Capítulo 27
Pasaron tres días cargados de expectativas. Al cuarto, los gritos y el tintineo del metal nos despertaron. Mercenarios alemanes embutidos en sus cotas, grandes como barbacanas, y sosteniendo sus picas, entraron en mis aposentos para anunciar nuestra inmediata partida. Beatriz y yo apenas tuvimos una hora para guardar nuestras pertenencias en los baúles y hacer el equipaje antes de ser escoltadas al patio, donde se encontraba reunido el ruidoso ejército de Felipe.
Nadie dijo nada. Rodeadas por los guardias, y en medio de una algarabía de hombres, fuimos conducidas hasta Castilla, a la ciudad natal del conde de Benavente. A nuestra llegada, Felipe me instaló en los aposentos de la casa real con centinelas apostados día y noche en mi puerta.
Atrapadas en las lujosas cámaras, sabía que algo terrible había ocurrido. Beatriz me informó de que los nobles no paraban de murmurar pero no había logrado descubrir nada en concreto. Temía por mi valiente Soraya, de quien no habíamos tenido noticia alguna.
El 28 de junio se confirmaron mis peores temores.
Felipe fue a mis aposentos, acompañado de don Manuel, del marqués de Villena y del conde de Benavente. Con voz afectada, que envolvía todas las palabras del documento que tenía en la mano como si fuera la letra de una canción, don Manuel recitó en voz alta:
—Por la presente se anuncia que su majestad la reina Juana, nuestra muy amada consorte, no desea tomar parte en ningún asunto gubernamental o administrativo ni ser informada de ellos. En caso contrario, ello conduciría a la agitación de nuestro reino debido a su enfermedad. Para evitar el mencionado mal, recomendamos a nuestro suegro, el rey Fernando, que renuncie a la regencia y abandone Castilla inmediatamente. En caso de que él, o cualquier otra persona que lo apoye, interfieran en nuestra posesión del trono, tal ofensa será considerada como delito de traición y se castigará con la cárcel o la muerte. Firmado el 27 de junio de 1506, por su alteza, Felipe, archiduque de Flandes y rey de Castilla.
Don Manuel enrolló el pliego y me lo entregó.
—Una copia para los archivos de vuestra majestad. Veréis que la mayoría de los grandes han añadido sus firmas.
Con una mano sujeté firmemente el chal que llevaba encima de los hombros, mientras la otra descansaba sobre mi vientre. Estaba sola. Beatriz había ido a buscar mi comida.
—¿Tenéis mi firma o la de mi padre? —pregunté—. Porque de no ser así, llevar ese escrito a las Cortes no significará nada.
—Tu padre sabe que no le conviene desafiarme —saltó Felipe—. Ya no tiene a nadie que lo ayude, salvo a los nobles de Aragón, que no se arriesgarán por él. Y mi ejército es lo bastante grande para aplastarlo, a él y a su miserable reino, si así lo decido. Será mejor que reces para que abandone Segovia y marche hacia Aragón antes de que le lea el edicto. Mientras tanto, mañana organizaremos una corrida de toros para celebrarlo. Tienes permiso para no asistir, aunque espero que tomes parte en mi coronación. Se celebrará el mes que viene en Valladolid, durante la reunión especial de las Cortes.
Se marchó mirándome a hurtadillas, con don Manuel escabullándose detrás de él. Villena y Benavente se quedaron. El conde apartó la vista cuando lo miré a los ojos. Por una vez en su vida, Villena encontró los medios para no sonreír.
Alcé la barbilla. Para mi sorpresa, mi voz apenas temblaba.
—Yo, en el lugar de vuesas mercedes, me andaría con cuidado. Como acabáis de ver, mi marido no respeta nada, por sacrosanto que parezca. Me pregunto qué hará cuando llegue el momento de recompensaros.
—Consideraremos vuestras palabras —replicó Villena.
Hizo una profunda reverencia y se marchó. Benavente me miró. En sus ojos vi miedo. Era un hombre de apetitos sencillos, que prefería una vida sin complicaciones y que siempre había dejado sus decisiones a su aliado el marqués.
—Alteza —masculló—, yo no deseo ver que os pase nada.
Antes de que pudiera contestar, Beatriz entró corriendo con un plato tapado en la mano. Miró a Benavente y lo increpó:
—¡Traidor! ¡No tenéis vergüenza! ¡Es vuestra reina y está preñada! ¡Voto a Dios que pagaréis por todo lo que le hagáis!
—¡No quería hacer esto! —exclamó mirándome con ojos suplicantes—. Alteza, os juro que de haber sido por mí, nunca os veríais tan difamada.
—Compartid con Villena vuestras preocupaciones —susurré—. El marqués tiene mucho que perder si mi esposo fracasa. Y, según parece, vos también.
Hizo una reverencia apresurada y se marchó. Al cerrarse la puerta, me agarré a ciegas al pilar de la cama.
Beatriz dejó el plato sobre la mesa y se acercó a mí.
—¿Qué os han dicho esos villanos? Vamos, debéis acostaros ahora mismo. Estáis pálida como un muerto.
—No hay tiempo para eso —dije obligándome a mantenerme recta—. No me queda otra alternativa. Felipe convocará a sesión a las Cortes el mes que viene. Pero mi padre sigue aún en Segovia. Ahora os necesito más que nunca. Debo escapar.
Al anochecer teníamos un plan. Sentada en mi lecho, Beatriz memorizaba mis instrucciones.
—Deben creeros. Deben pensar que la sorpresa de sus noticias ha puesto en peligro mi salud y la de mi hijo. Decidles que si no se me permite hacer ejercicio, sin duda enfermaré. Decidles que un paseo a caballo por el parque me sentará bien. Llorad, suplicad, postraos a sus pies. Haced lo que sea para convencerlos. Preguntadles adónde podría ir una mujer embarazada. Apelad a Villena y Benavente. Si queda algo de honor en sus miserables almas persuadirán a don Manuel. No desean que muera estando en sus manos.
Asintió tímidamente.
—Princesa, haré todo lo que pueda. Pero ¿por qué no me dejáis acompañaros? Sería más seguro si fuéramos juntas.
—Ya os he dicho por qué. Podrían negarse. Debéis aprovechar la ocasión para fingir que limpiáis mis aposentos. Nuestra marcha juntas levantaría sospechas. Sólo disponemos de una oportunidad. No podemos fallar.
Me incliné sobre ella y tomándola de los hombros miré fijamente sus ojos negros, ojos a los que recordaba haciéndome un guiño mucho tiempo atrás, el día de mi boda por poderes. Había estado conmigo desde el principio. Temía nuestra separación casi tanto como ella.
Fingí una carcajada.
—No pongáis esa cara de preocupación. ¡Seguramente llegaré allí antes que vos! Recordad que en el momento que den la alarma de mi fuga, vos también debéis apresuraros. Y hagáis lo que hagáis, no permitáis que os cojan. Os necesito conmigo en Segovia.
Me costaba creer que un plan tan sencillo funcionara. Sin embargo, allí estaba, a horcajadas sobre una yegua zaina, cabalgando hacia el parque flanqueada por Benavente y Villena.
Levanté el rostro para mirar el sol y disfruté del aire caliente y opresivo que nos envolvía. Los tiernos pastos del parque estaban resecos. Los nudosos robles y los olivos se intercalaban entre los florecientes escaramujos, únicas plantas silvestres que crecían con fuerza en verano. Sus rojos brillantes y sus malvas me hipnotizaban. Parecían pintadas en un lienzo quebradizo, demasiado brillante para ser real.
Detrás de nosotros distinguía, a lo lejos, los gritos de «¡ole!» que provenían del ruedo donde los toreros se enfrentaban a los cincuenta toros que Felipe había ordenado sacrificar. Como yo esperaba, toda la ciudad había acudido a presenciar el espectáculo y durante nuestro paseo por el parque, las únicas almas que habíamos visto eran los vigilantes que se ocupaban de abrir y cerrar las puertas. Apenas nos miraron, demasiado contrariados por perderse la fiesta y el vino gratis para prestarnos atención.
Benavente se aclaró la voz.
—Alteza, ¿me dais vuestro permiso?
Asentí con un gesto.
—¡Cómo no, vuesa merced!
—Deseamos que sepáis que nosotros…
Miró nervioso a Villena.
—Lo que quiero decir es que el marqués y yo no aprobamos las acciones de su alteza. Pero nos ha ordenado que lo acompañemos a presenciar su nombramiento y no estamos en posición de negarnos.
—Sí. Mi esposo puede ser un hombre persuasivo —dije—. Nadie lo sabe mejor que yo.
—Lo es —terció Villena lacónicamente—. Nos amenazó con encarcelarnos si no accedíamos. Pero todavía tendrá que vérselas con las Cortes. Su alteza necesita su apoyo para ser nombrado rey y todo el mundo puede ver que vuestra alteza está preñada. Las mujeres en vuestro estado son propensas, de manera natural, a la melancolía. Eso no significa que no seáis apta para gobernar, ¿verdad?
—Así es.
Examiné la zona que tenía delante. Beatriz me había dicho que cuando fue a defender mi causa, Villena había mencionado que una vieja muralla romana rodeaba el parque y que, por lo tanto, un paseo a caballo sería seguro. Impaciente por llegar al ruedo y alardear de su éxito, don Manuel había accedido. Cuando atravesamos las puertas de la ciudad, noté con inquietud que la muralla parecía en verdad resistente, pero ahora empezaba a ver que allí, cerca de la confluencia con el río Esla, había sido abandonada y en uno o dos lugares estaba casi en ruinas. ¿Podría saltarla? ¿O acabaría rompiendo las patas de mi yegua y mi propio cuello en el intento?
Benavente estaba muy locuaz, deseoso de expiar sus culpas ahora que me había encontrado dispuesta a escuchar.
—Por supuesto, si las Cortes juzgan legítimo que el archiduque gobierne como único soberano, debemos obedecer. Pero no deseamos mal alguno a vuestra alteza. Nunca lo hicimos.
—Naturalmente —repuse.
¿Me tomaban por una estúpida? No dudarían en encerrarme si pensaran que podrían salirse con la suya. Pero las palabras que les había dirigido el día anterior, obviamente, habían arraigado en ellos. Él y Villena habían empezado a preguntarse si era prudente confiar su futuro a Felipe y a don Manuel.
Cogí las riendas con más fuerza mientras tomábamos una curva en el camino. No me atreví a mirar a mi alrededor para no traicionar mi propósito.
—Vuesas mercedes —dije, esperando que mi voz no les sonara tan aguda a ellos como me había sonado a mí—, ¿podríamos acelerar un poco el paso?
—Oh, sí, sí, por supuesto.
Benavente sonrió, muy contento de hacerme un favor y así ganarse el derecho a decir que había hecho todo lo que había podido para ayudarme cuando lo necesitaba.
—Doy las gracias a vuesa merced.
Llené mis pulmones de aire, sujeté las riendas entre mis dedos e invoqué mi fuerza. Entonces clavé mis espuelas tanto como pude en los costados de mi yegua.
Asustada por cambiar el trote, dio un salto hacia delante. Ni siquiera respiré cuando la espoleé de nuevo, esta vez más fuerte, y me incliné sobre su cuello arqueado con el vientre contra el cuerno de la silla.
—Corre, bonita, corre —le susurré al oído—. Corre tan rápido como puedas. Corre por tu reina.
El grito de Villena me llegó como si procediera de muy lejos.
—¡Alteza! ¡Alteza! ¡Deteneos ahora mismo!
Sabía que uno de ellos correría detrás de mí mientras el otro volvería a la ciudad para dar la voz de alarma. Recé para que fuera Benavente quien me siguiera, porque era el más viejo y el que estaba en peor forma. Él también montaba una yegua como yo, mientras que el de Villena era un caballo andaluz, criado para correr. No sabía lo rápido que mi montura podía correr. Por fortuna pesaba menos que en mis anteriores embarazos. Como si sintiera mi ansiedad, la valerosa criatura aumentó el paso y pareció que volaba hacia la sección de la muralla que teníamos delante.
Un grito brotó de mi garganta. Era demasiado alta.
Voy a morir, pensé, voy a estrellarme contra la muralla. Pero al menos moriré libre. Cerré los ojos y enterré mi rostro en las crines de la yegua. Sentí que me elevaba en el aire, que volaba. Me tensé, preparada para sentir el crujido de mis huesos, el golpe letal de mi cuerpo contra la pared rocosa.
La yegua aterrizó en el suelo con la gracia de una bailarina. Me había mordido los labios. Levanté los ojos y vi que habíamos sorteado la muralla y ahora galopábamos por las tierras salobres. Las lágrimas resbalaban por mi rostro.
¡Lo había conseguido! ¡Había escapado!
Me aventuré a mirar por encima del hombro. Mi júbilo desapareció. Villena también había saltado el muro y me perseguía, gesticulando furiosamente. El viento le había arrancado el sombrero y su cabello se alborotaba alrededor de sus enfurecidos rasgos.
Volví a hincar mis espuelas en la yegua. La pobre criatura corría ahora tan rápido como podía, resollando por el esfuerzo. Con un caballo como el de Villena, podría haber llegado en un soplo a Segovia, pero me habían dado una cabalgadura más vieja, criada para ser montada por damas y dar dóciles paseos alrededor del parque.
Tenía que alejarme de las salinas. Con suerte podría perder de vista a Villena. Divisé un denso bosque de pinos en una colina. Tirando de las riendas hacia la izquierda, galopé hacia allí.
Villena empezó a abandonar. Todavía lo veía, pero cada vez a más distancia. Había dejado de asir las riendas con dureza. Al sentir que la brida se aflojaba, la yegua ganó velocidad. El bosque se acercaba y divisé los primeros pinos. La vegetación y la maleza eran lo bastante espesas para esconderse. Permanecería en el bosque hasta que cayera la noche y reanudaría el camino al amparo de la oscuridad.
La yegua escaló la colina, esparciendo rocas sueltas y gravilla con sus pezuñas. Cuando llegamos a la cima, al lindero del bosque, se detuvo para mi espanto con los flancos empapados de sudor y respirando agitadamente. La saliva le resbalaba de la boca. La había conducido al agotamiento.
Con ansiedad, examiné el terreno yermo que se extendía ante mí. Me había desviado de mi curso hacia el río, pero mi viraje brusco debió de disuadir a Villena, porque no había rastro de él. O bien había cesado la persecución para ir en busca de refuerzos, o buscaba una manera de interceptarme el paso cuando saliera del bosque. Para entonces ya se habría corrido la noticia. Era sólo cuestión de tiempo que adivinasen mi destino. Afortunadamente, había escogido el camino más largo.
Desmonté y conduje la yegua al interior del bosque sin hacer caso de mis dudas. Estaba en mi tierra, me había criado allí. Encontraría el camino.
Sólo supe que el sol había empezado a ponerse cuando, tras elegir un camino a través del laberinto de senderos de ciervos, alcancé un claro.
Bajo el cielo veteado de escarlata divisé una vieja cabaña rodeada por una cerca dentro de la cual había algunas cabras flacas. Una mujer encorvada, que llevaba puesto un vestido andrajoso, colgaba haces de hierbas en el quicio de la puerta para que se secaran. Al verme se quedó inmóvil. Su rostro sin edad estaba marcado por la vida, la piel morena y ajada como las pastas de cuero de los libros. Me dolía todo el cuerpo. Mientras la mujer apartaba las hierbas y se acercaba a mí, tuve que agarrarme a las riendas de la yegua para no caerme al suelo. No podía dar un paso más.
—Señora, señora, ¿se encuentra bien?
La mujer era de una delgadez extrema y tenía los ojos de un negro acuoso. Su mirada se posó en mi vientre.
—Está preñada —exclamó—. Venga, le daré un tazón de leche de cabra.
—No lo comprendes —susurré—. Debo encontrar el camino que lleva al río.
Sus desconcertados ojos se iluminaron.
—El camino. Sí, lo conozco. Pero está muy lejos. Pronto será de noche. Se lo enseñaré mañana. Ahora venga, está cansada y debe descansar.
Era una pobre gitana que vivía en el bosque, aislada del mundo y considerada tan hereje como los moros. Sin embargo, ofreció todo lo que tenía a una extraña de paso y embarazada, a otra mujer, a una marginada. Refugio y un tazón de leche.
Con un gesto de agradecimiento, dejé que me condujera a su choza.
A la mañana siguiente me desperté con el canto de un pájaro, dolor de espalda y de posaderas, y una sensación de paz desconocida. Disfruté de ella mientras permanecía acostada, con mi arrugada ropa, sobre un montón de paja en la burda choza. Hacía tanto tiempo que no era libre que había olvidado lo que se sentía. Mientras me levantaba de la esterilla y pasaba una mano por mi enmarañada cabellera, vi que la mujer se había ido. Sobre la mesa estaban desparramadas las hierbas secas que me había mostrado minuciosamente, nombrándolas una por una: mandrágora, manzanilla, belladona y romero, y una extraña baya roja que llamaba «el sueño del moro».
Todas ellas podían dar una combinación letal o benigna en manos de un experto herborista.
—Una pizca del sueño en una copa de vino acabará con todos sus enemigos —había dicho y sus ojos negros brillaron a la luz de la lámpara de sebo, como si adivinara por qué había huido.
Además de las hierbas, vi que había dejado otro tazón de leche todavía fría de las vasijas de barro que tenía en el suelo de tierra de la choza. También había unas rebanadas de pan con miel y una grasienta mermelada. Devoré todo con fruición. Mi yegua había pasado la noche en el cercado con las cabras. La encontré allí sola. La mujer debía de haberse llevado las cabras a pastar mientras yo dormía. Debía reanudar mi camino pero me tomé un momento para disfrutar de los rayos de sol que atravesaban las copas de los árboles, adornando el claro con reflejos dorados. En aquel momento me pareció que la existencia de la mujer era tan poco complicada que sentí una punzada de envidia por la vida anónima que llevaba.
Entonces el mundo se vino abajo. Unos instantes antes había escuchado el canto de los pájaros con el rostro mirando al cielo. Ahora había sido un grito de terror interrumpido con una brusquedad mortal, seguido de hombres a caballo que invadieron el claro, pisoteándolo. Era la tropa de mercenarios de mi esposo, que arreaban un pequeño rebaño de frenéticas cabras. Uno de los hombres lanzó un bulto a mis pies mientras yo retrocedía. Al bajar la vista y contemplar el amasijo de sangre que era la cabeza de la gitana, lancé un grito de horror.
—¡Aquí estás! ¡Voto a Dios! ¿Es que siempre tienes que echarlo todo a perder?
Felipe se acercó a mí a medio galope. Mientras oía desmontar a los hombres, me di la vuelta para volver corriendo a la choza. También sentí los relinchos de mi yegua, nerviosa por el olor a sangre fresca. Jadeando, maldiciendo en voz alta, buscaba un cuchillo, un hacha, cualquier cosa con la que defenderme. Cuando sentí su mano enguantada en mi brazo me encontré presa del terror y de la incredulidad. Me desasí dando un tirón.
—¡Asesino! ¡Monstruo! ¡No me toques!
Se rió. Parecía enorme en aquel espacio cerrado, donde profanaba la paz que se había respirado en aquel lugar.
—Basta. Ya te has divertido. Ahora vendrás conmigo. No tengo tiempo para juegos.
—¿Juegos? ¡Has asesinado a una mujer inocente!
—No valía nada. Y ahora ven conmigo si no quieres que te coja de los cabellos y te arrastre afuera.
—Eres un cobarde. Un miserable cobarde que se esconde detrás de las faldas de un enano.
—No me llames cobarde tú, ¡una loca!
Dio un amenazador paso al frente. Me detuve. Mi miedo se evaporó, dejándome fría.
—¿Preferirías que me dirigiera a ti como vuestra majestad, como hace ese montón de traidores de los que te has rodeado? Te odian, ¿sabes? En cuanto te des la vuelta, te traicionarán. Te colgarán, a ti y a don Manuel, de la horca más cercana.
—¡Silencio! Eres tú quien me traiciona una y otra vez. ¿Crees que no conozco tus ardides, tus patéticos intentos para poner a tu padre en mi contra?
Acercó su rostro al mío.
—Dejé ir a tu doncella porque sabía que nunca llegaría a Segovia, como así fue. Apenas estaba a medio camino cuando mis hombres la encontraron y le hicieron saber, de forma que no dejaba lugar a dudas, que había causado muchos más problemas de lo que valía.
Mi respiración se aceleró. Soraya, no. Mi leal Soraya no.
—Me dijeron que se defendió con bravura —añadió riéndose—, pero al final aprendió una lección que tardará en olvidar.
—¿Qué… qué le han hecho? —susurré.
—Lo que se merecía. Pero fueron misericordiosos. Todavía vive. Sin embargo, no volverás a verla. Ni tampoco verás al hijo que dejaste aquí para usurpar mi lugar.
—¡Es nuestro hijo! —grité—. ¿Cómo puedes hablar de él como si no significara nada para ti?
Su rostro se torció.
—¡Porque nunca fue mío! Te aseguraste de que así fuera cuando lo dejaste aquí con tu madre. Lo único que representa para mí es una amenaza. Sugiero que tu padre lo guarde bien y no lo deje alardear.
Se detuvo. Una terrible sonrisa trastocó su semblante.
—Ahora, después de lo que has hecho, ¿crees que voy a permitir que te reúnas con ellos? ¿Crees que te protegerán? Idiota. Tu padre se ha olvidado de ti. Aunque tu mora hubiera llegado hasta él no habría servido de nada. Huyó de mi ejército sin presentar batalla.
—¡Mentiroso! Da igual lo que mi padre haya hecho, tú lo habrás obligado. ¡Lo haría para protegerme!
Felipe soltó una gran carcajada.
—Siempre te ha gustado fingir que el mundo es mejor de lo que es. Pero sé la verdad. Y te diré una cosa más. Tu padre no está en Segovia. Envió un mensaje en el mismo momento en que urdías tu plan. Va camino de Aragón y desde allí marchará a Nápoles. De modo que esta ridícula escapada ha sido para nada, a menos que planearas viajar hasta Italia en ese jamelgo tuyo.
Mis dedos alcanzaron las hierbas. Mientras cogía un puñado y las ocultaba en el bolsillo de mi capa, se echó a reír.
—Mañana me acompañarás a Valladolid y mostrarás a las Cortes cómo honras a tu esposo. Puedes ir como una dama o puedes resistirte. Sólo te prevengo que si eliges lo segundo —y en este momento me cogió de la muñeca y me arrastró hacia él para darme un beso violento que me lastimó la boca—, entrarás en la ciudad encadenada.
Me soltó. No me llevé la mano a mi boca herida. Mantuve su mirada y dije con una voz que provenía desde lo más profundo de mi corazón:
—¡Te mataré!
Pasé a toda velocidad por delante de él y de los guardias que me esperaban fuera.