4
Bilbao-15 de junio del año 2045-14:30 horas.
“¿Por qué no te dedicas a perseguir a criminales de verdad?”, pregunté a Gonzalerría según me anudaba la corbata, prestada del armario de mi padre. “A ladrones de bicicletas, por ejemplo”. Me miró extrañado. “Las bicicletas son públicas, ¿Cómo vas a robar algo que es tuyo? Todas las bicicletas están gestionadas por la Dirección de Movilidad, tienen un chip que las mantiene localizadas. Lo único que hace la gente es utilizarlas para hacer su recorrido y abandonarlas al final del trayecto, donde otra persona las puede volver a utilizar. ¿Para qué las van a robar?”.
“¿Para cambiarlas en Al-Andalus por caballos?”, pregunté.
“Eso sería ilegal. No se pueden mantener relaciones comerciales con otras zonas. Sólo la Consejeria de Propiedad Publica puede hacerlo”, me dijo seriamente.
Mi sentido del humor claramente sobrepasaba a mi vigilante. Ya en el coche, y a modo de curiosidad profesional, le pregunté si llevaba pistola.
“Están prohibidas. Nadie puede llevar armas de fuego. La ley es tajante, y los culpables son ejecutados en un plazo máximo de veinticuatro horas”.
“Eso ya lo sé. Es la primera advertencia que me hicieron cuando llegué. ¿Pero tú tienes arma?
“No, y no creo que existan”.
“Entonces, ¿cómo acabó mi padre con un tiro en la cabeza?”, pensé sin decir nada. En su lugar le pregunté: “¿Y como capturáis a un criminal armado?”
“Soltamos a los perros”, contestó. No me aclaró si hablaba de forma figurada o no.