencias como otro cualquiera”.

“Ahora fíjate en las fechas de entrada. Todos los componentes del lote A entraron el mismo día y lo mismo ocurrió con el resto de los lotes”.

“Tiene su lógica que los componentes de cada lote entren el mismo día”, dijo Itziar en su tono más razonable.

“De acuerdo, pero ahora mira la línea siguiente, donde pone fecha de nacimiento”.

Yo ya había estudiado esos datos con anterioridad y la horquilla de fechas estaba situada entre el quince de enero de 2031 y el tres de noviembre de 2034. Todos los niños que habían desaparecido de Al-Andalus tenían entre once y trece años. Aquellos gráficos se referían a ellos.

Itziar también llegó a la misma conclusión y tragó saliva, incapaz de mirarme a los ojos; su amigo el doctor Izaro había estado llevando a cabo sus experimentos con cobayas humanas. En la mayoría de aquellas hojas había una tercera fecha, la del día en que murieron. Con los documentos en la mano, por fin se decidió a levantar la mirada, pero fue incapaz de hacerme ninguna pregunta.

“¿Entiendes ahora por qué quería interrogar a Izaro? Es un asesino, pero no actuaba sólo y, en lo que me concierne, todas y cada una de las personas relacionadas con este asunto merecen tener el mismo final que él”.

“¿Piensas que nuestro padre fue asesinado a causa de esto?”.

“Estoy seguro. Como estoy igual de convencido de que Josu Irati está esperando a que le peguen un tiro en la nuca por el mismo motivo, y de que Izaro fue asesinado para callarle para siempre”, le contesté. “Tienes que impedir que ejecuten a Josu hasta que esto se aclare y detener e interrogar a Delaría inmediatamente. Él es el hilo del que tenemos que tirar”.

“¿Delaría? ¿Por qué vuelve a aparecer otra vez? Hasta ahora me estás convenciendo. No la cagues al intentar cargarle el mochuelo. No mezcles tus sentimientos en esto”, al decir esto me tranquilicé bastante. Itziar hablaba con la firmeza de alguien que ya había tomado una decisión y no quería que la desviasen de su objetivo por intereses personales tangenciales. No es que me estuviese empecinando con Delaría, pero era la única persona que me quedaba como posible sospechoso y tenía motivos para pensar así. En primer lugar, y haciendo esa pequeña concesión a mi hermana, el personaje me caía extremadamente mal; no tenía escrúpulos que le frenasen en su avidez de riqueza y poder, y, además, se había casado con Nuria. Pero eso no era suficiente. También se encontraba en una curiosa posición de privilegio como enlace entre la República de Euskadi y el resto del mundo lo que le había facilitado una serie de contactos inalcanzables y desconocidos para el resto de los ciudadanos, incluidos sus gobernantes. Si no era Delaría, alguien como él debía existir, y no creo que hubiese muchos posibles candidatos para hacer factible toda la operación y conseguir actuar fuera de Euskadi. Posiblemente nada de esto hubiese sido suficiente para demostrar su colaboración con el doctor Izaro, pero sí servía para hacerme pensar que Delaría era capaz, como persona, de embarcarse en una aventura de este tipo si tenía algo que ganar y, más importante aún, que tenía los conocimientos y contactos para hacerla posible.

Le había dado muchas vueltas a todo lo ocurrido en los últimos días y había conseguido encajar casi todas las piezas, a pesar de los errores que había llegado a cometer en todas mis teorías previas.

El desencadenante de los últimos acontecimientos había sido la captura del secuestrador en Al-Andalus y más importante aún la obtención del nombre de David Izaro. Las únicas personas que lo habían oído de mi boca eran Delaría y Goitiandía por un lado, y Gonzalerría por el otro, y, a pesar del comentario de mi hermana, estaba convencido de que fue la utilización de su nombre por mi parte la causa directa de su asesinato.

Era fácil descartar a Gonzalerría de la ecuación, no necesariamente por su amistad con Josu, ni por la curiosa relación que se había formado entre nosotros, ni siquiera por su falta de recursos intelectuales, sino por el entusiasmo con el que había registrado el despacho del doctor. Si le quería proteger, difícilmente me hubiese hecho accesibles todos aquellos documentos, que, a fin de cuentas, fueron los que me hicieron destapar su relación con los niños desaparecidos. De momento Gonzalerría seguía en el bando de los ángeles.

Goitiandía, por su parte, había intentado sonsacarme más información acerca de mi interés por el doctor Izaro, pero creo que formaba parte de la paranoia que mantiene con el mundo en general y conmigo en particular. Además mostró cierta admiración por el trabajo del doctor como pieza fundamental para la consecución de un pueblo euskaldún genéticamente puro. Goitiandía no bromeaba con esas cosas y difícilmente sacrificaría a la mente científica que había hecho posible y que, seguramente, seguiría colaborando en su visionario objetivo para la República de Euskadi.

El culpable tenía que ser Delaría, y no simplemente porque los otros dos estaban descartados, sino porque él supo en el momento en que mencioné el nombre del doctor que había obtenido mi información de Al-Andalus.

No sé exactamente cuánto tarda una paloma mensajera en hacer el trayecto desde Toledo a Loiola, ni cuánto tiempo estuvo esperando en el desván del convento hasta que leí el contenido de su carga, pero no sería muy distinto al tiempo transcurrido entre la captura del secuestrador y la recepción de esa noticia en Euskadi, a través del método que fuese. Es más, estoy convencido de que tardó un día menos. Mi gran error fue causado por la cortina de humo que generó nuestra investigación de las obras de arte y que nos impidió ver lo que estaba pasando delante de nuestros ojos.

Mientras Cintia vigilaba a Delaría en sus oficinas, algo ocurrió que le hizo dirigirse urgentemente y mostrando un gran nerviosismo al antiguo Hospital de Basurto, y no fui capaz de darle mayor importancia. Era ridículo pensar que la venta de un cuadro tuviese algo que ver con la Consejería de Salud Pública.

Ahora estoy convencido de que Delaría se enteró de la captura del secuestrador en ese momento, y que, desconfiando de que sus teléfonos no estuviesen intervenidos, fue a informar al doctor Izaro en persona para prevenirle de la situación. Al ver que Cintia le vigilaba cerca del hospital, asumió, correctamente, que tenía algo que ver con su marido Josu, pero, incorrectamente, que supiese de su relación con el doctor Izaro.

“Su decisión fue contundente, le tendió la trampa para matarla, no me cabe la menor duda”, dije mirando a Cintia, que no parecía demasiado afectada por el peligro que había corrido. Durante el tiempo que duró mi relato, mi hermana no se movió del asiento, casi no cambió de postura y me escuchó mientras daba vueltas en su mente a todas las alternativas que aquella información le ofrecía para actuar. “Como no me cabe la menor duda de que mandó asesinar al doctor Izaro. Era la única persona que sabía de dónde obtenían a los niños por un lado, y los experimentos a los que se les sometían por el otro. Sólo él podía vincular a Delaría con sus contactos en Al-Andalus y el asesinato sistematizado de los niños secuestrados. Con su muerte existiría una banda de secuestradores, criminales todos ellos, por un lado, y un grupo de científicos, igual de criminales por el otro, pero sin un nexo de unión entre ellos”.

Terminé de hablar y, sin decir nada, Itziar se levantó y, muy seria, me dijo, “Ordenaré que detengan a Delaría inmediatamente. También intentaré que aplacen la ejecución de Irati”.

Estuve a punto de abalanzarme sobre ella para abrazarla, pero el semblante distante de su cara me lo impidió. Sin embargo, sentí que se me quitaba un gran peso de encima: había conseguido convencerla, a partir de ese momento los pesados engranajes del estado empezarían a funcionar en nuestro favor.

“Dejaré a dos policías en el descansillo. Estarán allí para evitar tu salida, pero sobre todo para protegerte. No se moverán de su puesto, ni dejarán pasar a nadie”. No utilizó ningún formulismo afectuoso para despedirse. Tampoco me extrañó. Cintia me sonrió con satisfacción. Lo habíamos conseguido: Josu se salvaría y sería puesto en libertad, las desapariciones en Al-Andalus cesarían de inmediato y sus responsables serían castigados junto al asesino de mi padre. Todo estaba bien en el mejor de los mundos posibles. Sólo teníamos que esperar y todo se resolvería.

Únicamente me extrañó que mi hermana no me hubiese requisado la pistola, quizá intuía que la tendría que utilizar. Como así fue.