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Bilbao-16 de junio del año 2045-08:15 horas.
Dormí sin soñar. Sólo al amanecer me traicionó el subconsciente y sentí por un momento que había vuelto a la habitación de mi infancia. Intenté racionalizar esta sensación, hasta que me di cuenta de que no era algo imaginario sino absolutamente real. Me levanté e intenté prepararme un café, lo conseguí pero el sabor de origen transgénico no se parecía demasiado al café de Colombia que de vez en cuando se conseguía de estraperlo en Cádiz. Tomé un sorbo y lo dejé a un lado.
Tardé unos diez minutos en localizar los cuatro micrófonos que habían escondido en el piso; no habían instalado ninguna micro-cámara. Sólo me llamó la atención que los micrófonos eran de dos tipos distintos, lo que me hizo suponer que había dos grupos de personas interesadas en escuchar lo que ocurría en el piso.
Seguramente Gonzalerría sabría algo al respecto. Ya se lo preguntaría.
Me situé en el centro del salón intentando sentir algún tipo de vibración que me diese alguna indicación sobre lo que había ocurrido allí. Obviamente no sentí nada, sólo me sentí un poco imbécil.
Me senté en el sillón de mi padre, que estaba girado hacia la ventana. Siempre leía sentado allí. Yo me podía recordar a mí mismo con distintas edades viéndole desde las perspectivas cambiantes que marcaban mi estatura según crecía. También recordé las cabezadas que allí echaba, cada vez más largas según pasaban los años. El resto de la mancha de sangre, que no se había podido limpiar del todo, sobre la orejera del sofá me hizo volver a la realidad con un sobresalto. Me levanté y abrí la ventana intentando ver algo que debía estar allí, delante de mis ojos.
Oí los pasos de Gonzalerría antes de que llamase a la puerta.
“Hola, Xabi”, le saludé afablemente, le agarré del brazo, le llevé a la cocina y le enseñé los micrófonos. Señaló a dos de ellos indicando que eran suyos.
“Yo ya estoy listo, vamos”, dije con una voz alta y clara y cerré la puerta de la cocina de un golpe, abrí el tarro de café, o lo que fuera, metí los dos micros dentro y lo volví a cerrar para meterlo en el horno. No creo que captasen ningún sonido desde allí dentro. A todos los efectos no debían captar nada, porque el piso había quedado vacío, al menos en apariencia.
“Soy el comisario Gonzalerría, son la ocho y media de la mañana y estoy desactivando los micrófonos ubicados en el piso de Aitor Amboto hasta nueva orden”. Informó Xabier a sus colegas antes de meterse sus micros en el bolsillo.
“¿A quién pertenecen los otros dos?”.
“A la Consejería de Seguridad Nacional seguramente. Siempre están poniendo escuchas”.
“Como tú”, le acusé.
“Claro, si no ¿cómo me voy a enterar de las cosas?”.
No me pareció oportuno echarle un discurso sobre el derecho a la intimidad de las personas.
Me entregó su copia del informe de balística y con los prismáticos en la mano me preguntó para qué coño los quería. Me dio la impresión de que Gonzalerría me estaba tomando confianza y cada vez se sentía más libre para soltar tacos.
“Déjamelos”, le ordené.
Abrí la ventana y con los prismáticos empecé a revisar palmo a palmo la fachada de la casa de enfrente. No tardé en ver lo que buscaba y casi di un salto de alegría, pero mantuve la compostura y no creo que Gonzalerría se diese cuenta de nada.
“Hay un tren que sale de la frontera a las once. Si nos damos prisa, te despides de tu hermana, te acerco en coche y puedes desaparecer de mi vida antes de comer”.
“A no ser que te demuestre cómo fue asesinado mi padre”.
“Te escucho. Si nos retrasamos hay otro tren que parte a las tres de la tarde”.
“Siéntate y escucha”, le indiqué que se sentase en el sillón de mi padre.
Entonces le expliqué todo, o casi todo, desde el principio.
Cómo había recibido un mensaje de mi padre que decía textualmente: “Estoy en peligro. No sé de quién ni exactamente porqué. Si muero no será un accidente. Sigo buscando a los niños y creo que tienes razón: están aquí”, Aunque no le mencioné esta última frase, ni la forma de comunicación que teníamos establecida. No me parecía necesario ni relevante decírselo.
“Para ti eso puede ser una prueba suficiente de que no se suicidó. Para mí, no”, me contestó Gonzalerría.
Le expliqué las múltiples incoherencias de toda la situación, cómo todo el mundo desde el lehendakari hasta él mismo, habían considerado el suicidio como algo tan extremo que me desaconsejase por sí mismo cualquier tipo de investigación.
“No me marees. Todos te estamos diciendo la verdad. Dame datos”.
“Te los voy a dar. Paciencia. Dime, ¿qué encontró el forense en las balas de la pistola?”.
“Nada”.
“Efectivamente, no había ni una sola huella dactilar”. Dejó que este dato se filtrara a través de las capas más duras de su cerebro. Hizo ademán de no entender adonde quería llegar.
“Tú viste mi actuación de ayer delante del forense. No fue del todo gratuita ni me había vuelto loco al hacerla. Cada vez que metía una bala en el cargador, la cogía con el índice y el pulgar y la introducía en el cargador empujándola con la yema de éste. Es imposible no dejar ninguna huella. Imposible. A no ser que se usen guantes precisamente para no dejarlas. Algo inverosímil por parte de alguien que pretende suicidarse”.
“O que tu padre no tuviese la necesidad de cargar la pistola. Vería el cargador lleno y se pegó un tiro, así de simple”.
“Las huellas de quien lo hubiese cargado aún se mantendrían. No hay motivo para que desaparezcan, a no ser que hayan sido borradas conscientemente. Abre los ojos, Gonzalerría. Las únicas huellas dactilares posibles en las balas en caso de suicidio son las mías, puesto que es supuestamente mi pistola y están allí desde hace unos cuantos años, o las de mi padre”.
“¿Y qué? Tu padre disparó una pistola, la tuya o la que fuese, y no hay signos de violencia que indique que alguien le forzase a ello.”
Al decir eso pensé que Gonzalerría estaba siendo particularmente obtuso.
“Te voy a decir exactamente lo que pasó; quédate ahí sentado, como si fueras mi padre”.
Mentalmente yo ya tenía una idea clara de lo ocurrido. El asesino subió por las escaleras del edificio hasta la planta del piso de mi padre, delante de la puerta se puso los guantes, el gorro y los cubre-zapatos utilizados normalmente en los quirófanos por los cirujanos. La cerradura de la puerta principal la podría abrir cualquiera que supiese lo que es una ganzúa. Mi padre estaría dormido o por lo menos adormilado en su sillón, el asesino se le acercó y le pegó un tiro en la sien a bocajarro. La quemadura de la pólvora y los efectos de la bala serían idénticos a los que el forense se hubiese encontrado de haberse pegado un tiro mi padre.
“¿Y los restos de pólvora en su mano?, ¿Y las huellas dactilares en la pistola?”, me preguntó Gonzalerría, una vez que había escuchado mi teoría sin interrupción.
El asesino abrió la ventana sin mover el cadáver de su sitio, le cogió la mano e hizo que empuñase la pistola como si fuese a disparar. Después la apuntó hacia la ventana y presionó el dedo de mi padre sobre el gatillo para disparar por segunda vez. Recogió el segundo casquillo y metió una nueva bala en la recámara de la pistola. Dejó todo tal como los técnicos de la escena del crimen lo esperan encontrar en un caso de suicidio.
“Nadie oyó un segundo disparo”, dijo Gonzalerría.
“Ni un primero. Nadie oyó nada. O por lo menos nadie dice que oyó nada. Los tenéis tan acojonados de miedo que todos se van a callar. Con eso contaba el asesino”.
“Son conjeturas, Eneko, sólo conjeturas, bien argumentadas pero conjeturas. Estás intentando probar algo por la misma inexistencia de pruebas, lo que es un sinsentido”.
Le agarré de la solapa, le levanté de la silla, le di los prismáticos y le puse delante de la ventana. “Allí, a la altura del tercer piso, entre la segunda y tercera ventana. Mira. Allí está el impacto de la segunda bala. Si mandas a uno de tus sicarios a recogerla y luego se la llevas al chavalito forense, Zunzunegui, comprobarás que fue disparada por la Glock que vimos ayer. Allí está la prueba”.
No le había hecho ningún favor demostrándole que mi padre fue asesinado. Se le veía en la cara. Aún así se aferraba a su idea original intentando encontrar fallos en la realidad que le acababa de demostrar.
“¿Cómo explicas lo de tu pistola?”.
No tenía ninguna explicación razonada, de modo que empecé a pensar en voz alta.
“Yo sé que esa pistola no es la mía. No te lo puedo demostrar fehacientemente, pero es así. Conocedor de vuestros métodos de investigación, el asesino sabía que haríais un seguimiento exhaustivo para descubrir la procedencia del arma. Sería imposible encontrar un vínculo entre ésta y mi padre no sólo porque no existía, sino porque pertenecían a dos mundos absolutamente distintos. Aitor Amboto no sabía ni cómo empezar a buscar una pistola, y menos con las leyes actuales que las han hecho desaparecer de Euskadi. Por lo tanto el asesino debía ofrecernos una explicación sencilla y verosímil para su posesión por parte de mi padre. Esto fue exactamente lo que consiguió el asesino cuando aceptasteis que la pistola me había pertenecido y dejasteis de haceros más preguntas. Tal como me dijisteis era, razonable pensar que yo se la hubiese dado o que él me la hubiese robado”.
Claro que no sabíais nada de nuestro carácter: yo jamás me hubiese desprendido de un arma voluntariamente, ni mi padre se hubiese acercado a una conscientemente.
“Eso explica el porqué, no el cómo”, me dijo.
“No lo sé. Pero en el listado que nos dieron, aparte de la supuestamente mía, aparecen cinco Glock”, le dije señalando el listado incluido en el dossier del caso. “Dos de ellas no figuran como destruidas. No te puedo dar ninguna explicación, pero alguna habrá. Aunque en el fondo, ahora mismo ese pequeño detalle no cambia nada”.
Aunque yo ya me estaba haciendo una idea de lo que podía haber pasado, no se lo dije. Todavía no lo tenía suficientemente claro.
Gonzalerría aceptó mis explicaciones y, sentado en el sillón en silencio, parecía pensar. Es raro poder aplicar el adjetivo de pensativo a un treintañero grandullón, lleno de músculos y con cara de bruto, pero en ese momento se lo merecía. Le dejé con sus debates internos. Yo sabía cómo debíamos continuar y esperaba que él llegase a la misma conclusión, sin tener que forzarle con el as que tenía en la manga.
“Se me escapa. Debo informar a mi superior”, dijo apesadumbrado.
No me gustaba mucho lo que acababa de oír, pero mantuve el silencio. Se levantó y miró por la ventana para ver si localizaba el impacto de la bala a simple vista, entornando los ojos. Se volvió a sentar.
“Quizá sea una buena idea. Así te quitas de en medio y prosigues con tu espectacular carrera dentro de la Brigada de Legitimación a pesar del pequeño inconveniente de no pertenecer a la élite racial euskaldún”.
Gonzalerría pretendió no haber oído mi comentario.
“¿Y qué pasa con tu colega Josu Irati? Aceptando el suicidio de mi padre pronto se daría carpetazo a su desaparición. Sabes que por puro pragmatismo eso sería así”.
“Eneko, hazme un favor: no me toques más los cojones”.
“A no ser que...”dije distraídamente, empezando a sacar el as de la manga.
“A no ser que ¿qué?”
“A no ser que nos estemos equivocando de cabo a rabo y que Josu Irati no esté ni secuestrado ni muerto”.
“Entonces, ¿dónde está?
“Creo...,” en realidad no creía nada de lo que le iba a contar, pero lo importante era que Gonzalerría sí lo creyese. “Creo que está escondido”.
“¿Por qué?”.
“Porque Josu Irati asesinó a mi padre”.
Dejé que digiriese esta información y luego soltó una carcajada no exenta de nerviosismo.“Estás como un cencerro. Eso es imposible”.
“Mi padre estaba investigando algo. No sabemos qué. Tu jefe, Ezpeleta, le destina a que a su vez investigue a mi padre y le mantenga informado de sus pesquisas. Mi padre descubre algo que afecta directamente a Ezpeleta o a la Brigada de Legitimación. Según tengo entendido sois muy expeditivos y estáis o por encima de la ley o muy cerca de ello. Pero aún, así la repercusión social y la influencia política de mi padre os impide actuar de una forma más o menos pública. ¿Estás conmigo?”.
“No. No estoy contigo. No tienes ni puta idea de lo que estás diciendo”.
“Con o sin las instrucciones de Ezpeleta, Josu Irati simula el suicidio de mi padre, tal como hemos demostrado que se perpetró. Después, para evitar cualquier posible contacto con el crimen y correr el riesgo de cometer un error que le delate a posteriori, se esconde por un tiempo hasta que las aguas vuelvan a su cauce”.
“No estoy dispuesto a escuchar ni una sola gilipollez más”, me interrumpió.
“Déjame acabar. Ezpeleta te designa a ti para llevar a cabo la investigación, pasándose por alto a los detectives de la Ertzaintza. ¿Por qué? Yo te lo voy a decir, sin ánimo de ofender. En primer lugar porque te tiene controlado, sabe que la política racial te perjudica y no tienes demasiados escrúpulos para seguir progresando a pesar de ello, te hace sentir que mucho de lo que tienes se lo debes a él y que te lo puede quitar todo cuando quiera. En segundo lugar porque como no tienes muchas luces, en una investigación sólo verás lo que se te pone delante de los ojos. Te dio libertad total para llevar a cabo la investigación de la muerte de mi padre, sabiendo exactamente las conclusiones a las que ibas a llegar antes de empezar”.
“Todo eso son especulaciones. Pon los pies en el suelo. Además no son ciertas”.
“Eso mismo me dijiste cuando me negaba a aceptar el suicidio de mi padre”.
“¡Lo que dices es todo mentira!” me gritó.
“Demuéstramelo”, le sugerí suavemente. “Para ello tendrías que encontrar al asesino de mi padre y sus motivos”.
“No tienes ni puta idea. Te voy a enseñar algo”.