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Gallarta-17 de junio del año 2045-13:00 horas.
“¿Qué tal andas?”, pregunté a Koldo a modo de saludo según me abría la puerta de su pequeño taller.
“Sobre ruedas”, me contestó en un tono más bien irónico al girar su silla de invalido para dejarme pasar y entrar en aquella pequeña estancia plagada de aparatos electrónicos, piezas de ordenador y micro chips de todo tipo aunque, para mis ojos, idénticos en apariencia. Observé en una de las mesas uno de los micrófonos del tipo que había encontrado en el piso de mi padre, lo cogí y se lo mostré sin preguntarle nada.
“Los fabrico para la Consejería de Seguridad Nacional, y por la cantidad que les he suministrado deben de estar escuchando todas las conversaciones del país. Creo que el único sitio fuera de su alcance es esta habitación y sólo porque me preocupo de contrarrestar sus frecuencias con las que emito yo desde aquí”, me dijo Koldo señalando un aparato de un aspecto impresionantemente moderno con todo lujo de pantallas, botones y dos teclados. Ni que decir tiene que todo lo que allí se encontraba había sido diseñado por Microsoft en Seattle, desarrollado por las mismas marcas en la región del antiguo Hyderabab controlada por ellos en la India y fabricada en sus factorías de la China rural. Cómo habían llegado desde allí hasta Gallarta era un misterio relativo, a fin de cuentas Koldo era un héroe mutilado y condecorado de la República de Euskadi, era un experto en sonido y capaz de fabricar para las fuerzas de seguridad los artilugios necesarios para poder escuchar las conversaciones de los ciudadanos. En esas circunstancias, no era de extrañar que le facilitasen todas las piezas que requiriese para la ejecución de su trabajo, además seguramente pertenecería al percentil social superior; se lo pregunté.
“Soy del percentil superior, pero te aseguro que el mérito no es mío. ¡Menuda gilipollez!”, me contestó en la seguridad de que nadie nos escuchaba. “Tu hermana y el resto del Comité deberían preocuparse más de la justicia social y de mantener funcionando lo poco que queda de la época del bienestar en vez de dedicarse a perseguir a desgraciados que lo único que quieren es buscarse la vida”. Me alegraba ver que la beligerancia socialista seguía viva y en buen estado de salud y me preguntaba si eso también no era algo que se llevase en la sangre, transmitiéndose de padres a hijos en la Margen Izquierda, la orilla del Nervión geográfica, ideológica y socialmente opuesta al Neguri de Ignacio Delaría y de Nuria Dyer. En todas las ciudades industriales europeas que crecieron al amparo de la Revolución Industrial, como Glasgow, Birmingham, Lille o Hamburgo, existía la zona residencial donde los empresarios construían sus mansiones y los barrios obreros ubicados en torno a las fábricas, minas o talleres propiedad de éstos. Casi siempre estos barrios obreros estaban a la vista de las mansiones, pero el viento predominante soplaba en contra de tal forma que los humos de las fábricas no llegasen hasta los empresarios. Bilbao no era distinto y en su apogeo, las minas de Gallarta, los Altos Hornos de Barakaldo y los Astilleros de Sestao generaron riqueza para las familias de Neguri y una clase obrera que pronto quiso mejorar su situación, uniéndose, creando sindicatos y enganchándose a la bandera del socialismo. Pero todo esto es historia, incluso antes de finalizar el siglo pasado la industria pesada ya había sufrido las reconversiones suficientes para acabar con la clase trabajadora como grupo de presión. La desindustrialización de principios de siglo, donde la producción de las Marcas Globales se trasladaba a aquellos lugares donde no existía ningún componente de agrupación obrera y la mano de obra era más barata, acabó con cualquier rescoldo de lucha de clases. Sólo en la mente de algún idealista como Koldo quedaba viva la llama de un proletariado unido y combativo contra el poder capitalista. Una idea más que trasnochada en vista del dominio ejercido por las Marcas Globales y su sistema económico que, sinceramente, no sabía si había transgredido al capitalismo o si representaba su inevitable conclusión. En un arrebato de compañerismo obrero cerré el puño de mi mano izquierda y lo levanté diciendo de una manera melodramática, “Color de sangre minera tiene el oro del patrón”. Koldo me miró como a un bicho raro y me pidió que dejase de decir estupideces, con razón. Llevaba el pelo cortado al cero, en otras palabras no tenía pelo, lo cual contrastaba con la melena que llevaba, a veces recogida en una coleta y otras suelta hasta los hombros, cuando le conocí durante la defensa del Guggenheim, y que le daba un aspecto hippy. Siempre he asociado la falta de pelo con alguna enfermedad, pero su aspecto era saludable aparte del hecho evidente que estaba postrado en una silla de ruedas porque no tenía piernas. Se las habían amputado por encima de la rodilla. Yo me sentía responsable de que las perdiese, porque lo era. También sabía que Koldo seguía con vida gracias a mí y él a su vez era consciente de que se la había salvado.
“Seguro que no has venido a verme para ver qué tal andaba”, me dijo repitiendo mi saludo inicial con el humor negro de los discapacitados que han aprendido a reírse de su situación. “¿Qué coño quieres?”, preguntó. Empezaba a no preocuparme el hecho de que todas las personas a quienes visitaba pensarían que lo hacía para conseguir algo de ellos. Realmente no se equivocaban de modo que le dije exactamente lo que quería.
“Eso está hecho. Menuda gilipollez me pides”, contestó. “¿Para qué la quieres?”.
“Será mejor que no lo sepas”.
“Entonces no lo sabré”.
Media hora más tarde Koldo me entregó una pequeña caja, del tamaño de dos cajetillas de tabaco, con un pulsador, que metí en un bolsillo. ”Todos los componentes son de Microsoft. Son los mejores”, me dijo, para luego añadir, “Sólo pueden ser los mejores porque en realidad son los únicos”. No le dije que ese artilugio, si funcionaba, me salvaría la vida. Esperaba no tener que utilizarlo y de hacerlo que fuese efectivo.
Gonzalerría no tardó en llegar y saludó a Koldo revolviéndole el pelo, en el caso que lo hubiese tenido, pero que se quedó como una caricia afectuosa en su rapada cabeza. Le preguntó qué tal andaba como una frase hecha, sin ningún atisbo de humor y con una absoluta falta de sensibilidad, en ambos casos subrayando la forma de ser de un Gonzalerría en estado puro. A Koldo no pareció importarle, tenía asumido que Xabier era como era, y aún así le mostraba aprecio.
Antes de que pudiésemos empezar a rememorar viejas batallas, Gonzalerría dijo, “A Josu le quedan menos de catorce horas de vida”. El deber, una vez más, nos llamaba.