30
Neguri-17 de junio del año 2045:15:00 horas.
“¿Le vamos a interrogar?”, me preguntó Gonzalerría al aparcar el coche delante de la casa de Nuria, que también lo era de Ignacio Delaría. Con un coche oficial, y acompañado de un Comisario de la Brigada de Legitimación, no había tenido ningún problema para entrar en la zona privilegiada de Neguri.
“Sí”, le respondí. “Pero esta vez tendremos que ser sutiles”.
“Sutiles en el sentido de torturarle, como me hiciste a mí”.
“No”, en realidad no era ni por falta de ganas ni porque dudase de su efectividad, sino porque Nuria posiblemente estaría, si no directamente presente sí por lo menos dentro de la casa, y no sabía cuál podía ser su reacción.
“Entonces no es necesario que lleve el mazo”.
“No. Utilizaremos el timbre como las personas civilizadas”.
Fue el propio Delaría quien nos abrió la puerta, me imagino que nos habría visto llegar gracias al circuito cerrado de cámaras de vigilancia. Me extendió la mano y una sonrisa afable, fui igualmente educado y se la estreché. No le había conocido con anterioridad y no me defraudó, porque era exactamente como me lo imaginaba, no por los rasgos de su cara, que eran bien proporcionados y hasta atractivos, pero que me resultaban anodinos y perfectamente olvidables, sino por todo su ser. De mediana estatura y de esa edad difícil de precisar en algunas personas que han pasado de los cuarenta y aún no han llegado a los sesenta, desprendía educación y saber estar, o dicho en otras palabras: poder y riqueza, desde la suela de sus mocasines italianos, debidamente abrillantados, hasta su cuidado y bien peinado pelo.
“¿El gran Bolto? Supongo”, me dijo. “He oído hablar mucho de ti”.
“Y yo de ti”.
“Espero que sea mal. Ya conoces el dicho: que hablen de ti, aunque sea bien”, Ignacio, en su papel de anfitrión encantador, me sonreía. Me costaba ser igual de educado y me esforzaba por mantener mi congelada sonrisa en la boca.
“Me gustaría hacerte unas preguntas”.
“Hacerlas las puedes hacer. Si puedo y quiero te las contestaré. Ya conoces el dicho: no hay preguntas difíciles sino respuestas inoportunas”. Me estaba empezando a fastidiar con sus dichosos dichos.
“Te interesará contestarlas. Te lo aseguro”, cambié mi tono de voz, la cortesía de rigor tocaba a su fin.
“Me temo que como utilices ese tono en mi casa no contestaré a nada. Sé que Nuria te tiene aprecio y tu padre me caía bien, por eso te he abierto la puerta. Pero te recuerdo que no tengo porqué hablar contigo, y menos aún permitir que me interrogues”. Al menos había conseguido que Delaría también abandonase su postura de estudiada buena educación.
“Contestarás a lo que se te pregunte”, dijo Gonzalerría amenazador, pero después, recordando que debíamos ser sutiles, extendió su mano a Delaría diciendo, “Soy Xabier Gonzalerría, Comisario de la Brigada de Legitimación”, de la forma más cordial de la que era capaz. Delaría no sabía qué hacer con aquella mano extendida hacia él, pero le pudieron sus buenos modales y la estrechó.
“Pues ahora que todos lo tenemos claro”, continuó Gonzalerría, “Bolto hará las preguntas y tú las contestas”.
Delaría se limitó a coger el teléfono, marcó un número, preguntó por el Sr. Goitiandía y dejó el mensaje de que estaba en su casa acompañado de un Comisario de la Brigada de Legitimación y un servidor. A mí no me impresionó y al parecer a Gonzalerría tampoco, porque lo primero que hizo fue arrancar de cuajo el cable del teléfono, expresando su enfado. Pensé que así no íbamos a ninguna parte, o bien se usa la violencia o se es amable. Las medias tintas no llevan a ningún lado.
“Lo siento Ignacio. Te pido disculpas. Tienes toda la razón, no te puedo pedir que contestes a nada que no quieras, pero te agradecería que escuchases mis preguntas y que las respondieras según lo creas conveniente”, le dije de manera conciliadora.
Más tarde Gonzalerría me diría que había sido la mayor bajada de pantalones que había presenciado en su vida, pero Delaría aceptó graciosamente las excusas, nos pasó al salón, donde ya había estado con Nuria, y nos ofreció una bebida que no rechazamos. No todos los días se puede elegir entre güisqui escocés de malta o coñac francés de más de diez años de solera.
“¿Conoces a Carlos Uriarte?”, pregunté y creí percibir que Ignacio Delaría soltaba un pequeño respiro de alivio.
“Desde luego. Es un truhán de poca monta. ¿Qué quieres saber de él?”.
“¿Pinta cuadros para ti?”.
“Para mí específicamente no. Los pinta para la Consejería de Propiedad Publica. Tiene una rara habilidad para no hacer falsificaciones estrictamente hablando, aunque lo puedan parecer. Carlos se inspira en los grandes maestros y pinta cuadros según el estilo de éstos...”. Esta historia ya la conocía y lo único que estaba haciendo Delaría era corroborar lo que ya nos había contado Carlos Uriarte, por eso le interrumpí para preguntarle cuál era su papel en todo ese negocio.
“Soy el intermediario. La República de Euskadi necesita materias primas, incluso algunos productos más sofisticados de las Marcas Globales, nuestra economía no es autosuficiente ni de lejos. Queremos mantenernos libre de su influencia, pero las necesitamos, no queremos sucumbir a ellas pero nos son imprescindibles, no debemos abrirles las puertas de nuestro mercado y sin embargo tienen que proveernos de elementos imprescindibles. En ese comercio condicionado es donde me muevo. Alimentos naturales de Euskadi por petróleo, enseñanza gastronómica por microchips, investigación transgénica a cambio de algodón y, si hace falta, cuadros con cierto prestigio aunque de dudoso origen por piezas de recambio para los coches. Sería más sencillo si no fuese así, si volviese a existir el libre comercio pero, y creo que en esto hasta los fundamentalistas euskaldunes tienen razón, las Marcas Globales engullirían nuestra república”.
Casi me convence de que el único objetivo de sus negocios era el bien social, era una pena que aquella conversación estuviese teniendo lugar en una estancia que, si bien de buen gusto, estaba llena de todos los detalles que manifiestan la riqueza.
“Te entiendo. Tú negocias y haces posibles todas estas operaciones. Consideras que todas son legítimas mientras generen ingresos o la entrada de materiales de las Marcas Globales a Euskadi”.
“Más o menos. Yo no decido, por lo menos no decido personalmente lo que se puede o no se puede exportar ni los productos que se deben importar. Eso lo decide el Consejero de Propiedad Publica, supervisado por el propio Comité de la Republica, pero una vez que dan su visto bueno yo ejecuto la operación. Si quieres saber la verdad, nadie puso ningún reparo a las operaciones con los cuadros de Carlos Uriarte, y si las buscas me imagino que encontrarás todas las autorizaciones pertinentes”.
Entonces supe cómo Delaría estaba amasando una fortuna, con la connivencia del gobierno, casi seguro, pero les convenía hacer la vista gorda porque por lo menos utilizando a Ignacio de intermediario, el embargo al que las Marcas Globales sometían a la República no era tan impermeable ni tan oneroso como si el bloqueo fuese total. Delaría por su lado se aprovechaba de la falta de transparencia en los mercados, era la manera más fácil de hacerse millonario, el vendedor desconoce los precios a los cuales su mercancía es accesible en otros lugares del mundo y el comprador no tiene ninguna referencia del precio al que el proveedor estaría dispuesto a vender. La única persona que conoce todos los datos es el intermediario que compra a unos a bajo coste para vender a otros a un precio muy superior, y con ninguna de las partes sabiendo el dinero que se está embolsando entre medias.
“Eres un dechado de virtudes, Ignacio. Dónde estaría la República sin ti y sin gente como tú. Por cierto, ¿sacas beneficios de todas las operaciones que haces?”.
“Qué materialista eres, Bolto. Sólo piensas en el dinero”.
No sabía a ciencia cierta si dijo estas palabras cargadas de ironía o si simplemente su cinismo no tenía límites. Decidí volverle a centrar el interrogatorio.
“¿Has vendido algún Warhol original últimamente?”.
Me miró sorprendido, luego entendió la pregunta y echó una carcajada.
“¿Te lo ha contado tu padre? Era un proyecto personal suyo y a mí no me importó echarle una mano”.
Lo dijo de una manera tan natural que parecía que no existía nada turbio en el tema. Como si el asesinato de mi padre, el robo del cuadro, el ataque a Cintia y la captura de Josu, armado, para su, cada vez más cercana, ejecución, fueran las consecuencias de una pequeña travesura tramada entre mi padre y Delaría. Quizá Gonzalerría tuviese razón y lo más sensato fuese darle un par de hostias para que dejase de torearnos: la sutileza tiene un límite. Delaría debió darse cuenta de mi cambio de humor y se puso más serio, más complaciente, dando la impresión de que realmente éste era un tema en el que podía responder a todas nuestras preguntas sin ningún tipo de reparo.
“Tu padre descubrió que el cuadro había sido robado durante la batalla del Guggenheim y que no se había quemado en el incendio como pensábamos todos. No sé cómo se hizo con él, pero sospecho que el ladrón se lo entregaría para quitárselo de encima y obtener la inmunidad o alguna otra prebenda”.
De momento no tenía nada que objetar a la historia de Delaría, era sencilla, sensata y verosímil.
“Entonces tuvo la idea de venderlo”. No quería interrumpir su relato y me limité a lanzarle una mirada.
“No me mires así”, se defendió Delaría, “no lo quería vender para su propio beneficio. Aunque, si te soy sincero, yo se lo propuse para ver su reacción”.
Delaría se podía haber ahorrado este último comentario. Sé que no le hizo esa propuesta a mi padre para ver su reacción, sino para asegurarse de que no existía ninguna posibilidad de hacer la transacción bajo cuerda y embolsarse personalmente más dinero. Me imagino que me lo dijo para cubrirse las espaldas y no parecer que él sí estaba dispuesto a cometer una ilegalidad para su lucro personal, a fin de cuentas él no sabía con qué detalle mi padre me había contado la historia.
“Pero tu padre era un hombre honrado y rechazó esa idea de plano”. Lo dijo como si estuviese apenado por esa honradez.
“Su idea era otra. Él fue una de las personas que propuso y mejor defendió la idea de mantener el patrimonio artístico de la República. Fue el propulsor de la ley que prohíbe la salida de cualquier obra de arte del país bajo ningún concepto, no se debía traficar con el patrimonio para conseguir otro tipo de productos, eso él lo tenía claro y así se reflejaba en la ley. Sin embargo también veía que el Guggenheim se estaba deteriorando por falta de mantenimiento y que poco a poco sería irrecuperable”.
Algo así había insinuado Antonio Salgado, aquél amable experto en nuestra visita al museo. Por lo menos Delaría mantenía la coherencia en su relato.
“Su idea era muy sencilla. Nadie sabía de la existencia del Warhol, por lo tanto si se vendía, nadie tendría porqué saber de su procedencia. No sería la República de Euskadi quien empezase a vender sus obras de arte sino que algún particular poco escrupuloso que se hubiera hecho con el cuadro y querría beneficiarse de ello. De esa forma no parecería que estuviese vulnerando la ley que él mismo había creado”.
No se me ocurría ninguna pregunta que hacerle y creo que a Gonzalerría tampoco, si es que hubiese estado atendiendo y entendiendo los pormenores de lo que estábamos escuchando.
“Para tu padre”, continuó Delaría, “era un problema de prioridades. O bien el Warhol se quedaba en Euskadi para el deleite de futuras generaciones en un museo con goteras, o bien se vendía para arreglar esas goteras”.
Creo que hasta Gonzalerría llegó a entender esa explicación.
“Fue precisamente eso lo que negoció con el resto del Comité y la Consejería de Propiedad Publica. Todo fue meridianamente claro y transparente y la única condición de todo el trato fue que el dinero conseguido por la venta del Warhol fuese a parar directamente a la conservación del Museo Guggenheim. El resto fue pura mecánica, yo me puse en contacto con mis relaciones de las Marcas Globales y conseguí que se subastase en Sotheby’s, incluso salió publicado en su revista de arte contemporáneo. Si quieres te la enseño, la debo de tener por algún lado”.
Le dije que no hacía falta, la conocía de sobra.
“¿Qué más te puedo contar?”.
Nada, no me podía contar nada más, todo lo que había dicho tenía sentido y además lo podía comprobar fácilmente. Por supuesto que el tráfico de obras de arte no había sido la causa del asesinato de mi padre, pero yo me resistía a perder a Delaría como sospechoso principal. Quizá no fuese el Warhol, pero estaba metido en algo turbio, pues recordé su resistencia inicial a responder a nuestras preguntas y su alivio al ver que las hacíamos primero sobre los cuadros de Carlos Uriarte y después en torno a la venta del Warhol, pregunta a la que contestó con una carcajada. Eran temas en los que se sentía seguro, donde sabía que no tenía nada que ocultar ni que temer. Si aceptaba su explicación, y no tenía motivos para no hacerlo, no existía ningún otro vínculo entre mi padre y Delaría, ni siquiera entre Josu y éste. Estuve a punto de desistir y de dejarlo ahí, me había topado con una pared y no sabía cómo continuar Objetivamente la pista de Delaría se acababa en ese momento. Pero subjetivamente le tenía tal manía al personaje, por la clase que representaba, por su superioridad lograda sin esfuerzo y, sobre todo, porque estaba casado con Nuria, que no deseaba descartarle como sospechoso.
Además había cometido un error. Le había tendido una trampa a Cintia, de eso sí que estaba seguro: el propio Delaría había actuado como señuelo.
Sorbí un pequeño trago de güisqui para darme tiempo a pensar en cómo enfocar mi siguiente ronda de preguntas. Por desgracia nunca llegué a hacérselas. La llamada telefónica de Delaría a la Consejería de Seguridad Nacional había surtido efecto y el propio Consejero, Goitiandía, nos interrumpió con su llegada. Las influencias de Delaría, tal como ya sabía, no eran desdeñables, pero movilizar a uno de los pesos pesados del Comité de la República me parecía excesivo. A no ser que estuviesen involucrados en algo de gran calado o que la paranoia de Goitiandía le hiciese considerarme como a un elemento desestabilizador de primer orden, y quisiera proteger a su amigo de mi persona. En cualquier caso sólo me quedaba despedirme con la misma cortesía que Delaría me había otorgado.
“Le das un saludo a Nuria”, dije.
“De tu parte”.
Pero no pude evitar lanzar una última andanada, ese disparo final que se hace cuando sólo queda una bala en el cargador, sin demasiada esperanza de que dé en el blanco ni de que sirviese para algo.
“Por cierto, el doctor David Izaro te manda un abrazo”, dije, acertando de pleno.
Delaría miró a Goitiandía con una mezcla de pánico y de incomprensión. Con eso me era suficiente, de momento. Goitiandía amablemente me cogió del brazo y, sin darme opción, me sacó de la casa, la entrevista había concluido definitivamente. Gonzalerría nos seguía, mirando de reojo al chofer del Consejero de Seguridad Nacional, como tomándole la medida en el caso de que tuviesen que llegar a las manos.