Capítulo 16
Regresamos a Toledo, donde mi madre decretó nueve días de luto oficial por el príncipe Arturo. Se celebraron misas de funeral por la mañana, al mediodía y por la tarde. Estábamos obligados a asistir a todas para mostrar nuestro pesar delante de un ataúd negro con una efigie de cera del príncipe Tudor, al que nunca llegamos a conocer. Lloré, pero no por él sino por mi hermana Catalina, tan lejos de casa, tan sola, y viuda a los diecisiete años. También lloré por mí, por la destrucción de las esperanzas que albergaba con este regreso a España, algo que ahora se había convertido en un caldo de intrigas y resentimientos. Aunque envolviéramos nuestra vida pública en un velo de pretensiones reales, en privado todo empezaba a deshacerse y temí, más que nunca, lo que el futuro pudiera traernos.
Besançon no se apartaba de Felipe, murmurándole siempre al oído con la intención de desafiarnos. Como consecuencia se desató una guerra entre mis padres y sus consejeros, sin que nadie hiciera la menor concesión para aliviar la tensión bajo la que vivíamos, como mi madre no cesaba de recordarme.
—Sé que a tu marido no le importa nada España, pero no es tan estúpido como nos ha hecho creer. Lo he observado, a él y a Besançon, durante las sesiones del consejo y he visto cómo les brillan los ojos cuando se habla del Nuevo Mundo y de nuestros muchos estados y patrimonios. La tierra es poder. Todo lo que Luis de Francia les ha ofrecido son promesas vacías y una princesa que puede que no sobreviva a la infancia, mientras que nosotros ofrecemos un reino establecido. Es posible que esto explique por qué el arzobispo me ha estado dando la lata esta mañana, presionándome para que redacte la sucesión de una vez por todas. Si no recomendará el regreso inmediato a Flandes.
Como siempre, la simple mención de Besançon desataba mi ira, dándome la fortaleza que últimamente sentía que me abandonaba.
—Besançon puede lanzar todas las amenazas que quiera —repuse—. Ni Felipe ni yo nos iremos hasta que este asunto quede resuelto.
—No falta mucho.
Mi madre suspiró.
—Temo que tendré que hacer lo que quieren y reunir a las Cortes. Para bien o para mal, te elegiré como mi sucesora a ti y a Felipe como tu príncipe consorte, pero sólo como príncipe consorte y nada más. Tu padre hará lo mismo en Aragón, aunque él necesitará más tiempo.
Hizo una mueca y prosiguió:
—Los aragoneses serán más difíciles de convencer. No obstante, ahora que nos hemos dado por vencidos, tal vez esto ponga fin a esa insufrible alianza con Francia.
Y así fue como el 22 de mayo de 1502, Felipe y yo nos arrodillamos delante de la corte, los grandes y el clero, para ser investidos herederos. Recientemente vuelto de su persecución de los moriscos en Sevilla, el adusto cardenal Cisneros de Toledo fue el encargado de presidir la ceremonia. Cuando llegó el momento de que cada uno de nosotros le besara la mano, Cisneros retiró los dedos justo cuando Felipe se inclinaba. El estómago me dio un vuelco. Una expresión de furia se dibujó en el rostro de Felipe. Cisneros le miró con sus implacables ojos negros. Nadie podría haberle transmitido mejor el desprecio de España.
Al menos, nuestra investidura sirvió para suavizar las cosas. Ni Felipe ni Besançon cuestionaron el título de príncipe consorte y ahora esperábamos que mi padre nos allanara el camino con las Cortes de Aragón. Queríamos visitar su capital, Zaragoza, en otoño, cuando hubiera pasado el intenso bochorno. De momento, buscamos refugio de uno de los veranos más calurosos que recuerdo, casi un infierno que carbonizaba las hojas de los árboles, calentaba el suelo hasta agrietarlo y secaba el cauce de los ríos.
Después de que varios miembros del séquito flamenco sucumbieran a una enfermedad causada por beber agua contaminada, mi madre empezó a hacer planes para regresar al entorno más fresco y saludable de Aranjuez. La noticia de otra muerte inesperada llegó entre un montón de cartas de Flandes. Entre las explicaciones de madame de Halewin sobre el bienestar de mis hijos, se encontraba la triste noticia de que mi dueña, doña Ana, a los sesenta y siete años había encontrado su Némesis, una fiebre terciaria. Madame contaba que Leonor se había tomado particularmente mal el fallecimiento de doña Ana, y Margarita había ido a recogerla y se la había llevado una temporada a la corte de Saboya.
La muerte de mi dueña me impactó con una fuerza inesperada. Durante algún tiempo me sentí desconsolada. Había formado parte de mi vida desde que tenía memoria, siempre a mi lado en mi rebelde niñez, en mis juveniles batallas por la independencia y en mis luchas para adaptarme a la vida en tierra extranjera. Mis damas y yo pusimos dinero para pagar misas por su alma, pero yo me distraje pronto de mi dolor cuando supe que la enfermedad del agua se propagaba por Toledo. Al cabo de unos días, la población huyó al campo. Mi madre ordenó nuestra inmediata partida y mandó recado a Ocaña, donde Felipe había ido para cazar con halcón.
Mientras guardaba mis cosas, un paje entró corriendo en mis aposentos.
—Alteza, debéis venir inmediatamente. Su merced, el arzobispo Besançon, está gravemente enfermo.
Me detuve. Besançon era bien conocido por su afición desmesurada a las aceitunas negras, el queso manchego y nuestro famoso jamón de pata negra, y desde nuestra llegada a España había padecido más cólicos que un recién nacido. No estaba dispuesta a ir corriendo a su lecho para atenderlo.
—Se encuentra en la casa de la ciudad del marqués de Villena —añadió el paje. Han llamado al médico de su majestad. Dicen que podría tener la fiebre del agua.
Se me heló la sangre.
—Beatriz, vamos —urgí, y nos afanamos por las calles, bajo un sol de justicia, para llegar lo antes posible a la casa de Villena.
El marqués me esperaba en el salón. Parecía vestido para asistir a la corte con su jubón carmesí y su cabello recién engominado. Mientras hablaba, me pareció adivinar una prolongada sonrisa que se dibujaba en sus finos labios, rodeados por una impecable perilla.
—La bilis ha vuelto negras sus deposiciones. Vuestra alteza no debe acercarse a él. Le atiende el doctor Soto y ya se ha enviado un correo a su alteza. Si lo deseáis, podéis esperar en el salón.
Me condujo a la estancia como si me condujera a un banquete. Sabía que no le importaba si Besançon vivía o moría. Me senté con Beatriz, en medio de una preocupación creciente, mientras los criados nos traían unos refrescos. ¿Cómo había caído enfermo Besançon? Hacía días que estaba con Villena. El marqués parecía encontrarse bien, de manera que su suministro de agua no podía estar contaminado. ¿Había comido Besançon algún alimento contaminado por la enfermedad?
Me carcomían estos pensamientos, y al anochecer, cuando llegó Felipe, me hallaba en un estado de tensión nerviosa. Me apresuré a hablar con él pero me empujó a un lado y subió corriendo las escaleras que conducían a los aposentos de Besançon, obligándome a seguirlo.
El olor de la habitación era nauseabundo, infestado por la humedad, el calor y la pestilencia de la enfermedad.
—¡Fuera de aquí, judío! —gruñó Felipe al médico real, que empapado en sudor se inclinaba sobre el cuerpo postrado de Besançon.
Soto se apartó. Quise acercarme a Felipe para alejarlo de la cama. Me lanzó una mirada iracunda y luego dio unos pasos inseguros hacia la cama.
—Mon pere —le oí murmurar—. Soy yo. Estoy aquí. Tu hijo fiel está aquí.
Besançon lanzó un gemido, mientras su mano palpaba el aire a ciegas en busca de Felipe.
—Escuchad —dijo con una voz temblorosa que me hizo volverme hacia ellos—. Una conspiración… hay una conspiración.
Vi que el arzobispo se esforzaba por respirar.
—El rey… debéis… iros… veneno… me han envenenado.
Sentí un arrebato de furia.
—¡Mentiroso!
Dando un grito ahogado, Felipe se volvió hacia mí. Besançon se ahogaba. Su cuerpo se arqueó en un espasmo de dolor y puso los ojos en blanco. Un horrible ruido de tripas precedió una erupción de hediondos excrementos que empaparon las sábanas. Felipe dio un salto hacia atrás. Con una mano en la boca y sintiendo náuseas por el hedor, fui tambaleándome hasta la puerta y llamé con voz ahogada al doctor Soto.
—¡No! ¡A ese monstruo no! —gritó Felipe cerrándome el paso.
De pie, en la puerta que yo ya había abierto, estaba mi padre.
—Ha muerto.
Mi padre permanecía en la entrada de la sala. Habían transcurrido unas horas. Felipe, desplomado en una silla junto al fuego, sostenía una copa de vino que no había probado. Yo estaba sentada frente a él, y Beatriz a mi lado.
—Sus criados se ocuparán de preparar el cuerpo —dijo mi padre—. La epidemia del agua no es contagiosa entre las personas. Es preciso beber de una fuente infectada para contraerla.
Hizo una pausa. Mi mirada de aprensión se cruzó con la suya antes de que volviera a mirar a Felipe.
—A la luz de la acusación que hizo antes de morir, sugiero que el doctor Soto le haga la autopsia.
La copa de Felipe se estrelló contra el suelo. Ajeno al vino que se derramaba bajo sus pies, Felipe se levantó de la silla en la que estaba hundido.
—Decidle a ese asesino que mantenga sus asquerosas manos lejos de él.
Estaba demacrado a la luz parpadeante del fuego.
—Dejadnos solos. Quiero… quiero decirle adiós.
Abandonó el salón. Volví a mirar a mi padre. Traté de sentir remordimiento por mis sentimientos hacia el arzobispo, pero sólo experimentaba asombro ante el rápido giro de los acontecimientos y un secreto alivio de que ya no tuviera que enfrentarme a él o a su dominante influencia sobre Felipe. No deseaba explorar la duda que me asaltaba, pero su muerte había llegado en un momento oportuno, justo antes de nuestra pendiente investidura en Aragón.
Mi padre leyó mis pensamientos.
—Enloqueció de fiebre y de dolor —dijo mi padre en voz baja—. La epidemia del agua tiene ese efecto en los hombres. Ahora debes regresar con tu madre y partir hacia Aranjuez. Aquí no hay nada que puedas hacer. Yo me quedaré con tu marido.
No tuve el valor de preguntarle nada. Mientras Beatriz y yo regresábamos a casa, escoltadas por los hombres de Villena, llegué a la conclusión de que Besançon había sido tan traicionero en su lecho de muerte como lo había sido en su vida, sembrando la sospecha hasta el mismísimo final.
En mis vacíos aposentos, donde mis cofres y arcones aguardaban a ser trasladados a Aranjuez, me desplomé en la cama completamente vestida y caí en un sueño profundo pero inquieto, del que desperté al cabo de unas horas, que a mí me parecieron minutos, con el ruido de la puerta de la cámara que se abría.
Apreté el crucifijo contra mi garganta. Temía encontrarme con la sombra de Besançon junto a mi lecho. Escudriñé en la oscuridad y a través de las cortinas que adornaban el lecho vislumbré a Felipe. Estaba de pie, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Me incorporé despacio, imaginando el terrible dolor que debía experimentar, tanto como el que yo había sentido cuando me comunicaron la muerte de doña Ana.
—¿Sabías que le harían esto? —preguntó con voz grave y helada.
Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos azules parecían ahora negros, ribeteados de rojo por el llanto. Denegué con la cabeza.
—Felipe, estaba delirando. No sabía lo que decía.
——Debería haberme imaginado que dirías eso. Eres como ellos, cortada por el mismo patrón. Siempre lo odiaste. Por supuesto te alegras de que haya muerto. Pero sé lo que oí y te digo que le envenenaron. Y más aún. Sé por qué lo hicieron.
—¿Por qué? —pregunté, aunque no deseaba escuchar nada en absoluto.
Me pareció que el suelo se tambaleaba bajo mis pies. «No puedo más», pensé al borde del desmayo. Todo era demasiado: la discordia, el calor. Me sentía atrapada en un infierno viviente. Cuando Felipe se acercó a mí retrocedí como un animal acorralado.
—Pues porque era mi amigo y confiaba en él más que en nadie. ¡Sabían lo mucho que significaba para mí y lo asesinaron para herirme, para hacerme daño y quitarlo de en medio!
—¿Quién…?
Sentí que mi boca se movía pero no pude escuchar mi voz. Un ruido sordo, similar al de las aguas torrenciales estrellándose contra las rocas, crecía dentro de mi cabeza.
—¿Quién? Ellos. ¡Sus majestades los reyes de España! ¡Tus queridos padres! Ellos han matado a Besançon. Y por Dios os juro, señora —añadió acercando con agresividad su rostro al mío—, ¡que me vengaré!
Horrorizada, entreabrí los labios para emitir una protesta. Dentro de mí, la oscuridad acabó por envolverme.
Con un gemido, las rodillas me fallaron y me desplomé en el suelo.
Abrí los ojos, adormilada. Beatriz y Soraya velaban junto a mi cama. Me dolía todo el cuerpo. Quería preguntar cuánto tiempo había estado allí y qué me sucedía, pero no podía hablar. Era como si me hubieran cosido la boca.
—¡Chsss! No hables.
Mi madre mojó un paño en una bacina y humedeció mis labios cuarteados con un líquido que sabía a vinagre.
—Pronto te recuperarás. Has padecido algo de fiebre y agotamiento. Soto dice que no es nada de lo que preocuparse. Has pasado unos días en cama.
De repente recordé la última hora que había pasado despierta. Un grito ahogado me desgarró la garganta que tenía irritada.
—¿Fe… Fel…?
—Tu esposo está bien.
Mi madre se acercó a mí. Su rostro demacrado resplandecía.
—Gracias a Dios, ha accedido a renunciar a la alianza francesa. Tu padre y él han viajado a Zaragoza para convocar las Cortes aragonesas. Te reunirás con ellos tan pronto como te hayas recuperado.
Sentí que me cogía la mano.
—Hay otra buena noticia, hija mía. Estás preñada.
Mi recuperación no fue tan rápida. La razón de mi fiebre siguió siendo un misterio, aunque el doctor Soto creía que la causaba una ansiedad provocada por mi embarazo. Yo pensaba que más bien se trataba del cansancio provocado por los acontecimientos de los últimos meses, pero seguí al pie de la letra sus sugerencias de hacer mucho descanso y ejercicio moderado. Me prohibió viajar. Y por mucho que anhelaba ir al norte para escapar del calor sofocante, no podía soportar la idea de ser zarandeada en una litera, por lo que nos dirigimos a Aranjuez. Además, mi madre me hizo firmar un documento oficial en el que daba permiso para que Aragón me invistiera como su heredera. Lo envió por correo a Zaragoza, asegurando que no era preciso que asistiera personalmente a lo que, en esencia, era sólo una formalidad.
En Aranjuez me abandoné finalmente a la apatía que teñía de gris mis días y me preguntaba si este nuevo hijo me causaría tantos problemas como los que me había dado mi pequeña Isabel. Mi madre, por el contrario, estaba tan contenta que no le transmití mis reservas. Iba a dar a luz a un hijo concebido en tierra española. Sólo debía mostrarle mi gratitud y felicidad.
Así pues, reuní todo mi coraje, atendida día y noche por mis damas y mi madre, con quien había descubierto una inesperada armonía. Liberadas durante algún tiempo de los compromisos políticos que nos habían abrumado a ambas desde nuestra llegada, disfrutamos del placer de escribir juntas cartas a mi hermana Catalina, viuda en Inglaterra, también a María, en Portugal, y de bordar, pasear por los jardines y compartir cenas tranquilas en las que despedíamos a los criados y nos servíamos la una a la otra.
A medianoche, una vez que mi madre se había retirado, me asomaba a las murallas con la cabellera a merced del viento y contemplaba la vasta llanura que se extendía hacia el norte. La luna, suspendida del cielo púrpura, servía de telón de fondo a las piruetas de los murciélagos que tanto me embelesaban de niña en Granada.
No eran necesarios los vestidos de gala, las conversaciones chispeantes o los aires brillantes. Sin la impaciencia de Felipe hacia mí y hacia mi patria, me deleité con la libertad de no tener que impresionar a nadie. De pie en el extremo más alejado del pasillo que conducía a las almenas, contemplaba el valle del Tajo, dejando que la seca brisa nocturna paseara por mi piel como la caricia de un extraño.
Por primera vez desde mi regreso a España, me sentí en paz conmigo misma.
Mi vientre empezó a crecer con la nueva vida que palpitaba en él. El tiempo transcurría carente de sentido hasta una tarde que, al despertarme después de una larga siesta, me di cuenta de que estábamos al final de noviembre y habían transcurrido cinco meses desde que Felipe y mi padre partieran rumbo a Aragón.
Un viento cortante y cargado de copos de nieve arañaba el castillo. El invierno se había adelantado. Desde mi solario que daba a la torre del homenaje, escuché el trotar de caballos y me acerqué a la ventana, desde donde vi desmontar a un pequeño grupo de hombres.
Traté de distinguir su rango, pero todos iban cubiertos con oscuras capas enceradas y sombreros empapados. Sin embargo, al acercarse a la escalera sur, reconocí a mi padre a la cabeza.
Enseguida supe que Felipe no se encontraba entre ellos.
Di media vuelta y me dirigí a Beatriz.
—Dadme mi capa. Mi padre está aquí. Iré a verlo.
Beatriz me puso sobre los hombros el paño de lana.
—¿Debo avisar a su majestad?
Mi madre se había retirado a dormir la siesta. Por supuesto que querría hablar con mi padre, pero por alguna razón que no sabría explicar, no quería que ella supiese de su llegada todavía. Primero quería escuchar las noticias de mi padre, cualesquiera que fuesen.
Negué con la cabeza.
—Dejadla descansar. Ha estado escribiendo cartas a todos los monarcas de Europa y discutiendo con ese horrible embajador inglés sobre la dote de Catalina. Mi padre la verá después.
Atravesé la helada torre hasta llegar a la escalera y subí al segundo piso. No llamé. Sencillamente, abrí la puerta del estudio de mi padre y entré como había hecho miles de veces cuando era una niña. Un grupo de caballeros se calentaba las manos, de pie junto a la chimenea. Todos se volvieron a mirarme. Entre ellos reconocí al fornido condestable de Castilla, casado con Juana, la hija bastarda de mi padre. Una terrible cicatriz le cruzaba el rostro y sellaba su ojo derecho. Era un hombre feo con fama de sanguinario. Durante la Reconquista oí decir que colgaba las cabezas de los moros que había decapitado de su silla de montar. En aquel momento fijó su feroz mirada ciclópea en mí antes de inclinar, a modo de saludo, su enorme cabeza.
Luego, se apartó y divisé a mi padre.
Mi voz me sonó forzada.
—Padre, bienvenido a casa.
Con timidez, me cubrí con la capa al sentir las miradas masculinas fijas en mi abultado vientre.
Mi padre despidió a los hombres con un gesto. De repente, mi corazón latió más deprisa. Ocurría algo. Lo intuía. Le miré.
—Padre, ¿dónde está Felipe?
Señaló una silla.
—Siéntate, madrecita. Tengo algo que decirte.
Solté la capa.
—Prefiero estar de pie. Te escucho.
—No sé por dónde empezar. Tu marido se… se ha ido.
No me moví. Un abismo se abrió en mi interior. Me lo imaginé yaciendo en el camino con el cuerpo atravesado por las flechas de ladrones o pisoteado por un caballo semental en un terrible accidente.
—¿Dónde…? ¿Dónde está el cuerpo? —susurré.
Mi padre enarcó una ceja.
—¿El cuerpo? No está muerto. Está en Francia, o eso creo. Al menos, allí es adonde dijo que iba.
No había muerto. Felipe no estaba muerto. ¿Entonces por qué sentía como si lo estuviera?
—¿Ha ido a Francia? Pero eso no es posible. No me ha escrito ni ha dicho una sola palabra.
Mi padre lanzó un gruñido. Dio unos pasos y se acercó a la chimenea.
—No lo hizo, ¿verdad? No, después de todo lo que sucedió entre nosotros por culpa de la maldita alianza.
—Mi madre dijo que la había anulado, que marchabais a Aragón para su investidura.
—Así era. —Mi padre me miró por encima de su copa—. Pero entonces, el estúpido dijo que tenía que hablar con Luis. Según parece, lo que tenía que decir no podía esperar.
Fruncí el ceño. Empezaba a sentirme débil, como si el suelo se moviera bajo mis pies. Me acerqué a una silla y me senté.
—No lo comprendo —dije—. ¿Por qué necesitaba hablar con Luis?
—¿No te lo dijo tu madre?
Mi padre hizo un alto, examinando mi expresión.
—Debí haberlo imaginado. El bebé. Escribió para decir que no tenías una preñez fácil. Debió de pensar que lo mejor era ahorrarte preocupaciones durante el mayor tiempo posible.
—No necesito que nadie me ahorre nada —contesté en un tono más duro del que quería. Después guardé silencio. Tardé unos instantes en recuperar la compostura.
—¿Hace cuánto que Felipe se ha ido?
Me miró a los ojos.
—Casi un mes.
—¡Un mes! Pero ¿por qué?, ¿qué ha pasado?
Mi padre sonrió con sequedad.
—La pregunta sería qué no ha pasado. Primero, esa araña de Luis decidió declararnos la guerra por Nápoles. Se atrevió a mandar un enviado con la amenaza de que si no retiraba mi derecho a reivindicar el territorio como propio, enviaría un ejército para expulsarme. Naturalmente tuve que responder. Solicité a mis Cortes hombres y armas, puesto que no voy a tolerar que ningún francés me diga lo que tengo que hacer. En cuanto a tu esposo, decidió que no podía quedarse y ver cómo amenazábamos a Francia, aunque las amenazas en realidad provenían de su buen amigo Luis. De manera que nos abandonó a mí y a mis Cortes en mitad de una sesión, insistiendo en que tenía que cruzar las montañas antes de que llegara el invierno.
Sentí que algo me impedía respirar hondo.
—¿Se… se fue solo?
—No. Se llevó a sus caballeros con él. Tengo que decir que impresionó mucho a mis procuradores, aunque no como yo deseaba. Ahora dudo de que alguna vez le concedan la investidura, el muy idiota.
Respiré todo lo hondo que pude. No deseaba que mi rabia, mi horrorizada incredulidad, afectara mi compostura.
—¿Va a volver? —pregunté.
—No tengo ni idea. Ni tampoco me importa. Ha sido un incordio desde que llegó. Si desea arrimarse a los franceses, allá él. Estoy cansado de intentar convencerlo de que Francia lo devorará a él y a su pequeño ducado.
—¿Por qué no lo detuviste? —le espeté poniéndome de pie, incapaz de contener mi enfado—. Es mi esposo y príncipe consorte. Ya ha sido investido por Castilla. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Seguirlo y atravesar los Pirineos en pleno invierno?
—¡Pardiez! ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Qué le pusiera grilletes? Le dije que su deber era estar a nuestro lado. Le enumeré las razones por las que no era recomendable ir a Francia. Hasta le dije que era una locura, pero no me escuchó. No, tenía que demostrar su virilidad. Dijo que él solo persuadiría a Luis de Valois para no entrar en guerra. ¡He tenido burros con más sentido común que él! Como si Luis fuera a hacer caso de alguien teniendo la oportunidad de perjudicarme.
Lo miré fijamente. ¿Felipe había dicho que iba a ayudar a España? Presentí la falsedad, algo que se escapaba a mi comprensión. ¿Qué había sucedido en Aragón en todos esos meses que yo había permanecido con mi madre? La incertidumbre me atormentaba. Al reparar en el ligero temblor que sacudía el ojo izquierdo de mi padre me asaltaron todas las dudas. Me acerqué a la chimenea mientras mis pensamientos volaban.
—Sabe que espero un hijo —dije mirando las llamas.
—Sí. Tu madre escribió para comunicarnos la noticia. Pensó que sería mejor si no viajabas hasta que la criatura haya nacido. Te aseguro que fue en lo único en lo que coincidimos.
—Pero ¿no dejó nada dicho? ¿Ninguna carta?
—No.
Ahí estaba. El engaño. Casi podía palparlo.
—¿Y todo por esta guerra con Nápoles? ¿Una guerra que no tiene nada que ver con él?
—Como he dicho, está convencido de poder convencer a Luis.
Mi padre escupió aire por una de las comisuras de su boca y prosiguió.
—¡Bah! Es posible que tu madre haya creído su excusa, pero yo sé que ha ido porque espera estar a bien con todos, como Habsburgo y maquinador que es. No tiene intención de renunciar a la alianza francesa, si puede evitarlo.
Tuve la sensación de que el mundo daba vueltas a toda velocidad, fuera de control. Mi padre me puso una mano en el hombro.
—No es tu culpa, madrecita. Tu esposo hará lo que le parezca. Pero nos ocuparemos de ti y una vez que haya nacido tu hijo veremos qué hay que hacer. No tiene sentido preocuparse ahora, ¿eh?
Se equivocaba. Porque yo ya no sabía adónde pertenecía.