Capítulo 10
Regresé con mis damas a Bruselas. No se lo conté a nadie, ni siquiera a mi querida Beatriz, incluso cuando mi dolor, mi rabia y mi humillación me carcomían por dentro. Ordené al asombrado servicio de palacio en Bruselas que preparara mis aposentos. Y aunque el palacio sólo estaba limpio a medias desde nuestra última visita, sin esteras nuevas en los suelos ni alfombras, sin tapicería ni ropa de cama limpia, y con montones de ropa sucia y maloliente todavía sin retirar, me instalé en mis aposentos y actué como si estuviera rodeada de la corte.
Ni una sola vez en dos semanas salió de mis labios el nombre de mi esposo.
Al principio concebí alocados planes de huir a España tan pronto como naciera mi hijo. Quería volver a casa, instalarme en la Alhambra y criarlo como un príncipe español. Lloré más lágrimas de las que puedo recordar. Pensaba en que no volvería a ver a Felipe y luego, como una persona lastimada hurga en su herida, me obligué a recordar la escena en el dormitorio y volví a sentir una terrible incredulidad. No sabía si lo había hecho antes y si lo volvería a hacer, pero había destruido mi confianza en él, y a medida que pasaban los días me preguntaba si todo lo que habíamos sentido, todo lo que habíamos compartido, la pasión y la risa, el baile y las noches sin dormir, habían sido una ilusión.
Siempre había sabido que la infidelidad era una parte desgraciada pero común en el matrimonio. Mi padre adoraba a mi madre y, sin embargo, había tenido amantes. Mi madre nunca había protestado, al menos no públicamente. Es más, cuando una de sus amantes le dio un hijo y otra una hija, llamada Juana, mi madre había llevado a las dos criaturas a la corte para que fueran criadas tal como correspondía a su rango. Y a las amantes se les encontró maridos apropiados, una vez que el interés de mi padre se desvaneció. Pero, ¿cómo se había sentido la reina Isabel cuando descubrió la ruptura de lo que ella había creído ser la unión perfecta? ¿Había llorado o recriminado a mi padre en privado? ¿O sólo había mostrado ecuanimidad, enterrando su dolor en lo más profundo de su corazón? De ser así, sabía que yo debería hacer lo mismo, aunque sólo fuera porque, como ella, no tenía otra elección. Felipe era mi esposo y yo no tenía ni voz ni voto en cómo decidía comportarse. Podía considerarme afortunada de que fuera joven, guapo y de que me quisiese. Otras princesas se contentaban con mucho menos.
Sin embargo, no podía aceptarlo. El hecho de que se hubiera acostado con otra mujer me hería menos que darme cuenta de que no se había molestado en reprimirse. Había antepuesto su propia satisfacción a nuestro amor, despilfarrándolo en el momento en que una dificultad se había cruzado en nuestro camino. Me pareció descuidado, insensible, el acto de un muchacho vengativo. Y temí no hallar nunca la resignación que necesitaba para perdonarle.
Entonces, una tarde, cuando me preparaba para dar mi paseo diario por los jardines, apareció Beatriz corriendo.
—Su alteza, la archiduquesa Margarita está aquí. Insiste en que la recibáis.
Me quedé inmóvil.
—¿Aquí? ¿Por qué? Pensaba…
Mi voz se apagó cuando la puerta se abrió y entró la hermana de Felipe, vestida de luto de los pies a la cabeza, con los brazos abiertos.
—Ma chérie.
Su abrazo casi me ahoga. Luego me apartó para mirarme detenidamente. Enseguida supe que lo sabía. Había vuelto de España y había visto a Felipe. Le había contado nuestro alejamiento y ahora había venido para que hiciéramos las paces. Pero ¿por qué seguía llevando luto?
—Vais de negro —dije en voz baja.
—Sí.
Margarita bajó los ojos.
—Pero ya han pasado los seis meses de luto por mi hermano.
—Oh, Dios mío. —Suspiró—. Tal como temía no lo sabéis. No os lo han dicho.
Nuestras miradas se encontraron. La cámara empezó a tambalearse.
—¿Decirme qué? —me oí decir.
No contestó. Una lágrima se derramó por su mejilla.
—¡Dios mío! ¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Se trata de Felipe? ¿Le ha ocurrido algo?
—No. Mi hermano está bien. Espera abajo. No sabía si querrías verle.
Mi cuerpo se tensó.
—¿Felipe está aquí?
Me tomó del brazo.
—No he venido aquí por él. Querida, vuestra hermana Isabel… lo lamento mucho, pero ha muerto.
Escuché sus palabras en absoluto silencio.
—No es posible —repliqué.
—Ya sé que es una gran sorpresa —dijo Margarita—. Su preñez iba tan bien, era casi perfecto. Nadie esperaba que el parto fuera tan duro. Vuestra madre escribió a Felipe rogándole que no os dijera nada hasta que naciera vuestro hijo. Pero cuando llegué a Lierre, después de ese viaje infernalmente largo, insistí en que viniéramos inmediatamente. No quería que estuvieseis sola en caso de que llegara a vuestros oídos la terrible noticia.
Sentí que el aire se evaporaba de mis pulmones. Sentí que no me movía mientras me asaltaban los recuerdos. Evoqué a Isabel, de luto, llorando la muerte de su príncipe consorte. Su desaprobación cuando Catalina y yo nos escapamos a los jardines de la Alhambra. Y recordé sus palabras el día que abandoné España. Dijo que nunca volveríamos a vernos. ¿Cómo podía saberlo?
Hundí el rostro entre mis manos.
—Dios, no puede ser. Otra vez no. No, mi pobre hermana.
Margarita hizo ademán de abrazarme cuando oí una voz suave que decía:
—Mi infanta.
Levanté la vista. Él estaba en la puerta con el sombrero en la mano. Parecía pálido, delgado.
—Tengo la carta de tu madre —dijo—. Me temo que es verdad. Isabel ha muerto.
Desde la puerta de mi recámara, doña Ana dejó escapar un gemido. Beatriz acompañó afuera a mi desconsolada dueña. Felipe se acercó a mí. Lo miré a los ojos.
—¿El hijo de mi hermana es…?
—Un niño. Lo bautizaron Alfonso. Pero el parto también estuvo a punto de acabar con su vida. Tu madre lo ha llevado a Granada con la esperanza de que se recupere.
—Granada. Sí, el aire es puro allí. Granada le curará.
Sentí que Felipe tomaba mi mano. Tenía tanto frío que me pregunté si alguna vez volvería a experimentar calor.
—Por favor, perdóname —dijo suavemente, y el dolor reapareció tan afilado como una navaja.
Retrocedí.
—No puedo. Ahora no. Por favor, vete. Has hecho lo que debías. Ahora, déjame sufrir en paz.
Su boca se crispó.
—Juana, ¿cuánto tiempo más dejarás que esto se interponga entre nosotros?
—No lo sé —murmuré.
Eché a andar hacia mis aposentos y cerré la puerta sin volverme para mirar las figuras inmóviles de Margarita, indefensa, y de Felipe a su lado.
Cerré la puerta con llave. Luego, me senté en la cama al lado de doña Ana. Beatriz y Soraya nos flanqueaban como dos centinelas, mientras rodeaba con los brazos a mi dueña y me entregaba al llanto.
Pasé recluida el periodo oficial de luto por mi hermana. Esta vez no me desvié del protocolo descrito. Inmediatamente después, a principios de noviembre de 1498, comenzó el parto. Para sorpresa de todos, al cabo de pocas horas de empezar di a luz a una niña que sería bautizada Leonor. Comadronas y médicos se apresuraron a aliviar lo que percibieron como desilusión con la declaración de que mi aparente facilidad para dar a luz indicaba que pronto tendría un hijo varón. Asentí, disimulando un placer encubierto. Al alumbrar una hija, y no el príncipe que tanto había deseado, había frustrado las ambiciones de Besançon.
Felipe sólo demostró alegría con la chillona infanta. Mi presentación oficial ante la satisfecha corte, después de abandonar mi retiro y acudir a la iglesia para celebrar servicios especiales, ocultó la distancia que había entre nosotros. Compartíamos el mismo palacio, acudíamos al salón para cenar juntos, pero una vez concluidos nuestros deberes públicos iba sola a mis aposentos y cerraba la puerta con llave. Varias veces intentó hacerme entrar en razón pero no quise escucharlo. Estaba herida y confusa. Nunca había esperado que Felipe deseara a otra mujer, y mucho menos que se acostara con ella. No sabía qué hacer. Debería haber sido la mujer más feliz del mundo con un recién nacido y un marido que, a los ojos del mundo, era el príncipe perfecto. Sin embargo, no podía sentirme peor ni más sola.
Después de las fiestas de Año Nuevo de 1499, Margarita vino a verme a mis aposentos. Su padre, el emperador, la había prometido con el duque de Saboya, un anciano caballero con ricas posesiones, y había sido llamada a Viena para conocer a su nuevo prometido. Me gustaba mi cuñada. Era una mujer alegre e inteligente que había sobrevivido a la muerte de mi hermano y que ahora hacía frente a otro matrimonio con ecuanimidad. Al escuchar la noticia, sonreí con tristeza.
—Os echaré de menos —dije.
Apoyó las manos en las caderas.
—Me marcho la semana que viene pero no sé cómo puedo hacerlo tal como están las cosas. Exactamente, ¿por cuánto tiempo más planeáis castigaros? Mi hermano está abatido. Apenas come o duerme. Y vos, por lo que parece…
—Me ha traicionado —repliqué—. ¿Por qué debería estar abatido?
Suspiró.
—Ma chérie, si todas las esposas cerraran la puerta a sus maridos cuando los pillan con los calzones bajados, no nacería un solo hijo legítimo en este mundo.
Sé que decía la verdad. Después de muchas reflexiones y lágrimas sabía que ésa era la suerte de una esposa, y sin embargo no podía resignarme a ella. No quería ser una de esas mujeres que miran a otro lado cuando su marido se pierde. No deseaba ser como mi madre.
—He intentado perdonarle —dije titubeando—. Sólo Dios sabe cuánto.
Hice una pausa, mirando a Margarita a los ojos.
—¿Debería hacer como si no hubiera pasado nada? ¿Es eso lo que me aconsejáis?
—No. Sabe lo que ha hecho.
Dio un paso hacia mí.
—Pero lo amáis, y él os ama. Creedme, el orgullo no es un buen compañero de cama. Al menos dejad que se acerque a vos. Dadle una oportunidad para expiar su error.
—¿Cómo puede expiarlo? ¿Cómo puedo saber que no volverá a ocurrir?
—No podéis —suspiró—. Querida, sois aún tan inocente en los asuntos del corazón. No comprendéis que los hombres son más imperfectos que nosotras, por mucho que nos tilden de ser el sexo débil. ¿Quién sabe por qué un hombre se aparta del buen camino? Pero sí sé una cosa: nunca quiso haceros daño. Sencillamente es aún más crío que vos, un muchacho obligado a ser adulto demasiado pronto. Y cuando los muchachos se sienten rechazados o traicionados, a menudo arremeten contra aquellos a quienes más aman.
—¡No lo traicioné! No le negué el título que ansiaba.
—Lo sé. Durante toda su vida Felipe ha aprendido que su imperioso deber es buscar su engrandecimiento como príncipe y que cuando se comete una ofensa contra un Habsburgo, éste debe tomar venganza.
—Eso lo entiendo. Pero ahora es un hombre y Besançon no le hace ningún bien. Confía demasiado en él.
Resistí el deseo de añadir que sabía que Besançon había planeado esta fisura en mi matrimonio. Que había incitado a Felipe, y tal vez escogido a la mujer. El día en que nos enfrentamos me había hecho una advertencia. Dejó muy claro que no debería aspirar a ejercer más poder que él sobre Felipe, y luego se aseguró de hacerme comprender mis limitaciones.
—Es posible —dijo Margarita—, pero está casado con vos, no con Besançon. Podéis encontrar la manera de perdonarlo porque sois la más fuerte.
Tomó mis manos entre las suyas y prosiguió:
—No sabéis cuánto he rezado para que encontrara una esposa como vos, que le diera la felicidad y el cariño que tan desesperadamente necesita. Mi hermano habita un mundo muy duro. Para sobrevivir ha aprendido a cerrar su corazón. Pero con tiempo y paciencia podéis enseñarle a ver sus errores.
¿Cómo podía resistirme a semejante súplica? No podía imaginarme los años venideros privada de compañía, el amor y la unidad que creía haber encontrado. Tenía diecinueve años y toda una vida por delante. Y quería compartirla con el hombre con el que me había casado.
—Hablaré con él, si queréis —añadió.
Asentí, abrazándola.
—Lamento que sólo os haya dado más cargas —murmuré.
—Ah, chérie —replicó—, ¿para qué está si no una cuñada? Si no fuera por las cargas de otros, las mías podrían parecerme demasiado grandes.
Nos besamos en la mejilla y ella partió para ocuparse de los preparativos de su marcha a Austria.
Sola en mi cámara, empecé a desenredar el nudo oscuro y doloroso que atenazaba mi corazón. Se fue deshaciendo lentamente, nudo tras nudo, hasta que finalmente permití que aflorara el perdón que había negado a los dos.
Ocho días después, al concluir el banquete de despedida de Margarita, Felipe vino a verme. Estaba sentada delante del tocador dorado, mientras Beatriz me quitaba mis joyas. Al ver su imagen reflejada en el espejo, su silueta blanca, hice un gesto con la mano para que mis damas abandonaran la habitación.
Dudaba, como si tuviera miedo de cruzar el umbral de la puerta. Contuve la respiración.
—Adelante.
Entró en la habitación. Estaba tan guapo como el día que nos conocimos. Los zafiros de su jubón brillaban a la luz de los candelabros, compitiendo en vano con el intenso azul de sus ojos o sus mechas rubias por cabalgar al sol sin sombrero, que veteaban la cabellera que le caía sobre los hombros.
Lo miré a los ojos.
—¿Por qué? —pregunté.
Frunció el ceño.
—¿Por qué?
—¿Por qué lo hiciste?
Bajó la mirada.
—Ya te lo dije. Estaba enfadado. Besançon me enseñó la carta de tu madre y fue como escuchar a mi padre, oírle decir que no era lo bastante bueno.
—Ya veo.
Aparté la vista un momento. Lo entendía, por mucho que no me gustara. Sus estados le habían denegado su soberana independencia y acto seguido había sido rechazado por mis padres. Aunque nunca había tenido ningún derecho a pedirlo, no era su intención ofender ni podía admitir, como lo hacía yo, que su canciller, monseñor Besançon, le había aconsejado mal.
—Mi infanta —dijo suavemente y mirándome con una tristeza que me partió el corazón—, nunca antes he perdido el perdón de nadie. Pero ahora os lo pido a vos.
Sentí un nudo en la garganta.
—Yo… yo quiero. Pero debes prometerme una cosa.
—Lo que sea.
—Nunca más. Prométeme que no lo volverás a hacer.
—Lo prometo —dijo, y ya no pude controlarme más.
Me acerqué a él y de repente lo tuve en mis brazos, abrazándome con fuerza como si llevase mucho tiempo privado de alimento. Me desnudó y me depositó en la cama. Con sus dedos ensortijados en mis cabellos y mis brazos rodeándolo mientras se despojaba de su ropa a la luz del candelabro situado encima del tocador, me deleité contemplando el musculoso cuerpo que conocía tan bien y que tanto había echado de menos en la penumbra de la habitación.
Cuando todo acabó palpé sus labios. Acercó mi cuerpo al suyo y nuestros brazos y piernas se entrelazaron. Sentí un escalofrío. Me volví hacia él, buscando, pero sus ojos ya se habían cerrado de sueño.
Unos meses después, me causó una gran alegría saber que estaba embarazada. Felipe decidió que nos mudáramos a Lierre con sus canales y sus casas de madera. Organizó fiestas espléndidas y me compró joyas, vestidos y perfumes. Esta vez se cumplirían nuestros deseos. Esta vez traería al mundo un hijo.
A principios de septiembre partió para celebrar otra reunión con sus estados. Esta vez lo hizo bien armado, después de pasar varias semanas antes con Besançon, preparando argumentos legales y estatutos que demostraban que había alcanzado su madurez. Y se llevó al arzobispo con él, lo cual era igual de bueno. Aunque no le había dicho nada a Felipe sobre nuestro último enfrentamiento, Besançon sabía por mi postura firme y fría que le convenía no sobrepasarse. Y al ver que yo esperaba otro hijo, así lo hizo.
Permanecí en mis agradables aposentos, cuidando del bebé que llevaba en mi vientre y en compañía de mi hija Leonor. Al igual que en mi primer embarazo, sólo padecí unas semanas las horribles náuseas que postraban a otras mujeres y pronto sentí el aburrimiento de no hacer nada en todo el día. Mis comadronas me purgaban, reunidas alrededor de la palangana, para examinar mi sangre. Anunciaron que todos los signos indicaban que tendría un hijo y que debería realizar un poco de ejercicio ligero para fortalecer su crecimiento.
Por ese motivo paseaba por las galerías, elegía los tejidos que adornarían la cámara donde daría a luz y pasaba horas con Leonor, que era una niña adorable y muy curiosa. También escribí a mi hermana Catalina, que recientemente había celebrado su decimocuarto cumpleaños, contándole todas mis nuevas y preguntándole por las suyas. Me respondió con una carta bastante larga que me sorprendió por su madurez y en la que me explicaba que Castilla había padecido un durísimo invierno. También me contaba que nuestro pequeño sobrino, el infante, mejoraba y que nuestra hermana María se había casado con el viudo Manuel de Portugal. Catalina añadió que pronto zarparía rumbo a Inglaterra y que había intercambiado cartas personales con su prometido, el príncipe Arturo. Pensaba de él que se trataba de un príncipe noble y sincero, que parecía deseoso de conocerla en persona.
Al recordar mi ansiedad cuando supe que tenía que abandonar España, le envié una carta llena de ánimos y añadí una pulsera de oro como regalo.
«Sé valiente, mi pequeña», le decía, «pronto descubrirás que el matrimonio es un estado bendito».
En febrero de 1500 cayó una inesperada nevada en Bruselas, adonde habíamos acudido después de la llegada del Nuevo Año y donde demoré el comienzo de mi retiro, temiendo las semanas de reclusión que me esperaban hasta el nacimiento de mi hijo. Beatriz me despertó con la noticia del regreso de Felipe después de cinco meses de trabajar duro con los estados. En ese tiempo había recibido varias cartas suyas en las que me explicaba lo cerca que estaba de ganar su autonomía como príncipe. Ignorando las protestas de doña Ana, que insistía en que dado lo avanzado de mi estado no debía abandonar mis habitaciones, me levanté y di unas palmadas. Soñolientas, mis damas entraron en la habitación arrastrando los pies.
—Traed mis cosas de aseo —dije—. Y también mi vestido nuevo, el de embarazada.
Una hora después se retiraron para que pudiera verme de cuerpo entero en el espejo.
Al principio no pude creerlo. Me quedé extasiada contemplando mis mejillas teñidas de rojo, antes angulosas y ahora redondeadas por el peso extra, y el brillo de mis ojos. El corte del vestido acentuaba mi curvilínea figura. El corpiño elevaba aún más mis senos, de por sí plenos, mientras el drapeado de las sobrefaldas de mi vestido, pensadas para dar mayor espacio a la cintura, envolvían mi vientre y el resto de mi cuerpo hasta los pies en un remolino de pliegues. Lancé un grito ahogado cuando mi hijo me dio una patada de repente. Beatriz se acercó por detrás y me puso la gargantilla con el rubí alrededor del cuello.
—Alteza, no ha estado nunca más hermosa —dijo.
Asentí sin palabras.
Rara vez me detenía a pensar en el paso del tiempo, pero entre el nacimiento de Leonor y esta preñez, los restos de mi adolescencia habían desaparecido. La desgarbada infanta preocupada por su estatura había desaparecido. En su lugar, había una encantadora mujer, la mujer que sería el resto de mi vida.
—¿Lo soy? —pregunté, girándome—. ¿Soy realmente una mujer hermosa?
—Sin duda —respondió Beatriz. Mis mujeres asintieron. Doña Ana carraspeó.
—¿Y crees que querrá verme así? ¿Tan… grande?
Beatriz se echó a reír.
—Su majestad es un hombre, ¿no? Todos los hombres quieren ver a su esposa grande si la razón es que lleva un hijo suyo dentro.
Me ofreció la mano.
—Vamos. Os está esperando.
El gran salón refulgía con la luz de los apliques. En lo alto, el humo se arremolinaba en los aleros pintados mientras las mesas de caballete, cubiertas con mantelería usada, se habían retirado para dejar espacio para el baile. Los barriles de vino se apilaban contra los muros, prueba de las horas de juerga que habían precedido la llegada del archiduque.
Me detuve en lo alto de la escalera. La música sonaba alta, el estruendo de los timbales resonando junto a los agudos del rabel. Las parejas bailaban en el salón. Me fijé en una mujer que se reía mientras su pareja intentaba hacerla callar apretándole la garganta.
—No podéis bajar ahí en vuestro estado. Hace semanas que deberíais estar recluida. Sois una mujer embarazada —oí decir a doña Ana.
—Y una esposa que verá a su marido. Si no lo aprobáis, podéis volver a mis habitaciones.
No esperé su respuesta. Sabía muy bien lo que ocurriría si intentaba detenerme. Recogiendo mis faldas, descendí por las escaleras con una pose perfecta, concentrada en la tarima donde Felipe, Besançon y otros nobles estaban sentados. El plato del arzobispo estaba lleno de huesos y de sus gruesos dedos ensortijados goteaba la grasa mientras se hartaba de ganso asado. Entre bocado y bocado gritaba a los demás, que mantenían una acalorada discusión. Reclinado en su trono, con las piernas descansando sobre la mesa y el jubón abierto mostrando su camisa de lino, Felipe sostenía una copa en la mano. Aunque sus mejillas estaban rojas, parecía sobrio.
De repente, uno de sus hombres saltó encima de la mesa con los brazos abiertos y escenificó algo ante las risas de los caballeros, pero cuando se dio la vuelta y me vio dirigiéndome hacia ellos, se quedó inmóvil como si fuera un mimo. Los hombres siguieron su atónita mirada. Desde la galería de los juglares, en lo alto de la sala, los músicos dejaron de tocar. El silencio se volvió denso. Los cortesanos se hicieron a un lado, murmurando entre ellos, maravillándose de mi aparición. Incluso Besançon, que por lo general se mantenía ajeno a todo lo que lo rodeaba mientras llenaba su estómago, dejó de llevarse los condimentados sesos a la boca, mirándome con la boca semiabierta de la sorpresa.
Me detuve delante del estrado con mi barriga apuntando hacia delante como si fuera una esfera. Felipe se puso de pie, se ajustó su alborotado jubón y pasó una mano por su leonina cabellera. Mientras se acercaba, vislumbré en su mirada la reveladora llama que recordaba de nuestros días de matrimonio, cuando era incapaz de contenerse y me arrastraba sin pensárselo dos veces a la cámara más próxima. Sólo que esta vez su lujuria se mezclaba con asombro, como si no pudiera decidir entre postrarse ante mí o tomarme allí mismo.
Tomó mi mano y se la llevó a los labios.
—Esposa mía, ¿sabías que el terciopelo violeta se reserva para las emperatrices?
Mi corazón dio un brinco.
—¿Eres…?
Asintió mientras sus labios esbozaban una brillante sonrisa.
—Lo soy. Tienes delante de ti al reconocido príncipe de Flandes y heredero oficial de los Habsburgo. Mi padre ha cedido. Los estados están de acuerdo en que he alcanzado la madurez y en que puedo gobernar mi reino libre de interferencias.
Me acerqué más y rocé sus partes con mi vientre.
—Entonces soy la futura emperatriz más feliz del mundo —dije tomando aire—. Pero más importante aún, soy la madre más feliz de tu futuro hijo.
Sonrió más aún, intensificando todo el deseo entre nosotros, más intenso porque hacía meses que no hacíamos el amor. Apartó la mirada y la posó en mis damas.
—Tu dueña me cortará la cabeza si no te dejo marchar. Ya piensa que soy el culpable de tus descarados modales.
Me encogí de hombros.
—Deja que piense lo que quiera. He venido a bailar y bailar será lo que haga.
—¿Bailar?
Se rió.
—Si mis ojos no me engañan, podrías dar a luz en cualquier momento.
Yo también me reí, una suave risa perversa que hizo que sus ojos volvieran a encontrarse con los míos.
—Es posible, pero he decidido que bailaré esta noche para celebrar el regreso de mi esposo. Si lo deseas puedes hacerme el honor, si no encontraré a alguien que baile conmigo.
—Estás loca —dijo mientras hacía un gesto a la galería.
Después de un discordante afinamiento, la orquesta reanudó la música. Suspiré.
—Una pavana —dije, y ofrecí mi mano a Felipe.
Avanzamos hacia el centro de la pista con la cabeza y los hombros muy rectos. Los cortesanos se apresuraron a seguirnos.
La música me embargó. Me olvidé del dolor de espalda, la punzada en el costado, el peso de mi barriga. Dando vueltas sin cesar, entré en el adagio riendo, cuando de repente besó mis senos. Los hombres y las mujeres se separaron para cogerse de las manos y formar una fila que daba vueltas por el salón. Girando hacia la izquierda, ignorando las reverencias, Felipe y yo volvimos a encontrarnos, y los que no participaban en el baile se reunieron en los laterales del salón para aplaudir.
El baile se volvió más enérgico. Las mujeres recogían sus faldas para mostrar los tobillos. En un arrebato de pasión, me arranqué la toca y la arrojé al suelo, provocando un delicioso aplauso cuando mi cabellera cayó encima de mis hombros. Con las manos hincadas en las caderas, permanecí de pie junto a las damas, insinuándome a Felipe con la mirada, mientras los caballeros levantaban las piernas con el mismo entusiasmo que los ciervos presumen de cornamenta.
El salón se volvió sofocante con el calor de los cuerpos en movimiento. Nadie se dio cuenta al principio de que paré de dar palmas. El dolor dentro de mi útero empezó a crecer, lento, despiadado, apoderándose de mis entrañas hasta que lancé un grito ahogado. Traté de ignorarlo, pero luego sentí otra punzada y otra, hasta que me doblé, sintiendo que las rodillas no me respondían.
Beatriz corrió hacia mí.
—El bebé —le dije sin aliento—. ¡Puedo sentirlo!
Hizo un gesto a las otras, que se apresuraron a rodearme y acompañarme fuera del salón.
—Estoy cansada —anuncié. Pensé que Felipe querría venir conmigo—. No es nada, de verdad. Sólo necesito descansar.
Lancé una mirada por encima del hombro y lo vi, sonriéndome, rodeado por un cerco de cortesanos bailando. Al llegar al pie de la escalinata, sostenida por mis damas, me despedí de él haciendo un gesto con la mano y riendo mientras apretaba los dientes.
—¿Cuántos habéis tenido? —me espetó doña Ana—. ¿Cada cuánto tiempo?
—No los he contado. Creo… ¡Oh, no! —gemí.
Un agua rosada salió a borbotones por debajo de mi vestido y salpicó mis sandalias de satén. Sin vacilación, doña Ana me rodeó por la cintura con su brazo fuerte y seguro.
—Debemos llevaros a vuestras habitaciones cuanto antes.
Subí las escaleras colgada de mi dueña y de Beatriz, tambaleándome. Cuando llegamos al descansillo eché a andar todo lo deprisa que pude, luchando con todas mis fuerzas para contener al bebé que se esforzaba por salir de mi vientre. Ahora sólo perdía un hilo de agua y los espasmos se calmaron por un rato. Aceleré el paso para llegar a la galería que conducía a mis aposentos.
Ya sólo faltaba un poco.
Sentí cómo la sangre caliente resbalaba por mi muslo. Lancé un grito.
—¡Dios mío, ha empezado!
Me tambaleé. Me pareció que el corredor no tenía fin. No podía continuar. Abrí la puerta más próxima, entré en un retrete y aparté con el pie el lecho de paja. Luego me puse en cuclillas.
—¡No, aquí no! —gritó doña Ana.
—Será aquí o fuera —salté.
Sin más preámbulos, Beatriz se arremangó y me ayudó a tumbarme en el suelo, colocando mis piernas encima del asiento. El pequeño habitáculo apestaba a orina y heces, pero afortunadamente los invitados más borrachos aún no lo habían visitado. Mi dueña miraba espantada. Entonces dejé salir un fuerte gemido y se arrodilló en el suelo para levantar mis faldas y mirar por debajo de ellas.
—Como una cerda en una porquera. ¿Qué dirá su majestad cuando se entere?
Me examinó con los dedos.
—Que alguien traiga paños y mi estuche de las hierbas. ¡Ahora!
Una de mis damas echó a correr.
Empecé a reírme de lo absurdo de la situación hasta que un dolor que no había experimentado nunca ahogó mi regocijo. Doña Ana reapareció de debajo de mis faldas con la toca torcida.
—He visto la cabeza del niño. Empujad, niña mía. Empujad como si vuestra vida dependiera de ello.
—¿Empujar? —grité—. ¡No puedo! ¡Me partiría en dos!
—¡Seré yo quien os parta en dos si no lo hacéis! —dijo con una voz fría como el hielo—. Hacedlo. ¡Ahora!
Me preparé, cogiéndome con una mano al asiento, y hundiendo la otra en Beatriz, mientras se arrodillaba a mi lado. Aullando entre dientes empujé con todas mis fuerzas.
Doña Ana volvió a hundirse bajo mis enaguas, que ahora estaban levantadas por encima de mi cintura.
—Falta muy poco. Empujad una vez más. Sí, eso es. Dejad que la naturaleza siga su curso.
Soraya regresó con los paños y la caja de las hierbas. Grité al sentir como si algo me desgarrara por dentro. El dolor era punzante y se extendía por todo mi cuerpo. Justo cuando pensaba que no podría soportarlo, algo se soltó dentro de mí y me invadió una inexplicable sensación de alivio.
—¡El bebé! —exclamó doña Ana—. ¡Deprisa! ¡Dadme las tijeras!
Soraya se las entregó bruscamente. Una masa grumosa se deslizó entre mis piernas. En rápida sucesión contemplé cómo doña Ana levantaba en sus manos un cuerpo pequeño y ensangrentado, pellizcado con unas tijeras, y cómo le daba un azote con la mano libre. Cuando un gemido de protesta rompió el silencio, me derrumbé encima de Beatriz. Quería preguntar si el bebé estaba sano, si era un niño, pero tenía la garganta completamente seca. Doña Ana cogió un frasco de su estuche y frotó al lloroso bebé con un ungüento de caléndula, antes de empezar a envolverlo en paños de lino.
Oímos un rumor de voces que se acercaba al retrete.
—Mi hijo —susurré—. Dádmelo.
Me obligué a sentarme para que doña Ana me colocara al bebé en mis brazos. No había acabado de vestirle pero el bebé dejó de llorar cuando me sintió. Lo miré brevemente y una profunda emoción se apoderó de mí.
Al levantar la cabeza, vi que Felipe contemplaba con ojos de asombro a mis damas bañadas en sudor y a mí, con las piernas abiertas y mis finos ropajes manchados de sangre.
Alcé los brazos y le ofrecí al bebé.
—Contempla a tu hijo.
Mientras miraba a nuestro hijo con los ojos llenos de lágrimas, lancé una carcajada triunfal.