Preludio

Montes de Toledo - Territorio de la Confederación de Ciudades Estado de Al-Andalus - 15 de junio de 2045- 04:00 horas.

Pepe Manzano había sido volteado por un toro en su juventud. Por suerte no llegó a empitonarle, pero nunca se le olvidó aquella sensación de ser lanzado al aire como un pelele por una fuerza inesperada, a la que el peso de su cuerpo no parecía haber ofrecido ninguna resistencia. No recuperó el conocimiento inmediatamente. Sus compañeros, muletillas como él, habían alejado el peligro del toro echándole un capote, nunca mejor dicho, y evitado que aquella tienta clandestina se tornase en tragedia.

Al abrir los ojos vio la luna llena encima de él, iluminando el cielo. No podía moverse, solo quería quedarse allí, tumbado, sin más. Se sentía igual que en aquella noche lejana en el tiempo, pero no recordaba la mole negra del toro ni tampoco veía las estrellas con nitidez.

Su retina todavía tenía grabado el fogonazo de la descarga simultánea de los dos cañones de una escopeta recortada disparados a bocajarro.

Había recibido el impacto de unos cien perdigones que pesaban en su totalidad ciento veinte gramos a una velocidad de cuatrocientos metros por segundo. Su chaleco antibalas había impedido que los perdigones alcanzasen su cuerpo, repartiendo la fuerza del impacto por toda su superficie. Sin embargo su chaleco protector no había podido evitar el efecto físico inalterable que trasladó la energía de la descarga al cuerpo de Pepe, lanzándolo por los aires para caer a más de cinco metros de donde se encontraba.

Recordó la reacción instintiva que le llevó a apretar el gatillo de su revolver sin saber a quien estaba apuntando ni por qué. La luna no parecía darle ninguna respuesta y sus pensamientos volvían una y otra vez a las tientas de su juventud, pero ahora no había nadie que le hablase con preocupación ni que le ayudase a ponerse en pie. Empezaba a sentir frío, y recordó que se puso el chaleco antibalas, no porque esperaba encontrarse en una situación peligrosa, sino para protegerse del relente de una noche de vigilancia en la sierra. Ni siquiera era su chaleco: era el de Bolto.

El recuerdo de aquel nombre actuó como catalizador y lo que habían sido imágenes borrosas en su mente se empezaron a convertir en pensamientos concretos. Bolto fue quien le dijo que había una zona donde había sido vulnerada la vigilancia electrónica de la frontera, y que aquella brecha estaba siendo utilizada por contrabandistas de ambos lados. Pepe se sobresaltó al acordarse de los niños desaparecidos, recuperando su conciencia totalmente en ese instante. Aunque dolorido, consiguió apoyarse sobre un brazo para poder mirar a su alrededor y ver a su caballo mordisqueando pacientemente unas briznas de hierba. Más allá estaba la silueta oscura de una carreta cubierta por una lona, y al pie de su rueda un bulto tendido que pedía ayuda débilmente, en un idioma que desconocía: el euskera.

Pepe consiguió ponerse en pie y acercándose vio que no se trataba de un único bulto sino de dos. Reconoció que el chaleco anti-balas le había salvado la vida pero que su propia estupidez le había puesto en peligro. Había dado el alto a aquella carreta, con la autoridad que ser un Hombre Bueno le concedía, y apuntó al conductor con su arma. No se paró a pensar que el pasajero podía estar armado y, más aún, dispuesto a abrir fuego. Al ver los cuerpos, revivió en un destello, la repetición de aquellos violentos instantes: su primer disparo a la cara del cochero a quien estaba apuntando, y que ahora yacía muerto con su frente ensangrentada. El acompañante que levantaba su escopeta recortada mientras Pepe cambiaba su ángulo de tiro hacía él, y ambos disparando al mismo tiempo.

Era éste último quien yacía en medio de un charco viscoso y oscuro que se hacía cada vez más grande, la bala de Pepe había atravesado su artería femoral y se desangraba. Poco podría hacer por él.

Levantó la parte trasera de la lona que cubría la carreta esperando ver bidones de aceite de oliva o fardos de cuero curtido; ambos productos de las Ciudades Estado de Al-Andalus y en continua demanda por las Marcas Globales. En su lugar encontró lo que estaban buscando desde hacía meses. Cuatro niños amordazados y atados de pies y manos le miraban presos de pánico.

Ya no le dolía nada. Lleno de ira ni siquiera se molestó en desatar y tranquilizar a las criaturas. Se giró hacía el herido y pensó: “Este hijo de puta me va a decir todo lo que sabe antes de morirse. Porque seguro que va a morir. A éste no le salva ni Dios”.