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Loiola-17 de setiembre del año 2045-08:30 horas.
Al llegar a Loiola pude comprobar que el fervor católico, o por lo menos la orden de los jesuitas, seguía teniendo buena salud a pesar de, o gracias a, la influencia de las Marcas Globales. Algún iluminado dijo que el mejor logotipo del mundo era la cruz del cristianismo, y que el mejor producto de venta era la promesa de la vida eterna, meramente porque ningún cliente insatisfecho volvería para presentar una reclamación. Los autobuses que llenaban el aparcamiento delante de la basílica daban fe de ello. El catolicismo, como un servicio más de los que gestionaban las Marcas Globales, tenía como punto de partida todo a su favor. No era de extrañar que los jesuitas, pragmáticos religiosos donde los haya, hubiesen convertido a Loiola en una etapa de peregrinación dentro de las rutas denominadas de religión y ocio, proporcionadas por la filial Vaticano del grupo Sherahilton, al tiempo que obtenían el beneplácito del gobierno de Euskadi para que aceptase esa situación. Por lo menos esto era lo que se deducía de los logotipos que decoraban las carrocerías de los autobuses y de los grupos de personas que se paseaban por la plaza delante del patio de la basílica siendo molestados por las palomas que allí se congregaban. Me tranquilizó ver que la población de estas aves seguía tan nutrida como siempre y no unicamente porque manchaban con sus heces los impolutos techos y cristales de los autobuses.
“Gonzalerría, voy a ir solo. Si quieres entretenerte, visita el museo y la capilla”, le dije, y viendo que esto no le satisfacía como explicación, añadí, “Me voy a confesar”. Este comentario acabó por descolocarle y sólo se le ocurrió recordarme que yo le había torturado. Esta vez fue mi turno de poner cara de incomprensión.
“Acuérdate de que me torturaste”, repitió, “y seguro que la tortura es pecado. Díselo a tu confesor y espero que te ponga una penitencia que te cruja”.
Le dejé en la puerta con la palabra en la boca para dirigirme a la sacristía. Una conversación sobre el perdón de los pecados a través de la penitencia no sería demasiado constructiva en esos momentos y menos aún con Gonzalerría.
Un joven jesuita con sotana y alzacuellos me condujo a su habitación, golpeó la puerta con sus nudillos y, sin esperar respuesta, la abrió haciéndome pasar. Un anciano completamente calvo y bien alimentado, por no llamarle gordo, se giró para vernos; su amable sonrisa de bienvenida se congeló en su cara sin mostrar ningún atisbo de sorpresa o emoción, hasta que mi acompañante nos hubo dejado solos. Después, con una agilidad inesperada, se levantó y me abrazó; yo hice lo propio golpeando suavemente su mullida espalda con las palmas de las manos. Finalmente se separó de mí y me estudió, de arriba abajo, para luego fijar su mirada en la mía.
“Eneko, benditos los ojos que te ven”, me dijo.
“Igualmente”.
“No sabía si vendrías. Supe que fuiste al entierro, y pensé que tal vez te acercarías. Luego me di cuenta de que no lo harías a no ser que quisieses algo. ¿Qué quieres?”.
Como Nuria, el padre Artola también pensaba que a pesar del cariño que le tenía jamás le hubiese ido a ver, a no ser que quisiese sacar algo de él. Esta actitud no era exactamente halagadora sobre mi carácter, pero por desgracia en ambos casos tenían razón. El padre Artola había sido compañero de estudios de mi padre en la Universidad de Deusto y, con el paso del tiempo, además de su amigo se había convertido en su confesor o en algo muy parecido. Sé que cuando murió mi madre, en mi nacimiento, mi padre acudió al padre Artola para obtener la comprensión, el apoyo y hasta la esperanza en mantener la ilusión por la vida; por lo menos eso era lo que yo había deducido de una serie de comentarios que de vez en cuando uno de los dos hacía en mi presencia. No creo que mi padre se agarrase fervientemente a la fe como a un salvavidas en una situación emocional desesperada, ya que no era un hombre religioso, pero estoy convencido de que el padre Artola le dio el punto de apoyo que necesitaba, en aquel momento, con sus palabras, donde se mezclarían el sentido común, la espiritualidad cristiana, la psicología y, sobre todo, la amistad.
Su habitación era pequeña y austera, con un escritorio pegado a la ventana, un sillón con la tapicería brillante por el uso y el camastro, donde me senté. Un crucifijo de madera muy sencillo colgaba de la pared encima de dos fotos enmarcadas que demostraban cómo el padre Artola había sucumbido al pecado de la vanidad. En la primera, un joven Artola se arrodillaba delante de un anciano Francisco. La siguiente mostraba al mismo personaje, con más años y esta vez en pie, flanqueado por el siguiente Papa, Pablo VII, y por dos cardenales, demostrando la cercanía que existía entre ellos, y el nivel de influencia que el padre Artola había llegado a alcanzar en la curia.
“Tienes razón. He venido a verte por algo”, admití, contestando a su pregunta. “¿He tenido correo?”.
“No lo sé”, me contestó, “si quieres subimos a ver”.
“No, de momento, no. Ya iremos luego, ahora háblame de mi padre”.
“Murió. No hay nada más que decir. A todos nos llega. Por lo menos murió en paz”.
“Más de uno me ha dicho que se suicidó”.
“Imposible. Es mentira”.
“¿Por qué?”.
“Era incapaz de hacerlo. Nunca lo habría hecho. Además.........”
“Además, ¿qué?”.
“Me vino a ver”.
“¿Cuándo?”.
“Una semana antes de su muerte”.
Eso cuadraba, mi padre había ido a ver al jesuita necesariamente para enviarme su último mensaje.
“¿Qué te dijo?”, pregunté.
“Estuvimos hablando más de lo habitual. De lo divino y de lo humano, como si repasásemos toda nuestras vidas. Habló de ti. Habló mucho de ti. Después intentó reconciliarse con muchas de las cosas que había hecho”.
“¿Algo en concreto?”.
“No. Era como si... Como si se estuviese confesando. Como si sintiese la muerte de cerca”.
“Y ¿sigues descartando el suicidio?”.
“Sí. Desde luego. Creo que veía ciertas cosas como inevitables. Se sentía responsable de algunas de ellas, aunque no las hubiese compartido ni promovido”.
“¿Como cuáles?”.
“La falta de una educación humanista para el pueblo. La desigualdad. La destrucción del patrimonio artístico. El abandono de la democracia. Todas aquellas cosas que él pensaba que se podían haber hecho de otra forma. Estaba desconsolado con la manera de proteger la genética de la raza euskaldún”.
Sentí cierto alivio de no haber estado presente en aquella conversación entre dos ancianos al borde de la senectud, flagelándose con todo lo que podía haber sido y no fue. Aún así dejé que el padre Artola siguiese con su discurso y sólo le pregunté específicamente sobre el tráfico de obras de arte. Por la respuesta que obtuve le podía haber preguntado sobre la producción de lencería erótica de la marca Chanel.
“Yo no tengo ni idea. Ni tu padre me habló jamás de eso”.
Pensé que tampoco tenía porque haberlo hecho forzosamente.
Me imaginaba a Gonzalerría en la iglesia, deambulando, viendo el altar damasquinado y poniéndose más y más nervioso por mi tardanza. El viejo jesuita me habló largo y tendido sobre la opinión de mi padre acerca de mí y de mi hermana. Curiosamente parecía sentir más aprecio hacia mí y mis posturas sobre ciertos temas, a pesar de mis métodos expeditivos, que hacía Itziar. Me imagino que lo diría para atenuar mi mala conciencia y no le presté demasiada atención.
“Itziar, al final, le defraudó”, dijo. “Tu padre pensaba que se parecía a ti en lo que se refería a sus ideales y me dijo que se había equivocado. Nunca tuvo nada en contra de las ideas que defendías: la patria vasca, la independencia, la libertad, aunque le repugnaba la manera en que lo hacías. Pero también pensaba que tú mismo te habías regenerado, que tu partida a Al-Andalus y tu trabajo allí no eran casuales. En el fondo lo que le preocupaba era que acabases mal”.
Las posibilidades de que, efectivamente, yo acabase mal se habían multiplicado desde mi llegada a Euskadi y seguramente era el único comentario válido del discurso cargado de moralidad que me estaba dando Artola. No en vano era cura.
“Tu hermana le había defraudado más. No acababa de entender la forma en la que se aferraba al concepto de superioridad genética euskaldún. Había esperado que fuese más crítica sobre este tema o que por lo menos no lo defendiese ni colaborase para su implantación. Si era inevitable, desde su cargo de Juez Superior, debería haber sido capaz de introducir salvaguardas jurídicas para que no se convirtiese en un atropello”. El padre Artola seguía hablando y aunque vagamente me sorprendió su comentario sobre Itziar, tampoco supe darle mayor importancia. La conocía lo suficientemente bien como para saber que mi hermana confundía la legalidad con la justicia. Para ella lo fundamental era que se cumpliesen las leyes, si éstas generaban injusticias no era de su incumbencia, de la misma manera que, para llevar a cabo algo en lo que creía, aunque fuese en contra de cualquier precepto ético, defendería a ultranza la aprobación de una ley que permitiese hacerlo. Toda la legislación al amparo de la cual se había formado la Brigada de Legitimación no dejaba de ser una solemne barbaridad que chocaba contra los principios de igualdad entre los hombres al amparo de una mal concebida superioridad genética euskaldún. Pero si se creía en esta superioridad, como aparentemente lo hacía mi hermana y posiblemente mi padre, no me cabía la menor duda de que Itziar formulase las leyes correspondientes de la manera más competente, aséptica y por lo tanto inhumana, posible. De cualquier forma mucho de lo que me estaba contando, aunque interesante para un estudio sobre las relaciones familiares, no era pertinente y yo también me empezaba a impacientar de modo que decidí atajar su discurso.
“¿Te habló de Ibon Ezpeleta?”.
“Te refieres al consejero de la Brigada de Legitimación ¿no?”. Asentí con la cabeza. “No directamente y cuando lo hizo expresó cierto respeto”.
“¿Respeto o miedo?”.
“Respeto. No me dio la sensación de que le temiese. Una vez dijo que nadie sabía, ni sabría, lo mucho que la República de Euskadi le debía. Que Ibon fue el verdadero héroe del Guggenheim”.
“Si ni siquiera estuvo allí”, estuve a punto de decir. “Si él es un héroe entonces ¿qué son Gorka Zelaia, Koldo, desde su silla de ruedas, y todos los nombres que aparecen en el monumento, o incluso Nuria y el propio Gonzalerría?” Decidí acabar con la conversación. “¿Vamos a ver si tengo algún mensaje?” pregunté levantándome del camastro y acercándome a la puerta.
A pesar de su gordura, el padre Artola subía las empinadas escaleras de madera con cierta agilidad y sin perder el resuello. El crujido de la madera bajo sus pasos y el movimiento de la barandilla, que había perdido su rigidez, daban cierta sensación de abandono, como si a nadie le importase lo que ocurría allí arriba, que era lo más probable. Poco a poco se hacía sentir ese olor desagradable que desprende un palomar, una combinación áspera de producto químico y calor seco. Como no podía ser de otra manera y de una forma dramáticamente gótica, los goznes de la trampilla chirriaron cuando Artola la abrió liberando aquel hedor que hasta entonces sólo se había insinuado.
Artola me dejó pasar delante de él e hizo un ademán para ir despidiéndose. Le agarré del brazo y le pregunté si alguien había subido allí en los últimos días. “Que yo sepa, no”, me contestó, lo que no me respondió a la pregunta en absoluto, es más, creo que me dejó entrever que allí podía entrar cualquiera sin que él se enterase. Nos dimos la mano como despedida pero los dos nos dimos cuenta que aquello quedaba frío y distante. Sin mediar palabra nos abrazamos.
Me quedé solo en la habitación, cuya oscuridad sólo se veía rota por los rayos de sol que entraban de una manera delimitada, como si procediesen de unos focos, a través de los tragaluces abiertos que servían a su vez de acceso a las palomas. Los techos eran bajos y muy abuhardillados, se veían las vigas que sujetaban las tejas exteriores. Intentaría no golpearme con ellas, como en ocasiones anteriores, y vi que nada había cambiado. El suelo de madera vieja sin pulir estaba cubierto de papeles de periódico casi invisibles por las cagadas y los restos de plumas de las palomas que allí habitaban. En una esquina había una pequeña jaula hecha de alambre de gallinero donde estaban encerradas algunas de sus aves.
Aquel lugar insalubre y maloliente, por no llamarlo directamente nauseabundo, era mi centro de comunicación. Era un recurso de tecnología primitiva, que me había permitido mantener el contacto con mi padre, en un mundo donde nadie se podía fiar de la confidencialidad de las comunicaciones debido al control ejercido por las Marcas Globales sobre ellas.
Yo no sabía nada de palomas mensajeras, ni falta que me hacía. De hecho las consideraba unos bichos bastante asquerosos, pero tenían la virtud de volar los quinientos kilómetros que separaban el torreón de la casa de Pepe Manzano en Toledo del palomar del santuario de Loiola, sin perderse y llevando un pequeño cilindro metálico. Dentro de ese cilindro se introducía, escrito en papel de fumar, un mensaje que, si bien limitado en extensión, era imposible de interceptar. Por lo menos hasta el momento en que a alguien se le ocurriera montar un sistema de vigilancia con halcones.
Así había recibido el aviso de mi padre sobre el peligro que él intuía que le rondaba, con buenos motivos, y así le había comunicado yo a él que seguía vivo y con buena salud en múltiples ocasiones. Me acerqué a la jaula y saqué una de las palomas, y quitándole el pequeño contenedor atado a una de sus patas, la devolví a su sitio. Abrí la rosca que hacía de cierre y, con cierta dificultad, conseguí sacar el pequeño papel de su interior. Era un mensaje de Al-Andalus y claramente estaba dirigido a mí.
“Secuestrador capturado e interrogado. Procedente de Euskadi. Sospechas de tu padre confirmadas. Nombre conseguido: David Izaro”.
No me hubiese gustado estar en la piel de aquel secuestrador, pues conocía los métodos de interrogación de Pepe Manzano, otro supuesto Hombre Bueno como yo que, aunque de distinta escuela, era igualmente efectivo. No sabía si aquella información me solucionaba algo o me complicaba la vida todavía más, pero lo que sí me recordaba de forma inequívoca era del motivo principal de mí vuelta a Euskadi: la desaparición sistemática de niños de Al-Andalus.
Aquello era lo importante, el resto era decididamente secundario.
Inconscientemente me puse a repasar lo ocurrido en los últimos tres días. La investigación del asesinato de mi padre era un comienzo pero me era imposible saber si era relevante o no. Claro que me habría gustado saber quién, o por orden de quién, le había disparado en la sien, como también me habría encantado entregarles a la justicia, y lo haría. Pero todo parecía indicar que el motivo de su muerte estaba relacionado con la venta del cuadro de Warhol, falsificado o robado, con Delaría o Ezpeleta o ambos dos como principales sospechosos. Intentaba ser objetivo, pero Delaría era el culpable perfecto: me parecía un personaje despreciable, era el marido de Nuria, había tendido una trampa a Cintia y tenía pocos, o ningún escrúpulo a la hora de conseguir dinero e influencias. Ibon Ezpeleta era una incógnita, no solamente por el apoyo que había conseguido de mi padre y del lehendakari, sino también por su supuesto apego a Gonzalerría y a Josu Irati. Era imposible saber si había alcanzado su puesto en el Comité de forma legítima, porque mi padre y el lehendakari creían en su valía personal o porque motivos más siniestros obligaron a éstos a efectuar su nombramiento. Mi padre no me podía esclarecer la situación, y de momento no consideraba oportuno jugar la carta de pedir una audiencia con el lehendakari. En cuanto al triángulo Gonzalerría, Irati y Ezpeleta, con Ezpeleta claramente en el vértice, la única explicación que se me ocurría era que el Consejero de la Brigada estaba utilizando a sus dos comisarios como esbirros personales y tontos útiles, algo especialmente verosímil en el caso de Gonzalerría. A todo esto, ¿Quién coño era David Izaro? La base de datos de la Brigada de Legitimación sin duda tendría todos los detalles de su vida y milagros y Gonzalerría se encargaría de obtenerlos.
Antes de llegar a la parálisis por el análisis, dejé de dar vueltas a las vueltas y levanté uno de los papeles de periódicos que cubría una esquina del palomar. Esta operación era cuanto menos desagradable, puesto que el papel estaba cubierto de cagadas de paloma secas que lo convertían en una placa más o menos rígida con una textura rugosa. Debajo del periódico vi que era posible mover dos de las tablas de madera del suelo; las levanté y, con una sensación de alivio, comprobé que el escondite seguía operativo. Siempre me sorprendía el peso de aquella pequeña caja fuerte que puse debajo del tragaluz. La abrí utilizando la misma combinación que antaño y encontré lo que había venido a buscar: una pistola. Era una Walter 190 semi-automática de fabricación alemana de 9 milímetros. Sin ser un gran arma en cuanto a distancia efectiva de fuego, tenía la ventaja de ser pequeña, con una longitud de apenas diez centímetros, y el martillo estaba incorporado al cañón por lo cual era difícil que se enganchase al disparar. Comprobé las once balas del cargador y me puse la cartuchera en el tobillo. Sería más difícil y más lento desenfundar desde ese lugar, pero por lo menos nadie se daría cuenta de que iba armado al abrazarme ni se distinguiría un bulto sospechoso en mi chaqueta. En cualquier caso, nunca pensé que desenfundar rápido fuese algo particularmente efectivo; únicamente significaba que no se había actuado con suficiente antelación.
No había estado del todo seguro de que fuese a encontrar un arma allí. Sólo dos personas conocían el escondrijo del palomar: yo era una de ellas. La otra era Trébol. Aparentemente los dos volvíamos a estar en activo.
Leí la escueta nota que había dejado en la caja fuerte, “Si lees esto, bienvenido. Tu padre ha sido asesinado. No sé más. Vigila a tu hermana”. El mensaje era suyo sin lugar a dudas, ya que después de la tercera palabra debía venir un punto o una coma, ésa era la comprobación de su legitimidad. Realmente tampoco me aportaba nada nuevo puesto que ya sabía que mi padre había sido asesinado. Curiosamente la referencia a mi hermana me llamó más la atención. Era la misma advertencia que me había hecho el lehendakari, en el funeral de mi padre, casi con las mismas palabras y la misma ambigüedad, no quedando claro si debía protegerla porque estaba en peligro o si debía estar pendiente de ella por alguna acción que pretendiera llevar a cabo.