45

Gernika- 19 de junio del año 2045- 10:00 horas.

“Guarda la pistola, por favor, sabes que no vas a disparar”, me dijo Ezpeleta. Tenía razón, pero no estaba dispuesto a obedecer ninguna orden suya, aunque la diese de una forma tan educada y relajada. El lehendakari estaba sentado detrás del escritorio de su despacho, mientras que Ezpeleta y yo ocupábamos las dos sillas bajas situadas delante de él. Si ignorásemos la pequeña Walter que tenía en mi mano, nuestra reunión podría verse como una sesión donde se trataban temas importantes pero rutinarios dentro de los asuntos despachados habitualmente por mis interlocutores.

“La muerte de tu padre no tenía nada que ver ni con cuadros, ni con niños desaparecidos ni con nada por el estilo”, me había dicho Ezpeleta unos minutos antes. Me lo temía, no, en realidad me acababa de dar cuenta de ello. Sin quererlo me había metido de lleno en una intriga política que hubiese hecho aplaudir al más cruel de los Borgias en el Renacimiento, enorgullecer a los miembros del Soviet Supremo de la U.R.S.S. y conseguir la aprobación del Consejero Delegado de Unifood Inc. en su reunión anual de las Marcas Globales. Había estado en el centro de una conspiración donde la traición, la mentira, la manipulación y el asesinato estaban a la orden del día, y no me había dado cuenta de ello hasta el final de la partida.

“Mi nombramiento como Consejero de la Brigada de Legitimación”, me explicó Ezpeleta, “fue el primer paso que se dio para intentar frenar la influencia de los nacionalistas más radicales”.

“Tu padre y yo mismo perdimos el control. Nos hacíamos viejos, y sin darnos cuenta, Goitiandía se había hecho con el control de las fuerzas de seguridad. Nos era imposible dominarle sin correr el riesgo de que diese un golpe de estado en toda regla y se hiciese con el poder absoluto. Era un tira y afloja continuo con él. Toda la política de control genético empezó siendo algo que considerábamos necesario para gestionar la llegada de refugiados, y de la noche a la mañana se convirtió en una auténtica pesadilla liderada con entusiasmo por los matones de Goitiandía y apoyada por las leyes que preparaba tu hermana, y que el Comité se veía obligado a aprobar por las amenazas de revueltas callejeras que Goitiandía tenía la capacidad de fomentar”, decía el lehendakari intentando explicarme sus acciones, o la falta de ellas. Yo sólo podía interpretar aquellas palabras como una serie de excusas envueltas en un pragmatismo político que no era otra cosa que cobardía.

“Aceptó mal mi nombramiento,” explicó Ezpeleta refiriéndose a Goitiandía. “Pero asumió que continuaría en su línea de persecución a los percentiles raciales inferiores y de protección de la esencia euskaldún. En realidad, entre tu padre y el lehendakari le habían quitado una buena parte de su poder y yo me tenía que dedicar a hacer cumplir aparentemente las leyes de legitimación pero de la manera más ineficiente posible. Mi misión era sabotear mi propia Brigada, pero sin que fuese demasiado obvio, era preferible pasar por incompetente y permitir un relajo generalizado que aplicar las leyes a rajatabla. De ahí que depositase mi confianza en Josu Irati y Xabier Gonzalerría, que no eran los más listos, pero no eran fundamentalistas y sus lealtades estaban claras”. Hacia ti, pensé, a mí Gonzalerría me había vendido sin ningún tipo de remordimiento.

“Poco a poco”, el lehendakari tomó el relevo del relato, “estábamos desactivando el poder real que Goitiandía había creado. Realmente habíamos estado viviendo en un estado policial”. Al escuchar esas palabras no pude contenerme.

“Tú lo permitiste. Tú eras el responsable”, gesticulaba con mi pistola. “Esa falta de libertad no se consigue de la noche a la mañana, y tampoco se llega a ello sin la utilización perversa de una ideología que hace que unos hombres se sientan superiores a otros desde su nacimiento”.

“Espero que tengas el seguro de la pistola puesto”, me sonrió Ezpeleta intentando desactivar la tensión del ambiente. “A mí no me apuntes, que yo he hecho lo que he podido”.

“No te puedo dar ninguna excusa, pero la realidad es que en esa situación son las fuerzas de seguridad, o mejor dicho quien las controla, el que tiene el verdadero poder. La antigua Unión Soviética no estaba dirigida por sus órganos de gobierno, sino por el KGB”, intentaba apaciguarme el lehendakari.

“Pero vosotros pusisteis a alguien como Goitiandía allí, para luego ser incapaces de relevarlo”, le acusé.

“Tienes razón. No queríamos perder lo que pensábamos que habíamos conseguido y fuimos unos cobardes. No te puedo decir nada más. Sólo que tu padre y yo quisimos cambiarlo, quisimos hacer un último esfuerzo antes de morir, o de que fuese demasiado tarde”, dijo el lehendakari. “Íbamos a derogar las leyes de Legitimación y de Reclasificación Zonal. Todos los habitantes de la República volverían a tener los mismos derechos como paso previo al sufragio universal”.

Ése había sido el verdadero motivo de la muerte de mi padre. El mismo motivo por el que habían muerto millones de personas: la lucha por la igualdad. Por un instante me sentí orgulloso, pero pronto se me pasó, estaba sentado delante de los manipuladores más taimados que conocía y seguramente me estaban diciendo aquello, aunque fuese verdad, por algún motivo oculto; para que guardase la pistola, por ejemplo.

“Empezamos a tantear a los miembros del Comité menos radicalizados, y alguien debió filtrar esta información al resto, específicamente a tu hermana y a Goitiandía. Itziar fue a ver a tu padre para que reconsiderase su postura, el propio Goitiandía vino a verme recomendándome mi jubilación. Nos mantuvimos firmes a pesar de la presión a la que intentaron someternos, Josu Irati como hombre de total confianza fue designado para proteger a tu padre”.

“Menudo éxito”, murmuré.

“Todos sabemos que fracasó, pero también fue capaz de seguir investigando. No sabemos qué pistas estaba siguiendo, pero sí que era consciente del peligro que corría”.

“Y no hicisteis nada para salvarle”, mi acusación hizo mella, sobre todo en Ezpeleta, que miró al suelo y fue incapaz de hacer uso de sus comentarios lacónicos.

“Como tampoco habríais hecho nada por mí”.

“Nunca lo sabremos”, Ezpeleta recuperaba su estado habitual con este comentario.

“Eras nuestro comodín”, explicaba el lehendakari, “no teníamos ni idea de qué harías ni cuáles serían tus reacciones, nos limitamos a estar informados gracias a Gonzalerría y mantenerte en acción el mayor tiempo posible.

Conseguiste desconcertarnos en tu persecución de falsificadores de cuadros que no entendíamos, y que Gonzalerría era incapaz de explicar. Como tampoco entendíamos la importancia del doctor Izaro hasta que apareció Goitiandía en la casa de Delaría. Tu hermana se nos adelantó al detenerte después de registrar el despacho del doctor y estuvimos preocupados por tu suerte hasta que volviste a contactar con Gonzalerría. No sabíamos ni dónde estabas ni lo que estabas haciendo en ese tiempo”.

No merecía la pena malgastar saliva para explicarles que fue el único momento desde mi regreso que había disfrutado plenamente, en casa de mi padre y en compañía de Cintia.

“Ya tenéis lo que queríais”, les dije.

“Gracias”, me dijo Ezpeleta.

“No me las des. No era consciente de lo que hacía. No quería hacer nada por vosotros. Simplemente me utilizasteis y yo fui lo suficientemente ingenuo para dejaros hacer. No me las merezco. Ya tenéis el poder. Adiós Ezpeleta, quiero estar a solas con el lehendakari”, dije con brusquedad.

“Primero dame la pistola”, me pidió extendiendo la mano. De manera automática quité el cargador.

“Te he pedido la pistola”.

“Cógemela. Esta vez hay una bala en la recámara”. No se atrevió a acercarse y yo hice saltar el proyectil al suelo. Ezpeleta se tuvo que agachar para recogerla; al levantarse le entregué el cargador y accedió a marcharse. Tenía ganas de estar a solas con el lehendakari, aún me quedaban asuntos pendientes con él.

“¿Quién dio la orden de que los grupos armados saliesen de la clandestinidad?”, pregunté directamente a aquel viejo.

“Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Tú recibiste una orden, como componente de esos grupos, que decidiste acatar”.

“Efectivamente, todos recibimos esa orden de Trébol”.

“Si sabes la respuesta para qué me haces la pregunta”.

“Trébol también dio la orden de ponernos bajo el mando de Goitiandía”.

“Entiendo que así fue. ¿A dónde quieres llegar?”.

“Todos los comandos fueron agrupados en una sola compañía. Trébol me imagino que estaría al corriente de esa decisión”.

“Supongo que sí”, asumió el lehendakari.

“Todos menos yo y media docena de mis más cercanos colaboradores, que nos dedicaron a proteger las retransmisiones”.

“Como bien sabes, era una parte fundamental del plan”.

“Fundamental, tal vez, pero mucho menos arriesgada que lo que se tenía previsto para el resto”.

“Tal vez”.

“Porque desde el primer momento se les iba a utilizar como carne de cañón. Se les puso en primera línea de fuego, algo asumible. A fin de cuentas alguien tiene que estar ahí, pero luego se les abandonó. Las fuerzas que tenían que cubrir su retirada fueron replegadas, dejándoles solos en la barricada del puente, en principio para que muriesen dotando de realismo al avance de las tropas de las Marcas Globales. Estas últimas tenían que mordisquear el cebo antes de seguir la ruta que se les estaba marcando para llegar al Guggenheim, y tragaron el anzuelo. Como beneficio adicional se eliminarían de un plumazo a todos los grupos armados, facilitando el gobierno del país después de la contienda”.

“Puede ser cierto todo lo que me estás diciendo, pero sigo sin saber para qué me lo cuentas”.

“Le he dado muchas vueltas al tema desde que ocurrió, y he llegado a la única conclusión a la que podía llegar. La desaparición de los grupos armados formaba parte del plan para la creación de la nueva República de Euskadi desde el principio y fuimos traicionados. Trébol nos traicionó”.

“No lo sé”, dijo tímidamente.

“Trébol nos traicionó”, le recalqué, “pero me quiso proteger. No quiso que yo estuviese defendiendo aquella barricada. Goitiandía no tomó la decisión de que yo tomase el mando de las retransmisiones, fue tomada por él, y así me lo dijo en su momento. ¿Por qué?”.

Tomé la bala que había sacado del cargador y guardado en mi bolsillo mientras Ezpeleta se distrajo buscando el proyectil que había caído al suelo, y la puse encima de la mesa.

“Fue una orden dictada por Trébol para alejarme del peligro, por motivos personales. Más tarde fuiste tú quien me dijo que Trébol había dejado de existir, insinuando que había muerto o que se había fugado. Me chocó que supieses de su existencia”.

Puse la pequeña Walter encima de la mesa, al lado de la bala.

“Y ahora me encuentro con que Trébol ha sido capaz de conseguirme un arma y emplazarla en su escondite habitual, para que pudiese continuar con las investigaciones que le interesaban a él”.

Introduje la bala en la recámara.

“Poniendo todo en perspectiva tenía todo el sentido del mundo que el liderazgo político estuviese vinculado a la lucha armada. Llevando esta tesis al extremo es hasta lógico que la cabeza de ambas organizaciones sea la misma persona. Pero jamás debió traicionar a sus hombres cuando su presencia podía convertirse en indeseable para sus fines”.

Le tendí la pistola cargada.

“Voy a salir por la puerta. Puedes utilizar esa única bala para dispararme por la espalda, pero, si te queda algo de valor, me dejarás marchar. Luego la podrás utilizar para acabar con tu vida con un mínimo de dignidad.

Su cara se llenó de tristeza, asintiendo con lo que acababa de decir, pero no se movió ni hizo ademán para coger el arma.

“Porque, lehendakari, Trébol eres tú”, sentencié, mirándole a los ojos.

No dijo nada durante el largo rato que permaneció inmóvil, únicamente veía el dolor y la pena reflejados en su cara. Estaba pensando en utilizar las palabras adecuadas. Finalmente habló:

“Todos tus razonamientos son correctos, pero te has equivocado de persona. Yo sólo conocí la identidad de Trébol al final. Trébol era Aitor Amboto, tu padre”.