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Gernika-18 de junio del año 2045-19:00 horas.

En un país donde los automóviles brillan por su ausencia y la ciudadanía en general se desplaza en bicicleta o andando, es normal que no existan estaciones de servicio. No era mi intención, pero tuve que hacer esperar al Comité de la República de Euskadi reunido en sesión especial porque nos quedamos sin gasolina. Ni Cintia ni yo sabíamos cuál era el procedimiento a seguir para llenar el depósito ni a dónde debíamos dirigirnos para hacerlo, y no nos quedó más remedio que apurar el depósito hasta que el ronroneo del motor se convirtió en una especie de jadeo antes de dar su último suspiro y pararse a unos diez kilómetros de Gernika. Como no podía ser de otra manera, me cagué en Ferrari, en Rolls, en la compañía petrolífera Texashell, en la inexistencia de gasolineras y en su puta madre. Tuvimos que subirnos a dos bicicletas, agradeciendo la extensa red de aparcamientos de éstas que seguramente estaban ubicados donde antes había estaciones de servicio, y empezar a pedalear para subir por las rampas empinadas que nos separaban de nuestro destino. Para facilitar nuestra tarea, cayeron unas tímidas y pequeñas gotas que rápidamente se convirtieron en una tormenta en toda regla, lo que justificaba plenamente los improperios que lancé esta vez contra las bicicletas, la lluvia, las cuestas y la madre que las parió a todas ellas. Claro que me tuve que callar con cierta rapidez porque me estaba quedando sin resuello.

No solamente llegué tarde, sino empapado, cabreado y sin aliento a mi cita en la Casa de Juntas al lado del árbol centenario de Gernika. A la hora de buscar la ubicación del centro de toma de todas las decisiones políticas de Euskadi, y considerando la importancia que los miembros del Comité daban a la simbología y búsqueda de iconos euskaldunes, era obvio que sus reuniones sólo se podrían efectuar allí. Gernika y su árbol representaban la antigüedad de la raza, su idiosincrasia foral desde la época de los Reyes Católicos españoles, la soberanía de sus líderes, la justicia de sus leyes y seguramente muchas más cosas que los niños de las ikastolas sabrían recitar de carrerilla. Según subía las escaleras en mi lamentable estado, empezaba a sentir calambres en los gemelos como reacción a mi inusual esfuerzo físico. No era capaz de apreciar el peso de la tradición de aquel lugar.

Los ertzainas uniformados de gala que estaban de guarda impidieron el paso a Cintia y, a pesar de lo beligerante que me sentía, no creí conveniente enzarzarme con ellos en una estéril discusión sobre los distintos tipos de percentiles de pureza racial. Cintia me esperaría a la salida.

Hacía tiempo que no me dejaba intimidar por las puestas en escena, había sido el centro de demasiadas de ellas, pero aquélla había sido diseñada por profesionales para que alguien que entrase allí por primera vez, como yo en aquel instante, fuese presa del miedo escénico. Era una sala alargada, de techos altos y abovedados, donde estaba pintado un gran fresco representativo de la grandeza del país. Allí estaba todo, desde el Aitor mítico de los inicios de la Historia hasta el Guggenheim dramática y exageradamente en llamas, desde los balleneros divisando Terranova y Elcano circunnavegando el mundo, al pelotari en su plástico movimiento. El resto era un espacio vacío, sin cuadros en las paredes ni otros objetivos decorativos que desviasen la atención de la mesa que estaba emplazada al fondo. Tenía forma de T, con su brazo superior elevado sobre una tarima, allí se sentaban los miembros del Comité mirando hacia abajo con la superioridad psicológica que ello conlleva a los posibles personajes que se sentasen a lo largo del brazo más largo para hacer sus peticiones, expresar sus datos, excusarse o simplemente humillarse.

Me estaban esperando y por sus caras quedaba patente que no estaban acostumbrados a ello, también estaba claro que yo sería la única persona que estaría en aquella sala aparte de ellos, puesto que sólo había una silla, situada en el extremo de la mesa más alejado, a unos veinte metros de distancia. Ni qué decir tiene que estaba libre y no pedí permiso para sentarme en ella.

Si querían intimidarme lo estaban consiguiendo, si querían que me sintiese incómodo su éxito era incuestionable. Por un lado, estaba obligado a mirar hacia arriba forzando a que mi cuello tomase una postura poco natural y, dada la distancia que nos separaba y la calculada falta de micrófonos delante de mí, tendría que levantar la voz para que me oyesen con facilidad. Por otra parte, ellos se dirigirían a mí desde su altura, únicamente bajando la mirada, y seguramente sin subir su tono de voz, puesto que entre ellos no tendrían problemas en escucharse, obligándome a hacer un esfuerzo adicional. Curiosamente fue el fresco pintado en la bóveda lo que me inspiró, dándome un soplo de valor, y no fue por la grandeza que representaban sus imágenes ni por la gallardía que destilaban sus heroicos personajes, sino por todo lo contrario. Me vino a la mente el techo de la Capilla Sixtina con la creación del hombre, sus profetas, sibilas, la Virgen, pecadores y ángeles, y, sin pararme a pensar si aquello reflejaba la grandeza de Dios o de la Humanidad, era consciente de que, por comparación, el techo de la Casa de Juntas no era más que una serie de viñetas propagandísticas incapaces de elevar, o por lo menos conmover, el espíritu de un hombre. De la misma forma, por asociación de ideas, aquellos hombres sentados enfrente de mí aparentemente dotados de la capacidad para gobernar y juzgar con la autoridad e inteligencia que se les supone, no eran más que unos personajes corrientes que tenían que recurrir a un altillo para hacerse creer superiores y joderme. Pero me era cada vez más aparente, a pesar de las circunstancias, que quien les iba a joder era yo a ellos, o, al menos, a alguno de ellos.

De los siete, todos o casi todos me eran conocidos en mayor o menor grado. El lehendakari estaba sentado directamente delante de mí, a su derecha estaban Goitiandía, mi viejo y paranoico amigo o enemigo, dependiendo de las circunstancias, y mi hermana Itziar que en ese momento estaba hablando al oído de Begoña Azua, la consejera de Salud Pública, alguien con quien yo había coincidido pero a quien no conocía más allá de los educados saludos de rigor. A la izquierda del lehendakari se sentaba Ibon Ezpeleta, cuyos propósitos seguían inquietándome, el Consejero de Información, que me había convertido hacía años en un héroe y que ahora me miraba con mala cara por haberme aprovechado de su política mediática en mi actuación con los perros y el Consejero de Propiedad Publica, el jefe de Delaría, a quien no tenía el gusto de conocer.

Según los estudiaba, me vino a la cabeza el comentario de Gonzalerría en el cementerio durante el entierro de mi padre. Creo que me había dicho que mis amigos eran los más débiles, y entendí que quería decir que eran los que menos influencia tenían en aquel grupo, y también que el lehendakari estaba al borde de la senectud. Algunos de los allí presentes querían verme desaparecer, a poder ser para siempre, otros deseaban utilizarme, y un tercer grupo, formado por los más ingenuos, pensaban que estaban allí para hacerme un juicio sumarísimo. Oí como se cerraban las puertas a mis espaldas. Goitiandía no se anduvo por las ramas: pidió mi ejecución en un plazo de veinticuatro horas por posesión de armas de fuego. Su postura no me extrañó en absoluto, como tampoco lo hicieron sus argumentos, que fueron exactamente los mismos que utilizó para justificarme la muerte de Josu Irati. Por otro lado, encontré a un curioso defensor de mi vida, se trataba de Joseba Ugalde, el Consejero de Información, cuya máxima preocupación era los efectos que mi desaparición o muerte pudiesen tener en la población. No le debía llenar de entusiasmo el tener que bajar del pedestal y arrastrar por el fango al héroe que, en gran parte, él había creado con mi persona para hacer más aceptable mi ejecución con un tiro en la nuca. Defendió la necesidad de mantenerme con vida simplemente como pragmatismo político, sin darme demasiada, por no decir ninguna, importancia como ser humano. Para Ugalde, yo era simplemente un problema más dentro de la gestión de comunicación, de la cual él era responsable, y trataba mi situación como tal: le era más conveniente mantenerme con vida para que la imagen del Comité no se resintiese. En caso contrario tampoco hubiese tenido ningún reparo en argumentar en mi contra y recomendar mi muerte. No me caía simpático, ni siquiera sentí agradecimiento por su actitud, pero al menos alguien estaba hablando en mi favor.

En poco tiempo los argumentos se empezaron a repetir, con mi hermana y Ezpeleta manteniéndose al margen, sin revelar sus pensamientos y el lehendakari sólo tomando la palabra para controlar aquel debate, debate que no se iba a resolver por sí sólo. Decidí tomar cartas en el asunto, a fin de cuentas estaban discutiendo sobre mi vida, o mi muerte, depende de cómo se mirara, y sentía que tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Además la discusión se estaba volviendo aburrida y su temática muy limitada.

“¿Con qué castigo está penalizado el asesinato?”, pregunté sin que nadie me hiciese caso, en parte porque no me oyeron al estar tan alejados de mí, y en parte porque mi presencia, de forma estudiada o casual, estaba siendo ignorada. Estaba pensando en sacar la pistola y pegar un tiro al techo para llamar la atención, algo que seguramente hubiese conseguido, cuando el lehendakari pidió silencio y me dio la palabra.

“¿Con qué castigo está penalizado el asesinato?”, volví a lanzar la pregunta a la mesa elevando la voz. Asumiendo su función como Juez Superior, contestó mi hermana, “En los casos más graves, donde no existan duda alguna ni atenuantes, el asesinato conlleva la pena capital”.

“En ese caso, y para que el verdugo no se vaya de vacío, creo que hay por lo menos un asesino suelto a quien se debe juzgar”.

Sin dar oportunidad a que alguno de los presentes pudiese cuestionar mi derecho a hablar y exigir que me callase, Ibon Ezpeleta habló por primera vez, requiriendo que me explicase.

“Han desaparecido veinticuatro niños de Al-Andalus y han sido asesinados en Euskadi”.

“¿Por quién?, preguntó Ezpeleta.

“Directamente por el doctor David Izaro”, contesté. Goitiandía se puso en pie violentamente impidiéndome continuar con mis acusaciones.

“Es intolerable que un gángster y un pistolero se dedique a mancillar el nombre y el honor de uno de nuestros más eminentes científicos y gran patriota, sabiendo que no se puede defender”.

“Efectivamente, no se puede defender porque ha sido asesinado”, volví a la carga. “Por lo tanto, también debemos buscar a, por lo menos, otra persona que se dedica a matar. Pero volvamos al Doctor Izaro...”.

“No podemos dejarnos embaucar por este...”, no se le ocurrió nada apropiado para llamarme, de modo que Goitiandía acabó diciendo, “... por este... este... Bolto”, que no supe muy bien cómo interpretar.

“El doctor Izaro era el responsable de secuestrar niños en Al-Andalus y de utilizarlos para sus experimentos, como cobayas humanos”.

“¿Para qué?”, preguntó el Consejero de Propiedad Publica en un tono de voz que indicaba que no entendía cómo nadie podría hacer tal cosa. Era el primer rastro de humanidad que veía en aquella mesa, y solamente por ese hecho me agradó aquel personaje gris. Pero por eso mismo también me dio la sensación de que era la única persona allí presente que no tenía ni idea de lo que estaba pasando en aquella sala. Por mi parte, yo me estaba empezando a enterar.

“Para mantener y proteger la diferencia genética de la raza vasca”, contesté, deseando que Cintia hubiese estado allí para analizar la reacción y lenguaje corporal de mis interlocutores al escuchar mis palabras. Sobre todo el de aquéllos que se obligaron a no reaccionar. Y de perdidos al río, pensé antes de añadir mi primera conclusión.

“Dado que el doctor hubiese sido incapaz por sí sólo de montar un operativo semejante, y en consideración al enfoque de su investigación, no me cabe la menor duda de que tenía uno o más cómplices relevantes, uno de los cuales está sentado en esa mesa”, les señalé a todos con el dedo.

“Espero que tengas pruebas para tus acusaciones. En caso contrario, no creo que a nadie le preocupe demasiado el revuelo popular que se genere después de tu ejecución”, el lehendakari podía haber hecho este comentario más alto pero no más claro, pero yo estaba demasiado ocupado con mis argumentos como para dejarme distraer por la imagen visual del cañón de una pistola apoyada sobre la nuca.

“Tengo pruebas de la muerte de los niños en los experimentos del doctor Izaro”, les dije poniendo encima de la mesa los gráficos procedentes de su despacho.

“¿Y nada más?”, preguntó Goitiandía.

“¿Qué más pruebas te hacen falta? El resto es pura lógica. ¿O acaso piensas que Izaro realizaría estos experimentos por su propia iniciativa? Claramente necesitaría la aprobación, incluso el apoyo ideológico de uno de vosotros. Sin hablar del soporte logístico...”.

“Date por ejecutado, Bolto”, sentenció Goitiandía. “No tienes ninguna prueba de ningún tipo que puedas utilizar para vincular a uno de nosotros con Izaro. Es más, ¿quién nos dice que sus investigaciones no sean legítimas? Izaro hizo los estudios más completos sobre nuestra raza y todas sus especificidades diferenciadoras genéticas. Todos los aquí presentes sabemos y reconocemos su importancia para la supervivencia de nuestro pueblo. Tú, Bolto, puedes estar convencido de lo que quieras, pero yo estoy convencido de que Izaro trabajaba por el bien de nuestra patria. Le acusas, y ni siquiera sabes cuál era el fin de sus experimentos. En el caso de que él pensase que necesitaba la utilización de seres procedentes de fuera para sus experimentos, seguramente estaría justificado”.

En el fondo ésa era realmente la cuestión. ¿Condenaría el Comité la investigación con seres humanos de un percentil genético inferior? ¿Lo había hecho ya? Si ése era el caso, me podía considerar hombre muerto.

“Los experimentos que dirigía el doctor Izaro eran de una importancia máxima para el futuro de la República”, Goitiandía era incansable en su discurso, “todos los aquí presentes lo sabíamos”. El panorama empezaba a ponerse bastante oscuro.

“¿Sabíais sólo que eran importantes o conocíais además cuáles eran sus objetivos?”, pregunté. El matiz era de vital importancia.

“Eran demasiado complejos y secretos para que cada uno de nosotros tuviese un conocimiento detallado de ellos”, contestó Gonzalerría, dirigiéndose más a sus colegas que a mí.

“¿Quién de vosotros conocía los detalles? ¿Tú sabías que se utilizan niños como cobayas, Goitiandía? ¿Tú sabías específicamente lo que investigaba, Goitiandía?”.

Goitiandía empezó a sonrojarse, pero él mismo se había metido en su trampa. Tenía cuatro opciones: podía confesar que estaba al corriente de todo, de los secuestros, experimentos y consecuencias de las investigaciones, podía alegar ignorancia en cuyo caso su respaldo incondicional al doctor Izaro dejaría de tener ningún valor, o podía señalar con el dedo a otro miembro del Comité haciendo recaer sobre él toda la responsabilidad. Optó por la que más se ajustaba a su forma de ser: por defenderse atacando, que suele ser una buena opción, aunque en su caso le llevó a la perdición.

“No tienes ninguna prueba que vincule a Izaro con alguien de los aquí presentes y recuerdo a los aquí presentes y también a ti, Bolto, que tu ejecución ya está decidida y estamos reunidos solamente para decidir cuándo y de qué manera tendrá lugar”.

“Izaro servía como vínculo directo entre los niños desaparecidos y uno de vosotros. Por desgracia, como sabéis, ha muerto, ha sido asesinado por alguien que quería que esa relación dejase de existir”, dije antes de que Goitiandía me interrumpiese: “¿Quién nos dice que no fuiste tú el asesino?” me espetó.

“Te lo digo yo, aunque me sería mucho más fácil convenceros de todo lo que ha pasado con Izaro aquí presente. Sin embargo, hay otra persona que también ha jugado un papel estelar en estos crímenes: Ignacio Delaría”, respondí.

El Consejero de Propiedad Publica levantó súbitamente la mirada, no mostró ninguna perplejidad. Más bien reflejó en su cara la constatación de que en algún momento una desgracia tenía que ocurrir y que finalmente había ocurrido. Por su forma de entornar los ojos, me di cuenta de que no malgastaría ni su saliva ni su prestigio en defender a su supuesto subordinado.

“Que, convenientemente, ha desaparecido”, me recordó Goitiandía con tranquilidad.

“No sin que yo hablase antes con él”, le dije.

“Y no hizo ningún comentario sobre el doctor Izaro. Yo estaba presente. ¿Recuerdas?”.

El resto de los miembros del Comité escuchaba nuestro cruce de palabras como si de un partido de ping-pong se tratase, no estando del todo seguros de entender todo lo que ocurría.

“Te equivocas. Hablé con él antes de venir aquí”.

“No es posible. No has tenido tiempo. Después del episodio de los perros estuviste retenido en la Brigada de Legitimación, y después de tu fuga no has podido encontrarle, ni retenerle contra su voluntad, ni interrogarle”. Goitiandía no se mostraba demasiado nervioso, todavía.

“Soy Bolto y no tengo porqué explicarte cómo consigo hacer ciertas cosas”, dije crípticamente, aunque seguramente le hubiese dolido más en su orgullo racial que mi cómplice, Cintia, fuese negra como un tizón.

“¿Dónde está Delaría?”.

“En un lugar secreto. A fin de cuentas es un testigo importante y no queremos que le pase nada, ¿verdad? No queremos que sea imposible encontrar el vínculo entre los secuestros y asesinatos de unos niños y un miembro de este Comité. ¿O sí?”.

“Ignacio Delaría es un cobarde”, dijo Goitiandía, “y vendería a su madre por dinero. No tiene ningún tipo de lealtad que no sea hacia su enriquecimiento personal, y diría cualquier cosa para salvar su posición”. Menos mal que eran amigos, pensé.

“Lo que me dijo tenía mucha lógica”, expliqué a todos los allí presentes. “Los grandes avances médicos de principios de siglo se consiguieron gracias a la utilización de células madre procedentes de embriones, lográndose la cura para la diabetes y varios tipos de cáncer. La investigación genética en animales y vegetales permitió la contención del hambre con los transgénicos, pero creo que poco os tengo que decir de eso, y la clonación, sin llegar a ser más que una serie de experimentos fallidos, marcó una pauta de investigación importante para el futuro. El doctor Izaro era un investigador de primer nivel con amplios conocimientos en estas materias. También, como ha dicho Goitiandía, era un euskaldún militante y convencido de la superioridad de su raza. Entre otras contribuciones suyas a la ciencia, como sabéis, están los análisis de genética que determinan los distintos percentiles de pureza vasca. En sus estudios había descubierto que durante los cambios hormonales de la adolescencia, existía una gran propensión a la aceptación de características genéticas adicionales o distintas a las heredadas por nacimiento.

Quería conseguir introducir esos cambios genéticos utilizando los cambios hormonales de la adolescencia en personas reales, quería convertir a seres humanos con un componente genético no euskaldún en gente del percentil racial superior. Sin importarle si morirían en el intento o no”. Todos me miraban en silencio, incrédulos, bueno, todos menos Goitiandía.

“Si lo hubiese conseguido, nuestra raza no desaparecería nunca, siempre existiría la posibilidad de convertir a cualquier niño en euskaldún a partir de su pubertad. Existiríamos siempre”, añadió impertérrito.

La frialdad con la que el resto de sus colegas escuchó sus palabras hizo patente mi victoria. “Lo siento, Aitor”, le dije, “Delaría también dio tu nombre como principal responsable de los experimentos del doctor Izaro”.

“¿No te dio ningún otro nombre?”, preguntó Goitiandía derrotado.

“No”.

“Entiendo”.

Por desgracia yo también entendía lo que aquello significaba.

“¿Tiene algo que añadir, Consejero de Seguridad Nacional?”, preguntó el lehendakari.

“No demasiado, únicamente que algún día, no sé si vosotros o vuestros hijos o los hijos de vuestros hijos, os arrepentiréis de no haber continuado con los experimentos de Izaro. Es muy fácil hacer demagogia y llamarle asesino de niños, pero ni él ni yo lo veíamos así. No deseábamos sus muertes y aunque éstas pudiesen ocurrir, eran un riesgo que se debía correr, un mal necesario, para obtener un procedimiento por el cual cualquier niño pudiese asumir la genética de la raza vasca en su pubertad. ¿Sois conscientes de lo que eso representaría para el futuro de nuestra patria?”. Gonzalerría hizo un último alegato, y creo que sus colegas eran precisamente demasiado conscientes de hasta dónde Goitiandía y gente como él podían llegar en su locura patriótica. Ibon Ezpeleta tomó la palabra para agradecer mi colaboración en nombre propio y del resto del Comité, me aseguró que los niños supervivientes serían devueltos a sus hogares inmediatamente y que nada de lo que Goitiandía había hecho contaba con la autorización del Comité.

“Pediremos excusas formales a las Ciudades Estado de Al-Andalus y te rogaríamos que las transmitieses en persona explicando todo lo ocurrido. No somos asesinos”. Por lo visto Ibon también quería perderme de vista, aunque, sea dicho de paso, lo transmitía de una forma aceptablemente civilizada.

“¿Qué le pasará a Goitiandía?”, pregunté.

“Es un miembro del Comité, y sólo puede ser juzgado por sus pares”, contestó mi hermana, siempre acogiéndose a la ley. “Tomaremos la decisión justa que menos perjudique al interés general de la República”. En otras palabras, llegarían a una componenda y Goitiandía recibiría un tirón de orejas. “Las discusiones pertinentes se harán a puerta cerrada y, desde luego, no contaremos con tu presencia para ello”.

“En otras palabras”, dije, “no será ejecutado”.

Nadie se molestó en contestarme y Goitiandía me sonrió. Esa sonrisa de superioridad que servía para subrayar la inmunidad que sentía, inclinaron la balanza en su contra. Yo era la única persona capaz de hacer justicia, sentí el peso de la Walter en mi tobillo y supe que, a pesar de la distancia que nos separaba podía meterle un balazo entre ceja y ceja. Era eso o aceptar que Ibon Ezpeleta culminase con éxito toda su estrategia y yo destruyese a un ser querido.

“Mi padre, Aitor Amboto, fue asesinado”. Los que ya lo sabían me miraron con curiosidad para ver a dónde quería llegar con esa aseveración, los otros no se creían lo que acababan de oír e intentaban encontrar la confirmación o el desmentido de mis palabras entre sus colegas. Antes de que abriese la boca yo sabía que Ezpeleta sería quien hablara.

“Asumimos que lo que dices sea cierto”.

“Es verdad y tú, desde luego, lo sabes”.

“Muy bien, miembros del Comité, les confirmo que existen indicios suficientes para pensar que la muerte de Aitor Amboto no fue un suicidio, sino un asesinato”, reveló Ezpeleta. “Ahora, sin duda, Eneko Amboto, alias Bolto, nos revelará la identidad de su asesino”. El muy hijo de puta sabía quién había matado a mi padre. Pero quería que fuese yo quien lo sacase a la luz, que lo hiciese en público delante del lehendakari y sus colegas. En ese instante, aún podía echarme atrás, mi padre estaba muerto y en nada podía ayudarle, me hubiese gustado saber qué hubiese querido él que hiciese.

“Itziar Amboto, mi hermana, asesinó a mi padre”.

Ya estaba dicho, para bien o para mal, y supe inmediatamente que mi padre le habría perdonado, que yo nunca sabría lo que había ocurrido entre ellos, pero que los remordimientos que padecería mi hermana, él los hubiese considerado como castigo suficiente. Yo también había estado dispuesto a perdonarla, corriendo el socorrido tupido velo sobre mis sospechas y averiguaciones, y desaparecer para siempre de su vida, dejándole continuar con ella en la ignorancia de que conocía su secreto. Al que no estaba dispuesto a perdonar era a su cómplice Goitiandía, ni permitir que no pagara por sus crímenes.

Por definición la última persona en ver a una víctima de asesinato con vida es su asesino, que también es la primera en ver a su cadáver. Esta obviedad no parece que deba servir de modelo a la hora de investigar este tipo de crímenes, pero es sorprendente el número de veces que o bien la última persona que testifica haber visto con vida al muerto o bien la que descubre el cuerpo resulta ser el asesino. Por lo menos esto me lo ha dicho mi colega en Al-Andalus y ex-capitán de la Guardia Civil, Pepe Manzano, hasta el aburrimiento. Claro que al ser mi propia hermana quien descubrió el cadáver, ni siquiera registré este dato ni sospeché de ella de ninguna manera en un principio.

Después de mí ajetreada noche con Cintia, me sobresalté al ver que el proyectil incrustado en la pared del edificio de enfrente del piso de mi padre había desaparecido. Era la prueba concluyente para demostrar que había sido asesinado, y sólo dos personas sabían en ese momento que estaba allí: mi hermana y Gonzalerría. Gonzalerría conocía este dato con anterioridad y no había hecho nada al respecto. Traicionándome se lo podía haber comunicado a Ezpeleta pero éste, a su vez, dijo que aún no se había extraído la bala de la pared, durante nuestra conversación en la sala de interrogatorios, ignorando que ya había desaparecido de allí. Itziar era por lo tanto la única persona que sabiendo de su existencia había decidido hacerse con ella, sin duda para destruirla como prueba irrefutable del asesinato de mi padre. Inmediatamente después vi que los dos guardaespaldas que había ordenado que nos protegieran y vigilasen a la vez habían abandonado su puesto en el rellano de la escalera. Esos dos hombres no dependían ni de Ezpeleta ni de Gonzalerría, sino de Itziar, y la orden de su retirada o venía directamente de ella o hubiese sido informada como corresponde. Aquella falta de protección me causó cierto temor, pero sobre todo me hizo sospechar de mi hermana.

El equipo de especialistas forenses que investigó la escena del crimen rastreando el piso de mi padre en su afán de buscar algún indicio que demostrase que algo fuera de lo habitual hubiese ocurrido allí, o que una persona sin identificar hubiese dejado algún rastro, fueron incapaces de encontrar nada. En un principio asumí que su fracaso se debía a que el asesino había sido especialmente cuidadoso, tal como se lo expliqué a Gonzalerría, cuando la respuesta era mucho más sencilla. Mi hermana entraba y salía de aquella casa constantemente, incluso fue ella quien dijo haber descubierto el cadáver, por lo tanto cualquier indicio de su presencia fue descartado como algo que habitualmente se encontraría allí fueran cuales fueran las circunstancias. Era imposible encontrar rastros de otras personas porque nadie más que ella había estado allí. Ni siquiera le había hecho falta una ganzúa para entrar en el piso, tenía la llave.

“Itziar Amboto asesinó a mi padre”, repetí en voz alta y mis palabras hacían eco en aquella gran sala. “Pero no lo hizo sola, tuvo un cómplice”.

Al decir eso me estaba adentrando en arenas movedizas, porque los únicos argumentos que tenía eran suposiciones. Mi hermana era incapaz de hacerse con un arma, estaba demasiado alejada de ese mundo, no sabría ni cómo empezar a buscar una, y de hacerlo habría dejado un rastro imposible de esconder. Por otro lado, sabía que yo había liberado una Glock durante la batalla del Guggenheim, recuerdo haberme vanagloriado de ello en su presencia. Era posible que la idea de utilizar una pistola que me hubiese pertenecido y a la cual mi padre pudiese haber tenido acceso fuera de Itziar, pero para llevarla a cabo le hacía falta una Glock, y la capacidad de manipular su número de identidad en bases de datos de la Ertzaintza, para que mi nombre apareciese como el de su último propietario. Goitiandía podía hacer, e hizo, ambas cosas. Por lo menos así lo creía y esperaba que el resto del Comité lo creyese.

“Necesitó la ayuda de Goitiandía”, les dije, y después de dejarme explicarlo durante un largo rato, empezaron a creerme.

Una cosa es la utilización de unos niños desconocidos y racialmente inferiores para tratarlos de conejillos de indias en unos experimentos peligrosos, y otra muy distinta es el asesinato de un miembro del Comité. A fin de cuentas si habían sido capaces de matar a uno de ellos, no existía ningún motivo para que se parasen ahí, y no utilizasen la muerte violenta de más de sus colegas para conseguir sus propósitos. Triste pero cierto.

“La Brigada de Legitimación se hará cargo de la custodia de los Consejeros de Seguridad Nacional y de la Juez Superior. Asimismo efectuarán las investigaciones correspondientes para la comprobación de los hechos que acabamos de escuchar”, informó el lehendakari al resto de la mesa, aunque más bien parecía una orden.

“No sabes el daño que has hecho a este país”, fue lo único que me dijo Itziar según pasaba a mi lado.

Me dolía por ella pero no por su país. Todavía me quedaban cuentas pendientes que saldar.