Capítulo 33

Me encerraron en mis aposentos. Allí, sin despojarme de la capa, me hice un ovillo en el suelo con las rodillas levantadas hasta la barbilla. Fingí no ver ni oír a las odiosas mujeres que entraban con un guardián para traerme la comida, que me negaba a probar. Ignoraba sus ácidos comentarios para que abandonara mi indecoroso comportamiento. Sólo cuando reconocí la voz de Juana entre ellas, me levanté para arrojarme sobre ella como una poseída, cogiendo el plato que tenía más cerca y arrojándoselo, lo que hizo saltar el contenido por los aires. Mi hermanastra lanzó un grito y salió corriendo de la habitación para no regresar más.

Después de aquello, me dejaron ver a Beatriz. Me susurró que don Lope y Soraya habían sido despedidos. La casa estaba rodeada y las puertas cerradas con cerrojo. Los víveres eran traídos de la ciudad y dejados a las puertas del castillo para ser recogidos por uno de los guardias.

—¿Y mi hija? —pregunté.

—Está aquí. No le han hecho daño. Han dejado que doña Josefa se quede y cuide de ella. Pero Villena la vigila de cerca, como lo vigila todo, aunque la infanta sólo es una niña.

La miré con los ojos enrojecidos. Sólo entonces me di cuenta de que mi cabello rodeaba mi rostro en mechones apelmazados y que mi cuerpo sin asear desprendía olor.

—Permitidme que ordene agua caliente para bañaros —dijo Beatriz—. Dejadme cuidar de vos.

Me rendí a sus atenciones.

Vestida con un traje limpio, comí un poco y empecé a meditar sobre lo que me aguardaba. Por mucho que lo intentó, Beatriz no logró que nadie soltara prenda. No obstante, decía que Soraya no se había marchado de Arcos. Se había instalado en la villa y todos los días acudía a palacio a suplicar que la admitieran. Nadie la dejaba entrar. Sólo después de repetidas súplicas de Beatriz, invocando mi salud, consiguió que Villena me concediera papel, cera y tinta, supuestamente para escribir cartas que, por supuesto, revisaría antes de enviarlas.

No esperaba misericordia de mi padre y no le escribí. Pero sí escribí a mi hermana Catalina en Inglaterra. Le abrí mi corazón, le supliqué que me perdonara por no poder ayudarla en sus infortunios, pero resultaba inconcebible para mí abandonar el trono que nuestra madre me había encomendado. Incluso cuando le entregué la carta a Beatriz para que la despachara, preguntándome si alguna vez llegaría a manos de Catalina, rememoré la terrible escena con mi padre y me volví a preguntar por qué había sellado mi propia desgracia al no aceptar la propuesta de Enrique Tudor. Incluso llegué a ir hasta la puerta para llamar a Villena y decirle que había cambiado de opinión.

Pero me detuve. Nunca podría hacerlo ni ahora iba mi padre a permitir que me fuera. Tal vez nunca había sido ésa su intención. Tal vez necesitaba que yo me negara para poder hacer lo que había deseado hacer desde que se enteró de la muerte de Felipe.

Pasaron semanas. Envié otras cartas inocuas a la marquesa de Moya en Segovia y a mi hijo Carlos en Flandes, pero la verdad es que pasaba la mayoría de mis interminables días y mis interminables noches escribiendo estas palabras, anotando los sucesos que me habían conducido a esa hora.

Y esperé. Una tarde, Beatriz me trajo la cena y me dijo que no habíamos sabido nada importante porque mi padre había estado ausente de Castilla para combatir una revuelta en el sur. Pero ahora había regresado, después de llegar a un acuerdo con los rebeldes.

Entonces, se inclinó sobre mí, y con el rostro cansino y los ojos febriles, dijo:

—He oído cómo Villena le decía a esa arpía de Juana que el almirante ha enviado una carta a su majestad en la que cuestiona vuestro encierro. Y ha dicho que Castilla nunca cesará de luchar por su legítima reina y que su majestad debería pensar bien en su estado de gracia antes de cometer un acto que ni Dios ni España le perdonarán nunca.

Le apreté la mano.

—Entonces no todo está perdido —dije con la voz quebrada.

Beatriz me rodeó con sus brazos.

—Ocurra lo que ocurra, siempre estaré a vuestro lado, mi princesa.

Esa noche vinieron a buscarme.

Mirando a través de mi cabello despeinado, vi unas figuras reunidas alrededor de mi lecho, apariciones sin rostro cuya armadura brillaba a la luz intermitente de la antorcha que sostenía una de ellas. A mi lado, Beatriz se despertó con un grito de miedo. Mi mirada se detuvo al pie de la cama. Allí estaba Cisneros, observándome con su huesudo rostro blanco donde sus ojos ardían como brasas.

—Alteza, es hora de levantarse.

Obedecí. Me sentía entumecida mientras Beatriz me despojaba de mi ropa de cama y me ayudaba a ponerme un vestido oscuro de abrigo.

—¿Sabéis adónde vamos? —le susurré mientras me ataba las mangas.

—No —me respondió.

Sentí que le temblaban las manos. Me escrutó con los ojos llenos de lágrimas. Cogí su mano un instante mientras reprimía una ola de espanto.

Media hora después entré en la fría sala acompañada de Beatriz. Además de Cisneros y Villena, la reunión incluía una comitiva completa de guardias.

Mi corazón se aceleró. Después de pasear la mirada por los hombres, reparé en doña Josefa, que, con mi hija en brazos y envuelta en un chal, se hallaba en la puerta que daba al patio. Catalina lloraba porque la habían despertado de manera brusca. Inmediatamente me dirigí hacia ella.

Villena chasqueó los dedos. Cuando un guardia le arrebató a Catalina y se marchó con ella a toda velocidad, doña Josefa apretó su chal contra su rostro, inclinó la cabeza y empezó a llorar.

Me giré hacia Villena.

—¿Adónde lleváis a mi hija?

—La campesina y vuestras damas se quedarán aquí —dijo—. Vos y la infanta vendréis con nosotros.

—¿Quedarse aquí? Pero necesito a mis damas. Deben venir conmigo…

—Otras os ayudarán.

Me cogió del codo clavándome los dedos hasta hacerme daño.

—Vamos. No protestéis.

—¡Apartad las manos de mí, traidor! —grité.

Mantuvo mi mirada. Me soltó haciendo un gesto con el brazo.

—Vuestra silla de manos os espera.

Miré por encima del hombro. Beatriz, de pie, estaba rodeada de guardias. Mi hermanastra Juana alzó la barbilla. Me quedé sin respiración cuando la vi ejecutar una reverencia burlona.

Ni una estrella ni un rayo de luna aliviaban la oscuridad. Cuatro caballos tiraban del carro sobre el que descansaba la silla de manos cubierta. Al verla, titubeé mirando la cabalgata. Cuando vi que los guardias cargaban el cofre de Felipe sobre un carromato, bajo la dirección del condestable, temí que se me doblaran las rodillas. Éste se giró para mirar por encima del hombro. Incluso desde donde me encontraba, aquella terrible cicatriz y aquel ojo penetrante se clavaron en mí. Su boca, curvada bajo la tupida barba, sonreía con una mueca. Al igual que su esposa Juana, siempre había servido a mi padre.

Una figura espectral se detuvo delante de mí. Cisneros inclinó la cabeza.

—Esto no es la Mota. De aquí no escaparéis.

—Un día pagaréis por esto —le dije con voz temblorosa—. Si mi madre estuviese viva haría que os decapitaran por esto. Habéis mancillado su memoria.

Se estremeció.

—La infanta Catalina viajará con vos —dijo. Dio media vuelta y se alejó con su capa ondulando detrás de él como si fueran alas enceradas.

Me subí a la silla de manos. Dentro encontré a mi hija con los ojos abiertos de par en par. La abracé a mí mientras escuchaba cómo los hombres montaban sus cabalgaduras. Nos pusimos en marcha con un vaivén mareante.

Antorchas empapadas con brea transportadas por la escuadra iluminaban el camino. En medio del chacoloteo de los caballos, abandonamos la villa de Arcos y emprendimos camino hacia el sur. Atisbando a través de una rendija de las cortinas, vislumbré figuras a los lados del camino. Eras las gentes del pueblo que habían llegado a conocerme en el tiempo que había pasado allí. Miraban con resentimiento. Una mujer levantó el puño en alto. Otras la siguieron, en un gesto conjunto de desafío.

Los miré, los individuos anónimos y pisoteados que labraban la tierra, se casaban, criaban y enterraban a sus hijos, vivían y morían. Nunca me había sentido tan cerca de ellos como en aquel momento. Nunca antes había comprendido lo que muchos de ellos sufrían también.

Y, entre ellos, escuché de repente un lamento, una queja de pena en la lengua perdida de los moros. Me incliné más hacia delante, escrutando las sombras con desesperación. Reconocí a Soraya en el camino, junto a un grupo de mujeres. Estaba arrodillada cogiendo puñados de tierra con la mano y arrojándoselos por encima de la cabeza. Al levantar el rostro manchado de tierra, nuestras miradas se cruzaron.

Un soldado a caballo se acercó rápidamente para correr la cortina, pero antes oí que alguien gritaba:

—¡Que Dios bendiga y cuide a su majestad!

Lo sabían. Mi pueblo sabía lo que estaban haciendo conmigo.

Me había convertido en uno de ellos. Un día se alzarían para vengar esa traición.

Después de ver eso, el soldado cabalgó todo el rato a nuestro lado. Me pareció que el viaje duraba años. Incapaz de mirar fuera, acuné a Catalina en mis brazos y la arrullé con canciones de cuna para que se durmiera. Su olor embriagaba mis sentidos, produciéndome una tranquilidad que de otra manera habría perdido para siempre. Aún me quedaba mi hija y la abracé tan fuerte, último bálsamo en una existencia rota, que la desperté. Abrió sus ojos de color verde mar y me miró con tanta intensidad que me entraron ganas de llorar.

—Mamá, ¿adónde vamos?

Llorosa, sonreí.

—A casa —susurré—. Vamos a casa, hija mía.

Al amanecer me acerqué a la ventanilla para descorrer las cortinas. El soldado no se había ido pero esta vez no me detuvo. Miré más allá de él y de los otros soldados montados en sus cabalgaduras. Divisé las rocosas e incipientes escarpaduras y reconocí inmediatamente el dominio del Duero, en Castilla.

Mientras el día comenzaba a despuntar, los búhos cazaban. Me quedé observando fijamente sus descensos, ensimismada por un momento en su gracia. Estaba en casa, pensé de repente. Por fin, había vuelto a la tierra donde había nacido, al lugar donde mi vida había empezado.

No miré el agreste perfil de la fortaleza que se levantaba delante de mí ni las almenas teñidas de sangre por el sol. No me pareció que el rastrillo que colgaba suspendido sobre mi cabeza se abriera a unas fauces ni tampoco presté atención al chirrido de sus enormes cadenas cuando descendió para volver a su lugar.

Se cerró con un estruendo y una rotundidad tal que su eco resonó por toda Castilla, por las aldeas encaladas y las llanuras áridas, pasó por delante de mi desolada casa en Arcos y los embrujados parapetos de la Mota, atravesó las calles de Toledo y las murallas de Burgos y llegó a un salón vacío donde un rey, solo y sentado en su trono, juntaba las manos delante de su rostro pensativo.

Y allí se perdió en el silencio.