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Cementerio de Derio −15 de junio del año 2045-17:00 horas.
El lehendakari acabó su discurso en un respetuoso silencio y, mientras tocaban el aurresku en honor a mi padre, vi lo mucho que había envejecido. Rondaría los setenta años, con esa delgadez de anciano que parece que siempre lleva ropa grande. Me vio y nos saludamos con la mirada.
En un momento de inusual perspicacia, mi niñera, Gonzalerría, se dio cuenta de este gesto y me preguntó si le conocía. Me limité a asentir con la cabeza.
“Ya no es el que era. El tiempo no pasa en balde”. Le sonreí al comprobar que mantenía intacta su habilidad para hacer frases obvias.
Los otros miembros del Comité hicieron sitio al lehendakari mientras el jesuita de turno recitaba en el tono uniforme de rigor las fórmulas requeridas para una acogida favorable en el más allá. Aparte de mi hermana, que parecía estar afectada dentro de su hermetismo habitual, el resto de los comisarios empezaba a intranquilizarse y a lanzarse miradas unos a otros. Uno de ellos indicó al resto que me había visto y, disimuladamente, haciendo ver que no me miraban, se giraron uno a uno para luego hacer algún comentario sobre mi persona.
“¿Les conoces?”, me preguntó Gonzalerría. “Ellos parece que a ti sí”.
“Sólo a Joseba Ugalde, con Begoña Azua he coincidido vagamente. El resto, ni me suena”, le dije.
“Con tu hermana y el lehendakari tienes mayoría. Cuatro de siete, aunque sean los menos influyentes”, me replicó intentando ser amable.
Sus palabras me llamaron la atención y estudié la manera en la que los Consejeros se dividieron en dos pequeños grupos sutilmente. Si alguien como Gonzalerría, cuya sensibilidad e inteligencia eran más que dudables, era consciente de que los miembros del Comité no pensaban de manera uniforme, y de que algunos de ellos tenían más peso específico que otros, seguramente las relaciones entre ellos fuesen, por lo menos, turbulentas. No me extrañaba ni me importaba. Me imaginaba que el único factor en común entre los consejeros eran sus ansias de poder y de influencia; que para alcanzar su actual puesto de privilegio habrían manipulado, mentido, engañado y traicionado, sin demasiados escrúpulos. También habrían olvidado cualquier principio ético, que pudiesen haber tenido en un inicio, por el camino. Sus pequeñas, o grandes, motivaciones personales no eran de mi incumbencia, como tampoco lo eran las luchas internas que pudiesen existir entre ellos. Por curiosidad, si acaso, no me hubiera importado saber hasta que grado de conflictividad habían llegado. Si la lucha por el poder se mantenía soterrada o si, por el contrario, se trataba de un enfrentamiento abierto. Partiendo de la base de que el control de la República estaba en manos del Comité, elegido endogámicamente y de manera oscurantista, no sería de extrañar que, con el lehendakari en el ocaso de su vida, alguno de ellos intentase establecerse como su nuevo líder. Para conseguirlo estaría dispuesto a llegar muy lejos: no sabía si hasta el asesinato.
“¿Te han dicho que me digas eso, o es de tu propia cosecha?”, yo no tenía ningún motivo para corresponder a la amabilidad de Gonzalerría.
Dudé entre ignorar a los componentes de la comitiva oficial y marcharme, o acercarme a ellos. No sabía cuál de estas dos actitudes les causaría más nerviosismo: si la inquietud de la ignorancia sobre mis futuras acciones, o la posibilidad de un enfrentamiento inmediato delante de una multitud de testigos. Fue el lehendakari quien se acercó a mí dándome la mano y el pésame al mismo tiempo. Me cogió del brazo aparentemente para apoyarse, pero sentí que me guiaba hacia el monumento a los Héroes de Guggenheim, alejándonos de la multitud y del resto de la comitiva. Gonzalerría parecía estar en tierra de nadie; hubiese sido osado por su parte su incorporación al resto de consejeros y poco sensible al acercarse más a nosotros, invadiendo nuestro momento de intimidad y supuesta tristeza.
“Lo siento. Fue un gran amigo”, me dijo. Asentí con la cabeza, parecía verdaderamente afligido aunque, de repente, me dio la sensación que esta reunión no era ni casual ni protocolaria, y desde luego no era para demostrarme ni demostrar su pena. No le respondí, dejé que hablase. Si quería decirme algo ya me lo diría. “Fue un gran hombre”, continuó. “Y no dejaré que nada empañe su imagen”. Se hizo un largo silencio. Esperó que yo le preguntara algo, pero resistí a la tentación de hacerlo.
“He hecho todo lo posible para que en su muerte mantuviese la misma dignidad que durante toda su vida”.
No dije nada. Habíamos llegado al monumento. Debajo del bloque granítico estaban inscritos aquellos nombres tan familiares y tan distantes a la vez. Yo ya había llorado demasiado por aquellos amigos, y no me afectó cuando se agachó y paso sus dedos por encima de uno de ellos, dibujando el nombre de Gorka Zelaia. Entonces supe a ciencia cierta que me quería manipular, que quería apelar a mi sentimentalismo. Hubiese sido más natural indicar cualquier otro nombre sin agacharse, a la altura del hombro, pero todo el mundo sabía de mi amistad con Gorka, como también todos sabían que yo estaba a su lado cuando murió, que desesperadamente le estábamos haciendo una transfusión de sangre directa, de mi brazo al suyo, en aquellos momentos de ruidoso y polvoriento caos. Nunca supo ese viejo, decrépito y retorcido manipulador lo cerca que estuvo de recibir una patada en los cojones.
“A todos los efectos tu padre murió mientras dormía”, concluyó el lehendakari.
En ese caso, pensé, ¿por qué habéis dejado que mi hermana y Gonzalerría, el sicario, me dijesen desde el primer momento que se había suicidado?, y, ¿por qué me vas a repetir eso mismo ahora?
“Pero es más trágico que todo eso: se suicidó”.
No tenía ni ganas de reaccionar ante la repetición de aquella historia. Debería haberle preguntado por los motivos que habían empujado a mi padre a hacerlo. Mi curiosidad hubiese sido más que natural y era precisamente lo que él esperaba. Por eso mantuve mi silencio y escuché su respuesta preparada a una pregunta nunca hecha.
“¿Quién sabe qué circunstancias empujan a una persona a apretar el gatillo? ¿La certeza de una muerte dolorosa después de un largo periodo de sufrimiento? ¿El descubrimiento de un secreto que, hecho público, le llevaría a una vergüenza insoportable? ¿El hedor del fracaso de la visión de su patria, patria por la que había luchado toda su vida? Yo, personalmente, creo que fue la suma de muchas cosas, entre ellas las tres que te acabo de decir”. El sentimiento que puso el lehendakari en estas palabras fue perfecto. En otras circunstancias le habría creído, en estas casi le aplaudo por una actuación tan profesional.
“Tenía cáncer de huesos”, continuó. “La Brigada de Legitimación le estaba investigando, y creo que al final se dio cuenta de que su sanguinario hijo defendía siempre una sociedad más libre y justa que la que él y yo hemos conseguido alcanzar”.
No le di las gracias por este último comentario.
“Contra el cáncer ni nadie ni yo podemos hacer nada. Nadie sabrá jamás por qué estaba siendo investigado. Mis órdenes de mantener el silencio se cumplirán y, por tanto, su imagen no será empañada. En cuanto a lo otro, no lo sé. Quizá simplemente te esté diciendo lo que siento yo”, giró y me abrazó. Sentí los huesos de su pecho y no pude evitar levantar mis brazos para estrecharle junto a mí.
Era una pena, una verdadera pena que yo supiera que mi padre había sido asesinado, de otro modo le hubiese creído.
Lo sabía antes de mi vuelta a Euskadi, jamás hubiese regresado para asistir a su funeral, ni siquiera hubiese vuelto por un deseo de venganza, sino para buscar justicia.
Una justicia que iba más allá de encontrar a quien apretó el gatillo, más allá incluso de descubrir a quien ordenó hacerlo. El asesinato de mi padre simplemente había convertido esta búsqueda en algo más personal.
Abrazado a mí me susurró al oído: “Vigila a tu hermana”. Debí preguntar si quería decir vigilarla en sentido de protegerla de algo o de alguien, o vigilarla en el sentido de que fuera cometer alguna locura. No me dio tiempo a hacerlo, rompió nuestro abrazo y se fue.
Aitor Goitiandía fue el siguiente en acercarse a mí. Me miró directamente a los ojos, ya que quería dar la imagen de ser un tipo duro, algo innecesario porque realmente lo era. No me tendió la mano ni hizo ningún ademán de abrazarme, sólo se permitió esbozar una sonrisa rota por la cicatriz que tenía en su labio, sonrisa que no llegó a su mirada. Me dijo las mismas palabras de siempre: “No te fíes ni de Dios y mantén la pólvora seca”.