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Bilbao-18 de junio del año 2045- 09:30 horas.
Esperé la llegada de Ignacio Delaría a la sede de la Consejería de Propiedad Publica ubicada en el rascacielos de cristales rosas que dominaba la antigua Plaza Circular, ahora conocida como Plaza de la República, situado al principio de la Gran Vía de los Héroes del Guggenheim. Pensé que sería difícil, por no decir imposible, entrar en el edificio, lo que suponía que debía hacer que bajase de su coche y forzarle a que me acompañase. Hay muchas maneras de parar un coche. Reventarle los neumáticos con disparos es, por lo general, bastante efectivo, luego se puede obligar al conductor a que baje apuntándole a la cabeza a través de los cristales. Tenía el inconveniente de que haría notorio y público el hecho de que tenía una pistola, algo que prefería mantener en secreto, más que nada por evitar que me persiguiese una jauría de perros enloquecidos.
“Si quieres te puedo poner en contacto con un pintor estupendo”, me dijo el dependiente de la droguería-ferretería-almacén de cosas en general. Por un instante pensé que se refería a algún colega de Carlos y no entendí muy bien cómo aquel personaje podía estar al corriente de mis intereses en cuadros, originales o falsos, pero enseguida me di cuenta de que sólo estaba siendo amable y quería facilitarme mi labor. Acababa de comprarle dos botes de pintura negra de cinco litros y una botella de amoníaco.
“¿Seguro que no quieres aguarrás?”, preguntó.
“No, aguarrás ya tengo en casa”, le contesté para aplacar cualquier sospecha que pudiese tener, “y brochas también, gracias”.
“Menos mal, porque brochas no tengo. Dejaron de suministrarlas hace unos meses, y si las quieres te tienes que buscar la vida reciclando las viejas”. No me interesaba para nada la carestía de brochas en Euskadi, pero aún así fui muy educado con el fin de que aquel buen hombre se acordase de mí lo menos posible. Le tendí mi tarjeta para pagarle.
“Será mejor que no me pagues”, me dijo. “Podrían saber que estuviste aquí y eso me traería problemas, Bolto. No quiero saber para qué quieres la pintura, pero me temo que no es para pintar una pared”.
Si me reconoció y me hubiese querido delatar no me hubiese hecho esa advertencia, por lo tanto me abstuve de inventarme cualquier explicación. Me preguntó si me acordaba de él, y para salir del paso me limité a decirle que su cara me sonaba de algo, pero que en aquel momento no sabía exactamente de qué.
“Estuviste a punto de pegarme un tiro”, me recordó. Y no quise decirle que eso no le hacía único en el mundo. “Corría como un descosido por el puerto de Deusto huyendo de las tropas de las Marcas Globales y me hiciste parar en seco, pedazo de cabrón, obligándonos al resto y a mí a tomar nuevas posiciones para cubrir la retirada. Le echaste un par de cojones”. Por lo menos ahora sabía dónde le había conocido. El dependiente se paró a pensar unos instantes; “Siempre me pregunté”, dijo, “si me hubieses disparado de verdad”. No me entretuve en explicarle que era más importante que él creyese que yo le iba a matar que el hecho de matarle en sí mismo, un acto que no aportaba ningún beneficio a nadie. “Te lo tendrás que seguir preguntando”, le contesté.
Había echado por la borda toda mi experiencia en la resistencia, había olvidado toda mi época en la clandestinidad y había cometido errores de principiante. Así pasó lo que pasó y de cazador me convertí en presa. Debí haberme dado cuenta de que Delaría ya sabría a esas alturas que me había escapado del piso de mi padre y que estaba en paradero desconocido. También se debía haber imaginado que iría a por él. No solamente había perdido el elemento sorpresa para realizar su secuestro, sino que Delaría me estaría esperando, pues ya había actuado de cebo para intentar terminar con Cintia y haría lo mismo conmigo.
Estudié el pequeño flujo de coches que pasaba delante de la Consejería de Propiedad Publica y todos inevitablemente reducían su velocidad antes de incorporarse a la plaza para evitar, o advertir de su presencia, a las bicicletas que por allí circulaban. Como planificación para una acción violenta, esto era peor que inadecuado, era suicida, y en otros tiempos habría abortado la operación. Pero era lo que tenía y pensaba que con Delaría en mi poder estaría a salvo, o por lo menos le sacaría la información para saber por dónde proceder a continuación. Sin embargo no había olvidado toda mi experiencia y también había asumido que algo iría mal.
Vi cómo se acercaba el coche de Delaría, difícilmente podía dejar de distinguirle por el diseño que identificaba a su marca, la Rolls Ferrari, única existente en la gama alta de las berlinas de lujo, y me preparé quitando la tapa a uno de los botes de pintura que había conseguido. En cuanto el automóvil frenó para incorporarse a la plaza, lancé la pintura negra contra el parabrisas y en ese mismo instante me di cuenta de mi error. Delaría no estaba al volante sino en el asiento de atrás, y tres hombres corpulentos y malencarados ocupaban el resto del coche. Cegado por la pintura, el conductor se vio obligado a frenar el coche, que era lo que pretendía en mi plan original, pero aún no se había parado cuando sus portezuelas se abrieron de golpe y los tres guardaespaldas saltaron a la calle blandiendo objetos contundentes con toda la intención de usarlos para capturarme.
El frenazo del coche y la rápida actuación de los acompañantes de Delaría hicieron cambiar de dirección bruscamente a un par de bicicletas que se fueron a chocar con otras, causando un pequeño caos circulatorio con un curioso efecto dominó donde tanto ciclistas como bicis acabaron en el suelo con golpes de distintos grados. Me fijé en eso, no porque me fuese útil, sino porque sentía que había entrado en acción y la adrenalina que eso me generaba hizo que viese todo con mucho detalle y casi a cámara lenta.
En el enfrentamiento físico, cuerpo a cuerpo, soy un desastre y siempre he pensado que ese tipo de pelea era mejor dejársela a gente más naturalmente capacitada para ello, como a Gonzalerría por ejemplo, o a personas con más entrenamiento y preparación, como demostró tener Cintia en su momento. Aquellos tres gorilas tenían todas las de ganar conmigo si les plantaba cara y rápidamente me alcanzarían si echaba a correr. De modo que hice lo que mejor sabía hacer y saqué la Walter.
El primero de ellos se había abalanzado sobre mí e intentaba agarrarme. Apoyé el cañón de la pistola sobre su hombro y apreté el gatillo. El ruido que produce la detonación de una pistola se debe principalmente a la liberación de energía y gases que salen del cañón al mismo tiempo que el proyectil. Ese es el principio por el cual funcionan los silenciadores, que no son otra cosa que una cámara de absorción de esa energía. En el caso de mi primer disparo, apenas sí se escuchó un pequeño ruido, los músculos y los huesos del hombro de aquel hombre actuaron de silenciador, no hubo ninguna liberación de energía al aire. Le di un pequeño empujón para quitármelo de encima, se quedó tumbado en el suelo a mis pies.
El segundo guardaespaldas tardó en entender lo que estaba ocurriendo. La existencia de una pistola no era algo que entrara de forma habitual en su esquema mental, y para cuando quiso darse cuenta de la situación estaba demasiado cerca de mí y demasiado lejos del coche para poder ponerse a cubierto. En ese momento de duda, hice tres disparos seguidos, a la altura de sus rodillas y uno de ellos, creo que el tercero, hizo blanco destrozándole la rótula. Aunque de pequeño calibre, a corta distancia, las balas de la Walter eran lo suficientemente destructivas como para que aquel hombre cojease el resto de sus días.
El tercer hombre se agachó detrás de la parte delantera del coche, seguramente pensando que el enfrentarse a alguien armado con una pistola no entraba dentro de su sueldo. Empecé a correr, saltando por encima del amasijo de bicicletas, y apartando de mi camino a empujones y codazos a los ciclistas magullados en sus caídas, me giré un instante para ver la reacción de Delaría a este altercado. Se había quedado sentado en el coche y estaba hablando por su teléfono móvil. La caza a un hombre armado había comenzado y deseé que ese hombre hubiese sido otro. No me gustaban los perros.
Enseguida me di cuenta de que los protocolos de actuación de las fuerzas de seguridad en caso de tener que capturar a una persona en posesión de una pistola estaban bien estudiados y coordinados. Las radios y las televisiones anunciaban la presencia del pistolero, requiriendo a la población que se encerrase en sus casas o en sitios públicos protegidos de la zona. Estos mensajes además servían para promocionar el espacio televisivo que supondría su captura en directo. Poco a poco las calles se empezaron a quedar vacías y pensé por un instante en tomar rehenes para complicarles mi captura, pero seguramente ya tendrían algún tipo de operación preestablecida para esos casos donde no se tuviese en demasiada consideración la vida de los inocentes. Alargar mi fuga únicamente me desgastaría, pero si tenía que plantar cara por lo menos sería yo quien eligiese el campo de batalla.
Me dirigí al Museo Guggenheim.
No me tomé la molestia de esconderme y solamente mandé el mensaje acordado a Gonzalerría y a Nuria por el teléfono móvil. Tenía que confiar en ellos, no me quedaba más remedio, y sólo esperaba que fuesen capaces de llevar a cabo mis instrucciones con éxito. Con que Cintia estuviese en un lugar seguro de momento era suficiente. Intenté concentrarme y despejar mi mente de toda duda.
Llegué al museo y bajé por la escalinata que llevaba a la entrada principal, que ya estaba cerrada. Dado el supuesto peligro que representaba mi presencia, por lo menos la retaguardia la tenía cubierta y no podían soltar los perros a mis espaldas. Volví a subir la escalinata y comprobé que la fachada del museo en todo su esplendor haría de telón de fondo para mi captura televisada. Nuria estaría encantada por mis consideraciones estéticas.
Una cosa es ver cómo una jauría de perros enloquecida corre hacia una persona a través de un monitor de televisión y otra muy distinta es ver cómo se te aproxima sin ningún tipo de barreras entre tú y ellos. Vistos en un televisor se pierde el sentido de la velocidad a la que se acercan esos animales, también se pierde la perspectiva de su tamaño, puesto que sólo se ven en comparación del uno con el otro, y no se distingue que individualmente son unos animales enormes. Pero lo que se diluye totalmente es el pavor que genera el ruido de sus gruñidos, jadeos y algún que otro ladrido. Me admiró la presencia de ánimo de Josu cuando fue capturado, lo que le permitió vaciar todo su cargador. En esos momentos a mí me hubiese gustado echar a correr, presa de un pánico que me hacía tener ganas físicas de vomitar. Intenté tragar el sabor ácido que me subía por la garganta y no pude, no tenía saliva. Los perros estaban ya a menos de veinte metros, una distancia razonable para empezar a dispararles con mi Walter.
Todo había ocurrido según lo previsto, o por lo menos lo que yo había previsto basándome en las imágenes retransmitidas unos días antes. Las cinco furgonetas se habían desplegado delante de mí en un semicírculo, y con sus cámaras de televisión habían empezado a retransmitir mi captura. Simultáneamente abrieron los portones de los que salieron los grupos de dogos argentinos que empezaron a correr desde sus puntos de origen para converger en mi persona. Los guardianes mantuvieron sus distancias fuera del alcance de mi pistola y sólo les quedaba esperar al desarrollo natural de unos acontecimientos que, salvo por la identidad del protagonista y la ubicación, eran repetitivamente predecibles.
“Era un plano perfecto”, me dijo Nuria más tarde. “El sol de la mañana iluminaba las paredes de titanio con unos reflejos de luces espectaculares y tú estabas allí, como una estatua inmóvil, en pleno centro del escenario sin que nada te quitase ni desviase tu protagonismo”. No me tuvo que decir, porque yo mismo los vi más tarde, que la historia visual que contaron la selección de planos y de imágenes no era exactamente la deseada por algunos miembros del Comité Central de la República de Euskadi. Lo importante no era lo que pasaba en realidad, sino lo que los telespectadores veían en sus casas, eso lo había aprendido con la sangre de mis compañeros en el mismo lugar donde me encontraba en aquel momento, y con la pérdida de mi dignidad al crearse el mito heroico de Bolto en torno a mi persona. Las imágenes que estaban viendo no eran las de un criminal acosado y desesperado que caería ineludiblemente ante el peso de la ley por utilizar un arma de fuego, sino las de un héroe en solitario haciendo frente a unos animales feroces en un marco incomparable. La selección y ritmos utilizados en el montaje de las imágenes iban de las fauces abiertas de los perros a mi figura inmóvil, de las masas siniestras de sus cuerpos a la tranquilidad de mi semblante, que no reflejaba mi estado de pánico real. Supongo que la gente también reconocería mi persona, o mejor dicho mi personaje, lo que ayudaría a fomentar la percepción de la situación que yo deseaba, a fin de cuentas es posible pasar de ser héroe a villano pero no de forma automática. Pero no me cabe la menor duda de que fue el trabajo de Nuria en el control de realización lo que consiguió transmitir la idea de un hombre solo ante el peligro a toda la población de Euskadi.
En aquellos momentos no sabía, solamente tenía la esperanza de que Gonzalerría, utilizando su presencia como comisario de la temida Brigada de Legitimación y su propia actitud intimidatoria, hubiese conseguido para Nuria el acceso al control de emisión de la televisión de la República de Euskadi.
“Tuve que dejar fuera de combate al responsable de la censura en emisiones”, me explicó Gonzalerría, y yo no quise preguntar cómo lo consiguió, pero seguramente habría utilizado su puño americano. “Ese funcionario quería confirmar la legalidad de mi presencia, y de las instrucciones que Nuria estaba dando, con Joseba Ugalde, el Consejero de Información, pero una vez le amordacé y escondí en un armario sin que pudiese dar la voz de alarma, todo el personal asumió que actuábamos con el beneplácito de la cúpula. Fue coser y cantar”. Aunque vivir en un estado cuasi policial tiene muchos inconvenientes, también es cierto que nadie cuestiona las órdenes emitidas por una persona investida con aparente autoridad, y de esto se aprovechó Gonzalerría sin ser consciente de ello. Además nadie esperaba que ocurriese nada fuera de lo habitual y el factor sorpresa, como siempre, es el que gana las batallas, con el permiso de la televisión.
“Por un momento pensé que te ibas a dejar inmolar como un mártir”, me regañó cariñosamente Nuria. “No sabes el miedo que pasé”. Por mucho miedo que pasase, no tuvo nada que ver con el pánico que me apresó cuando empecé a sentir el aliento de los perros. Un segundo más, tenía que aguantar un segundo más, hasta que estuviesen a menos de diez metros.
La idea me vino del silbato de mis antepasados que Itziar me dio tras la muerte de mi padre. Aquel pastor, cuyo apellido llevaba, había luchado contra una manada de lobos; no sé qué utilizaría como arma. Yo debía enfrentarme a una jauría de dogos argentinos, algo parecido, con la diferencia de que yo sí sabía de qué arma disponía. De niño había soplado aquel silbato sin escuchar nada, pero al ver cómo los perros levantaban la cabeza al detectar un sonido que no percibían mis oídos, mi aita me explicó que eso se debía a que ellos son capaces de captar una frecuencia de sonidos más agudos que nosotros, los seres humanos. En términos técnicos, nosotros podemos oír sonidos con una frecuencia de hasta 23 kilohercios y los perros, en general, hasta 45 kilohercios. Esto fue lo que expliqué a Koldo mientras él se movía de un lado para otro del taller en su silla de ruedas. Le pedí que me hiciese un amplificador para emitir esa única frecuencia con la mayor potencia posible, era la pequeña caja cuyo botón, con mis dedos sudorosos, estaba a punto de apretar.
“Reconozco, Eneko, que tienes cierta tendencia al melodrama”, me dijo Nuria cuando nos volvimos a ver. “Levantaste la mano y diste la sensación de que así ahuyentabas a los perros, como si fueses Moisés abriendo las aguas del Mar Rojo. Era un tanto exagerado. Aunque tengo que reconocer que daba muy bien en cámara”.
Al apretar el botón, no tuve que padecer ni un instante de incertidumbre porque el efecto fue fulminante: los primeros perros se pararon en seco e intentaron alejarse de mí, o más bien del sonido que les estaba penetrando en los oídos, con el mismo movimiento. Se retiraron, aullando y solamente se pararon a unos veinte metros de distancia donde se atenuaba la potencia del amplificador. Intentaron acercarse, pero no podían soportar aquel misterioso ruido que, en algunos casos y viendo la sangre que salía de sus orejas, les había roto los tímpanos, algo que desde luego no me daba ninguna pena. Decidí pasar a la ofensiva y me dirigí hacia aquella masa de animales desconcertados. Habían perdido su agresividad y se movían de un lado para otro empujándose y gruñendo entre ellos. Me miraban recelosos según avanzaba y por la gradual aproximación del sonido se iban paulatinamente hacia atrás, dejándome el paso libre. Levanté la mano al andar, como si una fuerza sobrenatural emanase de ella, apartándolos de mi camino.
Si los dogos estaban confusos por el dolor que les causaba en los oídos el tono amplificado, sus guardianes estaban sumidos en la más absoluta incomprensión sobre lo que estaba ocurriendo. Para ellos, como para todas las personas situadas delante de sus televisiones, había conseguido transformar una jauría salvaje en un grupo de perros asustados. Estos, por voluntad propia, se metían ellos mismos a las furgonetas, buscando allí el refugio para sus maltrechos oídos, dejando a sus instructores a mi merced. Si hubiesen decidido atacarme, no hubiese durado ni un asalto y podrían haberme capturado sin demasiada dificultad. Por eso decidí enseñarles la pistola, a ver quién era el primero que se movía, porque ése sería el primero en morir. Creo que pudieron leer mis pensamientos y todos dejaron ese privilegio a otro de sus compañeros.
“Cuando sacaste la pistola estuviste a punto de echarlo todo a perder”, me dijo Nuria. “Hasta entonces eras el héroe impoluto que había hecho frente a las fieras de una manera aparentemente sobrenatural. Empuñando un arma te volverías a convertir en un ser violento e impopular. Menos mal que lo pude arreglar seleccionando planos medios y cortos tuyos donde no aparecía la pistola”.
Indiqué con mi pistola a los guardianes que ellos también debían entrar en la parte trasera de las furgonetas en compañía de sus perros, y después cerré los portones tras ellos, aprisionándolos con sus queridos animales de presa. Esperaba, por su propio bien, que los perros estuviesen bien enseñados y que les tuviesen un gran respeto, porque no quería imaginarme lo que les podía pasar a aquellos hombres en un espacio cerrado tan pequeño con aquellas fieras, una vez que dejasen de padecer el dolor que les causaba el sonido de mi amplificador. Había visto la fiereza de aquellos dogos desde demasiado cerca como para sentir ningún tipo de compasión por los tipos que los habían soltado para destrozarme. Pero aún no había representado la gran final del espectáculo.
“Soy Bolto”, dije acercándome a una de las cámaras. “He vuelto para proteger al pueblo de Euskadi y su libertad. Si muero o desaparezco perderéis a vuestro defensor más fiel y entonces seréis vosotros los que tengáis que volver a tomar las calles en busca de justicia y en defensa de vuestros derechos y de los de vuestros hijos”. Hasta yo mismo pensé que con estas palabras grandilocuentes e incendiarias me había excedido, pero después de las imágenes que la gente acababa de ver, el lanzar un mensaje menos rotundo hubiese sido un tanto decepcionante. En el fondo, lo único que pretendía con aquellas palabras era ganar tiempo y proporcionarme una pequeña póliza de vida; el Comité Central se lo tendría que pensar dos veces antes de actuar en mi contra si tenían la más mínima duda de que eso les podría producir inestabilidad en las calles. Había dejado de ser un revolucionario hacía mucho tiempo y jamás había tenido la tentación de convertirme en mártir, por la causa que fuese. Pero al alejarme del Guggenheim me imaginé haber sido una de aquellas primeras víctimas cristianas en el Coliseo de Roma, esperando ser devoradas por bestias salvajes y que éstas habían vuelto a sus jaulas. Dejé de apretar el botón del amplificador.
Esperaba que con la confusión que había creado pudiese volver a nuestro punto de reagrupación sin percances. Intenté hacerlo andando de la manera más natural posible, sin levantar sospechas. Acabé corriendo, empapado de sudor, como si aún me estuviesen persiguiendo aquellos perros salidos del infierno.