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Bilbao-17 de junio del año 2045-24:00 horas.

Hay imágenes vividas en la infancia que uno parece recordar siempre, y nunca sabe si las recuerda por la primera vez que las vio o por las repeticiones de la misma secuencia que aparecen eventualmente en distintos programas de televisión. En mi caso, se trata de las imágenes de un americano degollado en Irak por un grupo de fundamentalistas islamistas. Cuando aquel asesinato tuvo lugar, yo tendría unos diez años y me pareció una escena de violencia más alejada de la realidad que aquéllas que se podían ver en cualquiera de las películas de Hollywood. Eran unas imágenes grabadas con una cámara doméstica de ínfima calidad que le quitaban cualquier tipo de dignidad al hombre que moría, y de trascendencia al sangriento acto del degüello.

Por contra, la puesta en escena y el guión que acompañaron a la ejecución de Josu Irati estaban cuidados al más mínimo detalle.

Unos potentes focos iluminaban una solitaria silla, dejando en penumbra el espacio a su alrededor. Una modulada voz de locutor describía las circunstancias del arresto del criminal y los motivos para su condena, apoyando esta lectura se emitían imágenes de su captura el día anterior y de su enfrentamiento a los perros. En ese montaje visual, se volvía una y otra vez a planos de su mano empuñando el arma y apretando el gatillo. También se utilizaba de vez en cuando el recurso de su cara en los momentos que tenía la expresión más sanguinaria. Entre las palabras del locutor y las imágenes editadas, al espectador no le cabía la menor duda de que la República de Euskadi sería un lugar más seguro tras la ejecución de aquel criminal, y que la posesión de armas de fuego, justamente, merecía el máximo castigo.

Itziar no había podido conseguir el aplazamiento. Cintia, inmóvil, miraba al televisor sin reaccionar, entendiendo demasiado bien lo que estaba viendo, yo la observaba por el rabillo del ojo sin atreverme a mirarle directamente ni a decirle nada.

Dos hombres uniformados salieron de la zona oscura del plató escoltando a Josu hacia la silla. Representaban de una manera obvia pero efectiva a la legitimidad y el orden, avanzando con paso firme. Josu por su parte apenas sí podía seguirles, una fina cadena unía sus dos tobillos de la misma forma que unas esposas ataban sus manos. Todas estas medidas de aparente seguridad, innecesarias por otra parte, le harían parecer como un criminal peligroso en contraposición a la imagen que daban sus acompañantes. Le ayudaron a sentarse en la silla, pasándole una pequeña correa de cuero en torno a su pecho que le mantendría sujeto al respaldo. Después de esa operación, y continuando con unos movimiento ensayados que daban una seriedad casi marcial a su actuación, se retiraron fuera de la zona iluminada.

Toda esta secuencia había sido preparada y estudiada atendiendo a los más mínimos detalles: desde los movimientos de los escoltas, a la iluminación y a la utilización de las cámaras que estaban emitiendo aquella suerte de pantomima, pantomima sino fuese a morir un hombre. Los planos variaban, y una vez veíamos el detalle de las manos de un guardián atándole la correa al pecho para seguidamente ver la cara de Josu, sin afeitar, sudorosa, dándole un aspecto de culpabilidad visual que contrastaba con el cuidado aparente que los maquilladores habían puesto para resaltar los rasgos atractivos de firmeza de los ayudantes del verdugo, seleccionados para ese papel, sin duda, por su apariencia física.

Estaba siendo testigo de una ejecución realizada para ser vista por televisión. Era un concepto que me repugnaba, pero que no me debía sorprender. A fin de cuentas la independencia de la República se consiguió gracias al poder de ese medio, y si ya sirvió en aquella ocasión para ganar una guerra, más aún se debía utilizar para mantener la paz. El poder de las imágenes era algo que, seguramente con razón, el Comité utilizaba con el máximo rigor y profesionalidad, para transmitir a la población los sentimientos que ellos deseaban, me imagino que con mucho éxito. Incluso en su momento consiguieron hacer de mí un héroe.

Mantuvieron la imagen de Josu en aquella aparente soledad, conseguida con la iluminación que se centraba sobre él y la oscuridad cerrada de su alrededor para crear una suerte de tensión dramática que también servía para dar mayor trascendencia a la situación. Sólo faltaba un redoble de tambores pero, sin duda, esa idea fue rechazada por su excesiva carga melodramática sobre el ambiente generado y deseado. Ése hubiese sido el momento perfecto para que mi hermana hiciese su aparición, como una Portia del siglo XXI, justificando el aplazamiento de la ejecución en favor de la justicia, la verdad y la compasión. Por desgracia no fue así.

La figura oscura del verdugo, vestido de negro y encapuchado, pareció desprenderse de las sombras situadas detrás de Josu. En el silencio más absoluto sólo se oyó cómo cargaba el arma. Si anteriormente toda la puesta en escena estaba enfocada para enfatizar la culpabilidad del criminal y la firmeza protectora de la justicia, ahora el mensaje era distinto. La figura siniestra del verdugo estaba siendo utilizada para atemorizar a la audiencia, representaba un aviso, o quizá más propiamente una amenaza, para todo aquel que se sintiese crítico con lo que estaba viendo.

El cañón de la pistola se paró a unos tres centímetros de la nuca de Josu, tal como vimos en un primer plano que nos proporcionó el realizador de televisión. Era una pistola Browning de pequeño calibre y por el poco ruido que hizo cuando se efectuó el disparo, la bala había sido adaptada, lo que tenía todo el sentido del mundo dentro del cuidado visual que se percibía en aquel macabro espectáculo. Un disparo de manera normal a bocajarro traspasaría el cráneo de la víctima haciendo un boquete de salida en la cara del reo que la dejaría destrozada, y donde se podrían ver los restos de tejido cerebral mezclados con el chorro de su sangre que salpicaría el plató. Esta visión podría afectar la sensibilidad del espectador. En su lugar se utilizaba un arma de un calibre pequeño donde, además, se había reducido la cantidad de pólvora de la bala limitando su velocidad y su fuerza. En circunstancias normales, un arma con esas características habría servido para bien poco: no tendría un alcance fiable más allá de los diez metros y a una distancia así difícilmente podría traspasar una chaqueta de cuero gruesa. Sin embargo, era el arma perfecta para lo que teníamos delante de los ojos.

Al apretar el gatillo, el proyectil penetró por la zona posterior del cráneo, perdiendo la mayor parte de su fuerza y deformándose. Al chocar con la pieza frontal del cráneo y carecer del impulso suficiente para atravesarlo, se desvió hacia adentro cruzando de nuevo el cerebro. De esta forma, el proyectil entraba en un viaje aleatorio dentro de la cabeza del reo, pasando de un lado a otro y cambiando su dirección cada vez que se encontraba con el cráneo. Finalmente, sin fuerza, se detuvo, alojándose en el cerebro, cuya blanda masa había destruido.

No había orificio de salida, y la barbilla de Josu se posó sobre su pecho como si de repente se hubiese quedado dormido. La correa que le sujetaba impedía que su cuerpo se cayese hacia delante, y únicamente su inmovilidad demostraba que ya era un cadáver. Aquel fue el plano final de la transmisión que yo estaba viendo junto a Cintia, su esposa. No sabía qué decir ni qué hacer, si afrontar o evitar su mirada, si acercarme a ella o dejarla sola, pero peor aún sentía, incluso en aquella situación cargada de dolor, que algo no encajaba y sobre todo quería saber qué le había ocurrido a mi hermana. Podía haber fracasado en su intento de convencer al Comité para aplazar la ejecución o podía estar en peligro. No tuve tiempo para pensar nada más.

“Míralas y tócalas”, me decía Cintia con una voz casi animal. Se había quitado su camiseta y su sujetador y avanzaba sin pudor hacia mí. Si hacía unos segundos no supe cómo reaccionar, ahora me vi absolutamente superado. “Es lo que quieres hacer. Lo que has querido hacer desde el primer momento en que me viste. Tócame”, decía, pellizcándose sus oscuros pezones.

Era el sueño erótico hecho realidad: una mujer agresivamente bella diciéndote que está a tu disposición, aludiendo a tus deseos más libidinosos. Sin embargo, las circunstancias no eran precisamente las más apropiadas, joder: acababa de ver cómo ejecutaban a su marido. Quizá fuese ese trauma emocional el que la empujaba a agarrarme del pelo y morderme el hombro, haciéndome sentir el dolor, a través de mi camisa.

“No te encuentras bien; sé, o por lo menos intuyo, por lo que estás pasando. Pero esto no hará que se te pase el dolor”, le debí haber dicho, apartándola de mí físicamente para ayudarle a vestirse. Pero uno no es de piedra.

Decir que hicimos el amor sería una estupidez. Aquello no tuvo nada que ver con el amor, sino con una especie de violencia animal donde no existían ni frenos ni tabúes. No supe dónde empezaba el dolor ni acababa el placer, ni si las dos cosas eran lo mismo. Sería igualmente ridículo calificarlo de catarsis emocional, puesto que supondría racionalizar algo que sólo tenía que ver con los sentidos en su estado más salvaje. No nos preocupamos el uno del otro, simplemente buscamos una satisfacción física que me llevó a agarrar aquellas carnes duras con toda la fuerza de mis dedos, a luchar con frenesí para cambiar de postura o morder aquellos dedos que se metían en mi boca. Cintia también estaba prisionera de ese furor que la llevaba a utilizar todo mi cuerpo para darse una satisfacción que se basaba en utilizarme y sentirse usada.

Me gustaría poder decir, si acaso para poder acallar parte de mi conciencia, que una vez terminado aquel primer choque sexual intenté consolarla, abrazarla con cariño y transmitirle un poco de sensibilidad. Pero no fue así. La segunda vez que follamos se mantuvo la misma brutalidad animal, pero con la diferencia de que sabíamos más y habíamos aprendido hasta dónde podíamos llegar el uno con el otro, alargando los momentos de placer con calculada crueldad.

Cubiertos de una película de sudor, nos quedamos dormidos cada cual en su lado de la cama, evitando cualquier roce casual.